Los socialdemócratas y los militares se prepararon para aplastar la revolución que había hecho la clase obrera, pero esta última no tenía un partido revolucionario para dirigirla hacia el socialismo. ¿Qué lecciones se pueden sacar de esta sangrienta derrota?
[Continúa desde: Hace 100 años en Berlín: Revolución y contrarrevolución en Alemania.]
El 4 de enero, el Partido Socialdemócrata (SPD) depuso de su cargo al jefe de la policía de Berlín. Emil Eichhorn no era técnicamente un policía. Se trataba de un periodista, militante del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), que el día de la insurrección (9 de noviembre) se dirigió, encabezando a un grupo de trabajadores, hacia la sede central de la policía de Berlín situada en la neurálgica Alexanderplatz y conocida como “la Fortaleza Roja”. La tomaron sin combatir, mientras los policías huían. Durante dos meses, Eichhorn condujo, en forma improvisada, su propia fuerza policial socialista. Cuando lo despidieron, se negó a abandonar su cargo: “¡Debo mi puesto a la revolución, y solo se lo devolveré a la revolución!”.
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El USPD, el Partido Comunista (KPD) y, especialmente, los Delegados Revolucionarios llamaron a una huelga general para defender a Eichhorn. Las masas veían a este jefe de policía revolucionario, que había comenzado a desmontar el aparato de persecución y represión contra los trabajadores y formando su fuerza con voluntarios socialistas, como la última conquista que quedaba del levantamiento de noviembre. Así que se lanzaron a la calle para defenderlo. El 5 de enero, medio millón de trabajadores entraron en huelga a pesar del frío extremo. Los líderes de la huelga estaban conmocionados −tenían mucho más apoyo del que esperaban. Ese día, Ebert convocó a sus partidarios a una contra-manifestación en el Palacio de Gobierno: solo se presentaron unos pocos miles de suboficiales de la Armada y estudiantes.
El comité de huelga, atrincherado en la Fortaleza Roja, decidió darle un nuevo objetivo al movimiento. Ya no se trataba solo de defender a Eichhorn, sino que se constituyeron como un Comité Revolucionario formado por 53 personas −encabezado por un triunvirato: Liebknecht (KPD), Georg Ledebour (USPD) y Paul Scholze (Delegados Revolucionarios)− y decretaron la destitución del gobierno de Ebert y la toma del poder en sus manos, es decir, lo proclamaron como un hecho consumado antes de realizarlo verdaderamente en la práctica. Al día siguiente, cerca de un millón de trabajadores entraron en huelga en su apoyo.
El Comité Revolucionario tenía un apoyo abrumador de las masas, pero pocos medios para ejercer el poder. Enviaron soldados a ocupar las estaciones centrales de trenes, mientras que los trabajadores se apoderaron de varios periódicos, especialmente del Vorwärts. Sin embargo, fueron excepciones. Doscientos marinos se dirigieron a tomar el Ministerio de Guerra. Su comandante llevaba órdenes escritas de Liebknecht, Ledebour y Scholze. Se las presentó al guardia que se encontraba en la puerta, quien le señaló que las órdenes estaban firmadas, pero carecían de sello. Los marinos, aún confundidos por las ilusiones formales de poder, emprendieron la vuelta para solucionar el percance y cumplir el requisito… y desaparecieron entre la multitud. Nunca se tomó el ministerio.
Las masas trabajadoras pasaron un día entero en la calle, con frío, y luego un segundo, esperando que llegaran instrucciones claras para la acción. El Comité Revolucionario, enfrascado en interminables deliberaciones en su cuartel general, no les transmitió ninguna directiva. Al tercer y cuarto día, el frente de la huelga comenzó a desmoronarse; en su mayoría en condiciones muy apremiantes, los obreros tenían que volver a trabajar. El Comité Revolucionario intentó entablar negociaciones con el gobierno de Ebert, ¡el mismo gobierno que supuestamente habían derribado!
El KPD jugó un papel contradictorio en este levantamiento mal planificado y fundamentalmente prematuro. Liebknecht y Wilhelm Pieck de la Central del KPD (es decir, la dirección) formaron parte del Comité Revolucionario. Sin embargo, Radek, enviado por el gobierno bolchevique ruso para asesorar a los comunistas alemanes, aconsejó encarecidamente que no se intentara derrocar al gobierno en ese momento. Los llamó a que emprendieran una retirada ordenada como la que los bolcheviques habían llevado a cabo después de las Jornadas de Julio en Petrogrado. Les sugirió que adoptaran un programa de acción que iba desde nuevas elecciones a los consejos, hasta el armamento de los obreros y la formación de guardias obreras, con el fin de evitar una confrontación prematura y preparar la próxima ofensiva. La posición de Luxemburg en estos días cruciales fue, primero, oponerse al levantamiento como prematuro para, algunos días después, cambiar de opinión y pasar a apoyarlo. La historia oficial burguesa a menudo se refiere a los combates de enero como un “levantamiento espartaquista” a pesar de que, en realidad, no lo fue.
Frente al fracaso de los insurrectos, Ebert y Noske solo hicieron una farsa de negociación con ellos. En realidad, durante toda la semana se habían pasado concentrando a miles de soldados de los Freikorps (voluntarios paramilitares contrarrevolucionarios, precursores de las bandas nazis) alrededor de Berlín. Cuando la huelga se desplomó, la contrarrevolución entró de lleno en la ciudad.
La derrota
Los Freikorps invadieron Berlín, entrando a los barrios obreros, uno tras otro. Los combates pronto se concentraron en el distrito donde se encontraban las redacciones y las imprentas de los periódicos, especialmente en los alrededores del edificio del Vorwärts. Unos 200 trabajadores habían ocupado el edificio y publicado un “Vorwärts Rojo” durante una semana. Para el 11 de enero estaban rodeados de tropas contrarrevolucionarias con artillería, lanzagranadas, lanzallamas e incluso un tanque. El orgulloso edificio, erigido gracias a décadas de donaciones de trabajadores de Berlín, sufrió graves daños a causa de los bombardeos. Los ocupantes enviaron una delegación de siete personas con una bandera blanca para negociar la rendición; a todos los llevaron a un cuartel militar vecino y los golpearon hasta matarlos. Los otros 200 se rindieron poco después, y solo por suerte evitaron ser asesinados en masa.
Luxemburg y Liebknecht terminaron escondiéndose, primero en el barrio proletario de Neukölln y luego en el más burgués de Charlottenburg. Una patrulla contrarrevolucionaria los descubrió en el departamento de un amigo. Fueron arrestados y llevados al cuartel general de los Freikorps en el Hotel Eden, frente al zoológico. El oficial al mando, Waldemar Pabst, no sabía qué hacer con sus dos famosos prisioneros. Llamó al Palacio de Gobierno y se puso en contacto con Noske, mientras Ebert estaba en la misma oficina siguiendo la conversación. Pabst no quería hacerse responsable de una ejecución. Noske también se negó a asumir la responsabilidad, temiendo que dividiera al SPD. Este último dirigente, quien se llamó a sí mismo “el perro policía” finalmente le dijo a Pabst: “Usted deberá hacerse responsable de lo que haya que hacer”.
Siguiendo estas órdenes implícitas, los Freikorps ejecutaron a Luxemburg y Liebknecht. A Rosa la golpearon hasta matarla, fuera del hotel; a Karl lo llevaron a un parque cercano y lo fusilaron. Los asesinos se cubrieron diciendo que ella había sido arrastrada por una turba, mientras que a él le habían disparado “tratando de huir”. Jogiches y otros comunistas reconstruyeron el crimen con precisión durante las semanas siguientes.
La derrota de la insurrección de Berlín no significó el fin de la Revolución alemana. Las luchas de masas continuaron a lo largo de 1919 en la región del Ruhr (Oeste), en Alemania Central y en Berlín. En Bremen y Múnich hubo repúblicas de consejos obreros, que tuvieron una corta existencia. Los Freikorps y el SPD lograron suprimir cada uno de estos movimientos individualmente. Solo en marzo de 1919 en Berlín masacraron al menos a 1.200 trabajadores.
Para 1920, los paramilitares de derecha llegaron a la conclusión de que el movimiento obrero había sido completamente aplastado, por lo que ya no necesitaban su alianza con el SPD. El golpe de Estado de los generales Kapp y Ludendorff fue su intento de deponer a Ebert y volver a tomar el poder. Capturaron Berlín sin resistencia, mientras el viejo gobierno huía a Leipzig y luego a Stuttgart, incapaz de encontrar tropas dispuestas a defenderlos. Desesperados, Ebert y compañía convocaron una huelga general, la primera y única a nivel nacional en la historia de Alemania. Millones de trabajadores se plegaron. El gobierno golpista, sin acceso a trenes y telégrafos, se derrumbó a los tres días.
El gobierno del SPD, salvado por la huelga, decretó inmediatamente una amnistía para todos los golpistas. Al día siguiente, la renovada alianza entre el SPD y los Freikorps ya estaba asesinando a los trabajadores que formaron el “Ejército Rojo del Ruhr”, que acababa de derrotar al golpe. Luchas como esta continuaron por toda Alemania hasta 1923. Nunca se contó oficialmente el número de muertos. Fuentes comunistas de la época estiman que en la guerra civil alemana de 1919-20, el gobierno del SPD asesinó a unos 15.000 trabajadores.
Los socialdemócratas afirmaron que traerían la paz así como la socialización de los medios de producción, siempre y cuando pudieran mantener a raya a los radicales. Colocaron carteles en Berlín proclamando “¡Socialización en marcha!”, pero los paramilitares de derecha disparaban a los trabajadores en frente mismo de estos anuncios. Un partido fundado 43 años antes para aplastar al capitalismo se había convertido en el baluarte central del dominio capitalista.
La cuestión del partido
Lenin explicó en una ocasión que el Partido Bolchevique se había forjado a lo largo de 15 años de una “historia práctica (1903-17) inigualable en cualquier otra parte del mundo en su riqueza de experiencias”, que consistía en una “sucesión rápida y variada de las diferentes formas del movimiento: legales e ilegales, pacíficas y tempestuosas, clandestinas y públicas; los círculos locales y los movimientos de masas; formas parlamentarias y terroristas”.
Los socialistas revolucionarios del Imperio alemán, en cambio, no habían experimentado otra cosa más que una legalidad con ciertas restricciones entre 1890 y 1914. Cada reunión socialista oficial incluía a un agente de policía que anotaba todo lo que se decía y podía disolver la reunión si consideraba que algún orador había violado la ley. Los agitadores socialistas aprendieron a formular sus demandas dentro de este marco legal.
Al interior del SPD de preguerra, revolucionarios como Rosa Luxemburg dieron múltiples batallas. Entre ellas, podemos enumerar la lucha contra el revisionismo −en bloque junto a Kautsky y otros−; la pelea contra la pretendida “neutralidad” de los sindicatos que querían imponer los nuevos burócratas dirigentes, así como contra la pretensión de estos últimos de gozar de un status especial dentro del partido para vetar las decisiones de los congresos de la organización; luego, a partir de 1910, y esta vez enfrentando a su exaliado Kautsky, contra la llamada “estrategia de desgaste”, que buscaba justificar de forma sofisticada la renuncia a los métodos revolucionarios. Pero, a medida que el ala izquierda iba quedando lentamente al margen de la organización central del partido, producto de maniobras burocráticas, no lograron organizar sus propias estructuras para fundar una fracción. A finales de 1913, Luxemburg, Mehring y Karski intentaron establecer una publicación propia, la Sozialdemokratische Korrespondenz, pero era insuficiente. Cuando estalló la guerra, quedaron limitados a enviar 300 telegramas en busca de militantes que se opusieran a la guerra, y solo recibieron unas pocas respuestas. Tuvieron que construir su organización ilegal desde cero. Aunque Luxemburg, Jogiches y Karski, todos ellos polacos, tenían una amplia experiencia en el trabajo conspirativo bajo el zarismo, esto apenas se aplicó en Alemania.
Lo fundamental es que luego de la traición de la dirección del SPD al comienzo de la guerra (1914), no se propusieron fundar un verdadero partido revolucionario. Como explicó Lenin, bajo el imperialismo la burguesía no puede gobernar solamente por sí misma. Tiene que corromper a las capas superiores del movimiento obrero, a los burócratas sindicales y a la aristocracia obrera. Así, organizaciones reformistas como el SPD se transforman en una especie de policía capitalista dentro del movimiento obrero. En el fragor de la guerra civil, esto es lo que volvió inevitable la alianza de los socialdemócratas con los Freikorps.
Pero, aún después de que formaron su propia organización revolucionaria, los espartaquistas albergaban esperanzas en una refundación revolucionaria de la vieja socialdemocracia en lugar de llamar a formar un nuevo partido y una nueva internacional sin reformistas. Esta fue la lógica que los llevó a unirse, tan tarde como en 1917, al USPD cuando este se fundó. Esta mezcla de banderas políticas con sectores que se oponían a un programa y una estrategia revolucionarias, como Haase y Kautsky, que se habían negado a oponerse a la guerra, fue un error histórico que solo podía confundir a la clase obrera. Aquí hay una cierta paradoja: Rosa encabezó la pelea contra el devenir reformista de la socialdemocracia, que revisaba el programa revolucionario y la estrategia marxista; sin embargo, no terminó de sacar de esa pelea las mismas conclusiones que supo entrever Lenin respecto a la construcción del partido revolucionario. Una dirección revolucionaria no puede improvisarse; debe forjarse en una disputa palmo a palmo de estrategias entre distintas capas y tendencias de la clase obrera, formando a los cuadros que puedan “aprovechar el derrumbamiento del viejo partido dirigente”, como sintetizaría Trotsky en “Clase, partido y dirección”. Si durante la Primera Guerra Mundial y los comienzos de la revolución Luxemburg no terminó de romper organizativamente con reformistas y centristas, ¿por qué debería hacerlo la base de los trabajadores?
Franz Mehring, en una carta a los bolcheviques de 1918, defendió la tradición espartaquista, pero añadió el siguiente punto:
Solo nos equivocamos en una cosa; a saber, cuando nos sumamos organizativamente al partido [socialdemócrata] independiente después de su fundación −por supuesto, manteniendo nuestro propio punto de vista− con la esperanza de hacerlos avanzar. Tuvimos que abandonar esa expectativa. Todos estos intentos fracasaron porque los mejores y más probados de entre nosotros fueron acusados por los líderes de los independientes como provocadores de la policía, una hermosa rémora de la “vieja táctica probada”.
Parafraseando a León Trotsky, los trabajadores alemanes no carecían de armas ni de organizaciones para llevar a término la revolución socialista. Lo que les faltaba era un partido revolucionario. Sería una exageración completa decir que Luxemburg sostuvo una “teoría de la espontaneidad” y que creía que los trabajadores podían consumar la revolución sin ningún tipo de dirección política. Sin embargo, seguía convencida de que los trabajadores, luego de la traición de los dirigentes reformistas, crearían una nueva dirección en el fragor de la batalla. El intento de fundar el KPD en el momento en que la revolución estaba en marcha resultó ser tardío. Luxemburg y sus camaradas hubieran necesitado más tiempo para forjar un programa y los cuadros necesarios que lo hicieran carne.
Paul Levi –abogado de Luxemburg, quien la sucedió como líder del KPD después de su asesinato– “dijo en 1920 que el principal error de los revolucionarios alemanes había sido su negativa a organizarse independientemente antes de 1914, aún si esa organización hubiera tenido que existir como una secta” (Pierre Broué).
Unos veinte años después, el trotskista alemán Walter Held explicó que:
Mientras que la concepción de Lenin de 1903 encontró su mayor confirmación en la insurrección planificada de Octubre, la concepción de Rosa sufrió un terrible naufragio en enero de 1919, y la izquierda alemana nos dejó, además de una serie de personajes notables y de mártires de la causa, solo la amarga lección de una nueva derrota.
Conclusión
El levantamiento berlinés derrotado de principios de 1919 muestra la dialéctica de la historia. Durante décadas, la clase obrera alemana trabajó para poner en pie estructuras para luchar por su liberación: periódicos, sindicatos, asociaciones de todo tipo y su propio partido político con una fuerte presencia en el parlamento. Sin embargo, a falta de una estrategia clara para conquistar el poder a través de la lucha revolucionaria, y con la expectativa de un crecimiento lento hacia el socialismo, estos mismos instrumentos de liberación se terminaron convirtiendo en armas contra los trabajadores. Fueron las estructuras socialdemócratas construidas por los sacrificios de generaciones de trabajadores las que salvaron al capitalismo de la ola revolucionaria de 1918-19.
La Revolución alemana muestra que toda revolución proletaria creará estructuras de autoorganización como consejos. Estas estructuras, llámense Räte o soviets o cualquier otro nombre, son necesarias para plantear la cuestión del poder. Pero la formación de consejos en toda Alemania no fue suficiente para asegurar el poder para la clase obrera. Es necesario un partido revolucionario que trabaje dentro de estos ámbitos de autoorganización para que la mayoría de la clase obrera dé golpes decisivos a la burguesía y a sus agentes. Los consejos dirigidos por reformistas fueron peores que inútiles.
En números absolutos, no había muchos Freikorps en Alemania. Sin embargo, tenían la ventaja decisiva de que estaban organizados de forma centralizada. Podían moverse de una ciudad a otra, aplastando al movimiento revolucionario dondequiera que levantara cabeza. Los trabajadores, en cambio, tuvieron que luchar con los escasos recursos que tenían a nivel local. Muchos trabajadores, influenciados por el USPD, creían que sería posible crear un sistema que reconciliara los consejos con el parlamento. Por lo tanto, estaban dispuestos a tratar de negociar con el gobierno del SPD y sus paramilitares de derecha, quienes, por el contrario, no se hacían ilusiones sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo.
La revolución tendrá un nuevo combate prematuro en 1921, y luego, en 1923, resurgió abiertamente y fue nuevamente derrotada. Fue producto de las derrotas de estas peleas y del resultado de los enfrentamientos, así como de las luchas no dadas (aquí ya con un papel fundamental del estalinismo) de los últimos días de la República de Weimar que triunfará el nazismo. A su manera, por la negativa, los socialdemócratas demostraron que Luxemburg tenía razón: la alternativa era “socialismo o barbarie”. La socialdemocracia salvó a Alemania del “bolchevismo”, pero solo entregando al país a la barbarie.
Traducción: Guillermo Iturbide
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