Caseros. La batalla por la organización nacional (Sudamericana, 2022), reúne los trabajos de Alejandro M. Rabinovich, Ignacio Zubizarreta, Leonardo Canciani, Maria Fernanda Barcos, Gabriel Di Meglio, Vicente Agustín Galimberti y Roberto Schmit, en los que los autores analizan qué sucedió en la batalla del 3 de febrero de 1852, sin perder de vista su naturaleza política y social.
La batalla de Caseros representó un suceso clave en la historia del país. La derrota de Juan Manuel de Rosas y de la Confederación que lideraba fue el inicio de una etapa de organización constitucional que implicó la separación de Buenos Aires por casi una década y un nuevo ordenamiento regional. A propósito de su 170° aniversario, Caseros. La batalla por la organización nacional, publicado este año, reúne una serie de artículos de historiadores y destacados investigadores como Alejandro M. Rabinovich, Ignacio Zubizarreta y Leonardo Canciani (compiladores), María Fernanda Barcos, Gabriel Di Meglio, Vicente Agustín Galimberti y Roberto Schmit, que ordenados cronológicamente y de manera conectada –la “Introducción”, los 6 capítulos y la “Conclusión”–, intentan esclarecer qué sucedió en la batalla aquel 3 de febrero de 1852.
Mil veces mencionado, señalan los compiladores, transformado en divisor de épocas, Caseros arrastra una situación paradojal: “su carácter mismo de acontecimiento, de bisagra histórica ineludible, lo invisibiliza. Se lo menciona mil veces, pero no se lo estudia nunca” (p. 21). Por aquí discurre el doble propósito que persigue el libro: adoptando las premisas de la historia social de la guerra, aportar a la historiografía para vislumbrar por el prisma del “combate” aspectos de aquella sociedad y entonces comprender qué ocurrió, lo que estaba en juego en la contienda hasta ese momento “más grande de la historia sudamericana moderna, con la participación de casi cincuenta mil combatientes” (p. 12).
El libro propone una mirada de conjunto, aproximándose al suceso en una clave explicativa sobre lo que ocurrió en el terreno militar (y la tecnología del combate) sin perder de vista las condiciones sociales y políticas previas que lo hicieron posible, de esa manera y no otra, sus efectos inmediatos y de mediano plazo. Cada artículo aporta a conocer toda la singularidad y la materialidad de la batalla sin suspenderse como acto político y ser solo militar. Se inicia con el trabajo de Ignacio Zubizarreta y Leonardo Canciani, quienes abordan desde el primer capítulo, “De Gobernador a Jefe Supremo. La construcción del orden rosista”, las bases del poder de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires y la Confederación para buscar en el orden rosista los motivos que llevaron luego de Caseros a su abrupta desintegración. Arriesgan como hipótesis que las tensiones acumuladas en el terreno de las relaciones exteriores e interprovinciales, de su política social y económica, encontraron solución en el escenario bélico.
Hacia 1840 se había logrado la expansión de determinadas actividades agropecuarias que incluían como novedad la cría de ovinos, y hacia final de la década la diversificación de importaciones y del consumo interno. El fin del bloqueo anglo-francés, el crecimiento demográfico registrado, el ritmo recobrado de las exportaciones y la sequía de 1850 abonaron una ola inflacionaria que afectó a comerciantes y productores rurales, trabajadores urbanos y empleados estatales, civiles y militares, habilitando una coyuntura de distanciamiento con el gobierno. En esta multiplicidad de factores, que los autores desarrollan en detalle, es útil destacar una cierta jerarquía de determinaciones. Retomando lo que Raúl Fradkin y Jorge Gelman [1] plantean sobre Rosas como el mejor intérprete de la movilización popular y de las disputas al interior de la élite, señalar que la misma, a partir de ese momento, buscó estrechar lazos con el comercio mundial a gran escala, superar el agotamiento del régimen de los saladeros, en otras palabras, imprimir un nuevo rumbo al imaginario político y a la economía bajo el modelo de Rosas; la misma clase que lo había encumbrado contribuyó a su debilitamiento estratégico. La guerra iba a exponerlo casi sin ambivalencias.
Los capítulos siguientes se aventuran en la descripción clara de los ejércitos enfrentados. El capítulo 2, “Justo José de Urquiza y el Ejército Grande de la América del Sud”, de Roberto Schmit, aborda la composición del Ejército Grande, el triunfador del 3 de febrero de 1852, cuyas fuerzas militares y apoyo político provenía de orígenes varios, una condición peculiar aún en esta época de construcción de identidades nacionales. El gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, consolida su prestigio y poderío militar articulando un núcleo fuerte de intereses asociados al comercio fluvial, las rentas públicas y la organización política en el marco de cambios territoriales, económicos y sociales de su provincia. Durante el período de la Guerra Grande en la Banda Oriental (1838/51) y luego de los sucesivos bloqueos anglofranceses, los estancieros del litoral habían experimentado las ventajas del comercio fluvial y ultramarino al establecer vínculos directos con Montevideo. Por tanto, más que un títere de las potencias extranjeras, desde 1841 Urquiza se había convertido en el gobernador más poderoso de la región, decidido a tomar las riendas para la reorganización de los negocios provinciales enfrentando a Rosas. El autor revela un dato exponencial: “el stock ganadero crecía hasta transformar a Entre Ríos en la segunda economía pecuaria de la Confederación Argentina” (p. 68). En ese marco, señala Schmit, Urquiza cruzaría el Rubicón a partir de su “Pronunciamiento” (1851), reasumiendo el ejercicio de las facultades inherentes a su soberanía territorial y al formalizar los acuerdos y tratados entre su provincia y los gobiernos de Montevideo, el Imperio brasileño y Corrientes, declarando que el único objeto de la campaña era “libertar al pueblo argentino de la opresión que sufre bajo la dominación tiránica del gobernador Don Juan Manuel de Rosas” (p. 83).
La formación del Ejército Grande (27.849 hombres y unos 50 mil caballos) bajo el mando de Urquiza se asentó sobre el entrerriano de 10.670 hombres, producto de un reclutamiento extremo; según Schmit “una maquinaria para la guerra” (p. 68) conformado por unidades milicianas, de movilidad consolidada y capacidad de combate. Los jefes políticos y comandantes, agrega, conocían muy bien a las tropas, que aceptaron la disciplina, la obediencia y la fidelidad. Esto constituyó una ventaja anticipada, pues una dirección centralizada y autorizada, aunque no anula la improvisación “natural” de todo enfrentamiento, reduce los efectos de la carencia logística y la dispersión descontrolada o desordenada, habituales en los ejércitos del período en la región.
El contingente correntino sería el segundo en magnitud, sumando casi 5.300 hombres, seguido en tamaño por las fuerzas de la propia Buenos Aires de varios miles, bien armados, preparados y con experiencia de enfrentamiento en la campaña, que habían servido a Rosas hasta ser entregadas por su aliado, el general Oribe, en su capitulación. Como señala el autor, a partir de ese instante, “media batalla de Caseros acababa de ser ganada por los aliados” (p. 82). El contingente Oriental, si bien reducido, contaba con la experiencia del sitio de Montevideo. La presencia de las divisiones auxiliares al mando del brigadier brasileño Manuel Marques de Sousa, el compromiso a financiar los gastos de las divisiones litoraleñas y orientales por cuatro meses, el aporte de su escuadra ya desplegada en la región tanto para el traslado de contingentes y como fuerza de bloqueo, dejaba en claro que no eran pocos los intereses en juego para el Imperio de Brasil: acabar con el control rosista sobre dos áreas vitales como el Litoral y la Banda Oriental y asegurarse, con la libre navegación de los ríos, vías de acceso y negocios.
El autor describe pormenorizado cada uno de los momentos de la trayectoria del Ejército Grande desde Paraná a Buenos Aires. No son pocos aquellos en los que Rosas demuestra la falta de voluntad para buscar al enemigo incluso cuando, luego de atravesar San Nicolás, aparecen muestras de hostilidad de la población de la campaña hacia el Ejército Grande. Volveremos luego sobre este tema.
El capítulo 3, “Juan Manuel de Rosas y el ejército de Buenos Aires”, de Agustín Galimberti, indaga cómo se constituyeron y las características de las fuerzas militares de Buenos Aires, confrontando el mito que prolonga en su constitución rasgos de la personalidad de Rosas. Entonces, ¿era el ejército de la Confederación o el de Buenos Aires? Era el ejército de las instituciones, tradiciones, población y la sociedad de la provincia, y de una provincia en “guerra permanente”, responde. A inicios de 1840 contaba con casi 10.400 efectivos, muestra de una profunda militarización estatal, de los que el 67 % correspondían a tropas de línea, disciplinadas, cuya provisión de equinos y vacunos estaba asegurada; contaba con una proporción mayor de veteranos, un núcleo fuerte de infantería y artillería, claves sobre las que edificó su hegemonía sobre la Confederación. Como escribiera el historiador Luis Franco, Rosas siempre se destacó por el despliegue de su militarismo, que este autor asoció a la creación de populosos ejércitos de línea “para aplastar todas las resistencias que levantaba su tiranía y también para resguardar y acrecer los intereses de los estancieros jaqueados por indios y gauchos hambrientos” [2]. Y entonces, ¿qué ocurrió en Caseros? Dos sucesos apuntan a explicar el desafortunado combate del ejército rosista: el primero, vinculado a la rendición de Oribe (sin combatir), cuyas fuerzas de veteranos y oficiales mejor preparados pasaron a engrosar las tropas del Ejército Grande; lo que habilita el segundo, la improvisación en la víspera a Caseros del ejército bonaerense con fuerzas reclutadas solo unos meses antes para armar la defensa de su régimen. Sin embargo, concluye, lo más grave frente a Caseros fue la falta de un liderazgo militar unificado y coherente, prevaleciendo desavenencias entre los altos jefes, como había ocurrido con Hilario Lagos y Pacheco; este último “renunciaría al comando con el enemigo ya encima”. Luego de que “uno a uno, todos los grandes jefes militares de la Confederación terminaron distanciados de él” (p. 136), Rosas quedaría al frente de un ejército casi improvisado.
El capítulo 4, “3 de febrero de 1852. La hora de la verdad”, del especialista Alejandro M. Rabinovich, analiza el escenario de la batalla, la confrontación y su desenlace para buscar indicios de la sociedad y el momento de la construcción nacional. Logra posicionarse en un debate más de fondo al desechar el resultado de la batalla como la materialización del triunfo del liberalismo y su versión del progreso. Es interesante porque dando lugar a varios debates, se propone brindar una narrativa que recupere la “contingencia del resultado”, inherente a cualquier operación militar. Lo primero que destaca es que hubo combate. Durante 3 horas (desde las 10 hasta las 13 hs.), con muertos, heridos y miles de prisioneros, “un núcleo de tropas de Buenos Aires se batió incluso muy bien, defendiendo la casa de Caseros a ultranza o sirviendo los cañones del centro hasta el final. Sin embargo, es un hecho que la mayor parte del ejército de Buenos Aires ofreció una débil resistencia. La gran pregunta es por qué” (p. 171 y 172).
Rabinovich apunta varios elementos tácticos vinculados al desenlace, como el campo elegido, ventajoso para situarse en una posición que brindaba protección pero conflictivo por la falta de iniciativa y la estrategia pasiva, de inmovilidad, que caracterizó al ejército rosista. Cada uno de los actos de la batalla (la carga de caballería, el asalto de Caseros y la resistencia de Chilavert y el colapso final) no escaparían a esta lógica mayor, ofreciendo una débil resistencia. Aplica aquí la máxima de Clausewitz respecto a que la defensa, cuyo propósito es por definición negativo (repeler el ataque), no puede traducirse en un movimiento pasivo al punto de significar que el “enfrentamiento” como tal no tenga lugar. Claro que Caseros no llegó a este punto pero vale tener en cuenta, y el autor lo hace, que la estrategia rosista nunca se transformó en defensa ofensiva. A este señalamiento del “misterio” de Caseros, Rabinovich agrega que “lo que ocurrió en Caseros no tiene nada de atípico para los combates de infantería de la época, dada la disparidad en la calidad de las fuerzas involucradas. Puede haber habido o no traición y connivencia de algunos jefes, el rosismo podía estar políticamente acabado o no. Pero en todo caso, lo que sucedió en el campo de batalla está dentro de lo que podía esperarse de unos ejércitos enormes en cuanto al número de integrantes, pero cuya forma de organizarse todavía dejaba mucho que desear” (p. 179). Pero también reconoce que luego del pronunciamiento de Urquiza, las provincias del interior declararon un férreo sostén a Rosas y en Buenos Aires se organizaron manifestaciones en su apoyo; o que luego de atravesar San Nicolás, aparecen muestras de hostilidad de la población de la campaña hacia el Ejército Grande. Por tanto, si aceptamos que las fuerzas rosistas corrían en desventaja “objetiva” (en especial la ausencia de oficiales), el papel que podía jugar el factor moral era aún mayor y decisivo, incluso para disminuir la falta de ese Estado Mayor capaz de transmitir órdenes y cohesión a soldados sin instrucción suficiente. Aquí quedan varios interrogantes que incluyen cierto grado de conjetura o especulación estratégica: ¿no hubo en la sucesión de pequeños incidentes (desde Oribe a Pacheco) una dinámica de desplome moral que se irradia y contribuye al desenlace? ¿Cuánto es atribuible al propósito político (dirección política) que le imprimió Rosas a la batalla? ¿Consideró que implicaba agotarse en un conflicto interminable, poco beneficioso, dejando nuevamente una economía sin recursos y agotada? ¿Fue esa la direccionalidad que primó entre sus decisiones militares?
El capítulo 5, “El saqueo y la muerte. El día después de la batalla”, de Gabriel Di Meglio, en línea con su campo de trabajo sobre los sectores populares, analiza los saqueos producidos el 4 de febrero de 1852 en Buenos Aires, y concluidos esa misma noche, sin precedentes ni después de Caseros (de hecho hasta 1989), para rescatar el perfil político de este episodio. Enfocado en la experiencia de los saqueadores, quiénes eran y cuáles los motivos de su intervención, como parte de la movilización de la soldadesca y plebe urbana, el autor propone una mirada que no los limita a un episodio delictivo, tal como fueron tratados, sino como “una práctica colectiva en un marco de gran desorden”, situados al final del rosismo, caracterizado por una controlada participación popular, “como el producto de un estallido de tensiones contenidas durante un buen tiempo” (p. 207). El autor indaga la represión que duró varios días, que incluyó un centenar de fusilamientos y el enorme temor social que despertó en la élite. Es decir, el capítulo nos permite ver la batalla no solo a partir de sus resultados militares sino considerando la totalidad de los procesos en juego, como acontecimiento social y político.
El capítulo 6, “Entre rebeliones y constituciones. El violento camino de la paz”, de María Fernanda Barcos e Ignacio Zubizarreta, contribuye a evitar una imagen cerrada y atemporal de Caseros para verla a través de su resultado y consecuencias, aspectos siempre vitales en términos políticos porque incluyen la posibilidad de una “revancha”.
Los autores siguen los reacomodamientos políticos y partidarios de los principales actores y dirigentes provocados a partir de la derrota de Juan Manuel de Rosas; la llamada “gloriosa revolución” del 11 de septiembre, la rebelión federal y el sitio a Buenos Aires todo ese mismo año y hasta 1853. Es interesante, visto de conjunto como decíamos, porque ninguno de los líderes reivindicó abiertamente la figura del líder rosista ni justificó el movimiento con el propósito de restablecer la situación anterior, “el rosismo como movimiento político parecía entonces concluido” (p. 240). Los autores analizan los nuevos requerimientos políticos del orden provincial, comenzando por pacificar, controlar la campaña, y reactivar la economía.
Finalmente, como cconclusión, Alejandro M. Rabinovich y Leonardo Canciani indagan sobre el proceso de construcción estatal y la militarización general, analizando las rupturas y continuidades que dejó la batalla de Caseros marcada por una movilización y reclutamiento extraordinarios. Caseros puso fin a la militarización que había caracterizado la etapa previa, y legó la exigencia de institucionalización y profesionalización de la guerra y la creación de un ejército nacional. Señalan el alcance y dimensión del conflicto en la disputa por la hegemonía regional y al interior de la Confederación, que Caseros no resuelve y se hará esperar por casi una década hasta la batalla de Pavón (1861).
El libro sigue la huella del historiador británico John Keegan (El rostro de la batalla/The Face of Battle) que escribía que “las batallas pertenecen a momentos definidos de la historia, a las sociedades que preparan los ejércitos que las llevan a cabo, a las economías y a las tecnologías que sostienen a esas sociedades" y agregaba, "la batalla es un sujeto histórico, cuya naturaleza y evolución solo pueden entenderse por medio de una amplia perspectiva histórica”. Caseros. La batalla…., se suma a una renovación más amplia en los estudios sobre la guerra en el país; una hoja de ruta que acerca, en una narrativa accesible, sus aportes recientes, formula nuevas preguntas y vuelve sobre clásicos debates para reconstruirla de otra manera, pensarla también en su politicidad.
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