A propósito de El juego de la mancha, de Eduardo Levy Yeyati (Buenos Aires, Literatura Random House, 2018).
El ocio es un cáncer, un roedor lento. El ocio de hoy pero también y sobre todo el ocio de mañana y el de pasado mañana.
E. L. Yeyati [1].En Inglaterra las huelgas han servido constantemente de motivo para inventar y aplicar nuevas máquinas. Las máquinas eran, por decirlo así, el arma que empleaban los capitalistas para sofocar la rebeldía de los obreros calificados.
Karl Marx [2].
En El juego de la mancha Eduardo Levy Yeyati ficcionaliza un debate que supo tener un peso importante en las ciencias sociales y en la economía a finales del siglo pasado: la posibilidad del fin del trabajo, es decir, la prescindencia de la fuerza de trabajo humana para la producción y reproducción de la sociedad capitalista como consecuencia del avance tecnológico y la consiguiente automatización de la producción y los servicios.
Dentro de esta discusión, Yeyati adscribe a la tesis del economista Jeremy Rifkin, quien en 1995 publicó El fin del trabajo. Allí, Rifkin postulaba que el progreso tecnológico estaba empujando a la sociedad capitalista hacia una nueva Revolución Industrial, cuya consecuencia principal sería el inminente reemplazo del trabajo humano por máquinas cada vez más inteligentes y capaces en todos los ámbitos de la producción y los servicios. Lo que significaba nada más y nada menos que millones de trabajadores caerían en el desempleo y la miseria [3].
En el mundo de la novela, un Buenos Aires reconfigurado y gris, esta realidad se hace carne: los robots hacen todos los trabajos, desde la producción en sentido clásico –productos manufacturados y alimentos– hasta el diagnóstico de enfermedades, la atención de los call centers y la redacción de las noticias. Esta nueva Revolución Industrial no se abrió camino pacíficamente, sino que su corolario fue una gran crisis económica y social, la cual apenas es mencionada en el libro, pero que sus elementos (asambleas barriales, piquetes, saqueos y detenciones) pueden leerse como un guiño a la crisis del 2001 en Argentina.
La diferencia es que aquí no hay estallido político: en el país de la novela no hubo helicópteros, sino que se salió de la crisis con una política que se está discutiendo en el mundo de los economistas en la actualidad: la aplicación la Renta Básica Universal; es decir, un salario para cada ciudadano, independientemente de su condición de empleado o desempleado. De esta forma, en El juego de la mancha sólo una minoría trabaja; el resto percibe una pensión suministrada por el Estado que le permite apenas sobrevivir y pagarse algún que otro café, símbolo por excelencia en el libro de un ocio devenido aburrimiento feroz.
El nuevo Buenos Aires y sus personajes
Levy Yeyati empezó a escribir este libro hace 20 años. Eso explica tal vez cierta estética retro que se refleja, sobre todo, en la falta de protagonismo de los teléfonos celulares frente a los fijos (aunque hay pantallas, todos tienen una), y en el cigarrillo constante en cada escena.
La crisis ha dado forma también a nuevas geografías y demografías. Los desocupados migraron al primer y segundo cordón del conurbano, donde reinan los monoblocks (el libro no se aventura allí, ni topológicamente ni con algún personaje). Los ricos, al tercer cordón, donde viven en barrios privados. La ciudad se vuelve un territorio sólo habitado diurnamente, porque de noche retorna cierto estado de naturaleza donde la ley no tiene lugar. A cuenta gotas, los cadáveres van regando las calles y son los medios de comunicación los que apuran diferentes explicaciones.
Los cuatro personajes principales son profesionales. Dos con trabajo y dos sin. Manu es un exprofesor universitario de filosofía, cuyos conocimientos y publicaciones se han mostrado inútiles para la nueva configuración social (sin universidades a la vista) y ahora engrosa la fila de desocupados. Luego están sus exalumnos: Mario, el personaje aggiornado de la trama, que no sólo tiene trabajo, sino que es funcionario de lo que Yeyati llama “El Ministerio”, en el que se ocupa de un software de control social; y Laura, otrora compañera de estudios de Mario y actual pareja de Manu, desempleada. Por último, Verónica, quien trabaja para una empresa de medios adquirida por El Ministerio, donde procesa información de todas las personas del país. Alrededor de este cuarteto protagonista –bastante imbricado entre sí– se teje una compleja red de personajes secundarios.
El fin de un matrimonio
En El juego de la mancha somos testigos del divorcio entre el ocio y la espera, unión que caracterizaba la desocupación antes de la crisis: ahora los desocupados ya no apoyan la oreja en la puerta que da al mundo laboral, esperando oír los pasos de alguna nueva oportunidad. Y si lo hacen, es una mera formalidad: buscar trabajo es una manera más de matar el tiempo. Por lo demás, se entregan a un ocio espeso, sin demasiados recursos para disfrutar de los placeres mundanos. Un ocio que se parece demasiado a la supervivencia, pero que ni siquiera tiene su adrenalina ni su angustia. “Te mantienen vivo, boqueando, y con eso les basta”, explica en algún momento Julio, un exdelegado sindical que solía recorrer los pasillos del diario donde trabaja Verónica.
Los que sí esperan son los ocupados, los que tienen trabajo. Son conscientes de la inminencia de la derrota en la pulseada con las máquinas o con los algoritmos. Miran desde afuera de los bares, esas “celdas transparentes” donde se amuchan los parados estirando la vida de sus cafés siempre fríos; los observan con resquemor, pero también con la certeza de que sólo es cuestión de tiempo para que ingresen a ese ejército de reserva de la nada.
El juego de la mancha
Ese paño frío al fin del trabajo que es la pensión universal genera más bien poca fricción. Esto le llama la atención a Mario, quien esperaba más lucha y la apatía generalizada lo desencaja. En realidad, la resistencia existe, pero la oscura combinación de control social con algoritmos eficaces la obliga a manifestarse de forma descentralizada y confusa, por lo que ya no es tan fácil distinguir los bandos.
En este contexto hipercontrolado, la información busca sus canales y el cuerpo a cuerpo vuelve a cobrar suma importancia. Por ello, un encuentro puede ser definitorio para la vida de una persona, al punto de sacarla para siempre de cualquiera de las rutinas en las que estaba inmersa, la del ocio o la del trabajo. Un encuentro. Una charla. Mancha.
El libro exige una lectura atenta porque la información siempre es parcial: los diálogos donde los datos clave se manifiestan están en general vedados al lector, quien debe ir poniendo a prueba sus propias hipótesis frente al avance del texto. Por momentos, esta lógica de encriptación agota, por lo que se debe volver atrás en las páginas, rastreando algún suceso y/o personaje que ya se ha olvidado, pero ahora recobra relevancia.
Moraleja
La advertencia sobre el doble filo del ocio y su carácter potencialmente tóxico atraviesa todo el libro, lo que obliga a preguntarse si estamos frente a una especie de moraleja del autor: si lo que se viene –en teoría– es la drástica reducción de puestos de trabajo frente al avance de la robótica (una evolución que se postula “natural” e “inevitable”), ¿deberíamos por lo tanto valorar nuestra situación actual? Y acaso esa valoración ¿no implica una prescripción de conformismo, en el sentido de que, frente a la amenaza de la falta de trabajo futura, es mejor bajar la cabeza y resignarse frente a lo existente?
En todo caso, debemos recoger el guante y dar el debate. La combinación entre tecnología, trabajo y ocio que postulan como sombría y distópica algunos discursos actuales, no es –y esto ya lo advertía Paul Lafargue en su clásico El Derecho a la Pereza hace casi 140 años– ni natural ni inminente: es histórica y, por lo tanto, está sujeta a la lucha.
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