Continuamos con el hilo de nuestro reciente artículo “Ecología y comunismo”. Discutimos acá con las perspectivas postcapitalistas que ponen el eje excluyente en la eliminación del trabajo mediante la automatización, sin apuntar hacia la necesidad de una transformación de las relaciones de producción. Esto último lleva a poner en el centro del problema a los sujetos antagónicos al capital que puedan realmente atacar al centro de gravedad de la valorización de capital. Solo sobre estas bases, poniendo fin al trabajo enajenado, se puede plantear la posibilidad de un metabolismo socionatural racional.
Trabajo abstracto y enajenación
El artista y ensayista Dave Beech, que dedicó varios estudios a teorizar las relaciones del arte con el valor, el trabajo y el postcapitalismo [1], identifica en un heterogéneo abanico de cultores de posturas postcapitalistas [2] la tendencia a pensar la problemática de la emancipación como una “supresión”. Beech consigna el peso preponderante de los “discursos del rechazo al trabajo, del antitrabajo y del imaginario post-trabajo” en mucha de la teoría política crítica [3].
¿Qué significa esta idea? Que básicamente el trabajo aparece como una carga a eliminar mediante la automatización, y ya no como una relación que deba ser transformada para cambiar las bases de la sociedad.
En Inventar el futuro, Nick Srnicek y Alex Williams exponen de manera ejemplar esta inclinación:
Nuestra primera demanda es una economía plenamente automatizada. Mediante el uso de los últimos desarrollos tecnológicos, esta economía apuntaría a liberar a la humanidad de la monotonía del trabajo y a producir al mismo tiempo cantidades cada vez mayores de riqueza [4].
Srnicek y Williams tienen la virtud de hacer un recorrido, al menos sucinto, sobre las tendencias que caracterizan al mundo del trabajo en la actualidad. Lo hacen, eso sí, considerando que la fragmentación de la fuerza laboral y la existencia de sectores cada vez mayores que no tienen perspectiva de tener el “privilegio” de ser explotados por el capital, son datos irreversibles. La “crisis del trabajo”, que “amenaza con sobrepasar” las “herramientas tradicionales de control” con las que el Estado ha lidiado históricamente con la generación de población sobrante que caracteriza al sistema, es donde se “sientan las condiciones sociales para la transición hacia un mundo postrabajo” [5]. Otros autores que comparten la aspiración a una completa automatización de los procesos de producción, que también encontramos en el “comunismo de lujo” de Aaron Bastani, ni siquiera realizan este panorámico paneo por el terreno donde se reproducen las relaciones de producción. El centro de atención está puesto en el desarrollo de las tecnologías que puedan automatizar la producción. La emancipación termina presentándose como una cuestión centralmente “cuantitativa”.
Beech observa que la “enfática exigencia de la abolición del trabajo” que plantean estas corrientes contemporáneas no se alinea adecuadamente “con la superación del capitalismo” [6].
Todos los comunistas del siglo XIX, desde Owen hasta Proudhon y desde Hess hasta Marx, defendieron, en términos relativos, la reducción del tiempo dedicado al trabajo y un aumento del tiempo dedicado a formas de descanso, ocio y autodesarrollo, y en términos absolutos, por la abolición completa del sistema salarial [7].
En las perspectivas postcapitalistas a las que nos venimos refiriendo, se exacerba la aspiración de abolición del trabajo, al mismo tiempo que desaparece la cuestión de terminar con las relaciones de producción asalariadas. Esto lo motivan dos nociones que se complementan. Primero, la idea de que no es un terreno relevante de disputa, lo que respondería a: la pérdida de centralidad de la clase trabajadora asalariada en la sociedad; el peso de las burocracias que pone límites a cualquier acción contestataria significativa, lo que aparece como un dato con pocas probabilidades de alterarse, y por la degradación o desaparición de los partidos políticos de la clase trabajadora como actores relevantes. Segundo, la idea de que el capitalismo ya se ha convertido –o se está convirtiendo, o ambas cosas en todas partes al mismo tiempo– en otra cosa, gracias al despliegue de las potencialidades del propio capital y no de la acción de cualquier clase social que antagonice con el mismo. Por momentos, para estas miradas parece ser el propio capital el que conduce al postcapitalismo, lo cual deja planteada cierta ambigüedad sobre en qué medida consideran que la automatización pueda generalizarse sin terminar con el capitalismo, basado en la explotación de la fuerza de trabajo. De hecho, como critica correctamente Aaron Benanav, los “discursos de la automatización” inminente se dan de bruces con la debilidad que exhibe la inversión productiva durante las últimas décadas, especialmente en los países más desarrollados. La automatización generalizada solo sería esperable con una aceleración de la inversión, y, bajo relaciones de producción capitalistas, atentaría contra la fuente básica de la rentabilidad. Dentro del postcapitalismo, los “aceleracionistas” señalan la capacidad transformadora del capital, y definen que la tarea central para las fuerzas contestatarias está en atacar allí donde se pueda empujar al sistema a profundizar sus tendencias intrínsecas y las contradicciones que estas conllevan.
De esta forma, los planteos postcapitalistas se apartan del centro de gravedad de la producción capitalista. Este se encuentra en la valorización que ocurre a través de las relaciones de explotación, es decir, en el metabolismo entre el capital, como valor en proceso, y la fuerza de trabajo asalariada. Marx inicia El capital planteando que en el modo de producción capitalista la riqueza social aparece como un cúmulo de mercancías. Pero en pocas páginas desentraña lo que el brillo de la mercancía ensombrece: esta es la encarnación más básica de las relaciones sociales que caracterizan a este orden social, que se basan en la separación entre quienes poseen los medios de producción, y quienes se encuentran “liberados” de los mismos, y solo tienen para vender su capacidad de trabajo. La relación entre unos y otros, se manifiesta como una relación más entre poseedores de mercancías (el capitalista como comprador, el asalariado como vendedor). Bajo comando del capital, la fuerza de trabajo realiza variados trabajos concretos que producen un sin fin de mercancías (valores de uso), pero estas cuentan para el capital como encarnación de trabajo abstracto, es decir, reducido al mero atributo de ser riqueza social, expresada en valor monetario, del cual surge todo el plusvalor (y la ganancia).
El orden social basado en la producción generalizada de mercancías, que para los dueños de los medios de producción solo cuentan como medio para la acumulación creciente de valor (trabajo abstracto), presupone la enajenación de la fuerza de trabajo. Esta relación impone a la fuerza de trabajo un empobrecimiento al establecer una relación enajenada, convertida en mercancía y forzada a ponerse al servicio del capital para sostener la rueda constante de la acumulación. Esta idea recorre la crítica de la economía política desarrollada por Marx incluso desde sus primeros trabajos. La dinámica de la producción por la producción misma, que apunta hacia la máxima extensión posible o socialmente tolerable del tiempo de trabajo en pos de la valorización, niega todas las posibilidades del desarrollo de la potencialidad de la subjetividad humana que Marx considera que se encierran en el desarrollo de un metabolismo no condicionado por el capital [8]. Como sostiene Peter Hudis, aunque “Marx comienza su crítica mostrando que los trabajadores están alienados del producto de su trabajo, se esfuerza mucho en mostrar que la fuente de este problema reside en el carácter alienado del trabajo mismo” [9]. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 Marx sostiene que la propiedad privada “es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia, del trabajo enajenado, de la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo” [10]. El trabajo es enajenado porque está “determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores”, que son las de la producción de plusvalor [11]. En un sistema social basado en el capital y la acumulación de valor, “la actividad misma del sujeto se convierte en el predicado, una cosa aparte que domina y controla al sujeto real” [12].
Beech concluye que una sociedad postcapitalista consiste
[...] no solo en el fin del trabajo o del trabajo asalariado o del trabajo productivo, sino también en el fin del valor y la superación de la inversión de la relación sujeto-predicado [...] Es vital que reconozcamos la profundidad de esta abolición. No es simplemente una determinada modalidad de trabajo (por ejemplo, el trabajo fabril o el trabajo aburrido) lo que se debe descartar en la transición al poscapitalismo: lo que debe terminar por completo es el trabajo alienado. [13].
Romper con esa enajenación, socializando los medios de producción, sienta las bases para un desarrollo más pleno de las potencialidades negadas bajo el capitalismo. Solo de esta forma será posible, apunta Marx, pasar de un metabolismo donde los medios del trabajo se elevan como un poder ajeno contra la fuerza de trabajo, a uno organizado de manera consciente.
La libertad en este terreno solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana [14].
Se trata, concluye Beech, de construir una “nueva sociedad” que se base en “lo que los trabajadores quieren conscientemente”. Esto “no se debe a que los trabajadores siempre tengan razón”, sino “a que deben actuar como sujetos y no como objetos para que surja el comunismo. Éste es el elemento vital de lo que se ha llamado, con razón o sin ella, trabajo no enajenado” [15].
Trabajo abstracto y naturaleza abstracta
La homogeneización o producción de una naturaleza abstracta convertida en un objeto para el uso del capital resultó históricamente inseparable de la generalización de la relación trabajo asalariado-capital. A la dominación del trabajo abstracto corresponde también una naturaleza abstraída y homogeneizada. Bajo la dominación del modo de producción capitalista “la Naturaleza es conceptualizada y sentida como un ámbito distinto y claramente separado del mundo social”, un agregado “de objetos despojados de cualquier organicidad” [16]. Paul Burkett agrega que con los productores
separados de las condiciones naturales de producción, los administradores capitalistas y sus funcionarios científicos y tecnológicos son libres de aislar y aplicar las formas particulares de riqueza natural que son más útiles para la mecanización del trabajo y la objetivación de este trabajo en mercancías [17].
Por eso, la abolición de la relación asalariada, es decir, del trabajo enajenado, es la única manera de poner fin a las tendencias que empujan a un metabolismo socionatural trastornado. Solo es posible poner fin a la relación enajenada que caracteriza a la sociedad capitalista con la naturaleza –de la cual la sociedad es una parte inseparable– poniendo fin a la separación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción que caracteriza al capitalismo .
La ecología del trabajo no alienado
Romper la relación enajenada de los productores con sus medios de producción, implica introducir una democracia ausente, la de quienes producen, que son también quienes consumen buena parte de lo producido, en el terreno que hoy es dominio privado del capital. Si en el capitalismo producción-consumo es una “unidad diferenciada”, mediada por el proceso de intercambio, en la cual la necesidad social solo puede expresarse como demanda solvente (y solo se puede manifestar en la elección de alguna de las mercancías que los capitalistas decidieron previamente enviar al mercado), la socialización de los medios de producción puede permitir restablecer la unidad real de ambos procesos, produciendo solo en la medida necesaria para satisfacer la demanda social, paso inicial de cualquier planificación.
Este es un aspecto clave, para salir de la polaridad entre “más” o “menos” que viene dominando las discusiones en el pensamiento ecosocialista. La posibilidad de dominar racionalmente el metabolismo de la sociedad con la naturaleza, abriendo las bases para tomar de manera colectiva las decisiones de qué producir (en función de cuáles son las demandas sociales que deben privilegiarse y a dónde deben volcarse los esfuerzos de inversión) no evitará las decisiones difíciles sobre cómo manejar el legado de destrucción ambiental que deja el capitalismo. Pero en vez de que estas sean saldadas por el poder privado del capital, con apoyo de los gobiernos que tienen como función central la reproducción de las relaciones de producción basadas en la propiedad privada y el trabajo asalariado, será el conjunto de la clase productora, habiendo recuperado el dominio efectivo de los medios de producción, la que podrá delinear las alternativas para saldar estas cuestiones con miras a hacer compatibles tres objetivos: alcanzar la plena satisfacción de las necesidades fundamentales, producir de una forma no alienada, y hacerlo teniendo presente en todo momento la necesidad de establecer un metabolismo racional con la naturaleza.
Pero además, la “expropiación de los expropiadores”, al poner fin a la enajenación de la fuerza de trabajo y abrir paso para la recuperación de una noción de riqueza más amplia, es la base para romper con la idea de que abundancia debe traducirse en un consumismo creciente, con los mismos esquemas que necesariamente desarrolla el capitalismo para colocar un volumen creciente de mercancías.
Gerald A. Cohen plantea que el capitalismo “lleva a la sociedad hasta el umbral de la abundancia y luego cierra la puerta”. Excluye “la liberación por la febril introducción de nuevos productos, la enorme inversión en ventas y publicidad, la obsolescencia artificial” [18] . Agrega que la dinámica del capitalismo avanzado “es, como se puede demostrar, hostil a la perspectiva de una existencia humana equilibrada” [19]. Si hoy trabajamos en promedio lo mismo que hace 100 años a pesar de los notables aumentos de la productividad, no es simplemente por la profundización del reparto desigual de la riqueza producida, sino también porque una parte de nuestra jornada se dedica a una “una aplicación de trabajo ‘no necesario’ destinado a la alimentación de necesidades superfluas”, como sostiene Paula Bach. Pero la promesa de la abundancia, en el comunismo, no resulta utópica si entendemos que esta no consiste en “un flujo incesante de mercancías sino una cantidad suficiente producida con un mínimo de esfuerzo desagradable” [20].
A diferencia de las imaginerías postcapitalistas, que proyectan la supresión del trabajo gracias a la automatización (y las propias máquinas, encarnación en última instancia del capital, aparecen como demiurgo de esta realización), el comunismo, como lo entendemos acá, tiene en la transformación del trabajo (y de su relación con la naturaleza) un punto nodal. Peter Hudis realiza una interesante reflexión que busca conectar las pistas que da Marx en El capital con las de sus escritos de juventud sobre cómo entendía los significados del ahorro de tiempo en una sociedad comunista:
Cuando la sociedad se libera del estrecho impulso de aumentar el valor como un fin en sí mismo, puede centrar su atención en satisfacer la multiplicidad de necesidades y deseos que son parte integral del individuo social. En lugar de consumirse por tener y poseer, los individuos ahora pueden centrarse en lo que se da poca importancia en las sociedades gobernadas por la producción de valor: su ser, sus múltiples necesidades sensoriales e intelectuales, ya sean “materiales o espirituales”. Cuanto más contacte la gente con su universalidad de necesidades, mayor será el incentivo para ahorrar tiempo y reducir la cantidad de horas dedicadas a la producción material, de modo que se puedan satisfacer esas necesidades múltiples (como el disfrute cultural, social o intelectual). En una palabra, mientras que en el capitalismo el incentivo para ahorrar tiempo lo proporciona un estándar abstracto, el valor de cambio, en el socialismo lo proporcionan las necesidades sensoriales concretas de los propios individuos [21].
Transformar la relación entre la fuerza de trabajadoras y los medios de producción, que va mucho más allá de simplemente bregar por la “supresión” del trabajo mediante la automatización (que en sí misma no dice nada sobre cómo se produce, cuánto, ni quién lo decide), es la piedra de toque para recuperar todas las potencialidades negadas a la fuerza de trabajo por la relación enajenada por el capital, y al mismo tiempo para poner fin a la abstracción de la naturaleza. Estas son las precondiciones para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, lo que presupone también un metabolismo socionatural equilibrado (o no “fracturado”).
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