Introducción [1]
Los historiadores y las historiadoras han relacionado la emergencia de las identidades lesbiana/gay con el desarrollo del capitalismo. Un enfoque materialista debería observar también formas diferentes de identidad sexual, y sus conexiones con fases específicas del desarrollo capitalista. La teoría marxista de las ondas largas puede ayudarnos a comprender cómo el debilitamiento del fordismo contribuyó a los cambios en las identidades sexuales alternativas. Estas identidades alternativas, a veces definidas como “queer”, caracterizadas por prácticas sexuales que siguen estigmatizadas, por diferenciales de poder explícitos y sobre todo por la disconformidad con los roles de género, son especialmente comunes entre los estratos jóvenes y de clase trabajadora. La creciente diversidad de identidades es un desafío a cualquier universalismo gay que deja de lado las diferencias de clase, género, sexuales, racial/étnica y otras, a las formas actualmente dominantes de la organización lesbiana/gay y, en última instancia, a la división persistente de los seres humanos entre hétero y homosexuales [2].
La sexualidad, otrora un continente poco explorado para el materialismo histórico, ha dejado de serlo hace tiempo. En los años 1970 y comienzo de los 1980, historiadoras e historiadores lesbianas y gays, con herramientas del marxismo y el feminismo, entre otras, comenzaron a trazar la emergencia de las identidades lesbiana/gay [3]. Aunque las categorías materialistas fueron complementadas y luego, en gran medida, reemplazadas en el área por enfoques foucaultianos desde los años ‘80 y por la teoría queer de los ‘90, las contribuciones de los primeras generaciones de historiadores y teóricos influenciados por el marxismo, aún sobreviven de alguna forma entre un amplio rango de perspectivas socioconstructivistas. La mayoría de investigadoras e investigadores, si no la mayoría de gays y lesbianas que no pertenecen a la academia, coinciden en que las identidades lesbiana/gay modernas son únicas, fácilmente distinguibles de cualquier otra sexualidad entre personas del mismo sexo que haya existido aproximadamente antes del último siglo y de muchas que todavía existen en varias partes del mundo.
Ya sea que citen a Marx, Foucault o a ambos, los análisis históricos de la identidad lesbiana/gay relacionaron su emergencia con el desarrollo de sociedades modernas, industriales y urbanas. Algunos historiadores [4] relacionaron esta emergencia, de una forma más o menos explícitamente marxista, al desarrollo del capitalismo. Esta conexión continuó desarrollándose dentro del marco teórico marxista [5]. Recientemente, Kevin Floyd detectó más ampliamente una “gran apertura [en el pensamiento queer] al tipo de compromiso directo con el marxismo que pone el énfasis sobre su potencia explicativa” [6].
Aun así, algunos investigadores e investigadoras parecen incómodos sobre las preguntas que no fueron realizadas en esas explicaciones. Una vez que esta forma específica de identidad lesbiana/gay fue explorada y su emergencia rastreada, la pregunta que surge es: ¿es el final de la historia? Sobre todo, cuando un número mayor de estudios han trazado la extensión de las comunidades LGBT en Asia y África, algunos se han preguntado si todas las otras formas de sexualidad entre personas del mismo género están sometidas a lo que Dennis Altman ha criticado como el “global gay” triunfante, una figura monolítica montada a la ola de globalización capitalista [7]. De forma similar a la idea de que el Homo sapiens fue una vez considerado la culminación de la evolución humana, y la democracia liberal (según Francis Fukuyama) como la culminación de la historia humana, uno podría haber imaginado a veces que todos los caminos de la historia LGBT llevan a la calle Castro en la ciudad de San Francisco (Estados Unidos). Un pequeño grupo de teóricos y teóricas queers ha intentado socavar esa visión monolítica de la identidad gay, al rechazar el foco unidimensional de la orientación de género que subyace en él [8]. Pero, a pesar de su defensa abstracta de la “diferencia”, rara vez se han involucrado de forma concreta con la historiografía que a veces parece sugerir que la historia LGBT es una calle de un solo sentido. En palabras de Paul Reynolds, “se centraron en la producción social de categorías discursivas y no determinadas a través de la causalidad esencial y el poder de las relaciones sociales de producción” [9].
Este artículo sostiene que existen fuerzas socioeconómicas que condujeron a las personas LGBT a cuestionar la identidad lesbiana/gay en la forma que adquirió alrededor de la década de 1970. Un enfoque marxista socioconstructivista [10], con bases históricas, puede indagar en identidades sexuales históricamente diferentes bajo el capitalismo, sin privilegiar ninguna de sus formas particulares; puede trazar no solamente la emergencia de las identidades lesbiana/gay, sino también cambios en identidades sexuales durante las últimas décadas, explorando las conexiones entre esos cambios y las fases sucesivas del desarrollo capitalista. Una herramienta útil de la teoría marxista es la de las ondas largas capitalistas, especialmente los análisis marxistas del modo de acumulación capitalista en alza hasta comienzos de los años ‘70 y cayó de forma aguda con las recesiones de los años 1974/5 y 1979/82 [11]. Un análisis materialista histórico de este tipo puede ofrecer una base teórica sólida para abordar una preocupación política central de la teoría queer reciente –la defensa de las personas no binarias y las personas LGBT menos privilegiadas contra la “homonormatividad” [12]– que esa propia teoría ofrece, y ayudar al mismo tiempo a establecer las bases de un anticapitalismo queer.
Hoy no es algo nuevo relacionar el surgimiento entre lo que podríamos llamar la identidad lesbiana/gay clásica al nacimiento de una fuerza de trabajo “libre” bajo el capitalismo. Esto llevó siglos, e historiadoras e historiadores lo observaron en general como un proceso largo. Pero el descubrimiento de la identidad gay como la conocemos en una escala masiva es, de hecho, muy reciente, en términos de décadas más que de siglos. En un examen más detenido, la consolidación y extensión de la identidad gay, especialmente entre las masas de la clase trabajadora, tuvo lugar en gran medida durante lo que economistas marxistas denominan la larga onda expansiva de 1945-1973. La identidad gay en una escala masiva, surgida de forma gradual después del periodo de represión que va de los años 1930 a los años 1950 [13], dependió de la prosperidad creciente de las clases media y trabajadora, catalizada por cambios culturales profundos desde la década de 1940 hasta la de 1970 (de la agitación de la Segunda Guerra Mundial [14] a la radicalización de masas de los años de la Nueva Izquierda) que la prosperidad ayudó a hacer posible. Esto significa que la identidad gay fue moldeada de muchas formas por el modo de acumulación capitalista que algunos economistas llaman “fordismo”: especialmente, por sociedades de consumo de masas y Estados de bienestar [15].
El debilitamiento del fordismo también tuvo implicancias para las identidades, comunidades y la política LGBT. Las décadas de lento crecimiento económico que comenzaron con la recesión 1974-75 tuvieron un impacto diferenciado en las personas LGBT y sus comunidades. Por un lado, la escena comercial y las identidades sexuales compatibles con aquellas escenas avanzaron y se consolidaron en muchas partes del mundo, especialmente entre sectores de clase media. Por otro lado, las escenas comerciales no fueron determinantes de la misma forma para los estilos de vida o las identidades de todas las personas LGBT. En el mundo dependiente, para muchas personas pobres simplemente es muy difícil participar de la escena comercial gay. En los países desarrollados, mientras es más accesible la participación incluso para personas LGBT de ingresos más bajos, la creciente desigualdad económica ha significado realidades cada vez más divergentes. El aislamiento se incrementó entre algunas personas LGBT a raíz del sobreconsumo cada vez más característico de la escena gay comercial, que inevitablemente margina a muchas personas. Proliferaron diferentes tipos de escenas alternativas (no siempre necesariamente menos comerciales).
No existe por supuesto una correspondencia exacta entre los desarrollos económico y social y los cambios en las identidades sexuales, culturales y políticas. En las comunidades LGBT, como en el mundo en general, existe toda una serie de instituciones que producen (entre otras cosas) ideología e identidad lesbiana/gay, que mediatizan las dinámicas sociales y de clase subyacentes y representan “la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia” [16]. Analizar cómo todas estas instituciones –desde diarios y revistas hasta productores de videos porno, (divisiones de) editoriales, páginas web o chat, departamentos de estudios sobre gays y lesbianas, asociaciones de pequeños comercios, clubes y más actividades– funcionaron ideológicamente bajo el fordismo, y tendieron a funcionar de forma diferente con el surgimiento del neoliberalismo, supera el alcance de este artículo. Sin embargo, ningún aspecto de la cultura capitalista, incluida la cultura sexual, existe de forma aislada del modo de producción de conjunto; los cambios fundamentales en el capitalismo son posibles de detectar, aunque de forma indirecta, al nivel del género y la sexualidad como en otros niveles de la totalidad sistémica [17]. Esta comprensión básica puede permitirnos, incluso en ausencia de mediaciones completamente elaboradas, señalar algunas tendencias que corresponden a la dinámica cambiante entre las clases en las comunidades LGBT.
Una gran proporción de instituciones que definen las comunidades LGBT y producen sus propias imágenes tienden a reproducir y defender una identidad lesbiana/gay unificada en aparente continuidad con la identidad que adquirió forma alrededor de los años ‘70. Pero incluso un análisis esquemático puede mostrar que las subculturas e identidades lesbiana/gay clásicas estuvieron bajo presión o cuestionadas de varias formas por el deterioro del fordismo. Después de todo, en la medida que la realidad social y de clase de las comunidades LGBT se volvieron más fragmentadas y atravesadas por conflictos, también lo hicieron sus expresiones ideológicas e incluso sexuales. En última instancia, el “modo de producción de la vida material condicionaba [su] proceso de vida social, política e intelectual en general”; su “ser social… determinaba sus conciencias” [18].
Los cambios incluyeron el desarrollo de una identidad queer vista, al menos en parte, en oposición a las identidades lesbiana/gay existentes, una creciente visibilidad de identidades trans y la proliferación de una variedad de otras identidades relacionadas con prácticas o roles sexuales específicos. A pesar de la extraordinaria diversidad de estas identidades, su raigambre en las características del capitalismo contemporáneo pueden detectarse en una serie de rasgos más o menos comunes. Se definan o no de forma explícita como queer, responden al carácter crecientemente represivo del orden neoliberal a través de su afirmación tenaz de prácticas sexuales que todavía están –o cada vez están más– estigmatizadas. También reflejan la creciente desigualdad y polarización del capitalismo neoliberal al hacer explícitos los diferenciales de poder sexuales y, sobre todo, la no conformidad del género.
Para comprender mejor estos rasgos, el presente artículo observa brevemente, en primer lugar, las bases materiales de la emergencia de la identidad lesbiana/gay en los años ‘70 y, en segundo lugar, las bases materiales de los factores que la fracturaron. Luego, examina las formas en las que los cambios económicos mediaron ideológicamente en las nuevas expresiones de identidad sexual y de género, particularmente entre personas trans y otras personas queer. La última sección discute las implicancias políticas de estos cambios y los desafíos que enfrentan las comunidades LGBT del siglo XXI.
I. Identidad gay clásica
La identidad lesbiana/gay clásica, en oposición a varias otras formas de identidad homosexual que han existido en la historia humana, es (o era) una identidad reservada para las personas cuyos lazos sexuales y emocionales primarios eran con personas de su mismo sexo; que generalmente no concluían en matrimonios heterosexuales o formaban familias heterosexuales (a diferencia, por ejemplo, del actual ícono gay Oscar Wilde); que no cambian de forma radical su identidad de género al adoptar una sexualidad lesbiana/gay (a diferencia de las personas trans en una gran variedad de culturas); y en las que ambas personas en la relación se consideran a sí mismos parte de la comunidad lesbiana/gay (una noción extraña para millones de varones alrededor del mundo que tienen sexo con varones sin considerarse a sí mismos gays, y para millones de mujeres con respecto al fin explícito del “continuum lesbiano”) [19].
Este tipo de identidad gay emergió en los países capitalistas desarrollados a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, sobre todo entre capas medias (el consumo de la clase media fue particularmente crucial para la acumulación de capital en la larga onda expansiva que se extendió de mediados de 1890 a mediados de 1910). Durante este mismo periodo, la caída en la tasa de natalidad y los avances en métodos anticonceptivos le quitó centralidad a la procreación en la sexualidad de la clase media, y le dio más centralidad al deseo sexual y la elección. La importancia creciente del consumo y el deseo ayudaron a alimentar un cambio en la construcción del género bajo el capitalismo, de concepciones de “ser hombre” y “ser mujer” centradas en el carácter innato requerido para la producción y reproducción, a concepciones de masculinidad y feminidad que eran (en términos de Judith Butler) más “performativos” [20], definidas en gran medida por patrones de consumo, vestimenta y comportamiento cotidiano [21]. En este mismo periodo, los varones y mujeres de clase media (particularmente las mujeres educadas y profesionales) obtuvieron cada vez más los recursos económicos y sociales para vivir de forma independiente de sus familias y para desafiar las convenciones.
Como lo definió John D’Emilio en un artículo clave, en este sentido, el desarrollo capitalista creó las condiciones para el surgimiento de la identidad gay [22]. El resultado fue la cosificación del deseo sexual basado en una elección centrada en el género, la rápida expansión entre las clases medias de visiones médicas y más tarde específicamente psicoanalíticas de la sexualidad [23], y la “invención de la heterosexualidad” así como la homosexualidad como categorías sociales y del ámbito de la sexología [24]. En contraste, personas pobres y de la clase trabajadora, incluso en los países desarrollados tendieron, bien entrado el siglo XX, a centrarse en concepciones de ser varón y ser mujer, más que en formas cosificadas de la sexualidad [25]. Los varones de clase trabajadora en Estados Unidos, en particular, continuaron formando relaciones entre personas trans (“maricas”), por un lado, y no trans, a menudo hombres casados, por otro [26], o involucrarse en relaciones sexuales con otros hombres a cambio de dinero o beneficios sociales sin asumir ninguna identidad sexual distintiva. Durante el mismo periodo en Alemania, la homosexualidad definida como masculina era defendida notablemente por la “Community of the Special” [Comunidad de los Especiales] de clase media, mientras los estudios de Magnus Hirschfeld de relaciones entre personas del mismo sexo, mayormente entre varones de clase trabajadora, lo llevaron a sostener un modelo del “tercer género” transexual [27].
Después de 1945, sin embargo, se elevaron los estándares de vida de la clase trabajadora en los países capitalistas bajo el fordismo, donde el aumento de la productividad del trabajo fue acompañado, en gran parte, por el aumento del salario real que sostenía el crecimiento de la demanda efectiva, y varias formas de seguridad social que amortiguaron los golpes durante las caídas del ciclo económico. Como resultado, por primera vez las masas trabajadoras vivían del trabajo “libre”, como dice D’Emilio siguiendo a Marx, así como estudiantes y otras personas también podían vivir de forma independiente de sus familias, y darle un rol más importante a la elección del deseo sexual en sus vidas e identidades.
Las estructuras familiares de clase trabajadora y los roles de género también cambiaron. Por primera vez desde mediados hasta finales del siglo XIX –cuando el salario familiar se había transformado en un ideal valioso, y a veces una realidad, para importantes sectores de la clase obrera–, la Segunda Guerra Mundial hizo que el trabajo asalariado, al menos temporalmente, fuera algo normal e incluso respetable para mujeres de la clase trabajadora y media. Esto resultó en una merma en la marcada polarización de género que había caracterizado tanto la heterosexualidad como la homosexualidad de sectores trabajadores en las primeras décadas del siglo XX. De hecho, como evidencian observaciones en Estados Unidos y Holanda, la emergencia de las comunidades lesbiana/gay y las organizaciones en el periodo de posguerra tendieron cada vez más a un atenuamiento de la afeminación entre varones gay y la masculinidad entre las lesbianas [28]. Al mismo tiempo, el financiamiento de la educación y la expansión de la seguridad social (en países desarrollados) hizo que disminuyera la dependencia económica de los padres para que los mantengan como estudiantes o jóvenes, o de los esposos para pagar el alquiler, o de los hijos e hijas para evitar la pobreza en la vejez. El pleno empleo significó más oportunidades de trabajo para personas que antes habían sido marginadas.
La combinación de mayores posibilidades económicas y una reconfiguración de los roles de género ayudaron a mucha gente en las décadas de 1950 y 1960 a darle forma a una cultura sexualmente hedonista, al extenderse más allá de los límites de clase media del ambiente no convencional de los años 1910 y 1920. En esta cultura hedonista más amplia se volvió posible para una creciente minoría formar relaciones y redes del mismo sexo. Mientras, “el consumo masivo fordista era, sobre todo, un intento de asegurar una acumulación de capital amplia y sostenida”, la diversificación del marketing de consumo que traía aparejado creó el espacio para una “circulación subterránea de imágenes homoeróticas” en una “red cada vez menos subterránea de homosexualidad masculina [y lesbiana]” [29].
Lo que impedía a la gente vivir de forma abiertamente lesbiana o gay eran las restricciones de la ley, la Policía, empleadores, arrendatarios y la presión social de muchas formas. Los movimientos gay-lésbicos de los años 1960 y 1970 se rebelaron contra esas restricciones, inspirados por la ola de otras rebeliones sociales: la comunidad negra, la juventud, el movimiento antiguerra, feminista y (al menos en algunos países europeos) la clase trabajadora [30].
Sumado a los intentos de los grupos gay-lésbicos de disciplinar las normas de género de sus miembros, la segunda ola feminista fue clave en refrenar los patrones butch-femme que todavía eran hegemónicas en las subculturas lesbianas en los años 1950 (o, al menos, transformándolas en un “juego subterráneo”) [31].
Las primeras victorias legales en los años ‘70 hicieron que fuera posible la existencia de comunidades gay/lésbicas/bisexuales (LGB, por sus siglas en inglés) masivas en los países desarrollados por primera vez en la historia. Entre las precondiciones de estas comunidades estaba el aumento generalizado en los estándares de vida y la seguridad económica, que hacía las vidas gay/lésbicas posibles; que millones de personas que salieron del clóset en los años ‘70 tuviera una relativa homogeneidad social fue gracias, en parte, a los lazos generacionales del baby boom y al estrechamiento de las divisiones económicas de las décadas de 1950 y 1960, por lo que existían menos barreras para un sentido común de identidad; y un clima político/cultural relativamente favorable.
La homogeneidad de las comunidades gay-lésbicas de los años ‘70 era, por supuesto, relativa. Las diferencias sexuales y de clase siempre existieron. La relativa paz en la que convivieron hombres y mujeres en los primeros años de la liberación homosexual duró solamente hasta que las mujeres se hartaron del trato que solían recibir de los varones gay. Aunque las normas de género se relajaron en cierto modo en los años ‘60 y ‘70, esto llevó a una verdadera devaluación de la masculinidad y la feminidad solamente como parte del contexto de la crítica feminista radical, que nunca fue hegemónica [32]; incluso en la Nueva Izquierda, las influencias contraculturales de relajamiento de normas de género coexistieron con actitudes relacionadas al estereotipo varonil del Tercer Mundo [33]. El racismo siempre fue una realidad. Las diferencias que existieron en la década de 1970 crecieron mucho más en los años ‘80 y ‘90 por razones, sin embargo, mucho más profundas que una inevitable clasificación.
II. Gays en la economía posfordista
La larga ola de depresión económica que comenzó 1974/75 fue recibida a finales de los años ‘70 con una ofensiva neoliberal. Incluyó (siendo muy esquemático): un giro hacia técnicas “toyotistas” y hacia una “producción eficiente” en general; la globalización económica, la liberalización y desregulación, sacando provecho de nuevas tecnologías que “aceleraron los ritmos y dispersaron el espacio de la producción” [34]. La privatización de muchas empresas públicas y servicios sociales; un aumento de la riqueza y el poder del capital a expensas del trabajo; un aumento en la desigualdad entre los países (a través de crisis de deuda y políticas de ajuste estructural), y el consumo de lujo que reemplazó cada vez más el consumo de masas como motor del crecimiento económico. Esta ofensiva, entre otras cosas, fragmentó las clases trabajadoras de todo el mundo. (Re)surgieron grandes diferencias entre trabajadores y trabajadoras mejor y peor pagos, con contratos temporales o permanentes, nativos o extranjeros, empleados y desempleados [35]. Las diferencias menos pronunciadas en ingresos y seguridad del empleo entre trabajadores y trabajadoras a nivel nacional en los años ‘60, que fueron el telón de fondo del surgimiento de la identidad gay-lésbica, se volvieron cosa del pasado.
Un factor que complicó la ofensiva neoliberal fue la dificultad de retrotraer algunas de las conquistas de los movimientos negro, feminista y gay-lésbico. Las contradicciones de estos movimientos emancipatorios en un momento de debilidad de la clase trabajadora y desigualdad creciente fueron utilizadas en muchos de los debates ideológicos de los años ‘80 y ‘90. La igualdad étnica y de género se establecieron firmemente como lugares comunes de la política (en los discursos, no en la realidad) al mismo tiempo que las políticas económicas redistributivas y anticíclicas, mucho menos controversiales 40 años antes, eran dejadas de lado como anacrónicas y contraproducentes (hasta que la crisis de 2008 provocó la redistribución masiva de la riqueza hacia los bancos más grandes del mundo y varias formas de estímulo).
¿Qué efecto ha tenido todo esto en las personas, comunidades y movimientos LGBT?
El fin de la larga onda expansiva fordista no fue una mala noticia para todo el mundo, en absoluto, y tampoco para todas las personas LGB. En particular, entre las capas sociales de clase media y clase trabajadora que prosperaron en los años ‘80 y ‘90, sobre todo, aunque no únicamente en los países capitalistas desarrollados, las escenas gays comerciales siguieron creciendo y siguieron sustentando la identidad gay-lésbica [36].
Las identidades gay-lésbicas amigables con el mercado prosperaron en espacios comercializados, en la construcción de hogares con dos ingresos entre gays con altos salarios, y menos entre las lesbianas, y en un espacio público tolerante promovido por victorias de los derechos de estos sectores. Varios gays y lesbianas con buenos ingresos, que se beneficiaron de tanto del éxito económico como de las reformas relacionadas con la ampliación de derechos, tienen motivos para estar satisfechos con su progreso: “desde una casa acogedora, acurrucados al lado de su pareja con seguro médico mirando un video de Melissa Etheridge en MTV, hojeando la revista Out y tomando un trago de Absolut [vodka] con tónica, el capitalismo luce bastante bien” [37]. Aunque todas las relaciones sociales bajo el capitalismo están cosificadas –distorsionadas de tal modo que las relaciones entre las personas se perciben como relaciones con e incluso entre cosas–, el giro bajo el neoliberalismo hacia el crecimiento económico basado cada vez más en el sobreconsumo de la clase media aumentó la cosificación de las relaciones humanas entre los beneficiarios del neoliberalismo a niveles nuevos. Esto es particularmente cierto con respecto a las relaciones sexuales y afectivas entre gays y lesbianas de clase media.
Los años ‘70, ‘80 y ‘90 y la primera década del nuevo milenio fueron años en los que las comunidades abiertamente LGBT y las identidades se volvieron más prominentes en gran parte del mundo dependiente, primero en América latina y después en varios países de Asia y África. Dado que los países dependientes de conjunto sufrieron especialmente el declive de las viejas formas de acumulación de capital, las comunidades e identidades allí adquirieron formas muy contrastantes [38]. El periodo de crecimiento más lento y la reacción neoliberal en Norte global fue un momento de crisis recurrentes y devastadoras en muchas partes del Sur, incluso antes de la crisis generalizada de 2008 (especialmente en América latina después de 1982, en México otra vez después de 1994, en gran parte del Sudeste asiático después de 1997, en Brasil durante varios años después de 1998, y en gran parte de África apenas con lugar para respirar). Pero esto no impidió el crecimiento de las clases medias en el Sur con ingresos muy por encima del promedio de sus países y enlazada con el capitalismo de consumo global, incluido el capitalismo de consumo gay.
En el mundo dependiente, las identidades gay-lésbicas comercializadas, occidentales, parecen tener en este contexto una relación compleja y contradictoria con otras sexualidades entre personas del mismo género que coexisten con ellas. De muchas formas, “gay” y “lesbiana” son todavía conceptos de clase media o alta, eurocéntricos, incluso si de otras formas ofrecen un punto de referencia en luchas por la emancipación sexual [39].
Tanto en países desarrollados como dependientes, la influencia ideológica y cultural de las identidades gay en las comunidades LGBT se extendió más allá de las capas más privilegiadas en las que la vida de las personas encajan con estas identidades cómodamente. Los medios LGBT en países dependientes se basan, de algún modo, en los medios gay-lésbicos en las metrópolis capitalistas para obtener sus materiales e imágenes [40]. En los países desarrollados, a pesar de la proliferación de páginas web y fanzines que definen las identidades y subculturas de minorías dentro de las minorías, los libros, publicaciones periódicas y materiales audiovisuales que circulan ampliamente tienden a ser aquellos con lazos más estrechos con el nuevo mainstream gay, predominantemente de clase media. Incluso aquellos que están económicamente menos preparados para la escena comercial gay dependen de ella, a menudo, como un mercado para potenciales parejas (de corto o largo plazo); y fundamentalmente, incluso las personas célibes o monógamas que no están, al menos temporalmente, en el mercado en búsqueda de una pareja, tienden a definirse a sí mismos según las categorías culturalmente hegemónicas de lesbiana, gay, bisexual o heterosexual. Incluso las personas trans pobres y las queer cuyas vidas están mucho más alejadas de las imágenes del mainstream gay, a veces incorporan aspectos de esa cultura mainstream a sus aspiraciones y fantasías, y construyen sus identidades, en parte, con las imágenes que pueden tomarse prestadas o adaptadas desde realidades sociales muy diferentes.
Esta hegemonía de la identidad gay-lésbica sobre gran parte del mundo LGBT y la coexistencia física de las personas LGBT de diferentes clases en espacios gay-lésbicos, brinda argumentos a aquellos que minimizan la importancia de la clase social en comunidades LGBT “pluriclasistas” [41]. Es verdad que la segregación de clase que caracterizó los ambientes LGBT de comienzos del siglo XX se redujo en el periodo fordista. Pero los aspectos culturales en común y relaciones entre personas de diferentes clases no hacen a la identidad y a los espacios gay-lésbicos neutrales con respecto a la clase, de la misma forma que tampoco la existencia de relaciones sexuales entre amos y esclavos significaban que la esclavitud no fuera un factor significativo entre ellos. Enfoques “diferenciados” de la vida gay tienden a narrar la experiencia relativamente privilegiada y con buenos recursos como la experiencia gay, y la promueve normativamente como un guion de cómo debería ser concebida y vivida esa vida [42]. Los espacios gay-lésbicos no son islas, sino que están muy influenciados por las estructuras de clase en las sociedades que las rodean: la investigación sobre personas jóvenes LGBT en la educación de Gran Bretaña, por ejemplo, identifica “la clase social como el principal eje de poder que posiciona a las personas LGBT de forma desigual e injusta” [43]. Además, como veremos en la próxima sección, la fractura de los espacios LGBT en las últimas décadas también tienen una dimensión de clase.
En los centros y en los márgenes del sistema capitalista mundial, tres aspectos de la identidad gay-lésbica que se estabilizaron a comienzos de los años ‘80 encajan con la emergencia del orden neoliberal: la autodefinición de la comunidad como una minoría estable, su creciente tendencia hacia la conformidad del género y la marginación de sus propias minorías sexuales.
La autodefinición de lesbianas y varones gay como grupo minoritario, construida sobre la cosificación del deseo sexual que consolidó progresivamente las categorías de gay y heterosexual durante el siglo XX, al mismo tiempo expresó un hecho social profundo sobre la vida gay-lésbica a medida que tomó forma específicamente bajo el neoliberalismo. En la medida que lesbianas y gays eran definidos como personas que habitaban un espacio económico específico (iban a determinados bares, casas de baño y discotecas, patrocinaban determinados negocios y, en Estados Unidos al menos, incluso viven en determinados barrios), la reclusión en guetos era mayor que antes, más claramente demarcados de una mayoría definida como heterosexual. El hecho de que una porción importante de aquellos que acuden a bares y casas de baño eran siempre personas con al menos un pie en el mundo heterosexual, a veces incluso personas casadas con hijos, siempre fue un secreto a voces pero que poca gente anunciaba con bombos y platillos. Eran vistos generalmente como gente que todavía estaba “en el closet”, tendían a ser discretos para evitar incomodidad, y eran generalmente marginales en el desarrollo de la cultura gay-lésbica. Que la gente continuara saliendo del closet y uniéndose a la comunidad a todas las edades –o, para el caso, que a veces formaran relaciones heterosexuales a edades avanzadas, a menudo como resultado de su menor participación en la comunidad– tampoco fueron demasiado visibles.
La tendencia de muchos teóricos pioneros de la liberación gay-lésbica a cuestionar las categorías de heterosexualidad y homosexualidad, con énfasis en la fluidez de la identidad sexual, y que especularon sobre la bisexualidad universal, tendieron a desaparecer con el tiempo a medida que la realidad material de la comunidad se volvió más dura. El movimiento de derechos gay-lésbicos, en consecuencia, corría menor riesgo de ser visto como sexualmente subversivo del orden sexual más amplio del capitalismo generizado.
El declive del juego de roles butch-femme entre lesbianas y de la cultura camp entre varones gay también contribuyeron al endurecimiento de los límites de género que seguían siendo centrales en las sociedades capitalistas. Las drag queens que, al rebelarse contra la disciplina de género reforzada en la posguerra, habían jugado un rol de liderazgo en la rebelión de Stonewall en 1969, se encontraron con que mientras crecía la tolerancia social de gays y lesbianas en general en los años ‘70, la de las personas no binarias en muchos espacios gay-lésbicos disminuía nuevamente. En las comunidades previas, más pequeñas que en los años inmediatamente posteriores a Stonewall, varones gay, lesbianas, personas no binarias, menos capaces o dispuestos a esconderse, fueron una porción más importante del ambiente gay-lésbico; al expandirse las comunidades gay-lésbicas, el influjo de lesbianas y gays con apariencias más “normales” diluyeron la prominencia de las personas transgénero. Además, los roles de género menos polarizados en la cultura en general, que habían facilitado la emergencia de las identidades gay-lésbicas, ahora restringían el espacio disponible para identidades más polarizadas. Aunque el relajamiento temporal de las normas de género en los años ‘60 habían creado algo de espacio para el traspaso lúdico de los géneros, el dragueo completo parecía anómalo e incluso vergonzoso en el contexto de las imágenes andróginas de moda a comienzos de los años ‘70.
Las comunidades LGB se definieron cada vez más de forma tal que colocaban a las personas transgénero –cuyas comunidades precedieron a la nueva identidad gay-lésbica por un milenio– y otras personas no binarias en los márgenes, cuando no completamente fuera los límites. La identificación de Kevin Floyd de “una continua incertidumbre radical sobre si la práctica sexual gay masculina necesariamente feminiza a cualquiera de los varones involucrados” [44] no le hace justicia a las formas en las que la relación entre género y sexualidad está configurada de forma diferente en diferentes momentos y lugares en una totalidad capitalista global que no es ni estática ni uniforme, sino fuertemente diferenciada por periodo, clase, género y el proceso de desarrollo desigual y combinado. Hemos visto, por ejemplo, que la sexualidad transgénero era más común en la clase trabajadora que en la clase media en países desarrollados a comienzos del siglo XX, como todavía tiende a serlo en algunas partes del mundo dependiente. A fines de los años ‘70, en la cúspide de la transición del fordismo al neoliberalismo, fue el momento en los países desarrollados en el que el espacio para las sexualidades transgénero (y por lo tanto para la “incertidumbre radical” de Floyd) estuvo en su punto más bajo.
Mientras la sexualidad gay masculina fue masculinizada el lesbianismo fue feminizado, la creciente centralidad en el consumo de la identidad LGB resultó en una serie de cambios en sus contornos sexuales, algunos ya visibles a fines de los años ‘70 y principio de los ‘80, otros emergieron recién a fines de los ‘90 o más tarde. Obviamente, estas modificaciones no significaron un cambio sustancial espontáneo e instantáneo en el deseo o las prácticas sexuales de todas las personas LGBT. El deseo individual y la psicología son más resilientes que eso y se forman a lo largo de la vida, no transmutan totalmente por los desarrollos sociales de una década o dos. En algunos casos, los vientos de la moda erótica sin duda tienen causas más superficiales que un cambio socioeconómico profundo, y sería un error inferir demasiado sobre ello. Pero al adquirir las identidades e imágenes sexuales formas más desiguales y polarizadas con respecto al género cuando las sociedades que las rodean atraviesan un aumento agudo y de largo alcance en la desigualdad, sería imposible descartar la correlación como una mera coincidencia.
En cualquier caso, a medida que el declive del fordismo ponía al Estado de bienestar bajo presión, un énfasis renovado sobre la centralidad de la familia en la reproducción social ayudó a poner un freno en la relajación de las normas de género que había caracterizado los años ‘60. Este giro conservador en la sociedad fue acompañado por un cambio entre los varones gay de la imaginería mayormente andrógina al traspaso de género casual de comienzos de los años ‘70 y a la cultura “clonada” más masculina que adquirió el comienzo de la década de 1980. Las formas femeninas de autorrepresentación que las lesbianas feministas una vez vieron con malos ojos también se había transformado en algo más común y aceptable entre las “lesbianas de lápiz labial” de los años ‘90 –una “celebración de la feminidad” que Gayle Rubin, por ejemplo, pensaba que podía “reforzar los roles de género y valores tradicionales de un comportamiento femenino apropiado” [45]–. Un grado más alto de conformidad de género entre las personas LGBT facilitó su incorporación al orden social y sexual neoliberal.
Esta conformidad caía bien en la cantidad cada vez más grande de varones gay y lesbianas que perseguían carreras profesionales, de negocios o políticas en un número de sociedades capitalistas, sin necesariamente renunciar o esconder su sexualidad pero preferentemente sin “alardear”. Incluso entre gays y lesbianas de clase media que viven de negocios y organizaciones sin fines de lucro gay –lejos de todos aquellos que estaban entre los verdaderos ganadores económicos de las últimas décadas, pero en nombre de quienes se tendía a hablar– preferían en general mantener las expresiones de la comunidad LGB culturalmente inofensivas. Otra capa de clase media o de gays y lesbianas identificados como clase media, que estaban haciendo sus carreras dentro de negocios e instituciones mainstream, a veces se avergonzaban de manifestaciones de la comunidad gay-lésbica que los separaban demasiado de otras personas de su clase. A mucha de esta gente le gustaría poder perseguir sus carreras en empresas e instituciones heterosexuales y ser abiertos con respecto a sus relaciones con personas del mismo sexo –menos gente está dispuesta a conformar matrimonios heterosexuales en estos días y a mantener su vida homosexual completamente escondida y marginal– y para el resto negar o minimizar las diferencias entre ellos y los heterosexuales de clase media.
Esta capa profesional brindó una base social sólida para la corrientes más moderadas de los movimientos LGB, que vieron a menudo el matrimonio entre personas del mismo sexo como la culminación del proceso de la emancipación gay. Y, de hecho, el matrimonio homosexual y la adopción puede ser el punto cúlmine de la integración de algunas personas LGBT al orden productivo y reproductivo del capitalismo generizado. Paradójicamente, mientras el neoliberalismo ha socavado de diversas formas la dominación directa y obvia sobre esposas e hijas de esposos y padres bajo el régimen de género fordista original [46], los recortes neoliberales de servicios sociales, mediante la privatización de la provisión de necesidades básicas, han restaurado la centralidad de la unidad familiar en la reproducción social de la fuerza de trabajo, con contornos de clase. Mientras la legalización del matrimonio o parejas de personas del mismo género pueden asegurar nuevos beneficios para la clase media y sectores privilegiados de gays y lesbianas de la clase trabajadora, para aquellos que dependen más de la seguridad social del Estado en países como Gran Bretaña u Holanda el reconocimiento legal de sus parejas puede llevar a recortes de beneficios [47].
Al aumentar la cantidad de niños y niñas criados en hogares homoparentales, el matrimonio entre personas del mismo género y la adopción pueden servir para legitimar y regular el rol creciente que las parejas gays y lesbianas juegan en la producción, el consumo y la reproducción sociales. Aun así, el aumento de familias nucleares homoparentales redefine e incluso refuerza, en lugar de superar, la división homosexual-heterosexual, dado que la forma en la que lesbianas y varones gay forman sus familias (a través de donación de esperma, adopción, la ruptura con las familias heterosexuales u otras trayectorias) sigue siendo necesariamente distintiva.
En el siglo XXI, un factor ideológico también ha jugado un papel crucial en integrar a las personas gay y lesbianas al orden neoliberal: la instrumentalización de los derechos gay-lésbicos al servicio de ideologías imperialistas e islamofóbicas, que Jasbir Puar ha definido como “homonacionalismo” [48]. Particularmente, pero no solo, en países como Holanda [49] y Dinamarca, ambos países donde los derechos de parejas del mismo género y el racismo antimigrante se desarrollaron con fuerza, este homonacionalismo fue clave para consolidar y domesticar la identidad gay-lésbica.
III. Raíces sociales y sexuales de identidades alternativas
La uniformidad aparente de la cultura gay-lésbica a mediados de los años ‘70 de hecho ayudó a disfrazar las fracturas sociales y económicas que surgían entre las personas LGB. Como resultado, las identidades gay-lésbicas relativamente homogéneas que se habían formado en Norteamérica y Europa occidental en los ‘70 fueron desafiadas y fragmentadas durante las siguientes décadas, en diferentes grados según los países. En particular, existió una proliferación de identidades sexuales o de género alternativas, más o menos fuera de la escena comercial mainstream. Algunas, no todas, de estas identidades alternativas, representan desafíos de los parámetros básicos de la división gay/heterosexual que emergió y se consolidó durante gran parte del siglo XX.
Al contrario de lo que señala gran parte de la retórica antigay de derecha, las parejas prósperas en las que se focalizaron las revistas nunca fueron típicas entre personas LGBT. Los datos reunidos por la Encuesta Social General del centro nacional de investigación de opinión de Estados Unidos en los años ‘90 sugirió que las mujeres lesbianas y bisexuales tenían todavía muchas menos oportunidades que otras mujeres de tener trabajos profesionales o técnicos y era más probable que tengan trabajos en áreas de servicios o empleos menos calificados, mientras que los varones gay y bisexuales tenían más posibilidades que otros varones de tener trabajos profesionales/técnicos, administrativo/ventas o servicios, pero menos puestos en niveles gerenciales [50]. Las restricciones heteronormativas de muchos sectores económicos –las presiones para cumplir con normas de comportamiento heterosexuales– parecen llevar a muchos “trabajadores y trabajadoras de bajos salarios… a aceptar un salario más bajo que lo que les pagarían en otro lugar a cambio del confort relativo de trabajar en un ambiente queer” [51].
Más allá de las causas (menos capacidad o voluntad de cumplir con las expectativas generizadas del trabajo, migración a mercados laborales más competitivas, discriminación), el resultado neto (contrario a las afirmaciones infundadas que realizan los ideólogos y algunas publicaciones gay) fue que, al menos en Estados Unidos, tanto varones gay como lesbianas estuvieron subrepresentados en los sectores ingresos más altos (con ingresos familiares de 50.000 dólares o más), mientras los varones gay en particular estuvieron sobrerrepresentados en los sectores de ingresos más bajos (con ingresos familiares de 30.000 dólares o menos) [52]. Un estudio más reciente mostró que los varones en parejas del mismo sexo todavía ganaban significativamente menos en promedio que sus contrapartes heterosexuales en 2005 (43.117 comparado con 49.777 dólares); mientras que las mujeres en parejas del mismo sexo ganan más en promedio que las mujeres heterosexuales casadas, aunque su ingreso, por supuesto, es menor que el de los varones [53]. Las personas transgénero están peor aún: un estudio de 2006 mostró que en San Francisco, el 60 % de ellas ganaron menos de 15.300 dólares al año, solo un 25 % tenía trabajos de tiempo completo, y cerca del 9 % no tenía fuente de ingresos fija [54].
La expansión de las comunidades LGBT centradas en escenas comerciales gay no mejoraron la situación de las personas LGBT de ingresos bajos. Al contrario, Jeffrey Escoffier ha señalado que “el mercado gay, como los mercados en general, tienden a segmentar la comunidad gay-lésbica por ingreso, clase, etnia y género” [55]. Esto es cierto, sobre todo, para parejas del mismo sexo, especialmente aquellas con hijos e hijas, dado que dos mujeres conviviendo están duplicando, en un sentido, las desventajas económicas que ambas experimentan como mujeres. Las personas LGBT tienen más posibilidades, además, de ser excluidas de las redes de apoyo familiares, y dado que las redes de seguridad social se han desgastado, las desigualdades que resultan de las diferencias salariales las afectan con particular intensidad [56].
En el mundo capitalista, el Estado de bienestar fue destruido, los sindicatos se debilitaron, y la desigualdad creció. En este contexto, la polarización dentro de las comunidades LGBT ha sido especialmente grande. Las personas LGB de ingresos más bajos, las transgénero, la juventud en situación de calle y personas LGBT de color han estado bajo ataque durante los últimos años, en un contexto en el que se multiplican los ataques a las personas pobres y minorías, el racismo se ha intensificado cada vez más en Estados Unidos, y crecieron nuevas formas de antagonismo con comunidades negras y migrantes (especialmente las de origen musulmán) en los países europeos. Las personas LGBT jóvenes y trabajadoras sexuales en particular han sido víctimas de formas de vigilancia coercitiva intensificadas [57]. La polarización social en las comunidades LGBT coincidió con la creciente prominencia de formas de identidad y prácticas sexuales que se enfocan de forma explícita en diferenciales de género y poder y el juego de roles.
Uno de los primeros cambios llamativos en la identidad LGBT con el surgimiento del neoliberalismo fue el rol que jugaron la subcultura del sadomasoquismo y el cuero en la cultura más masculina entre varones gay a comienzos de los años ‘80. Aunque los primeros bares de cultores del cuero abrieron en Nueva York en 1955, y muchos más lo siguieron a comienzos de los ‘70, recién a partir de 1976 la subcultura del cuero se transformó en foco de atención y debate en la comunidad gay-lésbica en general [58]. Pronto el sadomasoquismo se “relacionó con la homosexualidad masculina en los ochenta con tanta fuerza como se estableció la cultura afeminada y el ataque a los roles de género en los sesenta y comienzos de los setenta” [59], y los clubs sado como Mineshaft en Nueva York se transformaron en “un escenario de la masculinización del varón gay” [60].
Paradójicamente en este escenario, mientras las divisiones entre “activos” y “pasivos” que antes habían sido rechazadas ampliamente con argumentos relacionados con la liberación sexual, se volvieron aceptables y a veces obvias, casi todos los hombres en estos ambientes fueron masculinizados durante el proceso. Era como si el sado, que celebraba “la diferencia y el poder”, sirviera, en los términos de Dennis Altman, como un ritual de “catarsis”, representando y exorcizando la violencia y desigualdad crecientes en la sociedad en general [61]. Como dijo Gayle Rubin, “la clase, la raza y el género no determinan ni se corresponden con los roles adoptados en el sado” [62].
A comienzos de los años ‘80, las formas de la sexualidad que divergían del la norma percibida como feminista también afectaron la cultura lesbiana-feminista previamente hegemónica. En un sentido, esta cultura ya había tocado una nota divergente en los años ‘70. Ha persistido la sensación de que las lesbianas en general juegan menos un rol en las escenas comerciales y persisten en el intento de sostener ambientes alternativos. Aunque algunas lesbianas, como varones gay, son de clase media o ricas, el hecho de que las mujeres intentan sobrevivir de forma independiente de los varones hace que tengan ingresos más bajos en promedio y es más probable, por lo tanto, que sean aquellas de la clase trabajadora o pobres las que hayan contribuido en ello.
Pero si las lesbianas feministas habían presionado a las mujeres pobres y de clase trabajadora en los años ‘70 para que abandonen sus relaciones butch-femme, que habían sido comunes durante décadas, algunas lesbianas comenzaron a usar en los ‘80 las categorías butch y femme con fuerza [63]. Casi al mismo tiempo, algunas lesbianas participaron de forma visible en la cultura sado, especialmente en San Francisco. Esto converge con una ruptura en el mundo lésbico mediante el conflicto entre las corrientes que se definían como “antipornografía” y otras como “prosexo” [64].
El tema más explosivo en las “guerras del sexo” fue, brevemente, el sexo intergeneracional, que representó una confrontación importante durante la organización de la primera marcha nacional por los derechos gay-lésbicos en Estados Unidos en 1979. Más allá de las preocupaciones comprensibles y legítimas sobre la coerción y el abuso de autoridad, algunas corrientes percibían las diferencias de poder entre adultas y jóvenes como un impedimento de la posibilidad de consenso para mantener relaciones sexuales [65]. Sin embargo, la explosividad del tema lo colocó rápidamente fuera del alcance de la discusión.
En retrospectiva, las subculturas de “clones” y sado, el lesbianismo de lápiz labial y las “guerras del sexo” de los ‘80 fueron solo la fase inicial de una fractura a largo plazo de la identidad LGBT. La consolidación del reaganismo y thatcherismo a mediados de los ‘80 coincidieron para las personas LGBT con el embate de la epidemia del sida, un trauma que significó una ruptura generacional aguda. Mientras algunos sobrevivientes de la epidemia siguieron una variante gay de la trayectoria de la generación del baby boom de clase media, mucha gente joven que creció en la era del sida y el neoliberalismo encontró muchos obstáculos en el camino a una existencia segura de clase media.
A partir de mediados de los años ‘80 emergió un entorno social queer, compuesto mayormente por gente joven en la parte inferior del reloj de arena social, resultado de las reestructuraciones económicas [66]. Un aspecto de la realidad social subyacente es que cuanto más bajos eran los ingresos de las personas queer jóvenes y más pobres sus perspectivas laborales, su identificación con o la voluntad de unirse a la comunidad gay-lésbica era menor en promedio que en los años ‘60 y ‘70. “Los cambios económicos… significaron más trabajos part-time o por contrato, especialmente en la juventud, que dejó a muchas personas sin posibilidad de verse a sí mismas como parte de la clase media gay” [67].
Inicialmente, sobre todo en países desarrollados de habla inglesa –países donde la polarización social es muy importante–, las personas queer jóvenes resistieron la cultura disco, el gueto de bares y el tipo de segregación que encaja con política de minorías del tipo étnicas. Las personas que se autodefinen como queers se negaron a “estar cómodas en la periferia social –los guetos–” [68]. Escenas queer de habla inglesa se repitieron en ambientes de edificios ocupados en la Europa continental. Esta generación también había crecido en estructuras familiares diversas y cambiantes, que hizo que la idea de que los hogares gay-lésbicos se parezcan a las familias heterosexuales tradicionales fuera todavía más imposible para ellos. En algunos ambientes de jóvenes rebeldes, las categorías sexuales y de género se han vuelto más fluidas que en ambientes heterosexuales, gays o lésbicos mainstream.
La marginación económica y la alienación cultural se enlazaron estrechamente en la emergencia de ambientes queer, lo que hace difícil en muchos casos decir en qué medida la pobreza fue la causa de la alienación, hasta dónde la elección de un estilo de vida queer contribuyó a una pobreza más o menos voluntaria, y en qué medida algunas personas queers eran gays de clase media –en particular estudiantes y académicos– que se vestían y hablaban como vagabundos, en algunos casos quizás solamente durante un periodo de “entrar y salir de la desviación o la corrección” [69]. En otros casos, el ser queer puede definirse tanto por la vestimenta, el estilo o performance que se transforma en un tema de elección del consumidor y una expresión de cosificación, como las identidades gay de clase media que rechaza [70]. Sin embargo, la correlación general entre bajos ingresos y autoidentificación queer parece clara.
Si las presiones económicas hicieron de la integración dominante en la cultura gay-lésbica una propuesta dudosa para muchas personas queer jóvenes y con menos posibilidades en los países desarrollados, las barreras fueron mucho más grandes para las personas LGBT de clase trabajadora en Asia, África y América latina. Los países capitalistas dependientes fueron el lugar durante los últimos cuarenta años de construcciones sociales de la sexualidad que no son ni completamente diferentes de aquellas predominantes en las identidades lésbicas y gays en los países imperialistas en los años ‘70, ni meras expresiones de una identidad única globalizada “moderna” [71]. Las sexualidades que eran originarias de los países del mundo dependiente o formaciones capitalistas tempranas (como las identidades transgénero tradicionales del Sudeste de Asia y América latina) han persistido en coexistencia con las identidades gay-lésbicas.
El resultado de esta intersección de desarrollo dependiente, sexualidad y cultura fue que sea menos probable que las personas LGBT pobres y de clase trabajadora en el mundo dependiente tengan identidades (ni hablar de ingresos) como las personas LGB de clase media, que facilitaran su integración a ambientes gays occidentalizados y mercantilizados [72]. Tenían más posibilidades de ser transgénero, de sufrir violencia y de depender de la familia y/o estructuras comunitarias para sobrevivir. La marginación económica que experimentan tendió a hacer la identidad gay-lésbica posfordista al menos problemática y extraña para esas personas y aquellas que se identificaban como queers en Norteamérica o Gran Bretaña.
La marginación de millones de personas LGBT alrededor del mundo por ser pobres, jóvenes o negras y negros, impulsó a muchas de ellas a desarrollar o adoptar identidades que rompieron en alguna medida con los patrones dominantes de la identidad gay posfordista. Como hemos visto, la tendencia dominante para la comunidad gay-lésbica desde los años ‘80, basada especialmente en la realidad de la vida de las personas LGB más acomodadas, fue la de definirse a sí misma como una minoría distintiva y estable, tender cada vez más hacia la conformidad de género y marginar a sus minorías sexuales. En contraste, las identidades no binarias sexuales y de género que crecieron en capas marginadas tendieron a ser no-homonormativas: a identificarse con comunidades más amplias de personas oprimidas o contestatarias, a no ajustarse a las normas de género y/o a poner el énfasis sobre los diferenciales de poder dominantes que el imaginario gay-lésbicas tiende a eliminar. Mientras estas contra-identidades han mostrado pocos signos de fusionarse en una identidad alternativa global –al contrario, diferentes contra-identidades pueden y chocan entre sí [73]–, comparten una serie de características que corresponden a similitudes estructurales bajo el capitalismo neoliberal.
Las identidades no homonormativas definidas por la marginación, sobre la base de la edad, la clase, región y/o etnicidad se superpusieron con el crecimiento y la persistencia de subculturas que han sido marginales en los ambientes comerciales por constituir nichos de mercado (a veces extensos), en el mejor de los casos, cuando no ilícitos. La relación entre las identidades alternativas y las prácticas sexuales marginadas es imprecisa, pero parece existir una correlación. Existen, por supuesto, muchas personas LGBT que limitan su rebelión sexual a la seguridad de un bar en particular. Pero cuanto más apegada se vuelven las personas a sus identidades sexuales, se vuelven más reticentes a renunciar a ellas en el trabajo o en público.
No es coincidencia que cuanto más visibles son las personas transgénero, es menos probable que en la mayoría de las sociedades consigan empleos bien pagos, con contratos permanentes y jornada completa, que se han vuelto bienes escasos y codiciados en las economías posfordistas. Además, algunas personas casi no pueden esconder aspectos de sus identidades, en particular la afeminación en varones o ser una mujer butch, que son a menudo asociadas correcta o incorrectamente con sexualidades que no son hétero ni homonormativas. Voluntaria o involuntariamente, signos que develan la preferencia sexual lleva a menudo a las empresas a excluir personas de puestos de empleos de servicio o profesionales, o a la hostilidad de compañeros de trabajo que obliga a alguna gente a evitar o abandonar ciertos lugares. Paradójicamente, la ausencia de garantías laborales o de libertad de expresión para trabajadoras y trabajadores, leyes antidiscriminación que protegen a las personas LGBT en general pueden no ser de utilidad para personas marginadas por su sexualidad, como señaló Ruthann Robson: “si una empresa emplea cuatro lesbianas, un nuevo gerente puede despedir sin temor a la que tiene un piercing en la nariz, a la que denuncia o a la que camina como tortillera” [74].
Estos factores ayudan a explicar la correlación que existe entre posiciones sociales subalternas y varios ambientes e identidades sexuales alternativas que no encajan en el molde estándar gay-lésbico posfordista. Esta no es una correlación directa entre identidades no homonormativas y pertenencia a la clase trabajadora. Al contrario, las lesbianas de clase trabajadora y gays y lesbianas de color (por supuesto, esas características pueden coincidir en la misma gente) reaccionaron algunas veces contra grupos que se autodefinen queer o de la disidencia sexual cuando les exigieron una visibilidad que complicaría sus vidas, sobre todo en sus trabajos o comunidades [75]. La correlación se ha dado con sectores particulares de la clase trabajadora –en promedio más jóvenes, de baja calificación, menos organizados y con salarios bajos– que se expandieron desde los años ‘70.
Parte de la generación queer más joven ha adoptado, y en cierta medida reestructurado, algunas de las prácticas sexuales estigmatizadas durante las guerras del sexo a comienzos de los años ‘80. Al hacerlo, se rebelaron contra la “camisa de fuerza que colocaba a algunas personas queer como los ‘otros’ tolerados en las relaciones sociales existentes de género y sexualidad y los otros marginados” [76]. “Las personas ‘queer’ [por lo tanto] incluyen potencialmente a “desviados” y “pervertidos” que pueden atravesar o confundir la división homo/hétero” [77].
En contraste con el periodo anterior, el sado estuvo menos en la primera línea –el sadomasoquismo parece una práctica menos política ahora que durante las guerras del sexo a comienzos de los ‘80– y lo no binario y lo trans mucho más. El sadomasoquismo parece haberse vuelto menos central en la cultura LGBT, al mismo tiempo que ha permeado, de una forma diluida, la cultura sexual más amplia, como puede verse en la extensión del piercing, tatuajes, cuero y accesorios. Entre las personas LGBT, la generación queer ha tendido más a actuar en torno a temas de desigualdad y diferencia de poder, de forma tal de exponer su artificialidad y facilitar su subversión.
Las contradicciones del género y el poder se hicieron particularmente visibles en las subculturas transgénero y no binaria desde los años ‘90. Como señala Dennis Altman, las drag siempre subvirtieron de cierta forma los roles de género mainstream a través de la ‘veneración de la mujer fuerte que desafía las expectativas sociales para afirmarse a sí misma’” [78]; y Judith Butler ha planteado que lo drag subvierte el género al exponerlo como una “significación performativamente realizada” [79]. Las formas de desafiar el género binario han cambiado a lo largo de las décadas. En los años ‘80, Amber Hollibaugh proclamó que su visión de las butch-femme no era una reafirmación de categorías de género existentes sino un nuevo sistema de “género gay”. Más recientemente, personas trans jóvenes parecen adoptar identidades de género que son difíciles (o imposibles) de subsumir a los roles femenino y masculino existentes. “Hoy, la división butch-femme entre lesbianas adquiere más flexibilidad de la que tenía en los años ‘70 cuando salí del closet”, dice Patrick Califa, gracias en parte a una polinización cruzada del butch-feme y el sadomasoquismo que crea un espacio para “butch pasivas” y “femme activas” [80]. Estas formas más flexibles y ambiguas de lo transgénero pueden estar asociadas simultáneamente con la miríada de formas de lo trans que han existido durante milenios en el planeta, y con los ambientes queer que recién emergieron a fines de los años ‘80 en rebeldía contra el mainstream gay-lésbico. Son, en un sentido, muy viejos y muy nuevos.
Nuevas formas trans contrastan con las formas de transexualidad, que emergieron recién en los años ‘50 y ‘60, definidas por un ala del establishment médico. Los expertos médicos no solo tienden a prescribir cirugías de reasignación como la cura estándar para el no binarismo intenso, sino que también instan a las personas trans a adaptarse (quizás de forma menos rígida que en el pasado) a las normas de su “nuevo género” [81]. Las personas trans que se identifican como queer no necesariamente rechazan los tratamientos con hormonas y cirugías, pero pueden ser selectivas en cuanto a lo que eligen hacer. Califia enlaza estas nuevas tendencias entre las personas trans con las actitudes de las personas sado hacia la “modificación del cuerpo”: “emergió un nuevo tipo de persona transgénero, que aborda la reasignación de sexo con la misma actitud con la que se hacen un piercing o un tattoo” [82]. A menudo estas personas trans no se ven a sí mismas como transicionando de varón a mujer o viceversa, sino como trans opuesto a masculino o femenino.
Por su lado, las personas trans más tradicionales, pobres y de clase trabajadora, a menudo pueden ahorrar durante años para sus operaciones, incluso en países dependientes, o simplemente cambiar sus genitales sin recurrir a médicos oficiales. Miles de hijras transgénero en el Sudeste asiático, cada vez más visibles y activas entre los sectores más pobres de su región y en el Foro Social Mundial de 2004 en Mumbai, no suelen compartir los intereses de las personas queer de Europa y Norteamérica en trascender o difuminar las categorías de género. Incluso muchas personas intersex (que nacieron con genitales que no se identifican como masculinos o femeninos) “están muy cómodas al adoptar una identidad de género masculina o femenina” [83].
De la misma forma, muchas personas LGBT en países dependientes ensayaron sus propias formas de resistir a las presiones de definirse como comunidades gay-lésbicas homogéneas de clase media, purgar aspectos “anticuados” de sus identidades o hacerlas salir del closet de formas que las alejaría de sus familias y comunidades sin ofrecerles sistemas de apoyo equivalentes. El escritor chileno Pedro Lemebel, por ejemplo, expresó su identificación con las locas [travestis] del Santiago oprimido y su rechazo al modelo gay masculino que encontró en Nueva York [84].
En mayor o menor medida, diferentes formas trans subvierten radicalmente la identidad gay-lésbica que emergió bajo el fordismo, de forma tal que el acrónimo con aspiraciones de universal LGBT no logra subsumir exitosamente en un solo sujeto social. Las personas trans que se identifican como heterosexuales (“nacida en el cuerpo equivocado”) suelen cuestionar qué tienen en común con lesbianas, gays o bisexuales. Las personas hijras del Sudeste asiático, que no se identifican con ningún género, no pueden clasificarse como gays o heterosexuales. Tampoco aquellas personas que se identifican como queers transgénero que insisten que están más allá de lo femenino y lo masculino.
En el capitalismo, tanto en el Norte como el Sur en tiempos de crisis, la identidad gay-lésbica ha atravesado, simultáneamente, construcciones y fracturas [85]. Una serie diversa y difusa de identidades sexuales han divergido más y más con respecto al mainstream gay-lésbico posfordista, binario y de consumo, y en algunos casos desafía las bases conceptuales y sociales de la autodefinición heterosexual o gay/lesbiana.
IV. Implicancias para la liberación
Reconocer las raíces profundas de la fractura de las identidades homosexuales necesariamente pone en cuestión cualquier universalismo que ignore las diferencias de clase, género, sexuales, culturales, raciales/étnicas y otras en las comunidades LGBT. Estas comunidades e identidades son fracturadas, en gran parte, por cambios fundamentales en el orden productivo y reproductivo del capitalismo generizado. Jóvenes queer, personas LGBT de clase trabajadora y pobres, personas trans y otros grupos marginalizados, se encuentran cada vez más en situaciones objetivamente diferentes a la del mainstream gay consolidado. No es, por lo tanto, una sorpresa para nadie que hayan tendido a definir identidades diferentes.
Las formas que adoptan las identidades sexuales no homonormativas alternativas no necesariamente consiguen fácilmente apoyo entre feministas o socialistas. La identidad gay-lésbica que emergió en los años ‘70 tenía mucho para elogiar desde el punto de vista de la izquierda amplia (una vez que la izquierda superara su homofobia inicial). Incluso hoy en algunos países [86], en contraste, las personas trans y queer pueden generar polémica para muchos en la izquierda, dado que su sexualidad para muchos no acompaña la idea de lo que se espera y se quiere para un futuro igualitario, pacífico y racional.
Es posible dudar, sin embargo, si cualquier sexualidad existente bajo el capitalismo podría servir como un modelo para sexualidades pensadas o deseadas bajo el socialismo. Tampoco es útil privilegiar ninguna forma particular existente de sexualidad en las luchas actuales por la liberación sexual. El objetivo de los socialistas no debería ser reemplazar el tradicional “sistema jerárquico de valor sexual” [87] con una nueva jerarquía propia.
Como señaló Amber Hollibaugh hace muchos años, la historia sexual debe, en primer lugar, poder “hablar de forma realista sobre lo que la gente es sexualmente” [88]. Y en luchas radicales sobre la sexualidad, así como en luchas radicales sobre la producción, el imperativo básico es alentar y estimular la autoorganización y la resistencia de las personas sometidas a la explotación, la exclusión, marginación u opresión, de forma tal que la experiencia de las personas oprimidas pruebe ser más efectiva.
Esto no significa que las y los marxistas simplemente deberían adoptar una actitud liberal de apoyo irreflexivo sobre la diversidad sexual en general, en clave de “todo vale”. Nuestra preocupación central debe ser avanzar en la liberación sexual de la clase trabajadora y sus aliados, que hoy incluye a heterosexuales, personas LGB y –particularmente entre las capas más oprimidas– trans y otras personas queer.
Al resistir el abandono de la clase en el activismo LGBT y los estudios queer, las y los marxistas deberían combatir el heterosexismo y la hegemonía burguesa entre heterosexuales, la homonormatividad y la hegemonía burguesa entre las personas LGB, y la hostilidad hacia heterosexuales y gays que no se identifican queer, allí donde exista entre queers. Esto requerirá buscar nuevas tácticas y formas de organización en los movimientos LGBT.
El movimiento lésbico-gay pos Stonewall dio una pelea efectiva contra la discriminación y consiguió muchas victorias sobre las bases de una identidad ampliamente compartida en relaciones sexoafecticas o emocionales entre personas del mismo género. Pero esta identidad clásica gay-lésbica no fue la única base en la historia para movimientos por la emancipación sexual. Durante la lucha homófila alemana de 1897 a 1933, el Comité Científico-Humanitario de Magnus Hirschfeld, el ala del movimiento más cercana a la izquierda socialdemócrata, tendía a ofrecer teorías polarizadas del “tercer sexo” [89]. Es lo que podríamos decir sobre la base de la evidencia de que las identidades gay igualitarias fueron, al principio sobre todo, un fenómeno de clase media, mientras que los patrones polarizados de género y la transexualidad persistieron durante más tiempo en la clase obrera y entre los sectores pobres [90]. Hoy, también en el mundo dependiente, las identidades trans parecen ser más comunes entre los sectores pobres y menos occidentalizados [91]. En lugar de privilegiar sexualidades homosexuales más comunes entre personas menos oprimidas, aunque superficialmente igualitarias, la izquierda debería ser particularmente solidaria con aquellas sexualidades homosexuales más comunes entre las personas más oprimidas, aun cuando sean polarizadas.
Otra consideración importante es el desafío que las sexualidades alternativas, no homonormativas, pueden plantear a veces a la cosificación del deseo sexual que encarnan las categorías de lesbiana, gay, bisexual o heterosexual. Las y los marxistas cuestionan la fantasía de los consumidores bajo el neoliberalismo de que obtener las mercancías “correctas” los definirá como individuos únicos y asegurar su felicidad; no deberíamos aceptar acríticamente una ideología que define a los individuos y su felicidad sobre la base la búsqueda de un compañero o compañera del género “correcto” [92].
¿Cómo se estructurarán las comunidades y movimientos LGBT en un momento de identidades crecientemente divergentes? Grupos autodefinidos como queer, que emergieron inicialmente en los Estados Unidos y Gran Bretaña en los años ‘90, también aparecieron en los últimos años en países de la Europa occidental. Plantean un desafío radical a las organizaciones gay-lésbicas mainstream, aunque todavía deben mostrar su orientación hacia una movilización de escala más importante, para arraigarse entre las personas oprimidas racial y nacionalmente o demostrar su adaptabilidad en el mundo dependiente [93]. En países donde se conquistaron derechos civiles y el matrimonio entre personas del mismo sexo, el proceso de buscar nuevos horizontes y encontrar formas apropiadas para organizarse parece ser prolongada –especialmente desde que el panorama social y político LGBT parece mantenerse más fragmentado y marcado por el conflicto que en el periodo inmediatamente posterior a Stonewall–. Aunque la identidad gay-lésbica perdió el lugar central que ocupaba en el mundo LGBT de los ‘70 y ‘80, todavía está lejos de ser marginada; al contrario, la nueva homonormatividad no muestra signos de sucumbir a los ataques queer en un futuro próximo.
En el mundo dependiente en particular, la diversidad de las comunidades LGBT resultó en un modelo de organización de alianzas como una alternativa o adicional al de una sola organización amplia y unificada. La unidad más amplia posible entre diferentes identidades sigue siendo un objetivo en luchas básicas contra la violencia, la criminalización y discriminación así como peleas más ambiciosas por la equidad, por ejemplo en la maternidad/paternidad. Sobre otros temas, los derechos LGBT pueden ser defendidos trabajando y exigiendo un lugar en movimientos más amplios como sindicatos, el movimiento de mujeres y el movimiento de justicia global [94]. Al mismo tiempo, en algunos casos, un modelo de alianzas pudo facilitar el proceso de negociación de la unidad entre diferentes sectores –como personas trans, por un lado, y lesbianas y gay, por otro [95]– que probablemente no se sintieran completamente incluidos en otras estructuras unitarias. Puede constituir un frente único entre aquellas personas cuyas identidades encajan en los parámetros básicos de la división gay-heterosexual y aquellas cuyas identidades no lo hacen, y alientan el desarrollo de una verdadera concepción queer de la sexualidad que, en las palabras de Gloria Wekker, es “múltiple, maleable, dinámica y posee elementos masculinos y femeninos” [96].
En una perspectiva de avanzada, desarrollar una concepción de la sexualidad queer e inclusiva puede ser vista como una forma de ir hacia una “civilización verdaderamente libre”, que Herbert Marcuse describió hace medio siglo en Eros y civilización, en la que “todas las leyes las proveen los individuos”, los valores del “juego y el despliegue” triunfan sobre aquellos de “productividad y performance”, toda la personalidad humana es erotizada y la “sustancia instintiva” de “las perversiones… bien puede expresarse de otras formas” [97].
Traducción de Celeste Murillo
Referencias
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