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La novela según Piglia: la poética como estrategia

Ariane Díaz

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La novela según Piglia: la poética como estrategia

Ariane Díaz

Ideas de Izquierda

Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh [1] es el título con que fueron publicadas las once clases transcriptas del seminario que diera en la UBA, en 1990, Ricardo Piglia, el escritor, profesor y editor que ha marcado la crítica literaria argentina de las últimas cinco décadas.

El campo de batalla

Piglia dedica las primeras clases a establecer su marco histórico y teórico: recorre allí las definiciones sobre el surgimiento de la novela como género, los problemas de su extensión y de tratamiento de su héroe, así como las tecnologías de las que se vale el escritor. Para ello reivindica y critica desarrollos que van desde el formalismo ruso hasta el entonces novedoso posmodernismo, pero también definiciones que los escritores han hecho sobre su práctica y, podemos suponer, también su propia experiencia de escritor.

Esto es algo en lo que Piglia insistirá: la utilidad de reflexionar sobre lo que los escritores dicen sobre cómo construyeron sus relatos. De hecho, en una charla reciente sobre el tema insistió en los límites aún actuales de una crítica que analiza cada vez menos los textos mismos, perdiéndose la posibilidad de profundizar en cómo funciona en ellas el sentido [2].

Esta voluntad polémica será una característica no solo de su lectura sino, según definirá, del conjunto de la producción literaria: citando a Flaubert dirá que cada obra construye una poética interna que supone una lucha contra otras poéticas. Lugar de “grietas”, según las llamara Arlt [32], toda literatura es entonces un campo de batalla y requerirá entonces una lectura estratégica por parte del crítico [25].

A estas batallas se agrega otro adversario. Siguiendo a Walter Benjamin como referencia central del seminario, Piglia se centrará en la idea de que la novela debe analizarse en relación al conjunto de las narraciones que recorren la sociedad, y especialmente en su diferenciación con los medios de comunicación masivos. Es que la novela, nacida como género dirigido a un público no especializado, ha perdido ya en el siglo XX su público a manos del cine y posteriormente la televisión y, como medio particular de dar forma a una experiencia, debe enfrentarse con la masa de información que recorren los medios. Este cambio fue ocasión para el desarrollo de experimentación formal –algo parecido a lo que ocurrió con el cine cuando apareció la televisión–: con un público desde entonces escindido, pensada como diversión para todos o como “arte” para un público especializado [88], recorre un camino que provino de la cultura de masas y se dirige a la vanguardia [49].

De Benjamin toma también la definición de “vanguardia”: no se referirá con ello a los agrupamientos de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX, sino a todas las poéticas, como la de Baudelaire, que se preguntan no por la forma en que las relaciones sociales aparecen en ellas, sino por cómo ellas están presentes en esas relaciones sociales. Las vanguardias entonces serían “respuestas formales” al problema de circulación y consumo de las obras [26/7], “aparatos bélicos” para enfrentar una nueva situación de mercantilización del arte [42].

Las avanzadas y sus huestes

Como ninguna escritura se desarrolla en el vacío, para caracterizar a las tres vanguardias que propone el seminario, Piglia se detendrá antes en definir el campo de batalla previo de la literatura argentina, desde principios del siglo XX hasta lo que percibe como un quiebre en los sesenta. A esas generaciones de escritores, que tendrán a Macedonio Fernández como figura ejemplar, les había tocado no solo poner en sintonía a la literatura argentina con los debates que la atravesaban en otras lenguas y regiones, sino también construir una tradición alternativa al liberalismo sarmientino y el nacionalismo criollista previos. Constituyen así también vanguardias que, en el marco de la aparición del “problema” de la participación de las masas en la cuestión pública (la inmigración y la extensión del sufragio), buscan apartarse del gusto de las mayorías y de lo que entendía como un falso “consenso liberal”; exploran entonces las conspiraciones como modelo político, experimentan con el hermetismo y manifiestan las tensiones entre la literatura y la prensa (no todos ellos, claro, con las mismas posiciones políticas).

Será hacia 1968 que los tres nuevos destacamentos a los que Piglia dedica el seminario entrarán en acción. No se trata de las únicas estrategias en juego entonces ni de sus únicos posibles representantes, pero sí de tres formas destacadas que renovaron la novela argentina.

El marco será la aparición por esos años de publicaciones culturales masivas que comienzan a cambiar los sistemas de legitimación literaria, la práctica de grupos políticos que abren a nuevas experiencias culturales y un peso afianzado del populismo en la región. No son autores que se definan a sí mismos como “vanguardistas” en el sentido de miembros de grupos definidos programáticamente. El vanguardismo que les atribuye Piglia tendrá que ver con la ruptura con las convenciones y la experimentación narrativa que los caracteriza.

El análisis detallado de las tres poéticas, que Piglia encuentra ficcionalizadas en las propias obras de Saer, Puig y Walsh, estará entramado con el material hilvanado en su marco teórico: la relación entre la novela y las narraciones que recorren los medios masivos de comunicación. Esa relación no será necesariamente temática, sino un trabajo específico con un material lingüístico en circulación que en sus registros, referencias y articulaciones, dibujan los problemas que atraviesan su contemporaneidad social [60].

Los tres generales

La obra de Saer, preocupada por dar forma a la experiencia del desorden de la vida enfrentando a los estereotipos del lenguaje estandarizado de los medios masivos, constituye para Piglia una poética de resistencia donde el artista se constituye como un poeta lírico exiliado, un conspirador que anuncia una historia pero permanentemente se desvía, como “forma de controlar su facilidad narrativa” [125]. En este sentido Piglia lo asimila a la forma en que Flaubert agudiza la diferencia entre su estilo y el lenguaje social cristalizado para mantener al arte como trinchera de resistencia frente al conjunto de la sociedad.

Puig en cambio respondería a este problema planteando un modelo de novela que tiene en cuenta a un lector susceptible de distraer su lectura con otra cosa, como la televisión. Aunque retrabajados al pasarlos por su escritura, utiliza justamente los estereotipos de la cultura de masas: no solo los referidos a los modelos sentimentales de la época, sino aquellas fórmulas fijadas de los géneros populares. Puig propone un artista que trabaja todos los registros de la lengua y parece no tener un estilo propio sino nutrirse de otros (al modo de Joyce), y a partir de El beso de la mujer araña renueva sus novelas con la utilización de grabaciones de vidas ajenas, propias del nuevo periodismo de la época, aunque incluyéndolas en un collage donde se las contrapone una voz “frágil” que sin embargo permite mostrar las vacilaciones de esa voz no ficcional. Si Saer buscaba mantener separados estilo y relato social, arte y vida, Puig buscará integrarlos (aunque manteniéndose atento a que esa tensión muchas veces la ha “resuelto” la cultura de masas estetizando la vida cotidiana), y por ello podría considerarse, en la lectura de Piglia, como una forma de posvanguardia.

La inclusión de Walsh podría considerarse una excentricidad, porque no ha escrito novela. Sin embargo, el hecho de que se la haya propuesto y abandonado luego, para dedicar su escritura a la actividad política, sirve de argumento a Piglia para explorar otra forma de resolver esa tensión: ubicándolo en la tradición de la vanguardia soviética de los años veinte, su estrategia será la de cuestionar la ficción por sus efectos estetizantes que pueden terminar siendo legitimadores. Como variante radicalizada de las ideas de la literatura comprometida, Walsh plantea que si efectivamente se quiere cumplir una función en el plano político-social, lo que debe hacerse es abandonar la ficción. Sus obras de no-ficción son una forma de respuesta donde el narrador, como el de Puig, se ubica al mismo nivel que el lector: no se las sabe todas sino que debe investigar, y para eso utiliza el arsenal de recursos del policial que ya había trabajado en formas breves, pero politizando la investigación: el misterio está en la sociedad y son sus mentiras deliberadas lo que hay que descubrir [184]. Los estereotipos y formas cristalizadas de lo social, incluso las de la izquierda, serán el enemigo a desarmar.

Fricciones

Con todo lo productivo que es el análisis de Piglia de un momento particular del desarrollo de la novela argentina, no siempre cierran las definiciones que hace de cada uno de sus “vanguardismos” buscando paralelos con los análisis de Benjamin.

El debate sobre las vanguardias es efectivamente una discusión sobre el problema de la autonomía del arte en la sociedad capitalista, como señala Piglia apuntando a la exploración de la tensión literatura-medios de masas. Pero contradictoriamente con las primeras descripciones que hace de las hipótesis benjaminianas (cómo el arte está en la sociedad), Piglia insiste en que este problema, también siguiendo a Benjamin, estaría relacionado con las formas de recepción del arte y no con las de su producción [163].

Esto es unilateral, porque el debate de la autonomía hace a cómo es valorizado el arte y reconocida la figura del artista socialmente, pero también a su especificidad como forma de producción. Si el arte se constituyó en algún momento del desarrollo histórico como una esfera social autónoma (lo que no siempre fue el caso), en buena medida fue por contraposición a la forma de producción capitalista serializada, valorizada por el tiempo de trabajo que requiere, alienante en vez de enriquecedora de la subjetividad [3].

Por otro lado, Piglia marca demasiado el paso en las características antiliberales que atribuye a las vanguardias. Pero las búsquedas esteticistas del siglo XVIII y XIX que reivindicaron el “arte por el arte” (donde bien entraría el modelo que propone, Flaubert) y buscaron explorar los beneficios de una autonomía que se sacaba de encima los mandatos religiosos, morales y de imitación de la naturaleza, contaban para ello con el apoyo de las ideas liberales traídas por la Revolución francesa: la “libertad de expresión” y la defensa de la individualidad del artista (aunque eran, a la vez, una crítica al utilitarismo propio de la sociedad burguesa). Tampoco la figura del genio inspirado del romanticismo (una tendencia ideológicamente antiliberal) llegó a cuestionar la existencia de una estructura social donde el arte funcionaba como una práctica “sin función social alguna”, como diría Adorno, o reducida a su “función fruitiva” (de mero disfrute), como la definía Benjamin [4].

La lectura que Benjamin hacía de Baudelaire no se centraba en el sostenimiento de un esteticismo resistente, sino en la capacidad que tenía su particular uso de la alegoría de poner en cuestión una “organicidad” social que se presenta como natural y que no era más que fetichismo mercantil generalizado [5]. Es que para Benjamin, Baudelaire reconoció el costo que pagó el arte sacándose de encima a los mecenas: tener que ganarse su público, es decir, lanzarse al mercado. Es en ese sentido una figura transicional que muestra una crisis de ese esquema (no necesariamente enfrentado a las ideas liberales), y que por ello es considerado por Benjamin un antecedente de experiencias posteriores como las de la vanguardia de principios del siglo XX.

Fueron éstas las que cuestionaron la división, yendo mucho más allá del antiliberalismo. Apuntaron sus dardos al arte como institución autónoma dentro del esquema capitalista (con su mercado, sus museos, sus círculos) y propusieron distintas posibilidades de alcanzar la disolución del arte en la vida, ya sea dándole al trabajo esas características (es decir, desalienándolo) como en el caso de las vanguardias soviéticas, o buscando recursos para profundizar en la subjetividad sin los reduccionismos racionalistas (como en el caso del surrealismo), por poner dos ejemplos. Ello implicaba cambiar esas condiciones sociales, y es por eso que estuvieron ligadas a posicionamientos políticos anticapitalistas, ya sea por izquierda (la mayoría) o por derecha.

Pero hay un tercer momento, que plantea más claramente Adorno en sus escritos, en que se extendería una “resolución capitalista” de este problema, un acople entre arte y vida dado no por haber logrado desalienar la producción social o la subjetividad heredada del Iluminismo, sino por haberse subsumido la producción artística a las formas de producción capitalista, tomando las críticas y reivindicaciones de la vanguardia como argumento de venta: la aparición de la industria cultural donde el arte no solo se comercializa posteriormente, sino que se produce ya como bien transable. Algo de esto esboza Piglia hacia el final del libro cuando define que el espíritu de vanguardia está en crisis porque la capacidad de integración que tiene la sociedad respecto de la literatura avanza imponiéndole lógicas que le son ajenas: la de la mercantilización y el sentido común [221]. Pero esta situación, más allá de las críticas que puedan hacerse a la alternativa elitista de Adorno, y escasamente tratada por Piglia, es la que lo metería de lleno en el problema de la producción [6].

Dos hipótesis de conflicto

El “contra quién” de una poética pueden ser formas de explorar su lugar en el sistema social pero también hay en juego otros motivos. Efectivamente, como apunta Piglia, hay momentos de crisis social y política donde, estando todo en cuestión, la innovación prolifera y se convierte en programa de acción; es el caso de las vanguardias de principio de siglo XX. Pero también hay experimentación como parte de la dinámica de la sucesión o disputa de estilos y temas de las distintas poéticas, algo a lo que Piglia está siempre atento. Sin embargo, a veces atribuye el vanguardismo de sus tres autores a su ubicación frente al debate sobre la autonomía, y otras hace hincapié en la búsqueda experimental formal, cuando son objetivos que no siempre coinciden y que hacen vacilar las ubicaciones que da a cada uno de ellos en su esquema.

La equiparación de Saer con el esteticismo moderno de un Flaubert es complicada no porque Saer no haya innovado con su estrategia de “atrincheramiento” en un estilo casi lírico, sino porque centrado en este eje es difícil encontrar en qué medida se diferenciaría de la generación literaria previa que modernizó la literatura nacional. A Puig se lo identifica con la posvanguardia o segunda vanguardia porque supo integrar elementos de la “alta” y la “baja” cultura, pero a la vez se dice que mantiene entre estos elementos una tensión que no es la mera aceptación de la cultura de masas sin cuestionamiento, una característica de los “pastiches” posmos donde estas incorporaciones fueron desproblematizadas (un borramiento que funciona como una forma de máxima naturalización). Si Puig no entra en este último grupo, tampoco se hacen las distinciones necesarias en la “segunda vanguardia” para incluirlo allí.

La atribución a Walsh de una desconfianza hacia la ficción, que lo acercaría a la vanguardia soviética por denunciar sus peligros esteticistas (es decir, por su pasible uso como ideología o “relato”) puede efectivamente encontrar eco en algunas de esas propuestas, pero cuando la vanguardia soviética hablaba de unir arte y vida no se referían a un “pasaje a la acción” que dejara en un lugar subordinado al arte, sino de aportar con su arte a una revolución como única forma de terminar con las condiciones sociales de su autonomía que permitiera su disolución en una nueva vida, y fue el idealismo de muchas de estas ideas justamente tema de debate durante la revolución, pero no dejaron de producir: el documentalismo, los manifiestos y la reivindicación de un “arte utilitario” estuvieron entonces tan a la orden del día como el relato fantástico, la lírica, el arte abstracto o el montaje cinematográfico.

Lo cierto es que los tres autores de los que habla Piglia escribieron cuando ya todas estas derivas de la vanguardia estaban planteadas. Sus poéticas pueden verse, acá sí siguiendo a Piglia, como intentos de resolución a los problemas que habitaban la producción literaria contemporánea. Ellas significaron la apertura de nuevos caminos para la novela argentina y en ese sentido pueden ser considerados vanguardistas sin necesidad de identificar a cada uno con momentos particulares del debate sobre la autonomía del arte, que fuerza a unos y a otros.

Sin embargo, la apelación de Piglia a la categoría de vanguardia, históricamente ligada a la exploración de la relación entre estética y política, puede considerarse un potente desafío a la época, recién caído el Muro y en medio de un neoliberalismo vociferante que anunciaba los fines de las ideologías y de la historia. Varias referencias críticas a las lecturas posmodernas salpican el seminario; releerlas hoy, además de analizar tres poéticas centrales en la historia de la literatura argentina, permite recalibrar los balances de la producción teórica y crítica que desde entonces moldearon el debate cultural.


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NOTAS AL PIE

[1Bs. As., Eterna Cadencia, 2016. Las referencias a las páginas de esta edición se harán entre corchetes.

[2Charla de noviembre de 2015 en el Colegio de México, disponible en Youtube.

[3No todas las bases de este proceso tuvieron este carácter utópico; al respecto ver Eagleton, La estética como ideología, donde analiza cómo el desarrollo de la estética fue también una política “estatal” en tiempos de crisis de la religión como fundamento moral.

[4Esa autonomía fue siempre provisoria y estuvo atada a las necesidades de control social: tardó mucho en dejar de acusarse penalmente a los escritores por las acciones de sus personajes, y la “libertad” ofrecida fue de mecha corta cada vez que los Estados buscaron un medio de propaganda patriótica, moral, etc.

[5Ver Díaz, “Huellas de la vanguardia” en Vedda (comp.), Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin, Bs. As., Herramienta, 2008.

[6Piglia menciona los diferendos entre Benjamin y Adorno en estos debates, pero lo cierto es que se dan alrededor de las posibles formas de resistencia, y no del diagnóstico de este desarrollo como amenazador. Ver Díaz, “Un mal caldo de cultivo”, IdZ 11, julio 2014.
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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y cultura.