Para algunos personajes locales dignos de un sketch de Peter Capusotto, el planteo de reducir la jornada laboral realizado por el FIT-U [1] resulta algo trasnochado. Pero, mal que les pese, este planteo es inevitablemente parte del debate actual sobre el futuro del trabajo. Islandia anunció semanas atrás las conclusiones del experimento desarrollado entre 2015 y 2019, con la participación del 1 % de la fuerza laboral del país en el sector público y agencias del gobierno nacional y geriátricos, de reducir el trabajo semanal a 4 días con 35-36 horas totales, sin reducción del salario. Los resultados llevaron a catalogarlo como un “éxito” por parte de sus responsables. Al mismo tiempo que el estrés y el agotamiento percibidos, así como la salud y el equilibrio entre el trabajo y la vida, mejoraron significativamente en prácticamente todos los grupos, la productividad aumentó –en la dimensión que se refiere al esfuerzo que realiza la fuerza de trabajo en cada hora, es decir, la que no depende de las inversiones en medios de producción– y la prestación de servicios se mantuvo igual o mejoraró en la mayoría de los lugares de trabajo incluidos en la prueba. De esta forma, para sus responsables, la prueba piloto muestra que “es posible trabajar menos en los tiempos modernos” y la “hoja de ruta hacia una semana laboral más corta en el sector público debería ser de interés para cualquiera que desee que se reduzcan las horas de trabajo”.
No es el primer test de este tipo que se lleva a cabo. En 2015, Suecia experimentó con la reducción de la jornada laboral de 8 a 6 horas en el geriátrico Svartedalens, en Gothenburg. Los resultados fueron también contundentes: menos estrés para el personal, un aumento de 64 % en la productividad –en la misma dimensión antes señalada, de esfuerzo del trabajador/a– y una mejora en la calidad de los cuidados. Sin embargo, como fue necesario contratar más personal para compensar las horas reducidas y cubrir los turnos, es decir gastar algunos fondos más, no se propuso ninguna generalización del experimento. También la empresa Toyota estudió en su filial sueca la reducción de la jornada, con similares resultados (mayormente favorables) sobre su viabilidad. En la actualidad, tampoco es la prueba de Islandia un caso aislado; el Estado Español también inició un ensayo (en el sector de gastronomía), y se abrió el debate en Gran Bretaña. Pero estas experiencias, que llevan en algunos casos varios años, no se tradujeron hasta el momento en ninguna reducción de la jornada laboral legal. Sería apresurado concluir, como los entusiastas promotores del experimento en Islandia, que sus resultados se traducirán en un cambio rápido en la legislación laboral, en ese país, en el resto de Europa o en otros lugares del mundo.
El “éxito” del test islandés, desde la perspectiva de sus patrocinadores, pone el énfasis en que fue posible arrancar a las alrededor de 2.500 personas involucradas una productividad horaria muy superior a la que tenían previamente con una carga horaria laboral semanal más elevada; de esta forma, trabajando menos, en la mayoría de los casos produjeron lo mismo. Esta mayor productividad no dependió, como ya mencionamos, de ninguna inversión llevada a cabo para tecnificar los procesos productivos ni reorganizarlos en ningún sentido. Se comprueba en este estudio algo que se puso en evidencia cada vez que se redujo la jornada laboral: cuando la fuerza de trabajo debe trabajar durante menos horas, sufre un menor “desgaste”. Esto puede redundar en que como resultado de afrontar una jornada laboral reducida la fuerza de trabajo tenga más “potencia”, es decir, que pueda producir lo mismo que antes usando menos tiempo. Se trata de un atributo del trabajo, que al estar menos exigido puede realizar más esfuerzo pero cansarse menos, algo que ocurre independientemente de cualquier desarrollo de las fuerzas productivas y de lo cual los patrones pueden apropiarse “gratuitamente” [2]. Los impulsores de la prueba piloto de Islandia exhiben esta conclusión como promesa de que, si se concretara a escala generalizada una reducción de la jornada laboral, los capitalistas obtendrían el mismo beneficio que tuvo lugar cada vez que se redujo la jornada laboral legal como resultado de la lucha de la clase obrera: un mayor “rendimiento” de cada hora trabajada que compensa la “pérdida” que representa para los capitalistas la reducción del tiempo durante el cual pueden explotar a la fuerza de trabajo [3]. Este aumento de la productividad correlacionado con la disminución de la jornada, contribuye a explicar por qué nunca se cumplieron los agoreros pronósticos sobre el “colapso” del sistema que siempre hicieron los apologistas del capitalismo en los momentos que se redujo por ley la jornada laboral (recordemos que Marx mencionaba en El capital el argumento de un economista llamado Senior, que afirmaba que los empresarios se quedarían ¡sin ganancias! en caso de que la jornada pasara de 12 a 10 horas diarias, pronóstico que fue desmentido por la realidad [4]).
El énfasis puesto en remarcar los beneficios productivos que pueden esperar a la sociedad (capitalista, por si hace falta aclararlo) de una reducción de la jornada denota el sesgo profundamente productivista con el que se enfoca la cuestión. Nada que tenga que ver con un horizonte de liberarse de la carga del trabajo. Por supuesto, esto no significa, ni mucho menos, que los alentadores resultados que el gobierno de Islandia publicita vayan a ser acogidos con entusiasmo unánime por los empresarios, ni mucho menos. Aunque la economía moderna se esfuerce en desmentir la conexión entre explotación del trabajo y ganancias que demostraba Marx, los “dueños” del capital y sus CEO saben bien, por experiencia, que el trabajo es la única fuente del valor. El plusvalor es el valor producido en aquella parte de la jornada laboral que supera el tiempo durante el cual los trabajadores producen un valor equivalente a lo que reciben como salario. Sin este excedente, no hay ganancia posible. Y acá, cada hora, minuto y segundo, cuenta. Para los capitalistas no se trata de aceptar “compensaciones” para quedar igual, sino de agrandar la porción del plusvalor.
Keynes y un pronóstico (en parte) fallido
Pero lo cierto es que, aunque pueda parecer así desde la mirada de los capitalistas y su voracidad por el plusvalor, la productividad no es realmente un freno para la reducción de la jornada. Hace 90 años, el economista británico John Maynard Keynes especulaba que, un siglo después de escrito su texto, gracias a los incrementos de la productividad, el tiempo de trabajo medio sería una ínfima fracción del que es hoy. “Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”, afirmaba en “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”. Considerando esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades económicas.
En lo que se refiere a aumentos de la productividad, Keynes estuvo en lo cierto. Si solo consideramos los últimos 40 años, en los países más desarrollados, la productividad del trabajo casi se duplicó. Más rápido todavía había crecido este indicador entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la crisis de mediados de la década de 1970.
Ningún “fin del trabajo”
Pero la jornada laboral legal no tuvo transformaciones significativas, ni tampoco se redujo el promedio de horas trabajadas para los sectores que cuentan con un empleo “regular”. Las estadísticas de la mayor parte de los países muestran una caída, bastante moderada, en las horas trabajadas promedio, pero que se debe a la existencia de situaciones ampliamente heterogéneas, vinculadas a un crecimiento de los empleos a tiempo parcial –no voluntarios–. En EE. UU., de acuerdo al Bureau of Labour Statistics, quienes tienen empleo full time afrontan una carga horaria laboral promedio de 8,5 horas diarias los días de semana, y 5,5 horas los fines de semana. Una encuesta de Gallup en 2014 registraba que el promedio de empleo era de 47 horas a la semana. De acuerdo con la OCDE, el promedio de horas trabajadas habitualmente en la ocupación principal de los países que la integran no tuvo modificaciones significativas en los últimos 20 años. Solo en unos pocos países se observa una ligera tendencia a la disminución de la carga horaria semanal.
No sorprende que esto sea así. A pesar de todos los pronósticos de larga data sobre el inminente “fin del trabajo”, en las últimas décadas el esfuerzo concertado de los gobiernos y grandes empresas, con colaboración de las burocracias sindicales, ha estado orientado hacia imponer condiciones que favorezcan un aumento de la explotación. Esto ha sido así en todo el mundo, incluyendo los países imperialistas en los cuales la expoliación del planeta por parte de sus multinacionales y plazas financieras había permitido sostener mayores conquistas. Alemania afrontó los desafíos de la internacionalización productiva imponiendo a su fuerza de trabajo un disciplinamiento sobre la base de peores salarios y endurecimeinto de las condiciones laborales. La “Agenda 2010” del gobierno del socialdemócrata Gerhard Schröder fue clave para esto. Las principales empresas del país aprovecharon este contexto para atacar. Apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el Este, Siemens, Opel, y otras firmas impusieron 40 horas laborales o más sin ninguna compensación salarial, a cambio, en el mejor de los casos, de comprometerse a no reducir planteles (cosa que de todos modos hicieron). La proporción de trabajadores de sexo masculino que trabajan 40 horas o más aumentó entre 1995 y 2015 del 41 % a 64 %, mientras que disminuyó la de los que trabajan entre 35 y 39 horas (de 55 % a 24,5 %). Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el rango 35-39 horas cayó de 45 % a 20,8 %, mientras que el de 40 horas o más ascendió de 32,7 % a 46 %.
En Francia, país en el que en el año 2000 se implementó la semana de 35 horas –negociada por los sindicatos con una “letra chica” que también incluía compensaciones por productividad– toda una serie de “contrarreformas” laborales dejaron sin efecto esa reglamentación. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon, que abrió la posibilidad de que las empresas impongan horas extras. En 2015-2016 la ley impulsada por el hoy presidente Emmanuel Macron estableció la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde y extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La decisión posterior del Senado para reintroducir las 39 horas en lugar de 35 fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo.
La crisis de deuda que golpeó a la UE durante la última década, fue utilizada por Bruselas para lanzar una nueva ronda de ataques a las condiciones de trabajo en países como Grecia, Portugal y España. Siempre con el énfasis puesto en la flexibilización, con la introducción de la compensación anual de horas o la reducción de vacaciones, las normas estaban orientadas a facilitar la “desvinculación” cuando las empresas así lo requirieran, pero al mismo tiempo a permitirles extraer el mayor jugo de la fuerza de trabajo en términos de tiempo de trabajo cuando el clima de negocios lo favorezca. También Gran Bretaña, no golpeada directamente por la crisis de deuda de la UE, introdujo nuevas reglamentaciones laborales con los contratos de “cero horas”. Las reformas laborales en la UE fueron el disparador de medidas similares en otros países, como Brasil durante el gobierno golpista de Michel Temer. En ese momento, el adalid de la “nueva tecnología” en la Argentina, Marcos Galperín, anunció que si la Argentina no imitaba a su vecino las empresas deberían levantar campamento hacia locaciones más amigables con las demandas empresarias.
Derecho contra derecho
Entre lo que sería materialmente posible por las condiciones de la técnica, y la realidad efectiva de condiciones laborales que solo vienen cambiando para peor, sin reducción significativa de los tiempos de trabajo, se interpone la voracidad del capital. A lo largo de su historia, este modo de producción revolucionó como ningún otro las fuerzas productivas, reduciendo a un ritmo sin precedentes el tiempo de trabajo necesario para producir todos los bienes. Este aumento de la productividad, que encierra la potencia de liberarnos de la carga del trabajo que es, como decía Marx, la condición básica para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, se ha convertido, en manos de los capitalistas, en un arma para extraer más y más trabajo excedente.
Como afirma Paula Bach, dado que los aumentos de la productividad y el desarrollo de la tecnología han reducido a niveles impensados el tiempo de trabajo requerido para la producción de lo “socialmente necesario”, en aras de sostener la rueda de la producción el capital viene aumentado el volumen del trabajo “no necesario”, es decir, del que está “destinado a la alimentación de necesidades superfluas”. Esto se erige como un límite para la reducción del tiempo de trabajo, límite que existe solo en función de la necesidad del capital de sostener el ritmo de la acumulación para seguir generando ganancias. Para extraer de este proceso el máximo de plusvalor resultó clave la degradación de las condiciones laborales que se impuso en sucesivas oleadas durante las últimas décadas, y que vino acompañada de un arbitraje “global” de la fuerza de trabajo. En estas condiciones, sumadas a las contradicciones que exhibe hace largo tiempo la acumulación de capital y no en la supuesta inminencia “fin del trabajo”, es donde encontramos la explicación de las tendencias ambivalentes que muestra el panorama laboral en todo el mundo, donde sectores sobrecargados de horas de trabajo conviven con otros condenados a los trabajos de tiempo parcial y mal pagos.
La reducción de la jornada a 6 horas, 5 días a la semana, con igual salario, es un capítulo más en pelea por conquistar tiempo libre que atraviesa toda la historia del capitalismo (que ha sido también las gestas de la clase trabajadora por fijar límites a las pretensiones de los capitalistas por explotar “libremente” –como diría Milei– la fuerza de trabajo).
Pruebas pilotos como la de Islandia tienen el valor de dejar en evidencia –aunque no sea lo que se propongan sus promotores y aunque deba rechazarse la inclinación implícita que promueven de compensar el menor tiempo con mayor esfuerzo– que no hay ninguna imposibilidad material que impida la reducción de la jornada de trabajo y el reparto entre todas las manos disponibles del trabajo socialmente necesario. Lo que, dicho sea de paso, debería llevarnos también a discutir colectivamente cuánto hay de trabajo “socialmente necesario” y cuánto de “no necesario”, es decir, cuestionar los patrones de producción y consumo actuales que están subordinados a una lógica de “la producción por la producción misma” –un cuestionamiento que solo podría hacerse por medio de la más amplia democracia de los productores directos, las y los trabajadores, lo que implica impugnar las prerrogativas exclusivas de la patronal en este terreno que para el capitalismo son sagradas–. Solo la voracidad del capital se erige como barrera. El derecho a conquistar el tiempo libre se choca con el “derecho” que reclaman los capitalistas de sostener y profundizar la explotación de la fuerza laboral sin ceder ni un segundo. Como sostenía Marx en El capital, y como ilustra toda la historia de avances y retrocesos en la limitación de la jornada laboral durante los últimos 150 años, cuando se oponen, como en este caso, derecho contra derecho, solo puede decidir la fuerza. Es necesario tomar en nuestras manos la pelea por trabajar menos, para trabajar todes, sin afectar el salario y asegurando un ingreso mínimo acorde a la canasta básica.
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