Mucho se ha escrito sobre el significado del Cordobazo para la clase obrera y el movimiento estudiantil. Pero ¿cómo reaccionaron el gobierno y los empresarios? A 50 años, analizamos la respuesta que dio el Estado frente a semejante estallido social.
Año 1969. Un Télex enviado por la embajada de EE. UU. al Departamento de Estado sobre el Cordobazo describía los acontecimientos planteando que “fue una ola de violencia de amplitud nacional como no se había visto en Argentina en 50 años […] por primera vez en la historia argentina los trabajadores y estudiantes hicieron causa común en las calles” [1].
Para el gobierno norteamericano el mayo cordobés no era un levantamiento más y tomaron nota de ello. El Cordobazo expresaba una amenaza para el gobierno de Onganía pero sobre todo golpeaba al conjunto del orden capitalista, cuestionándolo seriamente.
Si en EE.UU sonaba la alarma, los empresarios argentinos no se quedaban atrás. Tomaron plena conciencia de la situación, de hecho el presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA) Elivio Coelho le comentó a James Petras en 1971 que si se llevaba adelante una industrialización en el país (a la brasilera) los sindicatos tendrían más poder y eso llevaría a una guerra civil. Y el problema, según Coelho, es que ellos podían perder.
Por eso la respuesta no se hizo esperar. Se desplegaron una serie de mecanismos represivos destinados a terminar de raíz con la conflictividad social urbana. Al mismo tiempo se configuró un nuevo enemigo que el Estado debía enfrentar con todas sus fuerzas: el movimiento obrero y popular, protagonista de la etapa revolucionaria abierta en el 69.
Un manual para enfrentar a la subversión
El 29 de julio de 1969, exactamente dos meses después del Cordobazo, el Ejército Nacional Argentino publicó un reglamento de carácter reservado llamado “Reglamento de operación contra la subversión Urbana” y en sus 114 páginas –que les lectores pueden consultar en el sitio Ruinas Digitales– asentaba las bases doctrinales que justificaron el accionar represivo de las FF. AA y de Seguridad luego del levantamiento cordobés. Es interesante primero porque es el primer documento militar en el que aparece definido con mayor precisión el nuevo enemigo a enfrentar: el “subversivo”, en reemplazo de “fuerzas irregulares” o “comunistas”, utilizadas hasta entonces en el discurso castrense. Y segundo porque focaliza su atención en la “guerrilla o insurrección urbana” y no en focos guerrilleros rurales porque justamente es en las ciudades donde se concentra el poder político.
Disturbios civiles, insurrección urbana, muchedumbre, manifestaciones y turbas eran las diferentes formas de intervención del movimiento insurgente que clasificaba el documento. Otras zonas identificadas como áreas de influencia identificadas para la subversión eran las zonas fabriles, los barrios estudiantiles y las villas de emergencia. Claro que las similitudes con la disposición de los combates callejeros durante el Cordobazo no eran mera coincidencia, sino balances concretos del accionar militar y de la disposición de las fuerzas en pugna.
Como puede verse a través de sus páginas, el manual también expresaba el carácter de clase que adopta el Estado, y como tal las FF. AA. encargadas de defenderlo, cuando es amenazado su orden. Se planteaba como objetivo neutralizar los “sabotajes contra el transporte”, porque imposibilitaban la concurrencia al trabajo; y proteger los “objetivos esenciales o estratégicos” (los complejos industriales, estaciones ferroviarias, instalaciones de comunicaciones importantes, usinas y otros “inmuebles de importancia”). Ante todo había que resguardar la propiedad privada.
El enemigo actuaba dentro de la sociedad, por eso los militares consideraban necesario controlarla y aislarla de la vanguardia revolucionaria ¿Cómo? Atacando la estructura logística de las organizaciones “subversivas” y generando miedo en la población a través de un plan represivo que incluía la división de la ciudad en áreas de intervención, el uso de métodos de tortura y técnicas de Inteligencia; y también sugerían crear centros clandestinos de detención.
Hecha la ley…
A pocos días del estallido del Cordobazo, el poder ejecutivo sancionó por decreto dos leyes claves en materia represiva que apuntaron a la persecución política y sindical de una enorme vanguardia obrera y popular que comenzaba a tomar forma y que tenía como principal centro de intervención los lugares de trabajo y estudio o en las calles mismas.
La ley 18.234, conocida como “Ley anticomunista”, ampliaba las prerrogativas de las actividades consideradas “con indudables motivaciones ideológicas comunistas” de una ley sancionada con anterioridad. Las penas iban de uno a seis años y se agravaba un tercio si se utilizaba alguna forma de violencia y perturbación del orden, sin claras especificaciones por lo que podía incluirse una amplia variedad de acciones. La otra fue la 18.325 que ponía nuevamente en vigencia una ley de residencia que permitía expulsar extranjeros que realizaran actividades en el territorio que afectaran “la paz social, la seguridad nacional o el orden público”.
En el mismo momento se formaron consejos de guerras en los que militares juzgaban a civiles. Esto no era una novedad en Argentina, de hecho la normativa estaba inspirada en la “Ley para tiempos de guerra” (13.234) sancionada en 1948 por Perón que habilitaba las operaciones militares internas del territorio en caso de ataques extranjeros.
Según la historiadora Marianela Scocco [2], desde la reestructuración que el Ejército en 1963 la primera vez que se aplicaron consejos de guerra para juzgar civiles fue durante los azos de 1969, particularmente desde el Cordobazo aunque ya tuvo un antecedente y fue el primer Rosariazo [3]. La Justicia Militar juzgó y condenó entre otros a Elpidio Torres a cuatro años y medio de prisión y a Agustín Tosco a ocho años y tres meses; ambos detenidos el 30 de mayo de 1969 en la sede de Luz y Fuerza.
En 1971 se produjo un nuevo salto en materia represiva. Si bien había crecido exponencialmente la conflictividad social en las fábricas y las calles y aumentaron las acciones realizadas por organizaciones armadas, la principal preocupación del gobierno se había manifestado en Córdoba –otra vez– con el Viborazo, cuando obreros clasistas encabezaron una acción de masas que terminó con la renuncia del interventor Uriburu quien se fue sin poder cortarle la cabeza a la víbora marxista que anidaba en la provincia y que tanto anhelaba. En Mayo el nuevo presidente, Agustín Lanusse, creó el Camarón, un “fuero antisubversivo” intervenía en toda actividad considerada subversiva y tenía plena injerencia nacional. Los juicios eran orales e inapelables, llegando a tener un importante número de detenidos en todo el país. Aunque el gobierno justificaba su accionar planteando que juzgaba a los “guerrilleros” lo cierto es que operaba también sobre dirigentes sindicales y militantes políticos por difundir sus ideas, participar en huelgas o acciones callejeras.
Los grandes medios “al servicio del orden”
En el caso de los medios de comunicación, los diarios fueron otro canal de expresión donde se puede determinar que la burguesía siguió con gran preocupación los acontecimientos del mayo cordobés. Desde ese momento se intentó construir un cierto “sentido común” que rechace de la plano el carácter del levantamiento popular.
El investigador Guido Luis Casabona afirma que algunos diarios de tirada nacional fueron claves para la construcción del enemigo interno. Adquirieron el discurso militar,
entre 1966 y principios de 1969 Clarín y La Nación publicaron mayormente acerca del “peligro comunista” y recién en torno al Cordobazo el “subversivo” adquirió centralidad en los discursos de estos medios al aparecer en sus tapas, editoriales y noticias vinculadas al panorama nacional [4].
Los hechos fueron descriptos como “focos subversivos”. Al unísono, repudiaron “este primer ensayo de guerrilla ciudadana que presencia la ciudad de Córdoba” (La Nación, 30/5/69). Además representantes de la Iglesia, de la Unión Industrial y de la Sociedad Rural plasmaron en sus páginas opiniones que lo condenaban considerándolo algo externo a la “normalidad argentina”.
Las imágenes reproducidas en los diarios eran elegidas cuidadosamente para evitar mostrar a las multitudes. Solo aparecían barricadas desoladas, incendios y destrozos a automóviles. Hablaban de grupos bien adiestrados, coordinados y dispersos que atacaban a la Policía y luego al Ejército. La Nación particularmente hizo escasa mención a los sujetos del proceso (los y las trabajadores, los estudiantes, el pueblo cordobés), señalando que los responsables eran “fuerzas ocultas”. La clave era reducir los hechos a acciones violentas aisladas.
Cambia el gobierno, no el enemigo
En 1972 la preocupación de la burguesía y el gobierno por la injerencia “subversiva” se agudizaba con la insurgencia fabril y el aumento de la violencia en las acciones políticas, a la par que la dictadura se volvía más débil y desprestigiada. Las cárceles estaban abarrotas de presos políticos y la persecución policial era moneda corriente pero sobre todo recibieron un fuerte repudio tras fusilar a 16 militantes de Montoneros, FAR y el ERP en el crimen político conocido como la Masacre de Trelew. La insurgencia fabril y la violencia en las acciones políticas se hicieron más frecuentes.
Al no poder sofocar la lucha de clases a pesar del despliegue represivo, el presidente Lanusse y el conjunto del régimen político se vieron forzados a desviarla, y así salvar a las FF. AA., mediante una apertura electoral que incluía el levantamiento de la proscripción del peronismo pero manteniendo a Perón proscripto.
Tengamos en cuenta que la dictadura ahogaba cualquier libertad democrática, lo que generaba enormes expectativas electorales en gran parte de la población, usándose esto como contratendencia de la acción directa de las masas.
La “primavera camporista”, lejos de aquietar al movimiento insurgente, debió hacerle frente a tomas masivas de establecimientos (escuelas, hospitales, universidades y fábricas, donde se incluía en algunos casos tener a los patrones como rehenes). Perón en los años previos se había oscilado entre los sectores radicalizados y de derecha dentro del movimiento pero desde que llegó al país se recostó sobre el segundo, particularmente sobre la burocracia sindical. La “Masacre de Ezeiza” dio cuenta de que el enemigo interno que se había construido en los años previos continuaba siendo el mismo. Incluso el presidente afirmaba que no sólo la sociedad, sino el propio movimiento peronista estaba infiltrado por “extremistas”.
Con el Pacto Social, Perón intentó evitar nuevos Cordobazos, mientras impulsaba leyes represivas y usaba la Triple A y otros grupos paraestatales para atacar y asesinar militantes obreros de izquierda y del peronismo combativo. Incluso impulsó el golpe policial al gobernador cordobés Obregón Cano. Una acción que sin dudas representa la antítesis del Cordobazo. Un mes antes el gobierno reformó el código penal que incrementaba la represión en activistas y militantes.
Con la muerte de Perón se acentuó la represión contra el enemigo interno. En febrero de 1975 Isabel firmó un decreto secreto que daría inicio en Tucumán bajo el nombre de “Operativo Independencia” destinado justamente a “aniquilar a la subversión”. A pesar de los crudos enfrentamientos con los grupos armados del ERP en las zonas rurales, el verdadero teatro de operaciones del Ejército eran las zonas urbanas y alrededores. No hay que olvidarse que fue en ese momento que se usaron por primera vez los centros clandestinos de detención (sugeridos por los militares desde el 69) ni que la mayoría de las victimas fueron obreros y estudiantes secuestrados en sus trabajos u hogares, pero no en enfrentamientos armados como solía decirse. Al menos 250 delegados azucareros y de otros gremios desaparecieron en estas operaciones.
Esta experiencia fue la prueba piloto del genocidio de 1976. Una pequeña muestra de lo que luego se extendería a nivel nacional para cerrar violenta y definitivamente la etapa revolucionaria. Las huelgas de junio y julio de 1975 contra el plan económico del gobierno peronista demostraron la imposibilidad de la Triple A en terminar con el proceso, por eso finalmente se impuso una dictadura genocida.
Necesario para que el gobierno pueda ejecutar finalmente el saqueo brutal a las condiciones de vida de la mayoría trabajadora que el Cordobazo había logrado frenar. Este accionar represivo fue aprobado por todo el arco político. Ricardo Balbín pidió terminar con la “guerrilla fabril” y, según contó el mismo Rafael Videla, le había pedido que apurase el golpe.
Como pudimos ver, durante el período 1969-1976, se utilizaron diferentes instrumentos para enfrentar la insurgencia obrera y popular. La “subversión” no se reducía a la guerrilla sino que el verdadero enemigo del Estado era la clase obrera y sus acciones.
El cambio en la relación de fuerzas entre empresarios y trabajadores dejó en evidencia que el Cordobazo no solo había modificado la conciencia de los jóvenes y obreros –quiénes vieron certeras posibilidades de hacer una revolución en Argentina– sino que también marcó un antes y un después en la forma de dominación de la burguesía quién ya no podía imponerse como antes.
COMENTARIOS