El reciente cierre definitivo de la legendaria revista no fue su primera muerte. Como siempre, el hilo se cortó por lo más delgado. La llama que se mantiene viva en periodistas y trabajadores.
Alejandro Wall @alejwall
Domingo 21 de enero de 2018 23:09
En el reverso de la historia de El Gráfico hay un instante que incluye a un grupo de periodistas haciendo inteligencia sobre cómo entrar a un canal.
Habían sido despedidos días antes por Torneos y Competencias, la empresa que le había comprado la revista a Editorial Atlántida. Iban a escrachar el programa Después de la Medianoche, el show que Daniel Hadad conducía por América TV, que pertenecía a la misma empresa, y en donde Lito Pintos, unos días antes, había dicho que El Gráfico seguía, señores, que no había pasado nada. Pero lo que había pasado era que habían quedado en la calle 80 personas. Era 2002, todo efervescencia.
Cuando vieron el momento se mandaron por el pasillo de América TV. Un guardia de seguridad los corrió. Sabían cómo llegar al estudio. Cuando abrieron la puerta, aparecieron a un costado de Antonio Laje, que esa noche conducía porque Hadad estaba en Miami. Lo que se vio al aire fue un tumulto, nada más, el director enseguida mandó al corte. Lito Pintos preguntó que por qué no lo habían llamado antes, que no hacía falta esto. Eduardo Feinmann intentó negociar: “Tranquilos, muchachos, ¿qué quieren que digamos? Yo lo digo”. Los trabajadores le pidieron que contara sobre los despidos, sobre el vaciamiento de El Gráfico, que contara la verdad. Feinmann estaba dispuesto a hacerlo, pero Hadad, por teléfono, ordenó que se levantara el programa.
Aquella estocada la brindó el ahora ministro de Cultura, Pablo Avelluto, que había llegado a la revista a través de una consultora con la excusa de un relanzamiento y terminó, un año y medio después, achicándola, despidiendo trabajadores y convirtiéndola en un mensuario. Fue la segunda muerte de El Gráfico. La primera se había producido durante la década del noventa, bajo la dirección de Aldo Proietto.
Un punto de quiebre, con total subjetividad, puede ponerse en la tapa negra –con título ¡Vergüenza! en letras amarillas-, después del 0-5 contra Colombia, algo que se pareció mucho a una ruptura con sus lectores aunque ya sus peleas con Diego Maradona, las ediciones a partir del episodio en el departamento de la calle Franklin y su adicción a las drogas, habían comenzado a demolerla, llevándola más –a expensas de su nuevo director- hacia el periodismo de impacto y la polémica liviana y alejándola lentamente de la crónica más fina, de la calidad narrativa que fue su marca de agua.
La otra marca inevitable –que, sin embargo, no pareció que afectara su relación con los lectores- es el vínculo con el poder, sea en dictadura o democracia. La Editorial Atlántida fue un órgano de propaganda de la represión –hay una causa judicial que lleva adelante Alejandrina Barry, hija de desaparecidos- y El Gráfico fue una parte vital de eso, sobre todo durante el Mundial 78, como también lo fue durante la década del 90, cuando Carlos Menem jugaba al básquet, al fútbol, al golf, manejaba autos y siempre tenía algún lugar en la revista. Eso no quita, desde ya, que en ambos tramos de la historia hubo periodistas que por fuera de esos negocios hicieron periodismo y escribieron crónicas inolvidables.
La tercera muerte de El Gráfico la conocimos esta semana con su cierre definitivo. Lo primero que surgió fue una especie de réquiem, una despedida colectiva a la revista de nuestra infancia. Pero no había que perder de vista que detrás de nuestros lamentos lo primero que ocurría, lo principal, era que 23 trabajadores de prensa -15 permanentes y 8 colaboradores- quedaban en la calle por la decisión patronal, en tiempos donde el Sindicato de Prensa de Buenos Aires contabiliza más de 2500 puestos de trabajo destruidos en los últimos dos años. Ampararse en la crisis del papel como soporte es engañoso. Torneos, la empresa editora, ni siquiera intentó una búsqueda hacia lo online, con el Mundial de Rusia por delante y un aparato audiovisual con el que produce las transmisiones del fútbol argentino y otras competencias.
El hilo se cortó por lo más delgado en una empresa que todavía está sacudida por las esquirlas del escándalo de coimas que se investiga en Nueva York, y que tiene como protagonista a su ex CEO y accionista, Alejandro Burzaco.
“El cierre de El Gráfico, con sus decenas de aristas e influencias sociales, no debería ser mirado desde la nostalgia de ’una vieja revista que ya no sale’ sino desde el dolor de ‘una fábrica más que despide trabajadores porque las decisiones del Gobierno actual favorece a las empresas para que ejecuten esos despidos’”, escribió Martín Estévez, uno de los periodistas despedidos, en la revista Cítrica.
El Gráfico contiene la paradoja –que encubre cierta lógica- de haber sido devorada por una empresa de televisión cuando la televisión, de alguna manera, era su antítesis.
El Gráfico se fundó en 1919 –el año que viene hubiera cumplido cien años- como una publicación de interés general que viró hacia lo deportivo. Cuando la televisión todavía parecía un sueño, El Gráfico era la forma de ver el deporte, de estar ahí.
El Gráfico y sus crónicas con fotos, con sus secuencias de goles y jugadas, materializaban la imaginación que traía la radio. Pero cuando la televisión comenzó a desarrollarse sus páginas todavía eran la reflexión, el análisis, el detalle, la intimidad de los deportistas, la necesidad de leer a una firma determinada. La literatura.
¿La televisión cotidiana mató a El Gráfico? ¿El diario Olé mató a El Gráfico? ¿O a El Gráfico lo mató, como a tantas publicaciones, la falta de búsqueda de mayor calidad, de alternativas que la siguieran haciendo una referente periodística, como todavía ocurre en el mundo con otras revistas deportivas? Algunas: France Football (Francia), Sport Illustrated (Estados Unidos), 11 amigos (Alemania) y Guerín Sportivo (Italia). La última versión de El Gráfico contenía a buenos periodistas y muy buenos artículos –los 100x100 de Diego Borinsky eran de lo mejor que se podía leer en la actualidad-, y sin embargo lo único que se veía era el esfuerzo de sus trabajadores. Cada vez son menos las empresas que tienen lo editorial como negocio en sí mismo y cada vez son más, en cambio, las que lo tienen como una excusa para otros negocios. Ahí también está la tumba.
En contraposición están las experiencias autogestivas como Don Julio, un libro-revista con once historias deportivas, semestral, un refugio para el periodismo narrativo. O Un Caño, cuyos periodistas no se resignaron cuando ya no hubo más ediciones en papel, y mantuvieron el espíritu de la revista en forma de cooperativa, como publicación online y ahora con una colección de libros deportivos. Son sólo dos ejemplos, pero hay más. Y si algo queda de lo mejor de El Gráfico hay que buscarlo por ahí, o disperso en otras medios, importa poco si en papel o en web, si en un gran diario o en un posteo de Facebook. Pero ahí están, cuando los empresarios se van son los periodistas, sus trabajadores, los que mantienen viva esa llama.