Que si con @, con x o con e. Que si son las personas o las mujeres las fáciles. Que presidenta no, pero sirvienta sí… Una lengua por definición es convencional, pero cada vez que salta al debate público alguno de estos cambios no faltan quienes convocan su “esencia natural” o, peor, llaman a intervenir a la RAE.
Cada año son noticia los nuevos términos o acepciones que “acepta” la Real Academia Española (RAE) o los cambios en reglas ortográficas que certifica. Hace un par de meses, por ejemplo, se debatió en España el pedido de la asociación empresaria de industrias de “alta gama” –Fortuny– para que se modifique la definición de “lujo”, que a su criterio es muy negativa. Quienes acumulan riqueza no quieren que se note, y la RAE quedó en evaluarlo. Para compensar con algo políticamente correcto, para el último 8M se cambió la acepción de “mujer fácil” que indicaba “que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales”, por “persona fácil”, desdiciendo a su miembro más bocón, Arturo Pérez Reverte, que había defendido poco antes que figurara la acepción anterior porque la RAE registra usos, no los prescribe ni censura.
El avance del movimiento de mujeres ha hecho que la mayor parte de las consultas y respuesta de la RAE en los últimos años traten sobre el problema de cómo se refiere a las mujeres en la lengua. En nuestro país, recientemente ha ocupado espacio en los medios la propuesta de una “lengua inclusiva” que desnaturalice el uso del masculino como género “no marcado” cuando se refiere a personas, es decir, que funciona como género neutro. Antes se había intentado con el @, con la x y ahora la e: “les alumnes”, lo que ha generado algunas simpatías, como la del rector del Nacional Buenos Aires, que tuiteó usando “consejeres”, pero sobre todo antipatías, como la de Beatriz Sarlo, que aclaró en una de sus columnas sobre el 13J que en esto está con la RAE. La Academia Argentina de Letras por ahora prefiere no pronunciarse, porque reconoce la discusión como política, pero no lingüística.
Quienes se alarman con que esto pervierta el buen uso del español y signifique una imposición de un sector radicalizado, pero también algunos que lo han justificado, apelan a la autoridad de la RAE para estos asuntos, institución que, como era de esperarse, ya contestó vía Twitter rotundamente:
#RAEconsultas No es esperable que la morfología del español integre la letra «e» como marca de género inclusivo, entre otras cosas porque el cambio lingüístico, a nivel gramatical, no se produce nunca por decisión o imposición de ningún colectivo de hablantes.
— RAE (@RAEinforma) June 15, 2018
La RAE no dice a quién correspondería la decisión, aunque no es difícil imaginar a quiénes tiene en mente: un grupo de especialistas que se reúnen habitualmente en un coqueto edificio madrileño. Lo que queda claro es que la supuesta esencia natural de la lengua no existe; si no no sería necesario llamar a la RAE. El hecho de que cada vez más sea interpelada por este tipo de propuestas es la prueba de que algo está ocurriendo a nivel social. Es que toda lengua expresa cuestiones culturales y políticas, porque no es ajena sino participante privilegiada de todas nuestras prácticas sociales. Nadie esperaría que cambiando el lenguaje cambie la sociedad, pero nadie debería esperar tampoco que la lengua permanezca al margen del debate político y social. Lo que son más dudosas son las razones y criterios de la RAE y de quienes la convocan. ¿En qué se basaría esa autoridad de la RAE?
Lengua e idioma
“Limpia, fija y da esplendor” es el lema del escudo de la RAE, creada en 1713 y oficializada un año después por cédula real. Menos mal que El Quijote ya era suficientemente famoso; si no, la creatividad lingüística de Cervantes habría sido severamente amonestada y quién sabe si hubiera logrado el permiso real que entonces requerían las publicaciones.
Su objetivo actual es “velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”. Es decir, fijar una norma, establecer una variante particular de la lengua como la correcta y oficial (lo que se conoce como idioma). Como las lenguas cambian todos los días en su uso cotidiano, la tarea es de entrada irrealizable, pero sí puede controlarse especialmente su forma escrita, cuyas reglas se transmiten por vía institucional y regulada, y cuyo mejor o peor manejo constituirá ya una marca social. Por eso en la aparentemente inocente ortografía, por una letrita o una tilde, se libran tantas guerras ideológicas.
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Los criterios con que se define esa norma exceden las cuestiones de técnicas de escritura o el desarrollo gramatical de la lengua: el establecimiento de un idioma es un problema político. Que exista una institución como la RAE marca la necesidad de intervención estatal y de control de este aspecto de la práctica social. Y no es casual que sea tan fuerte la que se ocupa del español, considerando que en el propio Estado Español reclaman derechos otras tres nacionalidades con sus rescpectivas lenguas, además de la enorme extensión que tuvo su imposición en América vía la colonización.
Lengua y geopolítica
No fue hasta la década de 1950 –sí, a más de 450 de la Conquista– que la RAE definió una política consensual con las Academias de Letras de los distintos países americanos (muchas solventadas por la RAE misma previamente, aunque subordinadas a ella), y no fue hasta la nueva Ortografía de 1999 que gran parte de los americanismos, es decir, las variantes dialectales que son amplia mayoría respecto a la de la península, dejaron de ser catalogados como barbarismos –esto es, “extranjerismos” o “incorrecciones al pronunciar o escribir las palabras”–.
Asociada con otras 23 academias de distintos países, forman la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) en una nueva etapa redefinida terminando el siglo XX, en la que supuestamente se ocuparía de registrar y homogeneizar, en caso de ser necesario, los usos del español, para lo que se vale de las propuestas elaboradas por cada Academia mediante el análisis de los medios de difusión masiva y el aporte de especialistas en historia de la lengua, lexicografía, gramática, etc.
Por supuesto esto no funciona tan plebiscitariamente como se pretende. Dos casos recientes lo ilustran.
La RAE acaba de incorporar a su diccionario la forma femenina de “presidenta”, como excepción, por “extendida y arraigada en el uso”, después de haberla negado durante años con argumentos linguísticos: básicamente, que la terminación “-ente” no marcaba género y por lo tanto debía distinguirse el masculino o femenino con el artículo –el presidente/la presidente–. ¿Tiene esto anclaje en la historia de la lengua y funciona para otros términos? En parte sí. Pero ¿por qué entonces se aceptaba ya sirvienta o clienta? Probablemente porque si para limpiar y consumir las mujeres somos bienvenidas hace tiempo, para presidir instituciones ya no tanto, y eso que ahora, agrega la RAE, había registro de su uso en femenino desde el siglo XVIII. Es cierto que no es responsabilidad de la RAE que esos cargos en manos de mujeres a un nivel extendido sean fenómenos recientes, pero ¿por qué esgrimir siglos de historia de la lengua y disquisiciones sobre sufijos justo para esa palabra y no para otras similares lingüísticamente? ¿No es su tarea registrar los usos?
El otro flamante caso es el que tuvo de protagonista a Pérez Reverte. Este esgrimió, cuando apareció en los medios la crítica por esa acepción peyorativa de “fácil” en relación a la mujer, la carta del mero registro de uso. Y es cierto que dejar asentado un uso que sin duda existe, por desacuerdo que se esté con él, no implica refrendarlo. De hecho una buena prueba de dominio patriarcal es observar la cantidad de vocablos que relacionados a varones son positivos, pero relacionados a mujeres son negativos –hombre público/mujer pública, por ejemplo–. Pero parece que el recurso del “mero registro” funciona cuando conviene. En este caso finalmente ganó lo políticamente correcto y sufrió un revés el escritor: un mes después la misma RAE decidió modificar “mujer” por “persona”, cayendo en el absurdo, porque “persona fácil” no se usa en español como sinónimo de sexualmente proactiva.
Otra polémica al interior de la Asale surgió el año pasado, en este caso no por definiciones, sino por cuestiones geopolíticas: la política del Estado español para “mejorar la imagen del país” en el extranjero y en el propio territorio, conocido como “Marca España” –proyecto “alejado de ideologías” pero con el escudito real en el logo–, incorporó a la lengua española como parte de esa campaña, generando quejas y malestar en todo el resto de las academias que reclaman al español como, en todo caso, marca hispanoamericana. Y en este detalle puede verse algo más grueso que se juega tras las políticas de las academias de Letras.
Lengua y negocios
Explicitar la subordinación de la lengua a los intereses del Estado Español es tirar por tierra la política hegemónica que viene intentanto en las últimas décadas la RAE. ¿A qué se debe esta política y por qué sería perjudicial para la RAE misma? Por la plata, la tarasca, la pasta, la tela, el efectivo, el peculio, la mosca, el mango…
Es que el español se ha convertido en una de las lenguas más habladas. Y ese crecimiento, que lo lleva a superar según cálculos recientes el número de 500 millones de personas que lo hablan como primera o segunda lengua, tiene que ver con el incremento de la comunidad hispanoparlante en EE. UU. Más hablantes quiere decir más publicaciones, más contratos, más difusión, en suma, nuevos mercados. Y uno de los más grandes y con mayor circulación de dinero del mundo.
¿Y quién mejor para elaborar los manuales, evaluar y certificar el conocimiento de esa lengua, que la RAE? ¿Pero cómo hacerlo si no es con el aval de las Academias de esos países latinoamericanos de donde proviene la comunidad lingüística ubicada estratégicamente en un mercado de millones? El hispanoamericanismo súbito de la RAE, aunque a veces se le escape la hilacha, tiene que ver con la institucionalización del Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española que se viene armando hace años. Quizás cobra más sentido así el lema de publicidad de lustrametales que eligió para sí: limpia, pule y da esplendor… a la moneda.
Habrá que ver si propuestas que andan dando vueltas se asientan o no en la comunidad lingüística del español. Probablemente surjan otras. Una modificación estructural de toda lengua acarrea otras, sobre todo las que son sistémicas y conscientes y no el resultado de las fricciones en años de uso cotidiano. Todas las que han surgido a lo largo de la historia, de nuestra lengua y de otras, han sido polémicas y resistidas, como supo en su momento hasta el mismo Sarmiento.
Habrá más o menos argumentos lingüísticos y prácticos para preferirlas o no –desde la historia de las derivaciones del latín o las posibilidades de pronunciar el signo arroba–, pero dos cosas son seguras. Quienes temen que las nuevas generaciones escriban “mal” o no sean capaces de comunicarse deberían reconocer que, más allá de lo adecuado o no de algunas de ellas, que existan demuestra una mayor, y no menor, conciencia de cómo funciona el sistema de la lengua, algo que cualquier docente de lengua bien podría agradecer y utilizar para que sean más quienes se interesen por los problemas gramaticales.
Por otro lado, que la RAE tiene poco que dictaminar aquí: si este u otro uso se extiende, debería reconocerlo como tal, según los preceptos de su nueva etapa modernizadora. Y si no, lo que debería reconocer es que su función no es registrar y aportar a un mejor uso de la lengua, sino ser el gendarme de la lengua que social, cultural y políticamente, de esencias naturales y de desinterés tiene poco.
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