A propósito de los juicios a Flaubert y Baudelaire.
Se escucha atentamente a dos sobrios oradores que leen largos párrafos, analizan frases y elogian recursos estilísticos; se discuten los personajes, el contexto social tanto como las innovaciones genéricas; se citan eminencias críticas que han dado cuenta de las obras, y se llega a sendas interpretaciones que las ubican en la literatura de la época. La definición será del jurado. ¿Un concurso literario? ¿Un examen de una rigurosa Academia de Letras? No, son las actas de los juicios que el Segundo Imperio francés realizará en 1857 a Flaubert y Baudelaire por “ofender a la moral pública y a la religión”, publicadas recientemente con el título El origen del narrador [1].
El acusador, en ambos casos, es el abogado imperial Pinard. Este tipo de procesos judiciales no serán en la época algo que llame especialmente la atención; sí lo es quizás el celo con que el fiscal lleva a cabo su acusación, y las definiciones que a lo largo de ellos se esboza de la literatura, la sociedad y sus relaciones. Es que a las obras se le atribuían efectos políticos y sociales que preocupaban al Estado, y de los cuales sus autores debían responsabilizarse. Y no solo los autores: según indicará el fiscal, dado que en estos casos “no hay delito sin publicidad”, tanto los editores como los impresores serán acusados.
Madame Bovary
La estrategia acusatoria de Pinard combinará dos planos: forma y contenido. En cuanto al estilo del autor, no habrá más que elogios del fiscal, quien procura leer largos párrafos de la novela además de resumirla para el jurado, que ha tenido además la posibilidad de leerla incluso en sus partes previamente censuradas. El fiscal, por su parte, se ha ocupado de leer las críticas que de ella se han hecho y estudiado las características del particular realismo del autor, que reconoce por su “vigor en las pinceladas” y su “vivacidad en la expresión” [40]. Pero esa virtud de la obra es precisamente lo que la hace tan peligrosa: las descripciones son tan detalladas, tan bien construidas, que parecen regodearse en los pecados que relata: “Tales son, señores, las situaciones que a Flaubert le gusta pintar, y desdichadamente lo hace muy bien” [36]. Es decir que el admirable estilo de Flaubert es la mejor prueba en su contra. Lo paradójico de su presentación no es solo la admiración que parece tener por el escritor que acusa, sino también la fruición con la que se dedica a analizar los episodios pecaminosos que serán una dura prueba para los “pensamientos virtuosos” del lector:
… una vez que la imaginación haya sido seducida, una vez que esta seducción haya bajado hasta el corazón, y una vez que el corazón haya hablado a los sentidos, ¿creen ustedes que un razonamiento bien frío será lo bastante fuerte contra esa seducción del sentimiento y de los sentidos? [42/3].
A pesar de que el fiscal aduce “limitarse a contar” lo escrito, parece tan entusiasta con esos párrafos como las muchachas que según él, leyendo la novela, podrían considerar imitar el adulterio de Emma Bovary. Sintomáticamente, en la definición de las responsabilidades sociales de la literatura con que cierra su acusación, el realismo es a la literatura lo que a la moral de la familia es… a una mujer desnuda:
Dicha moral estigmatiza la literatura realista, no porque esta pinte las pasiones: el odio, la venganza, el amor –el mundo sólo tiene vida en ellas, y el arte debe pintarlas–, sino porque las pinta sin freno y sin medida. Sin una regla, el arte dejaría de ser arte: sería como una mujer que se quitara toda la ropa [45/6].
La estrategia de la defensa será usar el mismo razonamiento del fiscal, pero invertido. La intención de Flaubert habría sido “la incitación a la virtud mediante el horror del vicio” [47]: las muchachas cuya imaginación pudiera haber sido excitada encontrarían, en el doloroso final de la protagonista, una lección de lo que debe contenerse. De hecho para el defensor, que coincide con el fiscal en la fuente inagotable de pensamientos pecaminosos que anida en la imaginación de las mujeres –“esas pobres criaturas, naturalmente crédulas y débiles” [74]–, considera este tipo de remedio necesario para advertir sobre la educación que se da a las hijas en una sociedad moderna en que el “sensualismo” se confunde con la religión y en que, en los salones, el vals hace que la mujer se apoye “sobre el hombro del caballero que la traba con su pierna” [79]. Su alegato es algo así como un “no maten al mensajero”. El defensor apoyará su argumento no solo con las evaluaciones que destacados escritores han hecho de la novela, sino también con una serie de largas citas de autores reconocidos donde las escenas lascivas van mucho más allá que las sobrias escenas de Flaubert.
Si, según enunciaba el fiscal, en estos temas la publicidad es parte integrante del delito, de seguro fiscal y defensor podrían haber sido enjuiciados a la vez por mantener a la audiencia expuesta a largas y detalladas parrafadas de escenas “subidas de tono”. El jurado finalmente exculpará a Flaubert pero le hará observaciones negativas sobre su particular estilo.
Las flores del mal
Unos meses después Pinard intenta con la obra lírica de Baudelaire, dando cuenta de los posibles efectos adversos de su tarea: “Si la acusación no alcanza su objetivo fabrica el éxito del autor, casi su pedestal” [133]. Es que el proceso a Madame Bovary tuvo el efecto de hacer más leído a su libro y más conocido a su autor. Sin embargo, Pinard no se amedrenta ante la tarea ni ante las buenas referencias de “escritores de valor” con que Baudelaire llega al juicio, aunque sí precisa su objeto:
No es el hombre a quien debemos juzgar, sino a su obra; no es el resultado de la acusación lo que me preocupa, sino únicamente la cuestión de saber si tiene o no fundamento [133].
El fiscal parece haber aprendido de su fracaso anterior y adelantará las posibles refutaciones del defensor. Si en el proceso a Flaubert había obligado al jurado a escuchar su resumen de la novela, y la había citado en extenso, en este caso reconoce que el juez “no es en absoluto un crítico literario, llamado a pronunciarse sobre los modos opuestos de apreciar el arte y de producirlo”. Lo que pide al juez es que determine, como “centinela que no debe dejar pasar la frontera”, si el límite de ofensa a la moral pública ha sido franqueado [134]; sin embargo, él intentará demostrar ese desborde atendiendo una vez más a las especificidades literarias de la obra acusada, y a esbozar las concepciones sobre la relación entre literatura y sociedad desde las cuales pueden interpretarse. Quien a esta altura podría caracterizarse como un lector y crítico apasionado de la literatura francesa que le fuera contemporánea, más que un abogado del Imperio, parece no tanto buscar una condena (que en este caso logra) como comprobar que sus criterios literarios son correctos.
Devenido cuidadoso crítico, Pinard insiste en que “merecen ser leídas” las piezas “Lesbos” y “Mujeres condenadas”, donde se encontrarán “las costumbres más íntimas de las tríbadas” [136], y una vez más resalta las virtudes estilísticas del autor como carga de prueba en su contra. Insistirá con su diatriba contra la escritura desmesurada que había cuestionado en Flaubert, en este caso en poesía, aunque también caracterizará como talentoso el estilo de Baudelaire. Incluso amplía la perspectiva a las tradiciones literarias en juego:
Su principio, su teoría, es el pintarlo todo, el de ponerlo todo al desnudo. Hurga en los más íntimos repliegues de la naturaleza humana; la reproduce con tonos vigorosos y conmovedores, la exagera sobre todo en sus aspectos más horrorosos; la amplía desmedidamente, a fin de impresionar, de causar sensación. Practica así, diría él, la contrapartida de lo clásico, de lo aceptado, que es singularmente monótono y que no responde más que a reglas artificiales [133/4].
Incluso las condiciones materiales de reproducción de la obra es motivo de análisis; a diferencia de aquella literatura aparecida en publicaciones periódicas, que uno “recorre por la mañana, olvida por la noche y rara vez colecciona”, el hecho de que Las flores del mal fuera un libro lo convierte en “un peligro siempre permanente” [142].
Pinard ha profundizado sus conocimientos sobre literatura pero no ha modificado sus preceptos morales ni su escéptica visión de la debilidad humana para atenerse a ellos. Adelantándose a los posibles argumentos del defensor, se pregunta si el jurado permitirá que una vez más tal voluntad de “poner todo al desnudo” quede impune tan solo con apostrofarlas inmediatamente con repugnancia, o que el carácter “triste” del libro sea considerado una “enseñanza” sobre los peligros del Mal más que una “ofensa” [137/8], teniendo en cuenta que mujeres y hombres parecen propensos a aficionarse a las “frivolidades lascivas” si no se los eleva “mediante varoniles esfuerzos y una fuerte disciplina” [139].
El defensor apelará a una estrategia similar a la de su par en el proceso a Flaubert. Destacará que la obra de Baudelaire muestra efectivamente el vicio, pero como algo odioso [149], y detectará temáticas similares en otros autores reconocidos de la “literatura moderna”. En cuanto al análisis literario de Pinard, solo reclamará que la obra debe ser tomada de conjunto y no en algunos versos sueltos, en cuyo caso ninguna obra poética resistiría un examen [155].
Por otro lado, si Pinard parece en este proceso más preocupado por las cuestiones literarias que las legales, el defensor contratacará con las deseables características que la ley debe tener hacia la literatura. Distinguiendo en las definiciones de “ultraje” y de “atentado” buscará, casi como Pinard respecto de la literatura, abonar una concepción medida y no indiscriminada de la misma:
La ley, como se ha dicho, no es una ley intolerante; no ha tenido por objeto dotar de un arma contra todos los autores a todos los posibles reparos de un riguroso casuista, a todas las susceptibilidades de un espíritu demasiado fácil de asustar, no se ha pretendido castigar mediante disposiciones penales a todo aquel que pudiera hacer murmurar a una mojigata o enrojecer a una Agnès [152].
Visto el resultado de este proceso, la justicia no parece haber estado dispuesta a una interpretación tan benevolente de su función.
Estado y estética
En un episodio conocido del Quijote, el protagonista se cruza con un galeote que le cuenta que había estado escribiendo sus memorias; Quijote le pregunta si ya estaban terminadas, a lo que el galeote asombrado contestará que ello no es posible en tanto siga vivo. En ese breve diálogo, Cervantes explora lo que será uno de los aspectos más reconocidos de su libro como una de las primeras obras de la Edad Moderna: la diferenciación entre realidad y escritura, la que tiene la posibilidad de cobrar autonomía frente a la realidad siguiendo normas propias –las memorias no tienen por qué empezar y terminar paralelamente a la vida del memoriado, lo cual de hecho sería imposible–. Esa posibilidad de diferimiento, de construcción de una “realidad” en sus propios términos, y que entre sus posibilidades incluye la construcción de mundos directamente ficcionales, es considerada en el Quijote como un “peligro” social: el personaje Quijote enloquece por sus lecturas desenfrenadas de la literatura caballeresca; el libro Quijote da cuenta de la conformación de la institución social en que se convertirá la literatura bajo el capitalismo, a la vez que, por la negativa, es una crítica de la sociedad de su época.
Terry Eagleton ha analizado la tradición estética de los siglos XVIII y XX señalando la relación entre las teorías de la época y las nociones de legitimidad de gobierno. La tesis de Eagleton es que lo estético (en su acepción primera, es decir, aquello que está ligado a la experiencia corporal, su percepción y sensaciones) asume la importancia que tiene en la Europa moderna porque aporta a las posibilidades de lograr la hegemonía política. Dado que la unidad y legalidad de los Estados modernos no podían basarse ya en la religión, y tampoco podía controlarse la población si solo se reconocía un libre pulular de los instintos corporales, se necesitaba otra base común de legitimidad; ésta, como manejo de los cuerpos, se intenta con el establecimiento del “buen gusto” y los “modales” considerados como ejemplos de armonía entre la subjetividad y el mundo exterior, teorizada en la estética, una forma particular de conocimiento que uniría razón y sensibilidad. El sujeto, como la obra de arte, introyectaría los códigos que le gobiernan como la propia fuente de su autonomía. La invocación a la estética de la época, según plantea Eagleton, como desvío hacia “la sensación”, es preventiva frente a la crisis del absolutismo: debe acomodarse a la “inclinación material” de una época donde la autoridad entra en crisis, incluso por peligrosas que sean las consecuencias de este giro al “sujeto afectivo”. Porque, agrega Eagleton, la intuición estética podría también terminar diferenciándose tanto del dominio de la “razón” y la totalización, que terminaría cuestionando la propia legitimidad “racional”. En su lectura, la estética será un terreno en que esta tensión no dejará de expresarse [2].
Los juicios a Flaubert y Baudelaire forman parte de este proceso de autonomización en una etapa en que la “institución” de la literatura ya está afirmada con sus respectivas Academias, críticos y variedad de géneros; de hecho, a ella se le han otorgado ya explícitamente responsabilidades sociales “deseables”: que las obras sean edificantes. Pero por ello mismo, la literatura puede ser también vehículo de temáticas y formas “socialmente peligrosas”; las actas muestran que tanto el fiscal como los defensores, y el jurado, tienen en alta estimación la poderosa capacidad de la literatura para “educar” o “pervertir” a los lectores; no es extraño entonces que el Estado deba intervenir en su circulación, pero también en su definición de lo estético. Los argumentos estéticos y morales que se esgrimen dan cuenta de un momento de consolidación y ampliación de las instituciones de la sociedad civil en el capitalismo, en que esas definiciones estarán en disputa.
Será en las décadas posteriores y a través de hitos como estos procesos, que esta autonomía cobrará fuerza como característica positiva a defender. Entre sus implicancias está la separación entre autor y narrador, o la negativa a la exigencia de incluir una moraleja, o el lugar del lector en la interpretación de los textos. El mismo Baudelaire parece haber sacado del proceso de Flaubert una conclusión que abonaría las concepciones de la teoría literaria moderna. En un artículo referido a la obra de Flaubert se indigna:
¡Absurdo! ¡Eterna e incorregible confusión de funciones y de géneros! Una verdadera obra de arte no precisa alegato. La lógica de la obra basta para todas las postulaciones de la moral, y es al lector a quien corresponde extraer las conclusiones de la conclusión [181].
Casi como homenaje inconsciente, un siglo después, en 1957, se realizará un juicio por “obscenidad” a Howl de Allen Ginsberg, previa detención de su editor y librero, en un juicio que tuvo cobertura mediática y en el que se citaron a declarar a nueve expertos en literatura [3].
Hoy día, la mayoría de las legislaciones no contienen en principio figuras punitivas contra obras de ficción, ni las conceptualizaciones sobre la literatura consideran al autor responsable judicialmente por lo que se narre en sus novelas. Lo que no quita que durante todo el siglo XX y aún hasta nuestros días, la literatura haya sido utilizada como vehículo de difusión de las ideas dominantes y que a la vez, poetas y escritores hayan sido censurados o incluso ajusticiados por escribir obras críticas de la sociedad y por ello, consideradas “peligrosas”. Esta tensión es la que puede verse en desarrollo en estos procesos, tensión que desde entonces ha cobrado nuevas inflexiones y definiciones sin por ello haberse eliminado.
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