En tiempos donde la tensión entre el gobierno y el empresariado agroexportador volvió a la escena, presentamos una reseña de la novela de David Viñas, una ficción sobre La Patagonia Rebelde, ese tenso episodio de la historia argentina que tuvo como protagonistas a los latifundistas del sur, a los obreros rurales sublevados y al gobierno de Hipólito Yrigoyen.
Martes 23 de junio de 2020 23:23
@mataciccolella
La contratapa de mi edición de Losada, a instancias del crítico uruguayo Ángel Rama, vincula esta novela del año 1959 con Los de abajo (1915) de Mariano Azuela, “la novela mexicana que logra la síntesis entre la tradición realista del siglo XIX y los acontecimientos revolucionarios” iniciados en 1910 en México. En esta línea de análisis y siguiendo una de las vertientes de la literatura argentina que formula el propio Viñas, su novela podría vincularse también desde esta tradición con la famosa crónica mexicana, La visión de los vencidos (1959) de Miguel León Portilla. Esta afirmación puede ser, de hecho, extensiva a toda la narrativa davidiana, Cayó sobre su rostro (1955); Los años despiadados (1956); Un Dios cotidiano (1957). Tal como la afirmó la crítica literaria Marcela Croce (2005), Viñas configura su figura de autor-intelectual como “vocero” (tanto en su narrativa como en la política de su crítica ensayística) de los sin voz, de los marginados, los perdedores de la Historia, los despojados, los postergados o de la venganza de los humillados, los que se hicieron de un nombre en la lucha por su supervivencia (o a pesar de ella). La novela se inserta en esta tradición ya desde el título que parafrasea en sentido opuesto a la mítica primera estrofa de la Internacional: “arriba / parias de la tierra”.
Los dueños de la tierra fue publicada mientras el autor aún pertenecía a la revista Contorno (1953-1959), y ficcionaliza el episodio retratado posteriormente por Osvaldo Bayer en La Patagonia Trágica (1972-1974) que se hizo popularmente conocido por la película La Patagonia Rebelde (1974) de Héctor Olivera, basada en el libro de Bayer. Como toda ficción, se permite retocar la realidad. La novela se divide en cuatro momentos. Los tres primeros, de menor extensión, están escritos en itálicas y se titulan, 1892, 1917 y 1920. El primero durante la denominada “campaña al desierto”; y los dos últimos, durante el comienzo de las huelgas de los obreros rurales.
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l relato está narrado en tercera persona desde el punto de vista de un funcionario radical, Vicente Vera, a quien “el Viejo”, como él llama al Presidente de la nación, Hipólito Yrigoyen (sobre el final de su primer mandato) le pide que se dirija al Sur a resolver unas “graves instancias”. El objetivo de la novela no es estrictamente poner en autos al lector de aquellos días terribles y heroicos que desataron las huelgas de 1920 y 1921 en la patagonia austral. Tiene más bien, desde mi punto de vista, un objetivo más directamente político y como diría Viñas, contextual: desacreditar al radicalismo (que por la década del 60 tenía a Frondizi como Presidente y había cosechado -para defraudar a posteriori- no pocas voluntades progresistas, incluidas las de varios miembros de Contorno).
Resulta que en la novela, Vicente Vera acepta su misión a regañadientes, puesto que hubiera preferido un cargo de embajador en París o Hamburgo, desde donde poder disfrutar de las veleidades de la Europa moderna de comienzos de siglo. Así comienzan las últimas tres partes de la novela que conforman la segunda y más extensa mitad: La misión, El intermedio y La expiación. Como sus nombres lo indican: La misión era poder congeniar entre obreros y estancieros. El intermedio fue creer en la ilusión de haberlo logrado. Y La expiación... bueno, lamentablemente todos conocemos el final.
Vicente podría ser el coronel Benigno Varela quien realmente fue enviado por Yrigoyen para “arreglar” el conflicto y una vez que la vía pacífica se vio frustrada, recurrió a la masacre. Pero no lo es. Para eso en la novela, aparece otro personaje, el militar Baralt. Algunos personajes históricos sí son retratados como tales: uno es el caso de“el Gallego” Canalejo Soto, un obrero inmigrante anarquista, el principal dirigente de la huelga y presidente de la Federación (de Oficios Varios) y el coronel Correa Falcón, que en la novela se apellida Corral, fue el interventor conservador de la provincia y también uno de los responsables de los fusilamientos. Además, en la historia aparecen las “guardias blancas” de la Liga Patriótica, civiles que hacían de fuerza de choque de los estancieros en colaboración con la policía.
Conciliar lo irreconciliable
Lo primero que impacta a un lector atento en la ágil narración de Viñas son los apellidos de los estancieros: Brun (que será la forma en que aparezcan los Braun Menéndez, ancestros del ex Jefe de Gabinete, Marcos Peña, una de las familias latifundistas de la época); el austríaco Rintel; Gorbea; Atucha; Blecher; Pocich; los hermanos Cattáneo; el irlandés O’Gorman; Anselmi y Zucker. La mayoría eran, como se puede apreciar, de origen extranjero y estaban, por supuesto, respaldados por la centenaria Sociedad Rural, la misma que en nuestros días impulsa banderazos “contra el comunismo”. Incluso algunos de esos señores, estaban allí en calidad de intermediarios o “testaferros”, puesto que los verdaderos dueños de la tierra se hallaban del otro lado del Atlántico. Un siglo después de que el Estado -a través de un antepasado de Patricia Bullrich- literalmente le donara la mayoría de esas tierras a los latifundistas extranjeros ficcionalizados en esta novela, aún contamos con Benetton y Lewis como dueños de casi toda la Patagonia, y vemos que poco ha cambiado.
En la novela, los terratenientes le plantean el problema a Vicente ni bien arriba a Río Gallegos, pero como él mismo dice: “una parte del problema”. Haciendo gala de la “equidistancia” -tal como él la define- que lo caracteriza durante casi toda la novela. Luego se resuelve a ir a hablar con los obreros y escuchar, como se dice coloquialmente, “la otra campana”. Los obreros lo reciben en la cárcel. Allí Vicente da garantías a Soto para que quede liberado y pueda organizar lo necesario para llegar a un acuerdo.
Finalmente el acuerdo se firma. ¿Qué pedían los obreros? Y aquí viene otro momento atrapante en la trama. Leer sus reclamos tan básicos y elementales da escalofríos: “En cada pieza de cuatro metros por cuatro, no dormirán más que tres hombres, debiendo hacerlo en camas o catres con colchón, aboliendo los ‘camarotes’”. Pedían colchones porque en las noches heladas del Sur dormían, como mucho, sobre cuero de ovejas. Continúan: “Las piezas serán ventiladas y desinfectadas cada ochos días (...) En todas las piezas habrá un lavatorio y agua abundante, donde se puedan higienizar los trabajadores después de la tarea (...) La luz será por cuenta del patrón, debiendo entregarse a cada trabajador un paquete de velas mensualmente. En cada sala de reunión, deberá haber una estufa (...) Una lámpara y bancos por cuenta del patrón”, (Viñas, 1997: 135). Trabajaban 14 horas por día y solo podían descansar los domingos, por eso exigían: “El sábado a la tarde, será únicamente para lavarse la ropa los peones y, en caso de excepción, será otro día de la semana”. Pedían también algo tan descabellado como ser bien alimentados… “La comida se compondrá de tres platos cada una (...) Contando (...) la sopa, carne, poste y además, té, café o mate (...) O mate cocido”. Cobraban tan miserablemente a un nivel tal que en la novela, las esposas de los obreros, estaban obligadas a prostituirse para sobrevivir. Por eso, exigían beneficios tan básicos como no tener que gastar todo su sueldo para poder dormir y estar bien vestidos: “El colchón y cama serán por cuenta del patrón y la ropa por cuenta del obrero”, (Viñas, 1991: 136). Y no trabajar en condiciones extremas: “En caso de fuerte ventarrón o lluvia, no se trabajará a la intemperie, exceptuando casos de urgencia reconocida por ambas partes”. Increíblemente reclamaban, además, ser tratados en una lengua que pudieran entender: “Cada puesto de estancia debe tener un botiquín de auxilio con instrucciones en castellano”, (Viñas, 1997: 137). “Los estancieros se obligaban a poner un ovejero más en cada puesto - ‘según la importancia de aquél’ (...) la Federación se obliga a su vez a levantar el paro actual del campo, volviendo los trabajadores a sus respectivas faenas inmediatamente después de la firma de este convenio (...) regirá desde el primero de diciembre, reintegrándose al trabajo todo el personal, abonando los haberes de los días de paro y sin que haya represalias por ninguna de ambas partes”, (Viñas, 1997: 138-9).
Vicente es un convencido de que se puede “mantener la armonía” entre estancieros y obreros, tal como -según él- pretendía gobernar el doctor Yrigoyen, y por eso es que se va de Gallegos una vez firmado el acuerdo. Pero como dirá muchos años después Osvaldo Bayer, ese fue un “buen preámbulo para la muerte”. Antes de irse, conoce a Yuda Singer y se enamora. Yuda era una maestra inmigrante ruso-judía que se fue de su país huyendo de los pogrom, y que durante la segunda parte de la novela se va a encargar de hacerle ver a Vicente que no se trataba de un problema que podía resolverse firmando un papelito sin más, sino que en realidad “este incendio del que usted habla va a ser siempre permanente”, (Viñas, 1997: 111). Su armonía, su equidistancia, su pretendida neutralidad será cómplice sino responsable de la futura masacre. Así lo demuestra también Yuda cuando se enfrenta al estanciero Brun, a quien no le entra en la cabeza que los obreros puedan y quieran tener derechos. Nuevamente se habían sublevado, iniciando una huelga que afectaba directamente a Buenos Aires, después de que los patrones no respetaron el acuerdo y una vez terminada la esquila, les dejaron de pagar:
“-Los asaltantes son los obreros, señorita -le contestó Brun ligeramente fastidiado.
Como un recuerdo del futuro, Yuda es quien, además, le hace ver a Vicente cómo el desprestigio de su labor en el Sur orquestado en la prensa nacional, en realidad, está financiado por los propios estancieros que sostienen con su pauta esos diarios. Y que tienen por objetivo desprestigiar al gobierno que personalmente representaba Vicente en la Patagonia, porque este ya les significa un estorbo:
“-Este es un aviso pagado por una sociedad de estancieros de aquí… de exportadores; ellos pagan este aviso, ¿sabías? (...) Y lo pagan muy bien. Así es que ellos son los que realmente mantienen el diario, ¿comprendés? Y, por lo tanto, tienen derecho a mandar las noticias como a ellos les conviene… (...) Y ahora les conviene que te quedes de lado sin poder hacer nada para que el Ejército que ellos utilizan, prácticamente se ponga a servir sus intereses…
El final de la historia es conocido. No vamos a abundar, sino decir que la novela continúa retratando lo vívido de esa heroica lucha obrera donde no faltaron las disputas internas, recelos, las idas y vueltas de obreros inmigrantes, alemanes, chilenos, la huida de quienes lograron escapar y salvar sus vidas rumbo a Chile como Soto y varios más, la solidaridad entre pares en medio de las brutales condiciones de vida y persecución que sufrieron y la astucia y la picardía con la que los peones rurales en huelga humillaron a sus propios patrones, por ejemplo, poniéndolos a barrer delante de ellos.
Finalmente el gobierno de Yrigoyen a manos del coronel Varela masacró a 1500, le costó el exilio a muchos y el posterior suicidio a varios. En este presente donde los dueños de la tierra y de todas las cosas van por todo y hasta se dan el lujo de tener encerrados a los peones como ganado en pleno Palermo, la novela de Viñas es un rescate para las nuevas generaciones de la valiosa historia de lucha e insubordinación de los trabajadores rurales de nuestro país; y de lo canalla que puede llegar a ser, si lo necesita, un gobierno que dice representar los intereses populares.
Lucía Battista Lo Bianco
Es Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y actualmente investiga sobre temas de literatura Latinoamericana. Es militante del PTS.