Reseña de Malvinas, crónicas de cinco siglos de A. Winograd, una recopilación de textos de viajeros y exploradores que dan cuenta de su descubrimiento y la historia de su usurpación.
Las islas Malvinas siguen desatando, a pesar del tiempo, un abanico de debates y estados de ánimo. Si los consensos se amplían en cuanto al carácter aventurero de la política de la Junta Militar, se diluyen a medida que nos aproximamos a definir el carácter de la guerra y la política hacia la misma, la relación entre nacionalismo, antiimperialismo y democracia. Estos debates y nuestra posición la abordamos en nuestro artículo “Malvinas: una guerra justa, en manos de cobardes genocidas” [1].
En cambio, lo que menos persistencia ha tenido sobre Malvinas es el conocimiento, el saber sobre el “pasado” de las islas. El libro Malvinas, crónicas de cinco siglos del especialista Alejandro Winograd [2], biólogo y autor de varias obras de ficción, viajes y geografía, es una oportunidad para conocerlo e intentar reconstruir la histórica relación que las Islas mantuvieron con diferentes gobiernos en distintos contextos políticos y económicos.
Editado hace algunos años, el libro de Winograd conserva esa actualidad, contribuye a distinguir entre tanto discurso patriotero y ritual sobre la argentinidad de las Malvinas, las huellas de soberanía en la historia nacional. Y lo hace de una manera original, abordando procesos históricos de largo plazo y a través de una selección casi preciosista de documentos, algunos inéditos traducidos para la edición, que aportan una multiplicidad de datos científicos y de la vida cotidiana de los actores en juego, para entender, en palabras del autor, “cómo era y cómo es ese archipiélago cuando no se lo mira como lo miramos nosotros sino cómo lo miran otros” (p. 15) El libro está organizado en una Introducción y, siguiendo un orden cronológico, ocho capítulos iniciados con una breve reseña que anticipa las crónicas de la antología y la fuente de la que fueron extraídas.
El pasado nos conecta
El primer capítulo presenta la singularidad de datar y dar nombre al descubridor de las Islas. Tema polémico si los hay. Winograd apuesta al navegante holandés Sebalt De Weert, capitán de una de la cinco embarcaciones de la flota de la Compañía de Magallanes, cuya crónica fue publicada en latín en 1602 con el encabezado Relación histórica o verdadera y genuina consignación y descripción de aquella navegación que con cinco naves,, una de las tantas travesías que llevarían la marca del mercantilismo capitalista en expansión. La crónica resalta las peripecias del viaje que en 1598 había partido de Rotterdam, con el objetivo de navegar hasta las Molucas para abastecerse de especias. A su vuelta logran divisar tres pequeñas islas, que no habían sido anotadas ni diseñadas en mapa alguno, a las que De Weert llamó “Sebaldinas” como fueron conocidas las Malvinas hasta el siglo XVIII, aunque las que vio el capitán fueron las llamadas “Jason”, en el extremo noroccidental del archipiélago.
Avanzamos. El siguiente capítulo cuenta el primer asentamiento isleño (1763). Reconstruye las discusiones de navegantes y geógrafos respecto a la existencia de comunicaciones naturales y pasajes entre los océanos Atlántico y Pacífico. No se trataba solo de debates científicos. Quienes negaban su existencia sostenían que después del paralelo 55° la tierra firme se acababa y Tierra del Fuego no era más que una isla. Si el único paso entre los océanos era el Estrecho de Magallanes, “su posesión convertía a España en el árbitro de la navegación y el comercio de buena parte del hemisferio Occidental”. Si en cambio al sur de Tierra del Fuego había otro pasaje, se habilitaba la carrera por su dominio “de la que todas las naciones europeas podrían (y querrían) participar” (p. 38). Se lanza la conquista del Atlántico Sur, con expediciones comerciales, científicas y militares de españoles, ingleses y franceses, a partir de la mitad del siglo XVII y XVIII. “Se trataba de una época de grandes aventuras que, por cierto, podían resultar sumamente redituables” pero a la vez, “una tempestad, un arrecife desconocido, un período prolongado de calmas o de vientos contrarios y cualquiera de las enfermedades propias de una larga estadía en el mar podían significar la ruina de la expedición más ambiciosa” (p. 38).
En esa disputa, las Malvinas fueron usadas inicialmente como refugio, donde las embarcaciones podían reabastecerse. Desde comienzos del siglo XVIII fueron visitadas por navegantes franceses, cazadores de focas y lobos marinos, quienes organizaron pequeños emprendimientos como el de la Compañía de Saint-Maló (de donde proviene el nombre Malouines, castellanizado a Malvinas), dirigida por Louis-Antoine Bougainville. En 1763 Bougainville fundó el primer asentamiento permanente, el Puerto Saint-Louis, con el que pretendía convertir a las islas “si no por ley, sí por presencia y sentimientos, en parte de Francia” (p. 44), ampliando la influencia del reino ante la pérdida en 1759 del Canadá francés. No fueron los únicos. Inglaterra ajustaba los controles de su sistema colonial para poner el comercio marítimo al servicio de sus intereses económicos en los comienzos de la revolución industrial. Eso implicaba una disputa estratégica con las posesiones españolas y las del Atlántico Sur no fueron la excepción. Esta norma general se había hecho regla después de los viajes y expediciones del almirante John Anson (1743), quien había recibido el encargo de atacar las colonias españolas del Pacífico. La política expansionista inglesa tomaría forma con la llegada de una serie de navíos a las islas y la del comodoro inglés Byron quien al poco tiempo, se dice un poco secretamente, funda el Puerto Egmont, tomando posesión de la isla Trinidad (Saunders). Los documentos seleccionados para este capítulo pertenecen a Dom Pernetty, un erudito abad benedictino que se ocupó de escribir la crónica [3] de la expedición francesa, atento observador de lo que ocurría entre la tripulación, las ceremonias de viaje hasta el arribo y la fundación del fuerte Saint-Louis.
El apartado que sigue se ocupa del dominio español sobre las Islas. Las expediciones y asentamientos como el de Saint-Louis o el de Puerto Egmont no debían atentar contra el derecho de posesión española pues, “más allá de que España ejerciera o dejara de ejercer sus derechos, las Malvinas le pertenecían. Así se había establecido en las bulas papales de 1492 y 1493 y en el acuerdo de Tordesillas. Y, con estos títulos, España había ejercido un dominio indisputado sobre el Atlántico Sur durante los últimos doscientos cincuentas años” (p. 96). Ya lo había hecho saber la corona en 1748 ante las tentativas expansionistas inglesas, cualquier tipo de asentamiento, ya fuera en las Islas o próximas a ella, significaba un desconocimiento a los derechos de adquisición por las Bulas Pontificias y el Tratado de Tordesillas (1494), de un derecho ejercido sin disputa por casi tres siglos. El conflicto con Francia se resolvió mediante un acuerdo entre los dos monarcas borbones y resarcimiento económico, renunciando a cualquier derecho sobre las Islas. En cambio con Inglaterra, las negociaciones y enfrentamiento se mantuvieron hasta que la rebelión de sus trece colonias en el Norte (1774) la obligó a concentrar recursos y hacer regresar a sus expedicionistas. Por el acuerdo España se comprometía a restaurar el Puerto Egmont, sin por ello renunciar el derecho a la soberanía de las Islas que los ingleses no objetaron. Las fuentes elegidas [4] relatan las circunstancias del levantamiento de la colonia francesa y de los acontecimientos históricos más significativos de las islas en general; otros describen la flora y la fauna de la región, y exponen el estado del conocimiento de los naturalistas europeos de la época.
Malvinas después de Mayo
El capítulo IV se dedica al panorama malvinense en el período de la ruptura colonial con España. El primer hecho registrado data de 1811, cuando Pablo Guillén, el gobernador español en Malvinas, levantó el puerto de Soledad –nombre del rebautizado puerto Saint-Louis– y junto a los residentes se embarca hacia Montevideo donde aguardaba el fiel virrey Elío, dejando las islas así desiertas. Desiertas pero no ocultas de sus riquezas. Ya para el siglo XIX el poder imperial inglés estaba en su apogeo. Inglaterra había logrado entrometerse y sustituir a España en una parte importante de sus mercados americanos y no perdía oportunidad de intervenir en la administración de los recursos en forma directa. Las invasiones inglesas de 1806/1807 aunque fracasadas y la ocupación de las Islas en 1833 fueron pruebas de tales ambiciones, sin poner en riesgo sus vínculos de nueva metrópoli con el gobierno criollo.
Entre las expediciones inglesas que enarbolaban el “Union Jack” se encontraba la de James Weddell al mando del bergantín Jane, cuya travesía hacia las Islas en búsqueda de ballenas, focas y lobos (de la que se obtenía carne, huesos pero sobre todo grasa y aceite) recopiló en Un viaje al Polo Sur realizado en los años 1822-1824 [5]. En ellas aparece un personaje que nos interesa, David Jewitt. Jewitt era un antiguo corsario comandante de la fragata Heroína, que a partir de los sucesos de mayo de 1810 es el “encargado de establecer y hacer respetar la soberanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata sobre las islas” (p. 161). Hacia 1820, mandatado por José Rondeau, Director Supremo de las Provincias Unidas, al llegar a Puerto Soledad hizo saber a los residentes ingleses que había sido “comisionado por el supremo gobierno de las Provincias Unidas de Sud América para tomar posesión de estas islas en nombre del país al que pertenecen naturalmente. En el cumplimiento de este deber, es mi deseo actuar hacia todas las banderas amigas con la más distinguida justicia y cortesía”. Ello no impidió que las expediciones comerciales a las Islas se mantuvieran, entre ellas la de comerciantes como Luis Vernet, quien personalmente evaluó la situación en Malvinas. A su regreso a Buenos Aires, señaló la necesidad de reafirmar la autoridad del gobierno si no se quería perder los derechos para ejercerlos. “La prédica de Vernet tuvo éxito y en 1829, cuando regresó a las islas ya no era solamente el titular de algunos derechos. El Gobierno le había cedido la propiedad de la isla Soledad y lo había designado Comandante Político y Militar de todo el archipiélago” (p. 203).
Hacia finales de 1829, al inicio de la temporada de caza, el nuevo comandante alertó a los foqueros ingleses y norteamericanos que ya no podrían desempeñar sus actividades sin autorización en nombre del gobierno argentino. En 1831 ordenó la incautación de tres naves norteamericanas y sus mercancías pero por un pleito se vio obligado a retornar a Buenos Aires. Al mismo tiempo, el capitán norteamericano Silas Duncan, al frente de la balandra de guerra USS Lexington, llegaba a las islas y atacaba el asentamiento de Puerto Luis (ex Puerto Soledad) estableciendo un sistema de autoridad propia. Desde Buenos Aires fue designado un nuevo gobernador, José Francisco Mestivier, pronto reemplazado por José María Pinedo. Inglaterra desconoció tales atribuciones, en el marco su permanente y renovado interés estratégico en el Atlántico Sur. En enero de 1833, la corbeta de la Marina Real británica Clío al mando de James Onslow “informó a Pinedo que había sido enviado para tomar el control de la colonia y de las islas”. Y así lo hizo, expulsando a las autoridades residentes.
Este capítulo polémico incluye como fuentes algunas crónicas del viaje del Beagle (Viajes de la Adventure y la Beagle) [6] liderado por Fitz Roy, en los que plantea fundamentos de las pretensiones inglesas. También se reproducen algunas de las anotaciones de Charles Darwin (El viaje del Beagle. Un naturalista alrededor del mundo), en las que cuenta su excursión ecuestre por las Malvinas. Los capítulos finales están dedicados a los viajeros y cronistas a la Antártida e incluye varios testimonios, como el del excombatiente Agustín Arce (Las águilas negras) sobre el conflicto bélico más reciente entre Argentina y Gran Bretaña, su participación y la de sus compañeros en la guerra que ayuda a entender “un poco mejor cómo se vivió y cómo se peleó en aquella guerra” (p. 297).
El libro y la antología diversa en sus fuentes e información, inevitablemente dialoga con las miradas creadas alrededor del archipiélago que la generación del autor, y las más recientes, descubrimos con la guerra de 1982. Pero lo que nos apela en esta lectura es de otro orden. El libro colabora en la comprensión de su usurpación, ayuda a situarlas en su contexto histórico como herencia colonial española, una vez abierto el proceso de independencia nacional y los actos de soberanía puestos en marcha antes de la ocupación británica de 1833. El trabajo de Winograd es una buena oportunidad para superar fórmulas retóricas y conocer las Islas con otra densidad.
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