Tinta Limón acaba de publicar Escritos y discursos radicales de Martin Luther King. Recopilación de discursos, intervenciones y artículos, el libro grafica los contornos de una época convulsiva y de un pensamiento que intenta volverse acción para actuar sobre esa realidad.
Las manos y los dedos de Martin Luther King trabajan con metódica precisión; con paciencia y esmero. Anotan palabras en los márgenes de una página de periódico, en un papel suelto, en un anotador. Escribir en la cárcel nunca es sencillo. Desde allí parte la carta que el dirigente negro envía a obispos y reverendos blancos del estado de Alabama.
Quizás es más fácil para aquellos que nunca han sentido los dardos ardientes de la segregación decir “esperen”. Pero cuando hayan visto a las turbas despiadadas linchar a sus madres y a sus padres a su antojo y ahogar a sus hermanas y hermanos por capricho; cuando hayan visto a los policías llenos de odio maldecir, patear e incluso matar a sus hermanas y hermanos negros; cuando vean a la gran mayoría de sus veinte millones de hermanos negros ahogándose en una jaula hermética de pobreza en medio de una sociedad rica (…) Espero, señores, que puedan entender nuestra legítima e inevitable impaciencia [1].
Inevitable recordar los versos de Strange Fruit, esa dramática protesta contra el racismo en la voz –conmovida y conmovedora– de Billie Holiday al cantarla: “De los árboles del sur cuelga una fruta extraña. / Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. / Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña”.
King, detenido en la cárcel de Birmingham, es ya un símbolo de la lucha contra la opresión racial en Estados Unidos. Lucha que se extiende siglos hacia el pasado y se proyecta, furiosa, hacia el futuro.
Sus Escritos y discursos radicales nos remiten a la convulsiva radicalidad del período; a la incesante y creciente combatividad de la comunidad negra, que hace de las calles un escenario de lucha contra esa centenaria opresión. Nos trasladan, también, al centro de un pensamiento en crisis, asolado por las tensiones políticas y sociales de un período que no parece admitir grises. Aquella misiva carcelaria lo certifica.
Me encuentro en medio de dos fuerzas opuestas en la comunidad negra. Una es una fuerza de complacencia, constituida en parte de unos negros que, como resultado de largos años de opresión, están tan desprovistos del respeto a sí mismos y del sentido de ser “alguien” que se han adaptado a la segregación (…) La otra es una fuerza de amargura y odio y está peligrosamente cerca de abogar por la violencia. Se expresa en los diversos grupos nacionalistas que están surgiendo a lo largo del país (…) este movimiento se compone de gente que ha perdido la fe en Estados Unidos… (161-162).
El libro nos presenta –como define Cornel West en la presentación– al King radical, “un pensador y un firme luchador anticolonial y antiimperialista” (24). Escritos y discursos radicales busca –y logra– recuperar su memoria bajo ese registro, rescatándolo de la mirada edulcorante y suavizada con que la que los vencedores siguen tamizando la historia.
Se impone, de inmediato, la aclaración. En la tradición política norteamericana, el término radical comporta relativa ambivalencia [2]. Su rango de alcance puede extenderse de un liberal o progresista hasta la militancia política de las organizaciones que se autodefinen como socialistas o anticapitalistas.
A nuestro modo de ver, Martin Luther King camina una suerte de “centro” en ese inventario. Enemigo político de un Estado norteamericano construido sobre una estructura racista es, a la vez, militante de la integración al mismo. Constante denunciador de la opresión colonialista ejercida por su propio país, propone a Estados Unidos como eventual líder internacional de una “revolución en los valores”.
Este re-politizar el pensamiento de Martin Luther King permite, precisamente, problematizarlo; explorarlo a la luz de las tensiones y conflictos ante los que tropieza.
Una marea incontenible
King escribe sobre el mar de fondo de una creciente radicalidad social y política. Vocero de una amargura y un odio concentrado que toman las calles; que apela a la acción directa para torcer el rumbo de las cosas. Ahí está, reseñada en las primeras páginas, la gran lucha que sacude a la ciudad de Montgomery, Alabama, contra el racismo en el transporte público. Es 1955 cuando un masivo reclamo, protagonizado por más de 50.000 personas, boicotea el servicio de autobuses a lo largo de un año.
Aquí, emblemático, aparece el nombre de Rosa Parks, la mujer que se negó a ceder el asiento a una mujer blanca. “Ceder” es, tal vez, un concepto demasiado neutro. Parks, antigua militante de la NAACP [3], despliega un acto político fundacional. Abre, con su rechazo a la coacción diaria del racismo institucional, un proceso de lucha que se desplegará por más de una década.
Howard Zinn, ese gran narrador de la “otra historia” estadounidense dirá que
Montgomery fue el principio. Anticipó el estilo y el ambiente del gran movimiento de protesta que arrasaría el sur en los siguientes diez años: emocionantes reuniones parroquiales, himnos cristianos adaptados para adecuarse a las batallas actuales, referencias a los ideales norteamericanos perdidos, el compromiso a la no violencia, la predisposición a la lucha y el sacrificio [4].
En esa trayectoria deben leerse estos escritos de King. En la incontenible marea que toma, por ejemplo, las calles de Birmingham, en 1965, “Cuando alrededor de 3.500 manifestantes llenaron prácticamente cada cárcel de esa ciudad y las comunidades circundantes, y un poco más de 4.000 continuaron marchando y protestando de forma no violenta” (172). Que se despliega desde el sur del país hacia el conjunto del territorio norteamericano, guiado por otra verdad que King conoce en detalle: “El gemelo inseparable de la injusticia racial era la injusticia económica” (67).
Acorralado por la lucha, el Estado norteamericano se ve obligado a la concesión de derechos. A asumir, públicamente, el compromiso de garantizar el derecho para millones de afroamericanos y afroamericanas. El año 1965 funciona como bisagra: la masiva movilización de la comunidad negra impone la Ley de Derechos Civiles [5], barriendo formalmente con las llamadas leyes Jim Crow, que establecían legalmente la segregación en múltiples áreas de la vida social y política.
Sin embargo, si Escritos y discursos radicales es el relato cadencioso de las luchas es, asimismo, la certificación de sus límites. A dos años de aquella ley, se lo pregunta el mismo King:
¿Puede un programa de no violencia –aún si incluye la desobediencia civil masiva– lidiar de forma realista con un mal tan enorme y arraigado? (…) Muchas personas sienten que la no violencia como estrategia para el cambio social se incineró en las llamas de los disturbios urbanos de los últimos dos años (172-173).
Aquel mal enorme y arraigado venía de parir decenas de sublevaciones populares a lo largo de 1966 y 1967. Una amargura en movimiento que ponía al desnudo la casi completa formalidad de muchos cambios legales y jurídicos [6]; que evidenciaba, al mismo tiempo, los límites de la estrategia política desplegada y defendida por King.
La resistencia no violenta como estrategia
Escritos y discursos radicales es, también, una defensa convencida de la estrategia de la resistencia no violenta. Un llamado a la activa militancia por conmover y convencer al otro del carácter moralmente erróneo de la opresión. La no violencia
… no busca derrotar o humillar al oponente, sino ganar su amistad y su entendimiento (…) despertar un sentido de vergüenza moral (…) El fin es la redención y la reconciliación. La consecuencia de la no violencia es la creación de una comunidad de amor, mientras que la consecuencia de la violencia es un trágico resentimiento. (78).
Amor como “amor desinteresado”, basado en la “buena voluntad redentora para todos los hombres”; obligado a incluir a “aquellos que se oponen a nosotros”, en función de “preservar y crear comunidad” (80); un lazo que, en la tradición griega, recibía el nombre de agape.
Aquella concepción filosófica hallaba traducción en una determinada estrategia política que, por medios no violentos, reclamaba la integración de la comunidad negra en el ascendente capitalismo norteamericano [7]. King hará explícita esa perspectiva:
Debemos utilizar todos los medios constructivos para amasar poder económico y político. Este es el tipo de poder legítimo que necesitamos. Debemos trabajar para levantar el orgullo racial y refutar la noción de que lo negro es malvado y feo. Pero esto debe llegar como parte de un programa, no meramente de un eslogan (211-212).
La cruda materialidad del racismo institucional aplastaba cualquier paso en aquel rumbo; derrumbaba la esperanza de conformar una comunidad construida bajo el mandato moral del agape.
King y el marxismo
Agosto de 1967. Una oleada de sublevaciones contra el racismo recorre el país. Martin Luther King declara que
… el movimiento debe hacerse cargo de la tarea de reestructurar por completo la sociedad estadounidense (…) Y verán, amigos, cuando uno trata con esto, uno comienza a preguntarse: “¿Quién es el dueño del petróleo?”. Uno comienza a preguntarse: “¿Quién es el dueño del acero?” (…) Estas son dos que deben decirse. (201).
De inmediato, se impone una aclaración
No estoy hablando de comunismo. Lo que estoy diciendo va mucho más allá del comunismo. Mi inspiración no vino de Karl Marx; mi inspiración no vino de Engels; ni inspiración no vino de Trotsky; mi inspiración no vino de Lenin (201).
La relación de Martin Luther King con el marxismo es tensa, conflictiva: se siente obligado a dialogar con su carácter redentor, emancipatorio; también llamado a rechazarlo, en nombre de aquel amor condensando en el agape. Elige la diferenciación por medio de la polémica. Recorriendo su propia historia intelectual, rememora:
… me oponía al totalitarismo político del comunismo. En el comunismo, el individuo termina sometido al Estado (…) El hombre se convierte (…) en un engranaje despersonalizado en la rueda giratoria del Estado (69).
La definición entronca con su estrategia integracionista; con la apuesta a un Estados Unidos capaz de encabezar una “revolución de los valores”, que actué como “nuestra mejor defensa contra el comunismo”, ya que este funciona como “un juicio sobre nuestro fracaso en construir una democracia real y en ser consecuentes con las revoluciones que iniciamos” (121).
Martin Luther King lee al marxismo desde una versión deformada por la lente stalinista. No hay, en las ideas de Marx y Engels, nada que imponga la subordinación del individuo al Estado. Este es una realidad material transitoria, destinada a extinguirse con el tiempo, tras la conquista revolucionaria del poder por la clase obrera; tras el despliegue triunfante de la revolución mundial. El comunismo es, por el contrario, el camino para el desarrollo más pleno de la individualidad, superadas las restricciones globales que impone cualquier sociedad clasista.
A contrapelo
Martin Luther King fue asesinado el 4 de abril de 1968, en Memphis. Su última aparición pública tuvo lugar para apoyar una huelga de recolectores de basura. Allí, ante los obreros en lucha afirmó
… algo está pasando en nuestro mundo. Las masas del pueblo están levantándose. Y dondequiera que se reúnan hoy, ya sea en Johannesburgo, Sudáfrica; Nairobi, Kenia; Accra, Ghana; Nueva York; Atlanta, Georgia; Jackson, Mississippi; o Memphis, Tennessee, el grito es siempre el mismo: ‘Queremos ser libres’ (288).
Apenas 20 días más tarde, a miles de kilómetros, en las calles de París, aquel grito empezaría a hacerse más potente, más amplio, más convulsivo. 1968 vería el inicio de un ciclo de ascenso de masas que conmovería al orden mundial, sin llegar a derrotarlo. Que haría temblar al poder capitalista y a la conservadora burocracia de la URSS, sin lograr la fuerza y la conciencia necesarias para el triunfo de la revolución socialista.
Vale el ejercicio benjaminiano, la pregunta contrafáctica. Si las balas asesinas del racismo no hubieran terminado con su vida ¿el King radical se hubiera convertido en un King revolucionario al calor de aquel proceso internacional?
No hay respuesta posible. Hay –tal vez demasiado– en contra de esa hipótesis, empezando por su errónea lectura del marxismo y su rechazo filosófico al materialismo. A favor, posiblemente, podría consignarse el propio pensamiento de King; ese pensamiento en tensión constante que, hacia el final de su vida, le hacía concluir:
He descubierto que todo lo que he estado haciendo para intentar corregir el sistema en Estado Unidos ha sido en vano. Estoy tratando de llegar al fondo del problema para saber que hacer. Habría que cambiar todo de raíz (23).
La publicación de Escritos y discursos radicales –cuya lectura no puede más que recomendarse– nos invita a esa reflexión; al abordaje crítico del pensamiento de unas de las figuras más destacadas que el siglo XX ofreció a la lucha contra el racismo.
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