En esta colaboración especial para el semanario Ideas de Izquierda, Ariel Petruccelli realiza un recorrido por la obra de Manuel Sacristán (1925-1985), en particular sobre su concepción de las relaciones entre marxismo y ecología. Abrimos de esta forma una sección de debate en el semanario sobre el tema, en la cual publicaremos próximas contribuciones en los números siguientes.
Para Salvador, por todo.
Manuel Sacristán pensó el ecosocialismo antes de que el término ni siquiera existiera.
Jorge Riechmann
Al borde del abismo
El planeta arde. “La casa está en llamas”, gritan jóvenes militantes ecologistas; y el conjunto de la ciudadanía, a escala global, comienza a comprender que algo grande está ocurriendo. Huracanes cada vez más devastadores azotan aquí y allá. Los desiertos avanzan en Asia, en África, en Brasil. El calentamiento global es ya una realidad que se percibe a simple vista o a simple piel. El agua potable se ha convertido en un lujo para millones de personas. Y la lista sigue, y sigue.
Imbéciles, criminales, mercenarios y mercenarias bien pagados por corporaciones capitalistas persisten en seguir negando el cambio climático. Pero ya casi nadie les cree: la cosa es obvia incluso para quien no se quiere enterar. Sin embargo los combates nunca son fáciles. Las estrategias cambian. Se dice entonces por ejemplo que no está demostrado que el aumento de la temperatura sea producido por acciones humanas: son cambios propios de la naturaleza ante los que poco o nada se puede o se debe hacer. Pero la inmensa mayoría de la comunidad científica piensa lo contrario. Y la enorme velocidad del proceso es prueba bastante clara de que el calentamiento global se debe esencialmente a emisiones de carbono producto de humanas actividades. Los acuerdos internacionales para reducir las emisiones ratifican sobradamente esta conclusión. Pero los acuerdos no se cumplen, las metas no son alcanzadas. Y la bomba está a punto de estallar.
Entonces aparece otra estrategia, vieja como el capitalismo, pero que siempre se puede remozar. Siempre útil, siempre lista, siempre potencialmente eficaz: la carta nacional, el nacionalismo. Y entonces se pretende instalar que las emisiones de carbono son producto de las flatulencia de la vacas del sur (para escamotear lo que les corresponde a las automotrices del norte); se cierran las fronteras para que las hordas africanas que huyen de la miseria (ahora acrecentada por la veloz desertificación producida por el aumento de las temperaturas) no ingresen en la pulcra Europa, o los famélicos mexicanos y centroamericanos dejen de emigrar por cientos de miles a los Estados Unidos de los sueños devenidos pesadillas. Y junto a los enfoques nacionalistas se cuela una perspectiva individualista, muy a tono con la sensibilidad posmoderna: todos y todas seríamos responsables, democráticamente por igual. Así de simple; así de falso. De una u otra forma la esencia discursiva es la misma: responsabilizar a cualquiera, a lo que sea, a cualquier cosa, pero evitar a toda costa que las miradas se posen en el verdadero responsable: el sistema económico capitalista orientado por la ganancia privada y necesitado de un crecimiento económico permanente. Porque la cosa es clara, clarísima. No hay capitalismo sin crecimiento. Esto es indudable. Pero no hay crecimiento ilimitado en un planeta finito. No menos indudable, no menos claro. El capitalismo es el verdadero enemigo de la naturaleza. El capital depreda, esto ya lo dijo Marx en páginas que muchos marxistas pasaron por alto, a las dos fuentes de toda riqueza: el trabajo y la naturaleza. Diferentes formas de reformismo más o menos keynesiano pudieron por un tiempo atemperar el carácter antagónico de la relación trabajo/capital. Pero el costo ha sido el arribo a una situación catastrófica –hoy ya evidente para quien no quiera cegarse– de la relación capital/naturaleza.
Ecología y marxismo
Los problemas ecológicos no han figurado entre las preocupaciones primeras de las izquierdas revolucionarias. Falaz sería negarlo. Y, sin embargo, empieza a ser dramáticamente obvio que esto debe cambiar. Y está cambiando.
Curiosamente, uno de los autores más injustamente olvidados de la tradición marxista fue un auténtico precursor de la voluntad de vincular a la tradición emancipatoria comunista del movimiento obrero y la ecología política. Se trata de Manuel Sacristán (1925-1985).
Pero el traer a la memoria al autor de Panfletos y materiales no tiene que ver con un acto de reparación histórica, aunque también. Sucede que Sacristán no fue solo un precursor en reflexionar y actuar sobre una problemática que hoy es urgente. Bien miradas las cosas, su enfoque de la cuestión parece esencialmente acertado. Y además es verdaderamente programático: una excelente brújula, un útil mapa para orientarse y para avanzar con conciencia y praxis ecológica en la perspectiva del socialismo revolucionario. No se trata de volver a sus textos para hallar allí todas las respuestas. De hecho, uno de los aspectos más destacables del ecologismo socialista de Manuel Sacristán se funda en el llamado a estudiar los problemas con denuedo, asumiendo que no tenemos todas las respuestas. Nos insta a abandonar la fácil crítica meramente filosófica, para aplicar el máximo rigor científico huyendo de las simplificaciones bien-pensantes. La crítica es necesaria, indispensable, sostuvo, pero el conocimiento bien fundado no lo es menos. Así lo dejó claro, por ejemplo en una conferencia cuyo motivo no resulta hoy (casi cuatro décadas después) en absoluto extraño: “¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?” [1].
Superando las miradas puramente sensibleras de la cuestión ecológica, las tentaciones no racionales (cuando no directamente irracionalistas), las perspectivas simplistas, Sacristán abonó por un marxismo ecologista que combinaba inclaudicable firmeza en los principios con sutil e informado conocimiento. Una cosa es el amor a la naturaleza y el respeto a las culturas –cosas ambas que Sacristán instó siempre a cultivar, y cultivó–, otra muy diferente es la ignorancia, por buenas intenciones que se tengan. En tal sentido alguna vez dijo:
[…] cuando, por ejemplo, se saca a colación a los sioux en particular, que suelen ser ejemplo muy aducido, o a los indios de las praderas en general, se comete un grave error. Es verdad que el hombre blanco ha destruido, ha hecho la barbaridad ecológica de la destrucción del bisonte cuando ya allí había un cierto equilibrio reconstituido, pero el bisonte era la especie dominante en la pradera porque los indios de las praderas habían hecho la barbaridad ecológica de destruir el bosque americano para dar pasto natural al bisonte. Es decir, que la historia de la contradictoriedad de esa terrible dialéctica hombre- naturaleza, vista desde la conciencia ecologista moderna, es mucho más complicada de lo que a veces filósofos naturistas con muy buena intención piensan, dando flanco a fáciles destrucciones por parte de todos los lacayos de las compañías eléctricas y de otras grandes industrias pesadas [2].
Cuando ya despuntaba el relativismo posmoderno, el “todo vale”, la reducción despistada de ciencia a ideología (con la consiguiente consecuencia de dejar en manos de las corporaciones la producción científico-técnica), el aplanamiento de todo conocimiento bajo un perezoso “tú tienes tu verdad y yo la mía”, Sacristán supo ver con claridad tanto la potencia indubitable de la ciencia como sus peligros, y discriminar en dónde reside cada una de estas dimensiones:
[…] en este final de siglo estamos finalmente percibiendo que lo peligroso, lo inquietante, lo problemático de la ciencia es precisamente su bondad epistemológica. Dicho retorciendo la frase de Ortega: lo malo de la Física es que sea buena, en cierto sentido un poco provocador que uso ahora. Lo que hace problemático lo que hacen hoy los físicos es la calidad epistemológica de lo que hacen. Si los físicos atómicos se hubieran equivocado todos, si fueran unos ideólogos pervertidos que no supieran pensar bien, no tendríamos hoy la preocupación que tenemos con la energía nuclear. Si los genetistas hubieran estado dando palos de ciego, si hubieran estado obnubilados por prejuicios ideológicos, no estarían haciendo hoy las barbaridades de la ingeniería genética. Y así sucesivamente [3].
La ciencia es potente porque es epistemológicamente sólida. Esto es lo que la hace política y socialmente peligrosa. No se trata, pues, de denunciar o renunciar a la ciencia, sino de colocarla al servicio de las humanas necesidades, antes que de la acumulación de capital (recrear la alianza entre el movimiento obrero y la ciencia). Cuando ya comenzaban a proliferar enfoques románticos que idealizaban el pasado, la naturaleza o a otras culturas supuestamente “armónicas” por medio de enfoques ideológicos que tendían a rechazar el conocimiento científico en sí mismo, Sacristán apeló a un doble compromiso. Y por eso supo decir sin subterfugios: “Al pie de la letra, me parece falso que solo en la ciencia sea posible la comparación. Lo que solo es posible en la ciencia es la valoración comparativa. Todas las culturas están igual de cerca de Dios, dijo Ranke. Hay que añadir: pero no todas las ciencias” [4]. Y con esto de fondo, extrajo conclusiones político-ideológicas no menos sugerentes:
Desde este punto de vista moral, los etnólogos estructuralistas tienen, en mi opinión, toda la razón, pero, en el siglo en que estamos, lo que más nos amenaza es la confusión mental y hay que intentar ser claros, hay que intentar saber, a la vez, que uno está a favor del indígena cruelmente arrancado a su mundo y su naturaleza y en contra de que se diga que la ignorancia es consciencia.¿Que esto es más complicado que ser unilateralmente cientificista o anficientificista? De acuerdo. Pero me parece que el problema de nuestra sociedad y nuestra cultura ha llegado ya a tal grado de complicación que hay que empezar a no ser simplistas y aceptar, a la vez, que uno tiene que jugárselas por los indios de Brasil y también por la conciencia científica del espíritu revolucionario [5].
Apelar a este doble compromiso es hoy en día tan necesario como hace 40 años, y más urgente. Y conviene reparar qué significa el “jugárselas” de Sacristán. En nuestros tiempos de academicismo sin compromisos políticos o con compromisos dentro de lo permisible, hay que recordar que Manuel Sacristán desarrolló casi toda su vida bajo la bota del franquismo, contra el que militó sin ninguna tregua, y sí con renuncias y costos. En dos ocasiones -en 1956 y en 1965- rechazó Sacristán atractivos ofrecimientos de centros universitarios extranjeros de primer nivel para elegir la dura y (materialmente) pobre vida de combatiente del PSUC (el partido de los comunistas catalanes) en la España dictatorial. Cuando Manuel Sacristán decía “jugársela”, era jugársela. Sin comillas.
La comprensión cabal de los problemas ecológicos entrañaba para Sacristán la necesidad de asumir profundas transformaciones, no solo sociales, sino también personales. Para él ya era muy claro, a finales de los años setenta, que lo personal es político. En una conferencia de 1983 afirmó:
Un sujeto que no sea ni opresor de la mujer, ni violento culturalmente, ni destructor de la naturaleza, no nos engañemos, es un individuo que tiene que haber sufrido un cambio importante. Si les parece, para llamarles la atención, aunque sea un poco provocador, tiene que ser un individuo que haya experimentado lo que en las tradiciones religiosas se llamaba una conversión [6].
Y luego precisó, como para que nadie se llamara a engaño:
[…] mientras la gente siga pensando que tener un automóvil es fundamental, esa gente es incapaz de construir una sociedad comunista, una sociedad no opresora, una sociedad pacífica y una sociedad no destructora de la naturaleza. ¿Por qué? Porque se trata de bienes esencialmente no comunistas, como diría Harich. Imagínense ustedes 1.000 millones de chinos, cada familia, con su coche; a 4.000 millones de habitantes de la tierra, cada familia, con su coche. Eso es insostenible. La Tierra solo puede soportar eso si muchos no tienen coche [7].
Consecuente con este diagnóstico informado y realista, Manuel Sacristán no se privaba de extraer las consecuencias políticas incluso en el plano personal, en la propia vida privada:
[…] esto conlleva un corolario para el militante de izquierda en general, obrero en particular, comunista más en particular: el ponerse a tejer, por así decirlo, el tener telar en casa: no se puede seguir hablando contra la contaminación y contaminando intensamente [8].
El filósofo de la mesura radical
Pero su compromiso político no se basaba en un dogma. Su compromiso intelectual y emocional con la tradición marxista-comunista entrañaba un permanente ejercicio de auto-crítica. Su célebre conferencia “Sobre el estalinismo” dice mucho al respecto [9]. Pero aquí nos ocupa su abordaje ecológico. En su “Comunicación a las Jornadas de Ecología y Política” de 1979, en seis apretados puntos, esbozó un verdadero manifiesto de marxismo ecológico (que, todo sea dicho, en su momento no fue objeto de mucha comprensión por parte de las organizaciones de la izquierda radical). En el punto número uno ponía las cartas sobre la mesa:
La principal conversión que los condicionamientos ecológico proponen al pensamiento revolucionario consiste en abandonar la espera del Juicio Final, el utopismo, la escatología, deshacerse del milenarismo. Milenarismo es creer que la Revolución Social es la plenitud de los tiempos, un evento a partir del cual quedarán resueltas todas las tensiones entre las personas y entre éstas y la naturaleza, porque podrán obrar entonces sin obstáculo las leyes objetivas del ser, buenas en sí mismas, pero hasta ahora deformadas por la pecaminosidad de la sociedad injusta. La actitud escatológica se encuentra en todas las corrientes de la izquierda revolucionaria. Sin embargo, como esta reflexión es inevitablemente autocrítica (si no personalmente, si en lo colectivo), conviene que cada cual se refiera a su propia tradición e intente continuarla y mejorarla con sus propios instrumentos.
En el marxismo, la utopía escatológica se basa en la comprensión de la dialéctica real como proceso en el que se terminan todas las tensiones o contradicciones. Lo que hemos aprendido sobre el planeta Tierra confirma la necesidad (que siempre existió) de evitar esa visión quiliástica de un futuro paraíso armonioso. Habrá siempre contradicciones entre las potencialidades de la especie humana y su condicionamiento natural. La dialéctica es abierta. En el cultivo de los clásicos del marxismo conviene atender a los lugares en los que ellos mismos ven la dialéctica como proceso no consumable [10].
Marxismo depurado, podríamos decir. Atento a las terribles señales de la realidad pero sólidamente parado en los principios: no engañar, no engañarse. Por eso podía concluir afirmando que “hemos de ver que somos biológicamente la especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la especie exagerada”. El desarrollo capitalista entraña, necesariamente, desmesura. Y una desmesura potencialmente auto-destructiva de la propia especie humana. Ante ello, el Sacristán ecológicamente consciente reivindicará el valor de la mesura. Apeló, pues, al desarrollo de “una ética revolucionaria de la mesura y la cordura”. Esto es, mesura en el consumo, mesura en la relación con la naturaleza, mesura en la producción de bienes. Pero la mesura no se contraponía al radicalismo. Al contrario, Sacristán asumía que en términos ecológicos había que ser muy radical. Los problemas son tales, y de tal magnitud, que no hay ni tiempo para el gradualismo ni es sensato el reformismo. La crisis ecológica en la que se estaba sumergiendo la humanidad era una crisis que exigiría soluciones radicales, revolucionarias. Y no es que esperara Sacristán grandes e inminentes éxitos del movimiento obrero revolucionario. Más bien al contrario, en 1981 declaró sin atenuantes que se vivían tiempos de derrota, y que nadie de su generación viviría cambios sociales progresivos. Ello no obstante, y a pesar del sólido posicionamiento del capitalismo y del naciente neo-liberalismo, la dialéctica perversa del desarrollo capitalista continuaría operando: el capitalismo llevaría ineludiblemente a una situación de crisis ecológica colosal. Podía dudar Sacristán de si se hallarían soluciones a tiempo. De lo que no dudaba es de que las soluciones, si las hubiera, tendrían que ser revolucionarias. Vale decir, con cambio radical de las estructuras económicas y con modificación sustantiva de las finalidades sociales. Tampoco dudó respecto a que el movimiento obrero debería ser un actor clave. En tal sentido escribió:
Las clases trabajadoras […] se tienen que seguir viendo como sujeto revolucionario no porque en ellas se consume la negación absoluta de la humanidad, negación a través de la cual vaya a irrumpir la Utopía de lo Último, sino porque ellas son la parte de la humanidad del todo imprescindible para la supervivencia [11].
La clase trabajadora debía ser vista, y tendría que verse a sí misma, “como sustentadora de la especie, conservadora de la vida”. En esta línea de pensamiento, Sacristán exploró las opciones políticas, proponiendo simultanear prácticas indispensables a dos niveles: el del ejercicio del poder estatal [12] y el de la vida cotidiana. Ambos necesarios, ambos insuficientes sin la complementariedad del otro. Pero también aclaró:
Las dos prácticas complementarias han de ser revolucionarias, no reformistas, y se refieren específicamente al poder político estatal y a la vida cotidiana. Es una convicción común a todos los intentos marxistas de asimilar la problemática ecológico-social que el movimiento debe intentar vivir una nueva cotidianeidad, sin remitir la revolución de la vida cotidiana a “después de la Revolución”, y que no debe perder su tradicional visión realista del problema del poder político, en particular estatal [13].
Problemas colosales, soluciones radicales. Pero se trata de un radicalismo no alocado, un radicalismo científicamente informado y mesurado. Su perspectiva política ahondaba todavía analizando problemas conexos, que siguen siendo hoy nuestros problemas. Por ejemplo sostuvo que “la crisis ecológica aumenta la validez y la importancia del principio de planificación global y del internacionalismo”.
Manuel Sacristán ya lo sabía: el crecimiento económico ilimitado es una ilusión criminal. Lo que nuestra especie y el resto de las especies que comparten con nosotros este planeta necesitan es un reparto igualitario de las riquezas (que no son pocas) y de los esfuerzos, reducir las actividades industriales y el consumo superfluo, planificar la economía y equilibrar el metabolismo socio-natural. Nada de esto es posible sin abolir el capitalismo como modo de producción.
Fredric Jameson dijo alguna vez que hoy en día es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pues bien, hay que atreverse a imaginar el fin del capital. Al menos para empezar. Y quizá no nos quede mucho tiempo.
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