Javier Milei ha venido haciendo su reciente carrera política en la extrema derecha argentina polarizando con la izquierda. Se muestra en forma soberbia como alguien formado que viene a ofrecer metodología y datos científicos duros, contra una “casta política” a la que juzga ignorante y no lo suficientemente liberal y por lo tanto, según su lógica, “colectivista”. A la manera del senador republicano de EE. UU. de la década de 1950, Joe Mc Carthy, casi todo el personal de la política argentina (salvo él y, concede, tal vez una parte del ala más ultra del Pro, como Patricia Bullrich) sería de alguna manera socialista o cómplice del socialismo. En el reciente debate de candidatos a diputados por la Ciudad de Buenos Aires fue solamente la representante del Frente de Izquierda - Unidad, Myriam Bregman, quien lo puso en su lugar, mostrándolo como un vulgar charlatán que es un producto expresamente manufacturado por los grandes medios de comunicación como el mejor ejemplo de esta época de posverdad y fake news. Milei, misógino y autoproclamado como “el león que se viene a devorar a la casta”, que constantemente cuando está solo rodeado de quienes piensan igual que él grita enfurecido que hay que “echar a patadas en el culo a los zurdos de mierda”, tartamudeó, transpiró, se amilanó y entró en crisis, desapareciendo durante largos minutos luego del debate cuando las cámaras de TN que tanta publicidad saben prodigarle lo buscaron para que diera su opinión. Se limitó a decir constantemente que los argumentos de Bregman contra sus propuestas eran “falacias”, por lo cual el “león” de las fake news fue apodado por la candidata del FIT-U como un “catador de falacias”. Cuando finalmente las cámaras de TN lo encontraron en los camarines, otra vez lejos de la presencia de la izquierda y cómodo al estar cara a cara únicamente con su propio público y con la protección de “La Corpo”, se animó a decir lo que no le pudo espetar en la cara a Bregman: que el FIT-U y la izquierda trotskista representan una ideología “genocida”, el “comunismo”, que según él es el responsable de la muerte de 150 millones de personas. Nuevamente nos encontramos ante la paradoja de que el “catador de falacias” las sigue viendo en los demás pero nunca en el discurso propio. Como a todo narcisista a quien, como Dorian Gray en la novela de Oscar Wilde, su retrato le devuelve una imagen insoportable. Veamos el porqué del renacimiento del discurso anticomunista.
En los últimos tiempos, este discurso ha circulado con una serie de videos de intervenciones de este economista peinado por la mano invisible del mercado, que tienen centenares de miles de reproducciones. Esto sigue una “moda” a nivel mundial, aunque a primera vista pareciera un discurso anacrónico de los años ’50 o de los años dorados del reaganismo-thatcherismo de los ’80 y comienzos de los ’90. Recientemente, Vox, el partido neofranquista español con el que Milei tiene relación, viene ensayando un discurso de este estilo en la política de su país, permeando también a las alas duras de la derecha tradicional como el Partido Popular. Bolsonaro y Trump, otros referentes de este mal actor de stand-up con pretensiones de científico, también lo sostienen. Ahora bien, el aspecto relativamente novedoso es que el candidato a diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires ha retomado, siguiendo la forma de comunicación de las redes de desinformación típicas de las fake news y de los influencers, el “argumento indiscutible” de astronómicas cifras “duras” de muertos, frente a lo cual solo podría caber la indignación y rasgarse las vestiduras. En una entrevista televisiva de 2019 con el conductor Pato Galván dijo: “El comunismo, cada vez que se aplicó, causó cientos de millones de muertos a la humanidad (…) Ese sistema repugnante asesinó a más de 150 millones de seres humanos”. Esta, ¿cómo llamarla?... “falacia”, tiene su origen en un panfleto de moda durante la década de 1990 llamado El libro negro del comunismo, editado por Stéphane Courtois y aparecido en 1997 originalmente en Francia. Este libro, publicado en castellano en 1998 con gran sensación, hace honor a la falta de rigor a los datos duros y chequeables que son la marca de fábrica de un personaje como Milei.
La prehistoria de este libro se explica porque desde la década de 1980, Francia, otrora una plaza mundial clave del pensamiento de izquierda, con el avance de la ofensiva neoliberal y la decepción con el gobierno “de izquierda” de Mitterand (con la participación del Partido Comunista) fue mutando hasta ser conocida París como la “capital de la reacción intelectual”, según la célebre frase de Perry Anderson en su obra Tras las huellas del materialismo histórico (1983). Allí surgió la corriente de los llamados nouveaux philosophes, una serie de intelectuales de extrema derecha (los más notables son André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy y Alain Finkielkraut) que habían tenido un pasado, paradójicamente, en la izquierda, particularmente en el estalinismo y, sobre todo, muchos de ellos en una vertiente de él, el maoísmo. La crisis del “socialismo real”, la caída del Muro de Berlín y luego la disolución de la URSS impactó en esta corriente, que ahora pisoteaba al “Dios caído” del “comunismo” al que previamente habían adorado. La consigna con la que EE. UU. combatía ideológicamente a la URSS y al “Bloque Oriental” era la bandera de las violaciones a los derechos humanos en los países que se decían a sí mismos socialistas. Se trataba de países donde gobernaban regímenes estalinistas, que no eran socialistas ni comunistas, sino formaciones sociales donde se había expropiado a los capitalistas y se habían nacionalizado los medios de producción, de cambio y el comercio exterior, pero donde los trabajadores eran oprimidos por una casta social, una burocracia, que manejaba las riendas de la economía y del Estado, bloqueando la transición al socialismo. Esta forma híbrida generó enormes distorsiones que hicieron entrar en crisis a esos Estados, sometidos a una competencia militar y económica con los países capitalistas, que a lo largo de los años, sumado a sus regímenes brutalmente represivos, llevó a que esas burocracias gobernantes intentaran “normalizar” la economía ajustando y preparando el camino para una restauración del capitalismo, lo cual ocurrió a partir de la caída de los Estados de Europa Oriental y de la propia URSS. En otros casos, como China o Vietnam, se mantienen hasta el día de hoy como países dominados por un régimen dictatorial de un partido único que se llama a sí mismo “comunista”, pero, más allá de las formas, introdujeron una serie de ataques y contrarreformas contra las masas por medio de los cuales terminaron restaurando también, aunque de una manera peculiar, el capitalismo.
Volviendo a la intelectualidad francesa, a lo largo de muchas décadas, particularmente con la existencia de un muy poderoso Partido Comunista (que llegó a tener 800.000 militantes, así como montones de funcionarios, alcaldes, ministros, diputados, etc) había un gran aparato, ligado al mundo llamado del “socialismo real”, que congregaba y solventaba trabajos, carreras y famas a una numerosa cantidad de personalidades públicas y carreras intelectuales. Todo esto con las tensiones y conflictos del hecho de que eran notorias y muy divulgadas las noticias de que, lejos del “paraíso socialista”, existían campos de concentración, represión a opositores (incluyendo opositores de izquierda) y ejecuciones sumarias. Para una parte de estos intelectuales y académicos “amigos de la URSS”, la posibilidad de solventar su prestigio y su carrera gracias a los partidos comunistas bastaban como para hacer la vista gorda a todo esto, a pesar de que numerosos militantes e intelectuales de esos partidos también los abandonaron indignados, rompiendo con críticas por izquierda y a veces pasando a formar parte de las organizaciones trotskistas. La desaparición de ese “mundo socialista” dejó huérfanas muchas de esas carreras, y muchos de estos intelectuales debieron reconvertirse y buscar empleo en una academia y medios periodísticos ahora dominados por la moda neoliberal. Es así que muchos de ellos pasaron a abjurar de sus antiguas lealtades de izquierda. Muy peculiar fue el caso de los intelectuales maoístas, ya que, a comienzos de la década de 1970, en plena disputa entre la URSS y China, EE. UU. buscó meter una cuña en el llamado mundo socialista tejiendo acercamientos con Mao Zedong, como se mostró con el viaje de Richard Nixon a Beijing en 1972. En Europa Occidental, en función de estas alianzas, una parte de los maoístas tendían lazos con figuras directamente rancias del anticomunismo (contra su enemigo común, la URSS). El pasaje de los ex maoístas al anticomunismo liso y llano a partir de los ’90, en ese sentido, tuvo su momento de transición en esta previa. Es así que Stéphane Courtois, él mismo un ex maoísta, reúne a un conjunto de personas inescrupulosas cuyo objetivo era crear un panfleto que, mediante una serie de cifras fantasiosas, impresionara sobre todo con una cifra de “víctimas del comunismo” de muchos millones. Se trató de una obra completamente improvisada y oportunista, con el objetivo de reclamar una especie de “Juicios de Núremberg” contra el comunismo coincidiendo con la fecha del 80 aniversario de la Revolución de Octubre. Lo central del libro es el “shock” de las cifras a las que arriba, contabilizadas como “víctimas del comunismo”: 94 millones de personas muertas por distintas causas, una cifra que es más bien una pura estimación personal grosera que otra cosa, aunque todavía lejos de los 150 millones de los que habla Milei. Courtois alegó que se trataba, sin más, de una “estimación personal”. En la cuenta arbitraria, como botón de muestra, se ponen como víctimas del comunismo a todos los muertos de la Guerra de Corea, tanto los causados por la fuerzas militares ligadas a la URSS como a los asesinados por las fuerzas ligadas a EE. UU.. Digamos, el tipo de rigurosidad científica a la que nos tiene acostumbrados Javier Milei y que tan mal la pasó el miércoles pasado a manos de Myriam Bregman.
Como cuenta en un artículo reciente Óscar Fernández:
Empezando por dos de los propios autores que Courtois recurrió, los historiadores Nicholas Werth y Jean-Louts Margolin se distanciaron de su participación en el proyecto argumentando que Courtois estaba “obsesionado” con alcanzar la cifra de los 100 millones, según ellos mismos aseveraron en una entrevista al diario Le Monde, reprochando que Courtois solamente consideró "la dimensión criminal como una de las dimensiones de todo el sistema comunista" y que eso "equivale a eliminar su carácter histórico del fenómeno". La editorial de la Universidad de Harvard terminó retirando su edición del libro por “errores matemáticos” [1].
Su “comunismo” y nuestro comunismo, sin comillas
Ahora, en primera instancia, no se trata de discutir sobre millones más o millones menos, sino de empezar investigando de qué se habla cuando se habla de “víctimas del comunismo” y, sobre todo, de qué hablamos cuando hablamos de comunismo. Para la tradición que nace con Marx y Engels, el comunismo es la designación de una sociedad sin clases sociales, sin propiedad de los medios de producción (ni privada ni estatal), sin producción de mercancías, sin dinero y sin un aparato estatal separado de la sociedad, así como también designa al movimiento social y político que lucha por llegar a esa sociedad. “Una asociación de hombres libres que trabajen con medios de producción colectivos y empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social”(Marx). Esto no puede lograrse en los límites de un solo país, sino que será el resultado de que los trabajadores terminen con el capitalismo en sus centros y conquisten las fuerzas productivas más avanzadas del planeta, que operan a escala global, poniéndolas a producir en función de la satisfacción de las necesidades sociales y no para engrosar los bolsillos de un puñado de súper millonarios, como ocurre en la actualidad. Con los actuales desarrollos de la ciencia, la tecnología y el nivel alcanzado de la productividad del trabajo, podría reducirse enormemente el tiempo que la sociedad insume en la producción y reproducción de sus condiciones de existencia materiales. Pero el capitalismo es incapaz de generalizar los avances de la técnica, acotadas a solo algunas ramas de la producción, y particularmente en países de bajos ingresos combina tecnología del siglo XXI con condiciones laborales más bien propias del siglo XIX.
El capitalismo parte de la separación entre la única clase creadora de toda la riqueza de la sociedad, el proletariado, de los instrumentos necesarios para producirla, así como del control del proceso productivo, del fruto de su trabajo, de su circulación y de su distribución. Esto está en la base de lo que Marx, en sus primeros escritos, llamaba enajenación o alienación del trabajador. Este tipo de “liberación” de los productores frente a los medios de producción no tiene nada de natural. Pero es específicamente en el capitalismo que, a partir de profundizar esta separación entre las esferas del trabajo material y del intelectual, del control del proceso productivo, se levantan, por encima de la sociedad y separada de ella, las instituciones del Estado como garante de la reproducción de ese orden social en función de los intereses de los propietarios de los medios de producción [2]. Para mantener este orden, el Estado capitalista descansa, en última instancia, en destacamentos especiales que ejercen el monopolio de la violencia, así como en una ideología dominante que tiene como objetivo legitimar ese orden y hacer pasar los intereses particulares de la clase dominante como si fueran los intereses universales de toda la sociedad. El proletariado, por el contrario, es la única clase social verdaderamente universal, porque como única clase productora concentra en sí misma las palancas de la producción de la riqueza, así como todas las injurias provocadas por el orden existente. Pero para llegar a esta sociedad debe haber un período y formas de transición entre el capitalismo y el comunismo. Para acabar con su situación de dominada y llegar al comunismo debe primero terminar con el Estado capitalista mediante la revolución instaurando su propia dominación social y su propio Estado transitorio, con el fin de utilizarlo como máquina de opresión, por primera vez en la historia, de la gran mayoría de la sociedad contra la minoría dueña de los medios de producción, para ir elevándose económica, social y culturalmente. En la medida en que el desarrollo de la revolución en la esfera cultural y económica nacional se enlaza con la extensión de la revolución internacional y se va acabando con el capitalismo, el Estado obrero de transición también empezará a extinguirse: “El Estado no será ‘abolido’ se extinguirá (…) La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce” (F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.) De esta manera, se cruzará por fin el umbral de la verdadera historia de la humanidad, en palabras de León Trotsky, para crear por primera vez una sociedad humana, es decir, comunista.
Esa concepción de comunismo fue la que sostuvieron desde Marx y Engels hasta las generaciones de marxistas revolucionarios como Rosa Luxemburg, Vladímir Lenin, León Trotsky o Antonio Gramsci. Los bolcheviques rusos fueron los primeros en atreverse en ponerlas en práctica mediante la Revolución de Octubre de 1917. Posteriormente, con el aislamiento de la revolución en Rusia, la derrota de la revolución mundial en los años siguientes, y el surgimiento, a mediados de los años ‘20, de una burocracia conservadora en la URSS, que desposeyó del poder a los trabajadores y a los campesinos, apareció el estalinismo, que usurpó las banderas del comunismo. No obstante, un sector del Partido Bolchevique conformó la Oposición Comunista de Izquierda, que también se llamaba bolchevique-leninista, y que pasó a ser conocida bajo el nombre de “trotskismo”, debido a que su principal figura era León Trotsky, el principal dirigente, junto con Lenin, de la Revolución de Octubre de 1917. Es precisamente esa tradición, la de los verdaderos comunistas, los trotskistas, que combatieron al terror estalinista incluso yendo a parar a los campos de concentración del Gulag y cayendo en los pelotones de fusilamiento, a la que pertenecen orgullosamente Myriam Bregman, Nicolás del Caño, y en la que abrevan el PTS y los partidos que conforman el Frente de Izquierda-Unidad. Para el trotskismo, el comunismo, como decían Marx y Engels en La ideología alemana “no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”. El comunismo es absolutamente incompatible con el Gulag y el “universo concentracionario”.
Posteriormente, los Estados surgidos en Europa Oriental a partir del avance del Ejército Rojo en 1945, así como de procesos revolucionarios dirigidos por corrientes de matriz estalinista (como el caso de Yugoslavia), pusieron los resortes de la economía en manos de una burocracia local de administradores, en modelos que seguían los lineamientos de la Unión Soviética del momento. Es imposible hablar de comunismo en esos casos tampoco. El comunismo, en su sentido pleno, no es un Estado que pueda implantarse coercitivamente por medio de una burocracia, sino que se trata, precisamente, de la extinción de todo Estado, por lo cual requiere de una extensión mundial, y no solo nacional o a lo sumo de un grupo de países, para colmo, de bajo desarrollo. Por otra parte, existieron en varios países del entonces Bloque Oriental revoluciones que se levantaron con una orientación mayoritaria que no iba en el sentido de volver al capitalismo sino de implementar un verdadero socialismo, en parte con puntos de coincidencia con la visión de los trotskistas, como fueron los casos emblemáticos de la Revolución Húngara de 1956 y la Primavera de Praga en Checoslovaquia en 1968. El aplastamiento de ambos procesos por parte de los tanques enviados por la URSS fue, por eso, una medida claramente antisocialista.
En cuanto a los actuales libertarios de derecha, le agregan, 30 años más tarde, nuevas supuestas víctimas del comunismo incluso en casos como Venezuela, donde, en los 23 años desde que comenzó la experiencia del chavismo, nunca dejó de ser un Estado capitalista. Y ni hablemos de que, según el “científico” Milei, hasta gente como Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal y Martín Lousteau serían socialistas.
¿Un capitalismo radicalizado que fomente el desarrollo individual?
En contra de la objeción a sus ideas que muchos le hacen, acusándolo de ser un neoliberal y que la aplicación del neoliberalismo en Argentina y en el mundo ha sido posible gracias a dictaduras militares, grandes represiones y al costo de millones de víctimas, Milei repite con insistencia en sus apariciones públicas y videos que el liberalismo que él pregona, “por su propia definición”, no podría ser aplicado por medio de la violencia ni por medio de ninguna coerción estatal, porque se supone que su base sería “la libertad irrestricta del individuo”. Esto se contradice permanentemente por la presencia en sus listas de apologistas del genocidio y activos militantes por la impunidad de los criminales de la última dictadura militar. También por las reiteradas asimilaciones de su modelo con el menemismo y especialmente con Domingo Cavallo, también funcionario de la dictadura. Por otro lado, se hace el distraído elegantemente con que el funcionamiento “pacífico” de la explotación capitalista está en sí mismo cargado de coerción. Desde ya, por regla general, ninguna ley ni ningún régimen imponen formalmente la compulsión ciega de la venta y la valorización de la propia fuerza de trabajo. El capitalismo separa formalmente las esferas de la coacción económica y la de la coerción estatal, a diferencia de modos de producción anteriores, como el feudalismo, donde ambas eran una sola. Por otra parte, sus íntimas relaciones con la extrema derecha española de Vox, que no solo reivindica la monarquía sino además el antiguo Imperio español, la conquista y el genocidio de los pueblos originarios de América, llegando incluso a exigir que México reivindique al “conquistador” Hernán Cortés. Por otra parte, un aliado de Milei como José Luis Espert tuiteó hace pocos días, con motivo del 12 de octubre, mofándose de los repudios a la conquista, reivindicando que las personas “normales” como él sí festejan el “Día de la Raza”. No es casualidad, entonces, de parte de dos representantes de una corriente que dice pregonar la libertad absoluta del individuo y contra toda coerción estatal, que busquen normalizar el hecho del genocidio de los pueblos originarios. Por algo ya Karl Marx en el capítulo 24 de El Capital mencionaba a la conquista de América como el hecho fundamental de la acumulación originaria del capital: “Si el dinero (…) ‘viene al mundo naturalmente con manchas de sangre en una mejilla’, el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo de pies a cabeza, por todos los poros”.
¿Por qué el anticomunismo? ¿Por qué ahora?
Desde los años ’80 surgió una corriente de historiadores del siglo XX llamado “revisionistas”, cuyos abanderados fueron Ernst Nolte y François Furet (este último, además, un ex miembro del Partido Comunista Francés). Buscaban romper cierto consenso intelectual surgido a partir de la post-Segunda Guerra Mundial cimentado en torno a la condena del nazismo. Su apuesta apuntaba a instalar la idea de que el fascismo simplemente había sido una respuesta defensiva al gran mal original del siglo XX constituido por el “comunismo”, al que equiparaban sin más con el estalinismo [3]. De esta manera, la teoría liberal del “totalitarismo” que igualaba ambos fenómenos, era superada sugiriendo que el nazismo podía tener cierta justificación histórica en tanto que se enfrentaba a una suerte de totalitarismo original constituido desde la izquierda. Este auge se correspondía, primero, con la ofensiva neoconservadora de los ‘80 y luego con los primeros años post-caída del Muro de Berlín con el triunfalismo capitalista respecto del final de la URSS.
Hoy en día, sin embargo, el escenario es muy distinto. Muy lejos de la euforia capitalista del Consenso de Washington, el neoliberalismo como “gran empresa” fracasó, mientras que crecientemente se empieza a cuestionar al capitalismo en general, como reflejan las encuestas que en los últimos años muestran que el socialismo es una idea popular entre la juventud norteamericana. Los partidos del consenso que administraron la era post-Muro de Berlín, llamados del “extremo centro”, se encuentran en crisis y con fuertes cuestionamientos tanto por derecha como por izquierda. También está en crisis lo que Nancy Fraser llama “neoliberalismo progresista”, es decir, la combinación de políticas que extendían la ciudadanía a los movimientos sociales de las mujeres, las minorías y las diversidades como puntal para mantener un orden económico y político de constantes ataques a los trabajadores, privatizaciones y ajustes. La apertura de crisis orgánicas en muchos países, donde incluso los valores y los sentidos comunes del viejo consenso neoliberal están en crisis, son el caldo de un clima donde proliferan ideas distintas. Así, la izquierda anticapitalista tiene (como en Argentina con el Frente de Izquierda - Unidad) un nuevo auditorio. Pero también lo encuentra esta “nueva” extrema derecha que se presenta como “antisistema”. El recurso al vocabulario anticomunista obedece a la radicalidad de la crisis del propio capitalismo, y su intento de despegarlo de las peores consecuencias sociales por la vía de proponer una suerte de “capitalismo radicalizado”. Al mismo tiempo, la búsqueda de salidas colectivas y por izquierda mediante la reconstitución de la solidaridad de clase y de nuevos movimientos como los trabajadores precarios que han protagonizado los levantamientos como los de Chile y Colombia en los últimos años, así como las protestas de Black Lives Matter en EE. UU. que los combinan con las demandas de la comunidad negra contra el racismo institucional, son enfrentados desde una nueva “ética” alternativa que propone valores radicalmente individualistas. Al mismo tiempo, aunque heredando el lenguaje del pasado, y sin todavía revoluciones o grandes ascensos de la clase trabajadora que den cierta carnadura al comunismo como “espectro que recorre el mundo”, el anticomunismo busca también ser una suerte de respuesta preventiva al resurgir de la revolución. La “derecha alternativa” que hoy pulula en redes sociales, con sus gurúes e influencers, puede ser preludio propagandístico del renacimiento de un movimiento militante con características similares al fascismo del siglo XX si avanza la recomposición del movimiento obrero y se dan grandes acciones de la lucha de clases. Hoy en día, su rol es el de contribuir a correr más hacia la derecha el conjunto del debate político, ayudando a servir de coartada para la absoluta cobardía y mezquindad de políticos “progresistas” o “de centro”, como se expresó en la bochornosa entrevista que Leandro Santoro, candidato a diputado por el Frente de Todos, dio hace unos días en Radio con vos [4]. El gobierno, escudado en los buenos resultados electorales de propuestas de derecha, busca así justificar la resignación absoluta a la miseria no ya de lo posible sino de lo imposible como justificación para continuar de la mano del FMI en un país con más del 40% en la pobreza luego de las elecciones del próximo 14 de noviembre.
Nuestra derecha alternativa “libertaria” utiliza el espantajo de un “colectivismo” bajo el cual agrupan a cualquier cosa que vaya desde una alternativa verdaderamente anticapitalista hasta incluso el neoliberalismo clásico. El comunismo es el único horizonte de una sociedad verdaderamente libertaria, muy por el contrario de lo que pregonan los libertarios respecto a que su forma de liberalismo pondría en el centro al individuo. El comunismo no se limita a una reorganización racional del trabajo, sino que se propone, mediante el desarrollo de la ciencia y de la técnica, reducir al mínimo el trabajo indispensable hasta que represente una porción insignificante de las ocupaciones de los seres humanos. Esa es la verdadera condición indispensable para que por primera vez aflore una verdadera individualidad, donde las personas no se definan meramente por el rol parcial que cumplen en la sociedad, producto del desarrollo unilateral de una sociedad basada en la explotación de trabajo enajenado, que trunca todo desarrollo armónico de los individuos. El anarco-capitalismo más bien recuerda a la expresión más brutal de lo que en la filosofía política se llama el mero “estado de naturaleza” de la guerra de todos contra todos, donde no se trata de una sociedad basada en la cooperación (como en la verdadera tradición libertaria de la izquierda) sino de la supervivencia del más fuerte mediante una relación de fuerzas que viene dada de antemano, donde los ricos son los que siempre tienen las únicas chances de ganar. El único desarrollo individual y la única libertad posible de una sociedad así sigue siendo el de la ínfima minoría de los dueños de los medios de producción: algo de hecho muy parecido a la sociedad que estamos viviendo. Por el contrario, la única posibilidad para el desarrollo de la libertad individual consiste en que las personas puedan dedicar sus energías al ocio creativo de la ciencia, el arte y la cultura, y desplegar así todas las capacidades humanas y establecer una relación más armónica con la naturaleza. Esto solo es posible en una sociedad donde los medios de producción estén en manos del conjunto de la sociedad. El comunismo, como “movimiento real que supera el estado de cosas” tiene hoy sus puntos de apoyo, por ejemplo, en las luchas que tienden a entrecruzar las problemáticas de la explotación de clase con las de la opresión, como se pudo ver en el movimiento Black Lives Matter en EE. UU. o, más cerca, en las movilizaciones que comenzaron en Chile en 2019, o en el aprendizaje de los combates de una nueva generación obrera multirracial que está saliendo a la luz y haciendo sus primeras armas en la lucha de clases como hemos visto en Europa en estos dos años de pandemia, así como en la propia experiencia que comienzan a hacer sectores de trabajadores con el peronismo en Argentina. Es fundamental que estos movimientos se doten de una estrategia para vencer confluyendo con la izquierda anticapitalista y prepararse para enfrentar grandes desafíos, entre ellos, derrotar en las calles también a estas nuevas extremas derechas que, si se desarrolla la lucha de clases, seguramente también encontrarán expresiones más clásicas de movimientos militantes con puntos de contacto con la vieja tradición fascista del siglo XX, muy posiblemente incluso hallando representantes más “competentes” (para los términos de la derecha) que el triste personaje del que nos ocupamos en este artículo y que hoy le da visibilidad a ese sector.
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