Susana Draper es escritora y docente. Uruguaya de nacimiento, actualmente vive en Harlem, Nueva York, y es profesora en la Universidad de Princeton. Participa en diferentes colectivos feministas y luchas por la abolición del sistema carcelario. Tinta Limón publicó recientemente su libro Libres y sin miedo. Horizontes feministas para construir otros sentidos de justicia, en el que recorre e hila, según sus palabras, diferentes experiencias de colectivos feministas, movimientos abolicionistas de la cárcel y luchas por las condiciones de vida en comunidades históricamente criminalizadas.
En un movimiento feminista atravesado por nuevos y viejos debates alrededor del punitivismo, Susana propone otra lectura de los “hitos legales” en la lucha contra la violencia hacia las mujeres y personas LGBT. Propone ponerlos bajo la mirada de las comunidades que luchan por mejorar sus condiciones de vida en un capitalismo cada vez más desigual en el que se multiplican las violencias y recuperar las tradiciones de los feminismos que en los años 1970 enlazaron su lucha contra la opresión con una transformación radical de la sociedad.
En el libro contás que uno de los disparadores fue una visita a la cárcel de Rikers en Nueva York y comentás las repercusiones del Me Too mucho más allá de Hollywood.
Me interesaba lo de empezar en el baño, en ese lugar que trae la pregunta que hizo posible el Me Too en las cárceles, la violencia sexual en las cárceles, algo totalmente naturalizado, pero de lo que no se habla porque hay una relación estrecha entre el abuso y la cárcel, pero nunca la miramos, ¿no? Y a mí lo que me interesaba era la deriva que tuvo el Me Too, que a niveles de cultura dominante hollywoodense fue muy punitivista, pero cuando lo miramos desde la situación de mujeres, personas trans y personas no binarias encarceladas es como que esa deriva no tiene sentido porque empezamos ya desde un lugar en el que estamos frente a toda esa violencia estatal naturalizada e invisibilizada.
Eso abre otra capa de preguntas. Y he estado interesada por muchos años en el movimiento abolicionista, abolicionista del sistema carcelario, que no es solo la cárcel sino justamente ver la cárcel como una terminal de múltiples relaciones. Y entonces me interesaba [pensar] cómo crear itinerarios que le den nombre, que traigan preguntas, posibles recorridos a algo que suena paralizante. Cuando decimos qué significa imaginar un mundo en el que la cárcel no sea la manera de resolver una cantidad de problemas, violencias, injusticias del propio sistema capitalista y del Estado como gestor de esas violencias, siempre al servicio del capital. Eso nos paraliza porque buscamos una solución y la cárcel ha sido esa solución. Entonces cómo desentramar una cantidad de violencias que nos hacen pensar por separado y unirlas, en relación con esa pregunta.
Me interesó mucho el recorrido que hacés de las legislaciones en el neoliberalismo (aunque son específicas de Estados Unidos, impactan en los imaginarios feministas de todo el mundo). Recuperás algunas lecturas previas y proponés un recorrido “en contexto” de las leyes que reconocen y tipifican la violencia contra las mujeres y personas LGBT, ¿por que te pareció importante destacar ese aspecto?
Hablar de procesos legislativos siempre es complejo porque nos chupa una mirada más liberal, y hay una parte del feminismo que pactó con ese tipo de “solución” frente a las violencias de género. A partir del 2016, cuando se convoca el “Paro Internacional de Mujeres” en Argentina, acá [en Estados Unidos] nos movilizamos, estaba la campaña de Donald Trump, y nos quedamos pensando en todo lo que nos hacía posible hablar de feminicidio y formas de violencia, pero siempre frente a esas formas de violencia viene la respuesta de la tipificación, que hay que tipificar y hay que criminalizar. Sin embargo, quienes participamos en luchas que tienen que ver con comunidades que son siempre criminalizadas, empezamos a ver una cantidad de cruces.
Un ejemplo es VAWA [Ley contra la Violencia hacia las Mujeres en inglés, de 1994], que sale al compás de la Convención de Belém do Pará [una convención realizada en Brasil el mismo año, también sobre violencia machista], es decir, esas grandes formas que sentaron el ejemplo de cómo lidiar a nivel legal con la violencia de género, la violencia contra las mujeres. Y sin embargo, cuando participás en luchas por la liberación de personas encarceladas, empezás a ver cómo fue todo ese paquete legal, parte de la legislación neoliberalizadora en los años 1990, y ves cómo una mujer es atravesada por una cantidad de procesos de criminalización. Entonces, lo que por un lado era legislar para convertir en una pena de las más grandes la violencia basada en género afecta luego a una cantidad de mujeres presas de otras formas, ya sea porque son formas de tipificación que también se usan contra las mujeres en un sentido amplio. También porque ahí entraba, por ejemplo, la reforma total del sistema de asignaciones familiares, que hace que muchas [mujeres] al frente de hogares monomarentales quedaran sin posibilidades de criar y eso coincide con las políticas de la “guerra contra las drogas”, que empiezan a buscar sobre todo mujeres para agrandar el sistema carcelario femenino y, a su vez, con las políticas migratorias. Si lo miramos desde ese cruce, me parece muy importante reimaginar cómo pensamos intervenciones a nivel legislativo primero que no tengan que ver con la automatización de criminalizar y que sean capaces de ver esos procesos relacionales. Ahora por ejemplo es un desafío pensarlo acá con la repenalización del derecho a abortar, que es un horror, pero también podría ser una oportunidad de pensar realmente qué significaría un paquete legislativo que ponga la justicia reproductiva en el centro, y no solo en relación con poder abortar o no. En general, estas leyes pasan como parte de un paquete, son muchas patas. ¿Cómo podemos pensar otro tipo de intervención legislativa que a largo plazo no termine intensificando las violencias estatales capitalistas? Tenemos un desafío y me parece importante ver procesos que en el pasado dieron pie a mayor violencia con la excusa de protegernos.
En Argentina también hay sectores del movimiento feminista que aun reconociendo los cambios en materia legal, empezaron a discutir los límites del castigo como “solución”. En el libro reflexionás sobre las experiencias comunitarias, aun cuando se trate de medidas o respuestas parciales. ¿Ves que estas políticas tienen relevancia en el movimiento feminista actual?
A mí me parece que es un lugar, no me gusta como decir el único, pero es un lugar clave en este momento. No todo el mundo acude a la denuncia, partimos de la base de quiénes son las personas que pueden sentirse cómodas haciéndola. Ahí me parece que es bueno no caer en “está bien, está mal”, si no pensar qué pasa con todas las personas que por ser parte de comunidades o grupos criminalizados no pueden acudir a eso como solución. Y ahí me interesa una larga tradición, que viene justamente de pensar mecanismos de responsabilización que no pasen meramente por el “que se pudra en la cárcel”, romper la retórica del sistema porque nos hace hablar y buscar soluciones en lugares que sabemos que no resuelven. Si lo que nos proponemos en determinadas luchas es terminar con esa violencia, no gestionarla, ¿no? Porque ahí me parece que hay otra cuestión, ¿qué queremos a largo plazo? Y si queremos una transformación en la que todas las vidas se puedan vivir con dignidad, la cárcel no es [una solución] porque ahí sabemos que quienes terminan siendo criminalizadas ya lo son por otras razones. Es una máquina que nutre al Estado y al capitalismo y no a nosotres. La posibilidad de fortalecer, de nutrir la capacidad de intervenir en las violencias tiene que venir desde ese lugar [comunitario] porque también es lo que están destruyendo, porque el proceso neoliberalizador lleva décadas, pero estamos en un momento en el se expresa de distintas maneras, la violencia, las guerras, la imposición de la muerte prematura de tantas comunidades. Es un momento en el que vemos que hay un proceso de usurpación, de despojo que tiene como meta dividir y destruir la posibilidad de relaciones sociales fuera del régimen de lo descartable, de las violencias, aún cuando hablamos de lo que tratan de meternos, como la violencia narco, vemos que la operación es despojar el territorio, separar comunidades y usar a las personas más jóvenes, robar infancias, robar juventudes para meter en esa maquinaria… Me parece que hay un gran desafío ahí, desde los distintos saberes comunitarios, lo que llamo “pedagogías populares”, de cómo intervenir, interrumpir estos procesos, desescalar, pero darles un lugar porque el problema que nos impone la mirada “Estadodocéntrica” es que nos quedamos paralizades porque se delega la solución afuera, a un Estado que es racista, sexista, patriarcal, a pesar de las variaciones, pero que termina siempre protegiendo ciertas estructuras. Por eso creo es inspirador mirar desde las comunidades que tienen siglos de lucha contra esas violencias del sistema y creo que es donde necesitamos mirar y aprender. Yo aprendo mucho mirando la experiencia en Cherán (México), cómo a través de la posibilidad de determinación colectiva, de autodeterminación sobre la vida, la distribución de tareas, la violencia contra las mujeres baja también. Porque hay un lugar para trabajarlo, no significa idealizar ni romantizar. Y acá aprendo de las comunidades que han sido asediadas históricamente por el sistema policial y carcelario, cómo desarrollamos maneras de lidiar con estas violencias desde otros lugares que no sea caer en eso que nos está violentando.
Insistís mucho en la relación entre las luchas feministas, la lucha contra la violencia patriarcal y las luchas por las condiciones de vida. ¿Cómo ves que funciona esa relación?
Es un punto clave en cómo tomar roles más activos, por ejemplo, en las luchas presupuestarias [se refiere a luchas locales para desviar presupuestos de seguridad en vivienda, educación, salud, entre otras cuestiones]. Y es muy importante para mí traer de las luchas de los años 1970 y los feminismos; por ejemplo, en el libro analizo un poco la lucha por el salario doméstico, que ha sido muy malinterpretado porque se lo ve como si dijeras “bueno es luchar para que el Estado te dé”, pero hay una diferencia cuando dice “ver la lucha desde una dimensión política”, cuando no hay condiciones para un autodeterminación de base. Es decir, cuanta más precarización vivimos más destruido está lo comunitario y más destruidas las posibilidades que tenemos de sobrevivir en cualquier ciudad, en cualquier lugar. Al vincularse con las luchas presupuestales, que es algo que están haciendo muchas colectivas de mujeres que salen de la cárcel, que plantean cómo redirigir esas luchas a procesos de autodeterminación. [Por ejemplo] si vamos a reclamar, en lugar de que el Estado use ese presupuesto en reprimirnos, en castigarnos, exigir parte de eso para procesos que tengan que ver con vivienda, alimentación, crianza, no delegando al Estado sino tomando un rol activo en esos procesos [...] Los feminismos hacen posible esa multidimensión, que tenemos que estar con los ojos en distintos niveles, cómo esas luchas presupuestales no terminan cayendo en una mera dependencia mayor con respecto al Estado, que después genera más problemas, cómo se hace desde procesos de participación más activos y una conciencia clara, un horizonte común. Por eso me parece que hay una enseñanza de los años 1970 que se está reactivando. Hay un grupo que me parece inspirador, de mujeres que se organizaron en la cárcel, salieron y armaron un proyecto que llaman “Familias por la justicia como sanación” en una zona en las afueras de Boston (Massachusetts) que plantea qué implicaría un presupuesto que nos permita un tipo de vida que no nos lleve otra vez a la cárcel, cuestionar que la cárcel sea el único vestido posible y después no se puede salir de ahí [...]
Hay dos ideas que recorren tu libro que me parecieron interesantes, una es que no es necesario empezar de cero todo el tiempo, algo que está en esa lógica de destrucción también de la memoria colectiva de las experiencias de lucha. Y la otra, que proponés retomar la visión del feminismo en los años 1970, de mirar “desde el lugar más bajo de la pirámide social”, ¿en qué estás pensando cuando proponés eso?
Ahí es donde encontramos una conexión, una imbricación fuerte entre diferentes formas de violencia, algo que sobre todo los feminismos negros y de color acá en Estados Unidos desarrollaron en los años 1970 y 1980. Si no miramos desde ahí al pensar posibles soluciones para lidiar con la violencia, a veces caemos en mecanismos que terminan generando más violencia en ese nivel más bajo. Si miramos desde ese lugar se nos habilita pensar con un horizonte más a largo plazo, que tiene que ver justamente con lidiar con múltiples formas de injusticia y no con una. Y es lo que yo creo que los feminismos actuales reactivaron [...] La lucha contra el feminicidio, concentrándose en terminar con la violencia de género empieza, a través del paro [se refiere al rescate de la idea del paro internacional de mujeres, que señaló los aspectos económicos en la reproducción de la violencia patriarcal], a conectar las múltiples violencias. Creo que eso nos lleva a esta mirada nuevamente y qué significa realmente terminar no con la violencia de género como algo singular individual, separado del resto de las violencias, sino terminar con todas esas violencias que son también formas de injusticia a distintos niveles. Por eso creo que es el gran desafío que tenemos en este momento, que llama a una creatividad muy grande.
Mirar desde la base de la pirámide social nos permite pensar horizontes comunes a largo plazo y no soluciones parciales de “sentencias más largas” o incluir la violencia de género en las políticas de seguridad, políticas en las que no creemos, que alimentan violencias contra mujeres y personas no binarias. Por eso para mí mirar desde la cárcel es muy importante, mirar desde esos lugares que siempre se invisibilizan, lugares donde se desaparece, es la ficción de hacer desaparecer, de eliminar el problema en la sociedad de lo descartable. El lenguaje de seguridad, que cada vez se está imponiendo más, es un lenguaje totalmente basado en individualizar. Es una práctica constante luchar contra eso y traer un análisis material de las condiciones que llevan a lo que llaman delinquir o robar, que siempre son condiciones de imposibilidad de poder vivir. Me interesa mucho eso en relación con la criminalización de la supervivencia [...] Una compañera estaba sin trabajo, tenía que hacerse cargo de su madre y sus hijes, y encontrar cualquier changa para ni siquiera cubrir la alimentación y en ese momento le hablan de la venta de esquina [venta de drogas a pequeña escala]. Luego es interesante el análisis que hacen desde el ámbito de estudios legales feministas contra la criminalización, sobre las mujeres dentro del circuito de ventas son las más perseguidas por la policía, son el primer sujeto criminalizable, no toca a nadie importante y así crece el sistema carcelario. El aprendizaje de las luchas contra el sistema carcelario, que viene de décadas y también de mujeres presas políticas de los años 1970, es que una vez que vos aumentás el sistema carcelario, una vez que aumentás los presupuestos para más vigilancia policial, cada vez se hace más difícil achicar el sistema. Porque una vez que construyen una cárcel tienen que construir los sujetos que van a entrar. Por eso una pata de la lucha abolicionista es frenar la construcción y luchar por cerrar cárceles sin que eso implique abrir otras, reducir los procesos de criminalización. Necesitamos análisis que puedan leer las relaciones, implicaciones y presuposiciones. Es algo que escribe Marx mismo, está en los escritos del joven Marx, que dice como el Estado precisa crear los crímenes que crean a su vez todo un sistema alrededor [...].
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