La miniserie Mrs. America de Hulu narra la reacción contra el feminismo y muchos de los debates que motorizaron y dividieron el movimiento de liberación femenina en Estados Unidos. Un retrato político de la pelea por la igualdad en una sociedad desigual por definición.
La plataforma Hulu estrenó a comienzos de abril la miniserie Mrs. America. Creada por Dahvi Waller, recorre los debates alrededor de la enmienda constitucional ERA (por sus siglas en inglés, Enmienda de Igualdad de Derechos) en Estados Unidos en los años 1970. Cate Blanchett interpreta a la conservadora Phyllis Schlafly, una de las protagonistas centrales de la serie. Cada episodio se centra en alguno de los nombres del movimiento de liberación femenina, como Betty Friedan (Tracy Ulleman), Gloria Steinem (Rose Byrne), Shirley Chisholm (Uzo Aduba) o Bella Abzug (Margo Martindale). Las interpretaciones, la ambientación de época y la reconstrucción de los debates políticos permiten sumergirse en uno de los movimientos contra la opresión que calentó las calles junto a la juventud que rechazaba la guerra en Vietnam, la comunidad negra y latina que exigía derechos civiles, con el trasfondo del inicio de la crisis del “sueño americano” que había prometido el Estado de bienestar de posguerra.
La enmienda ERA fue una de las formas en las que se expresó la demanda de igualdad de derechos de la segunda oleada feminista en Estados Unidos. Aunque la analogía de las olas abrió debates en diversas corrientes feministas, la llamada Segunda Ola se ubica entre fines de la década de 1960 y principios de la de 1970 en varios países imperialistas, y agrupó las demandas que siguieron a la conquista de derechos políticos formales como el voto, motor de los movimientos sufragistas entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX.
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En 1970, la organización feminista más importante de Estados Unidos, NOW (National Organtization for Women), impulsó la Huelga por la Igualdad en agosto con una marcha masiva en Nueva York de 20.000 personas, que exigía igualdad ante la ley sin importar el género de las personas. Pero la enmienda nació mucho antes; su primera versión es de 1923 y fue redactada por las sufragistas Alice Paul y Crystal Eastman. En esos años, la mayor parte del apoyo a la enmienda provenía de las mujeres de la clase media ilustrada, hambrientas de derechos políticos elementales que les eran negados. No sucedía lo mismo entre sectores de la clase trabajadora, una tensión que recorrió la historia de la lucha de las mujeres y el movimiento obrero.
El ingreso de las mujeres a la fuerza de trabajo en el siglo XVIII significó la entrada a la vida social y la salida del aislamiento del hogar. En el mundo del trabajo asalariado, las mujeres eran explotadas “igual” que sus compañeros, y en el hogar, continuaban su jornada laboral no remunerada a cargo de las tareas reproductivas. El capitalismo, que parecía llevarse por delante instituciones vetustas que obstaculizaban su desarrollo, había encontrado en la opresión patriarcal milenaria un mecanismo para beneficiarse de la explotación de la fuerza de trabajo asalariada de las mujeres y, a la vez, de la realización de las tareas de reproducción a cargo de ellas, de forma gratuita en el hogar. Esa ecuación, con cambios, se mantiene hasta hoy.
La demanda del trato igual ante la ley a secas, sin cuestionar las condiciones de explotación, era vista como una amenaza a las pocas protecciones como la prohibición del trabajo nocturno o de tareas que no se consideraba “femeninas” por el uso de la fuerza física (pocas medidas de “protección” para un sector de la clase trabajadora que dejaba literalmente el cuerpo en las fábricas). Las alarmas mezclaban temores económicos, como la caída del salario masculino (antes sostén exclusivo del hogar obrero) y temores típicos de las sociedades victorianas, como la degradación “moral” de las mujeres al exponerse a la brutalidad capitalista de fábricas y talleres. Es cierto que esa tensión no era patrimonio del conjunto del sufragismo, aunque el movimiento comprendía diferentes alas. De hecho, algunas organizaciones sufragistas, especialmente de tradición socialista, como la East London Federation of Suffragettes liderada por Sylvia Pankhurst en el Reino Unido, señalaban correctamente ese problema. Algo de esa tensión se expresó también en la huelga de las obreras textiles como la de Lawrence (EE. UU.) en 1912 (conocida como la huelga de Pan y Rosas) y otras similares que siguieron a la lucha por la jornada de ocho horas.
La enmienda de 1923 quedó olvidada en medio de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. La movilización de las mujeres a fines de los años 1960 volvió a ponerla en debate. Varias versiones afirman que la propia Alice Paul estuvo entre quienes instaron al movimiento de liberación a insistir con la enmienda. Con el ímpetu de las calles, la enmienda llegó rápidamente al Congreso, a propuesta de una diputada demócrata en 1971. Ambas cámaras la aprobaron pero, por el sistema federal de gobierno, debía ser ratificada por las legislaturas estatales. El apoyo transversal de la medida auguraba una aprobación sencilla hasta la aparición de la figura que catalizaría un movimiento conservador, una pieza fundamental para el partido Republicano hasta hoy.
Phyllis Schlafly, protagonista de Mrs. America, le dio voz a la llamada mayoría silenciosa y construyó el rechazo a la enmienda, mediante una amalgama de prejuicios que trocaba la igualdad ante la ley por una eliminación de supuestos privilegios que gozaban las mujeres. El discurso feminista mayoritario, con poca atención a los entrelazamientos entre género, raza y clase, no estuvo a la altura de la oposición a la enmienda, y resultó en obstáculos futuros en la lucha contra la opresión, aun cuando se cosecharon varias conquistas.
La militancia de Schlafly moldeó gran parte de los valores conservadores y la reacción al feminismo o el movimiento LGBT que conocemos hoy: la centralidad de la familia, la recuperación del rol de la mujer como madre y cuidadora, y el consiguiente rechazo al derecho al aborto, la homosexualidad y la libertad sexual en general. Militante activa del partido Republicano, fue candidata a diputada en los años 1950 (no logró ganar la banca) y se había especializado en temas de defensa nacional. La primera presentación de la enmienda pasó desapercibida para Schlafly y no la rechazó de plano: “No recuerdo siquiera de qué lado estaba… Me parecía que ERA era algo entre inocuo y levemente útil”. Así lo recuerda un obituario del Washington Post cuando murió en 2016. De hecho, la enmienda contaba con el apoyo de ambos partidos y el respaldo del presidente Richard Nixon, que refrendó la votación de 1972.
En 1972, Schlafly fundó Stop ERA, una coalición de voluntarias contra la enmienda (Stop era un acrónimo en inglés para “Dejen de sacarnos nuestros privilegios”) con el objetivo de impedir la ratificación en las legislaturas estatales. Así nació la idea de que la enmienda buscaba eliminar los “privilegios” de las mujeres como ser madres y amas de casa, las leyes que las protegían del servicio militar obligatorio, imponer baños públicos mixtos y los derechos de las personas LGBT. El elemento del servicio militar obligatorio fue crucial porque Estados Unidos estaba embarcado en la guerra de Vietnam; ninguna familia quería ver partir también a sus hijas a la guerra. Pero uno de sus principales motores fue la reacción al feminismo, especialmente a la crítica y la desnaturalización de los prejuicios en los que se apoyaba la discriminación.
Stop ERA apelaba a las preocupaciones de las mujeres que no participaban del movimiento de liberación, con centro en Nueva York, popular en las grandes ciudades y las universidades. No es que el movimiento no tuviera apoyo entre trabajadoras y sectores populares, pero sus figuras más prominentes eran periodistas, abogadas y activistas estudiantiles. Schlafly se dirigió a esas mujeres que no eran interpeladas por el feminismo, las amas de casa, las trabajadoras no sindicalizadas y en general las mujeres del “Flyover country” (expresión que se utiliza para referirse a los estados entre las costas Este y Oeste de EE. UU.). En su apelación, Schlafly combinaba prejuicios religiosos y culturales con políticas públicas. Y también aprovechó una división en el feminismo que estuvo presente desde comienzos del siglo XX: cómo enfrentar las condiciones laborales de las mujeres que trabajaban fuera del hogar.
La coalición conservadora insistió en que la enmienda ERA eliminaría las protecciones de la legislación laboral. Para esto, explotaba la omisión del movimiento de liberación, la mayoría de las voceras del movimiento no se referían al tema y solo empezaron a responder de contragolpe cuando Schlafly se transformó en un obstáculo real para la ratificación de los estados. El debate de los años 1920 no había sido saldado y durante la guerra y la posguerra, cuando las mujeres ingresaron masivamente a la fuerza de trabajo, las legislaciones de protección eran apoyadas por los sindicatos y varias organizaciones feministas. Sin embargo, ninguna de las dos posturas (a favor o en contra) respondía al problema de raíz: muchas protecciones se basaban en prejuicios patriarcales, pero eliminarlas sin cuestionar la explotación asalariada y la doble jornada laboral dejaba a la mayoría de las mujeres sin herramientas en sus luchas y resistencia en los lugares de trabajo. La legislación laboral no protegía a las mujeres (ni a los varones) de la explotación y la enmienda ERA no podía eliminar la desigualdad que resultaba de la opresión de género y afectaba a las mujeres en el trabajo y en el hogar. Por eso la oposición a la ERA no era solo de voces reaccionarias como la de Schlafly o de tono conservador como la burocracia sindical de la central ALF-CIO, muchas feministas y defensoras de los derechos de las trabajadoras eran críticas de la enmienda por la ausencia de un enfoque de clase en los planteos de “igualdad ante la ley”. Uno de los debates más conocidos sobre esta cuestión fueron las críticas de Alice Hamilton, pionera de la medicina ocupacional y activista por los derechos de las trabajadoras. Como Hamilton, no eran pocas las feministas que criticaron versiones anteriores de la ERA por no contemplar los problemas de las trabajadoras asalariadas (durante la posguerra Hamilton terminó apoyando una nueva versión de la enmienda, aunque no la veía como una herramienta crucial).
Sobre esa contradicción y, especialmente, sobre la ausencia de respuestas del movimiento de liberación, se construyó el rechazo de la llamada mayoría silenciosa. Esto convenció al partido Republicano a retirar su apoyo a la igualdad formal para explotar posturas sociales conservadoras, que no siempre habían formado parte de su discurso. Algo parecido sucedió con el aborto legal y el derecho a decidir de las mujeres, que contaba entre republicanos con apoyos relevantes, desde Ronald Reagan que firmó una de las leyes más progresivas como gobernador de California en 1967 hasta George Bush, que pasó de oponerse a las prohibiciones a ser el candidato “pro vida” en la década de 1980. De acuerdo con la lógica liberal republicana, la interrupción voluntaria del embarazo era un asunto privado y el Estado no tenía por qué interferir en esa decisión. Sin embargo, a partir de los años 1970, como reacción a los movimientos contra la opresión, las posturas contrarias al aborto legal y a la libertad sexual, entre otras, se transformaron en una herramienta poderosa para consolidar una base electoral. Como parte de ese giro político, en 1979 se funda Mayoría Moral, una organización política liderada por el ministro bautista Jerry Falwell, que sellaría la sociedad electoral entre la derecha cristiana y el partido republicano.
La defensa de los roles tradicionales de género, en reacción a la movilización contra el machismo y la desigualdad, resultó muy eficaz. Los símbolos del movimiento Stop ERA fueron un pan y una mermelada caseros, que eran repartidos los días previos a las votaciones estatales, como un recordatorio (sobre todo a los legisladores republicanos) de quiénes eran sus votantes: familias conservadoras preocupadas por la “amenaza feminista”. Schlafly solía decir en sus discursos que la ERA estaba diseñada para las jóvenes profesionales de la clase media y que su aprobación solo las beneficiaría a ellas mientras dañaba a las trabajadoras al quitarles protecciones laborales. La respuesta del feminismo estadounidense no fue contundente y el hecho de no visibilizar entre sus principales consignas demandas de las trabajadoras dejó un vacío que la derecha supo utilizar y se transformó en ventaja. Esta debilidad en establecer lazos estratégicos con las mujeres de la clase trabajadora tendría consecuencias que no tardaron en verse.
Cuando pasó el temblor
El movimiento de liberación no tuvo una postura homogénea ni consideraba de la misma forma la centralidad de la enmienda ERA en la pelea por la igualdad. Aunque en 1970 y 1971 se aunaron esfuerzos para su tratamiento parlamentario, durante los años que siguieron chocaron diferentes visiones sobre las demandas urgentes. Y aunque la ERA tampoco era una iniciativa excluyente de la organización NOW o la NWPC (por sus siglas en inglés, Caucus Nacional de las Mujeres), su derrota pesó en el devenir del feminismo de EE. UU. En medio de las votaciones de ratificación, se hicieron evidentes algunas de esas diferencias, sobre todo alrededor del aborto legal y la relación con el partido Demócrata, en el que las principales figuras del movimiento eran voces relevantes, como Betty Friedan, Gloria Steinem o Bella Abzug.
Como muestran los primeros episodios de Mrs. America, existían diferencias políticas y generacionales. Betty Friedan, figura prominente por su libro Mística de la feminidad, considerado un texto fundacional de la Segunda Ola, impulsó la enmienda ERA y era un opositora de agendas “demasiado radicales”, como el aborto legal o los derechos de las lesbianas, lo que le costó una rebelión en su propia organización. Gloria Steinem, periodista y editora de la revista Ms. (ícono del movimiento), compartía el apoyo a la ERA y al partido Demócrata, pero su agenda representaba a la generación más joven: libertad sexual, atención a los problemas de raza y, quizás su causa más popular, el derecho al aborto (conseguido en 1973 por el fallo Roe vs. Wade de la Corte Suprema). La tensión con el partido Demócrata fue una constante, algo que la miniserie de Hulu muestra sin rodeos: el partido usaba a las feministas, cuando no las necesitaba, las desechaba (como se ve en las escenas de la Convención Demócrata de 1972, que elegiría a George McGovern) y daba lugar a sus demandas solo cuando era una agenda electoral útil.
Uno de los aspectos más interesantes de Mrs. America es su decisión de mostrar el carácter eminentemente político del feminismo, con alas y perspectivas diferentes. Un spin-off posible serían los debates que siguieron a los años convulsionados, cuando la mayoría del feminismo se retiró de las calles. La renuncia a la crítica, de parte de ese feminismo, del sistema social de conjunto en el que se negaban derechos elementales a las mujeres y otros grupos oprimidos, desembocó en una aceptación y, más tarde, legitimación de las desigualdades de origen en las sociedades capitalistas, a cambio de la presencia de una minoría de mujeres en los espacios de poder y la conquista de algunos derechos a los que solo pueden acceder algunas mujeres. El rol funcional que terminó jugando el feminismo liberal en la consolidación del neoliberalismo reabrió algunos debates presentes en los años 1970 y vio nacer nuevas discusiones, como resultado de la desigualdad creciente.
La revitalización del feminismo y la movilización de las mujeres en los últimos años vuelve a mostrar la vigencia de las críticas a la perspectiva de una igualdad de género a secas. La existencia de diversas alas y sectores anticapitalistas son muestra de un cuestionamiento inicial a la hegemonía del feminismo liberal que, durante décadas, monopolizó el discurso de la igualdad, sin cuestionar la explotación del trabajo asalariado ni las múltiples opresiones que atraviesan la existencia de la mayoría de las mujeres. Los ataques a derechos conquistados por la lucha y la movilización, como el derecho al aborto legal, y la utilización por parte de la ultraderecha o los sectores conservadores como bandera política, vuelven a poner a prueba las diferentes estrategias en pugna en el movimiento feminista. Gran parte de los debates de los años 1970 están vigentes y la independencia política de los movimientos sigue siendo vital. En muchos países, sectores del feminismo, incluso los denominados “del 99 %” o anticapitalistas, apoyaron y apoyan variantes de mal menor, como en Estados Unidos, donde mantienen su adhesión al partido Demócrata. Con escenarios y actores políticos diferentes, algo similar sucede en el Estado español y el gobierno del PSOE-Podemos, o en Argentina y el gobierno del Frente de Todos.
En 1923 o en 1972, la promesa de la igualdad formal en una sociedad construida sobre la desigualdad ya despertaba sospechas. La vida cotidiana en las sociedades actuales, con una brecha cada vez más grande entre la minoría poseedora de gran parte de las riquezas del mundo y mayorías empobrecidas obligadas a trabajar en condiciones precarias, confirman esas sospechas en un escenario incierto que solo promete más desigualdad en el mundo pospandemia. Cada vez es más pertinente la pregunta ya no sobre si es posible conquistar la igualdad de género a secas, si no si vale la pena luchar por una igualdad así.
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