Siete mujeres que eligen un punto de vista, el de trabajadoras que (se) piensan a las obreras del Swift poniendo de relieve lo que estuvo y muchas veces permanece invisibilizado: la historia de una clase, la historia de un género, y tal vez más preciso aún, la historia de esa relación, una “clase” de género.
Todo libro se insinúa desde el título, la ilustración de tapa, la temática, la editorial, quiénes lo suscriben, etc. Así pensado, Género, Memoria e Identidad: Historia de las mujeres de la carne del Swift Rosario (1930-1944) [1], editado por CONICET, íntegra y colectivamente elaborado por mujeres y dirigido por María Pía Martín y Laura Pasquali, es una rapsodia de insinuaciones.
Sin embargo, los modos de clasificación le son esquivos. Historia oral, historia regional, historia a secas, de género, de clase, de investigación, docencia y trabajo áulico se entrecruzan sin que las fronteras sean siempre nítidas, pero evitando a su vez el exceso difuso. Se demarcan tiempos y espacios, pero sobre todo un punto de vista, propio y elegido a la vez, desde y sobre las mujeres trabajadoras. Con esta cartografía general, cada capítulo del libro en cuestión aborda temáticas particulares dentro de una misma historia.
Roxana Cáceres y Flavia Mansilla investigan la conformación del barrio Saladillo de la zona sur de Rosario y su origen aristocrático, con balneario propio y mansiones que hasta el día de hoy hacen de la zona un lugar de arquitectura ecléctica que permite descifrar las “capas” clasistas de una zona que para principios de siglo se encontraba despoblada y en menos de cuatro décadas se transformó en una zona proletaria y nexo natural entre el sur rosarino y la localidad de Villa Gobernador Gálvez, una ciudad obrera tan cerca y tan lejos a la vez de la Barcelona argentina.
La mutación de barrio para el recreo y confort de las clases acomodadas a barrio popular fue producto, precisamente, de la instalación en 1917 de la empresa norteamericana Swift. La elección del lugar se debió a las ventajas de la cuenca del Paraná, pero también a los beneficios económicos que implicaba para la multinacional su instalación en la frontera de Villa Gobernador Gálvez y Rosario, ya que los costos en dicha localidad eran ventajosos.
Las chimeneas no solo produjeron la migración económica de quienes buscaban su sustento, sino las pestilencias propias de todo matadero. El territorio y la naturaleza se muestran como parte de la disputa de clase, material e ideológicamente. El populacho y la pestilencia parecen fusionarse. La clase que vive de su trabajo se contrapone incluso, a “códigos estéticos y morales” en la concepción higienista tras la que esconden su desprecio las clases pudientes.
Mientras Cáceres y Mansilla ponen blanco sobre negro (o negros sobre blancos, según la trinchera metafórica que elijamos) sobre la mutación clasista que dará origen a la identidad barrial, Débora Contadin, autora del segundo capítulo, es la encargada de poner el primer dedo en la llaga de género que en la historia obrera del Swift nadie se anima a visibilizar.
La Historia es la historia de la lucha de clases, pero con anterioridad a la nueva oleada feminista, las formas de presentación de esa Historia eran masculinas, incluso cuando refería explícitamente a la participación femenina, signándola con marcas androcéntricas que parten del supuesto territorio privado de la actividad “natural” de las mujeres: producir es un verbo masculino, reproducir y cuidar femeninos. Traspasar esa frontera solo se concebía como obligación o complemento económico, deseablemente coyuntural, siempre lesiva de su misión “natural y necesaria”. Impuesta su participación por la fuerza de los hechos, en las fábricas se reprodujo, pero también produjo, la diferenciación y jerarquización según roles asignados a cada género no con pocos argumentos biologicistas.
La década del 30, esencial en la configuración de la identidad obrera en Argentina, no escapa a estos signos. La ausencia del componente femenino en ese “relato original” responde a los valores patriarcales y, por lo tanto, el origen de la clase obrera hipermasculinizada se muestra mítico y obliga a la vindicación de género a la vez que clasistas. La huelga de 1930 en el Swift es la oportunidad elegida en este caso.
En ella se puede rastrear también cómo la experiencia de la clase reconocía (no sin contradicciones) la creciente participación femenina en el mundo fabril, generando debates y prácticas novedosas al interior de las organizaciones obreras como el Sindicato de Obreros de la Industria de la Carne (SOIC) creado a fines de 1929 por el Partido Comunista.
A pocos días de fundado el SOIC, en una serie de asambleas se elaboró un pliego de reivindicaciones que incluía la igualdad salarial para ambos sexos cuando realizaran igual tarea, condiciones de salubridad, licencias por embarazo, etc. La comisión para entregar el pliego se compuso por doce varones y seis mujeres, aunque el día pautado solo se presentaron dos varones y dos mujeres, cuestionando en los hechos la proporcionalidad preestablecida por progresista que fuera formalmente. La negativa patronal fue continuada con la brutal represión de la policía y la Guardia de Seguridad de Caballería.
Sin embargo, los relatos periodísticos sobre los acontecimientos insisten en la exclusividad del uso masculino universal: los huelguistas, los manifestantes, los heridos por la represión, los detenidos… Detrás de ese universal “as usual”, las autoras problematizan también la contraposición tácita entre “combate” y “mujer”.
Alejandra Pistacchi es la responsable de poner “La carne al desnudo” en el tercer capítulo, abordando los relatos orales sobre un hecho dudoso, pero no por ello menos vívido, que refiere a la represalia que obreras huelguistas habrían tomado contra grupos de mujeres carneras: el despojo de todas sus ropas y el desnudo como marca de la “traición”.
Las fechas y la cantidad de personas involucradas varían de acuerdo a quien evoque los hechos, poniendo de relieve las vicisitudes la historia oral, pero también la efectividad en la constitución de verdades pese a la imposibilidad de su constatación fáctica fehaciente.
Aunque todos los relatos recogidos son sancionatorios de la represalia de las huelguistas, cuestión que a quien se siente parte de la historia de la lucha obrera no puede más que contrariar, lo más interesante de este apartado tal vez sea la problematización de tres aspectos que a medida que avanza la lectura no puede dejar al lector o lectora sin incomodarse.
El primero de ellos, el desplazamiento creciente del comunismo a manos del laborismo y el peronismo, de lo cual se desprenden al menos dos problemáticas subsidiarias: una, el llamativo “olvido” de la tradición comunista en los cinco lustros precedentes a los hechos, de manera tal que organización sindical se transformará en sinónimo de peronismo. La otra, una génesis hipervertical y autoritaria de quienes respondían a Cipriano Reyes y Perón, contrapuesto al trabajo de base del Partido Comunista liderado por José Peter.
El segundo aspecto es el referido a las carneras que a su vez sufrían la opresión de género, material y simbólica, en un período donde el ingreso al mundo fabril efectivamente estaba lleno de los prejuicios antedichos y del cual muchas eran parte, entre otras cosas en sus valoraciones negativas de la práctica sindical.
El tercer aspecto remite al conjunto de dispositivos puestos en juego en la desnudez y en esta desnudez. La desnudez femenina aceptada remite en la sociedad patriarcal a la eroticidad falocéntrica, incluso en su versión artístico-contemplativa. Sea como fuere, en este sentido, general y aceptado, la desnudez tiene algo de impoluto, admirable desde la distancia o palpable solo en la cercanía de la intimidad legalizada.
En cambio, esta desnudez, la impuesta por las mujeres huelguistas como represalia a las carneras, remite al reverso de la desnudez pública, es decir prohibida, censurada, impúdica y sucia, la desnudez “pura” degradada en comercio prostibulario. Solo así se la puede entender el castigo, pero con la doble dimensión de denunciar la traición a su clase social a la vez que degradarla como “mujer de bien”. Y en este segundo sentido, el escarnio se atraganta en quien lo lee e imagina. Los intentos de romper la huelga colaborando con la clase patronal son justamente respondidos sin miramientos por las huelguistas en lucha, y sin embargo, en esa respuesta también aparecen en juego los pliegues reaccionarios de los valores burgueses.
En el último capítulo, Beatriz Argiroffo realiza un recorrido por la revista patronal de distribución gratuita y pasiva para el personal llamada Swiftlandia. El punto matriz de la publicación es el intento de la identificación entre empresa y familia, de comunidad frigorífica, dando cuenta y a la vez actuando sobre las nociones y valores culturales del personal a manera de contratendencia de la influencia sindical y sus órganos de difusión.
La profundidad del proyecto se revela, entre otras cosas, en la constitución de una red de corresponsales por sección que recibían las iniciativas y noticias del personal. Incluso con premios para el operario que propusiera iniciativas que mejorasen la producción. Pero no es menos importante señalar la incidencia en la vida cotidiana del personal al reflejar nacimientos, casamientos y otros eventos sociales de interés para “la familia”.
Argiroffo señala que “la publicación operaba como una bisagra entre la visión negativa y francamente dramática de la mujer trabajadora propia de la prensa obrera y las reinas del trabajo del Estado peronista”, y al hacerlo, pone de relieve cómo en la prensa obrera se representaba a las mujeres en situación de desventaja, vulneración, vejez prematura y sufrimiento por sus hijos desatendidos debido a su ausencia obligada del hogar. La mujer, como los niños y niñas, eran el símbolo de los mayores oprobios capitalistas, pero jamás protagonistas.
En Swiftlandia, en cambio, junto al intento de barrer toda frontera de clase, la mujer trabajadora abandonará toda figura lastimosa o mendicante. Incluso pasa a tener un lugar protagónico y es elevada al estatus de “símbolo” por su doble esfuerzo laboral y privado sin perder, por supuesto, todos sus atributos femeninos, reafirmando los roles de género tradicionales y estereotipados, oscilando entre dos tipos de representación: la madre o la modelo. La primera, como continuidad de una tradición de larga data, pero la segunda, como una innovación modernista que ponderaba la belleza estética “a la moda”. Así, las mujeres de Swiftlandia no aparecen como obreras sino como madres o modelos, jamás trabajando, siempre para el cuidado o el deleite… de los hombres.
Finalmente merece subrayarse lo que para este lector fue una de las mayores novedades, la propuesta pedagógica para trabajar en el aula tras cada capítulo. De este modo, el libro, provocador y sobre todo necesario, rompe definitivamente cualquier peligro de despliegue reducido a especialistas o interesados en fragmentos particulares de la historia regional, obrera y de género para volverse herramienta política y pedagógica, aunque a veces esos términos parezcan redundantes.
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