Derrota electoral, cambio de gabinete y giro a la derecha. Aníbal Fernández y un debut de la mano de la Policía Federal y la represión. Breve repaso de una historia de traiciones y engaños al servicio del orden capitalista.
Viernes 24 de septiembre de 2021 20:48
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Abril de 2016. Una leve lluvia cae sobre miles de personas reunidas frente a los tribunales de Comodoro Py. La silbatina masiva se dispara cuando las palabras de la oradora aluden, de manera elíptica, a quienes cogobiernan con el macrismo. Cristina Kirchner pide cesar el agravio: “La palabra traición es muy fuerte”. Aquel día gris nació la idea de un “frente ciudadano”.
Derrotado en las urnas y en el relato, el kirchnerismo leyó aquel resultado como un llamado al aggiornamento. La patente de Unidad Ciudadana se forjó como un modelo adaptativo; un intento de dialogar más allá de los conversos, de romper el techo de cristal de las minorías intensas y recuperar musculatura electoral. El experimento se puso a prueba año y medio más tarde: 2017 confirmó lo infructuoso de la tentativa. Ratificó, al mismo tiempo, el vínculo entre la ex presidenta y ese espacio urbano-social caratulado como Conurbano. De aquellas elecciones nació la máxima de “con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”.
El Frente de Todos fue el canal de aquella contradicción andante. Reconciliación de quienes habían compartido el poder por más de una década, fue también hijo de la mutua resignación. Amalgama entre dadores voluntarios de gobernabilidad -gobernadores, massismo y cacicazgo sindical- y quienes confrontaron apenas un poco más contra el macrismo. La “unidad hasta que duela” acompañó otra consigna que -al tiempo que llamaba a la pasividad- prometía una redención futura de la mano de las urnas: “Hay 2019”.
La derrota electoral ocurrida hace menos de una quincena hizo crujir las clavijas de ese armado. Tras un violento lavado de estómago, se permitió vomitar lo que podría estar siendo otra configuración de poder. El nuevo Ejecutivo frentetodista, hijo legítimo de la crisis desatada en sus alturas, acopia aún más tensiones que su predecesor.
De “okupas” y propietarios
“Está atrincherado en la Casa Rosada, y él es un okupa, porque no tiene votos, no tiene legitimidad”. La furia de Fernanda Vallejos se mide en decibeles. Poco importa si es real o fingida. Compartió, junto a otros audios, el papel de operación política.
El eco de las palabras hace difícil no remitirse a aquella dualidad que, al decir de Steven Levitsky, recorría el peronismo. Aquella grieta salvable entre los propietarios de la planta baja y los cambiantes inquilinos del primer piso.
Tras la crisis y la rebelión popular de 2001 -previo paso por el interinato duhaldista- el kirchnerismo se quedó con la locación que había ocupado el menemismo a lo largo de una década. “Heredó” y dejó intactas las manchas de humedad de la precarización laboral, la sumisión al gran capital financiero internacional y la primarización de la economía. En el fondo de esa escena pintada con los colores del progresismo, como un decorado siempre presente e incómodo, el poder territorial (gobernadores e intendentes) y el poder sindical actuaban el lugar de “propietarios”. El “peronismo verdadero” -al decir de Carlos Altamirano- se completaba con cientos de miles de efectivos de las fuerzas represivas: Triple B de los Barones, la Bonaerense y la Burocracia sindical. En esa asociación ilícita, hay que consignar, no todos los actores cargaban la misma importancia.
A fines de 2019, amparado en la marea anti-macrista, el Frente de Todos firmó contrato. La dupla presidencial arribó al primer piso escenificando la unidad entre los votos kirchneristas del conurbano y ese “algo más” que -moderación y retórica alfonsinista mediante- parecía expresar Alberto Fernández. El peronismo territorial, íntimo aliado del ciclo cambiemita, acompañó en un discreto segundo plano.
La crisis poselectoral parece ir reconfigurando el contrato. Subiendo por las escaleras, el poder real del peronismo fue llamado a ejercer el control y la administración directa también en el primer piso. Juan Manzur, Julián Domínguez y Aníbal Fernández son los rostros visibles de esa mudanza. La unidad que empieza a perfilarse en el cacicazgo sindical puede ser leída, tal vez, bajo el mismo lente.
Lo que está de fondo trasciende las fronteras del 14 de noviembre. Los dueños de la casa subieron a la planta alta para garantizar la perdurabilidad del peronismo hacia 2023. Con ese objetivo fueron convocados por Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Axel Kicillof. Ante un horizonte de inestabilidad, tensiones y crisis, se sopesaron currículums y prontuarios: los vínculos estrechos con el poder económico, sindical y eclesiástico cotizaron mejor que otros valores.
Peronismo en tiempos de crisis
El primer peronismo nació a la vida en épocas de abundancia. Las conquistas obtenidas por la clase trabajadora son indisociables de los recursos que acopiaba el erario público. También del temor ante la “masa inorgánica” que asoló siempre el pensamiento de su fundador. Aquel ciclo, sin embargo, chocó veloz contra los límites de la estructura nacional capitalista. Desde 1950 el atraso y la dependencia volvieron a hacerse evidentes. El militar de Lobos recordó que la lucha de clases no puede ser borrada de la historia. Su intento de trastornar el orden que él mismo había alentado, imponiendo mayores tasas de explotación a la clase obrera, chocó resistencias. Impotente para esa misión, cayó desalojado del poder por un golpe brutal. En aquellas conmociones, el peronismo fue el vehículo de la impotencia. La respuesta parlamentaria a un problema que se resolvía por fuera de la legalidad, al decir de Alejandro Horowicz.
Casi dos décadas más tarde, el tercer gobierno peronista dijo presente para canalizar un ciclo revolucionario abierto en las calles de Córdoba. El mito movilizador de la “patria socialista” se estrelló contra la dura materialidad de la “patria peronista”. Condenado a capear otra crisis, el viejo militar apeló al Pacto Social, la Triple A y la Ley de Asociaciones Sindicales. Poder real setentista: la burocracia de los Rucci, los Miguel y los Calabró. Las armas engrasadas y cargadas en el ministerio de Bienestar Social. El peronismo pavimentó el camino de los militares. El golpe genocida vino a imponer un orden que las bandas paraestatales de López Rega no lograban cuajar.
El menemismo cimentó su hegemonía sobre una multiplicidad de derrotas de las mayorías trabajadoras. La híper-inflación alfonsinista, mecanismo potente de disciplinamiento, se acopló con un mundo en tensa transición, donde el capital se presentaba casi arrollador. La convertibilidad, madre putativa de la desocupación crónica, se edificó tras las traiciones “modelo” de la CGT y las grandes organizaciones sindicales. Ese poder real estuvo ahí para garantizar un nuevo esquema de acumulación capitalista, que acrecentaba la decadencia y el atraso nacional: las privatizaciones -que empujaron a decenas de miles al desempleo- funcionan como testimonio viviente de esa “labor” sindical.
Tiempo bisagra, el breve ciclo duhaldista conjugó mega-devaluación con balas de plomo; salarios hundidos con represión. La crisis -al decir de Clarín- produjo muertos y millones de pobres aún más pobres. La “normalidad” kirchnerista fue digna heredera de esa salida a las tensiones del 2001.
Soja y China: el oxígeno que alimentó la “década ganada” se produjo muy lejos y muy cerca de la pampa húmeda. Aquellas condiciones empezaron a salir de escena a partir de 2008. Pausada hasta 2012, la crisis reemergió en forma de ajuste: impuesto al salario, inflación, devaluación, cepo al dólar. Del otro lado, atajando las crecientes tensiones sociales; AUH, contención social y relato. Mucho relato. El triunfo cambiemita en 2015 es inseparable de aquella dinámica, donde millones vieron decaer sus condiciones de vida en progresiva continuidad. Si Clarín y la Sociedad Rural ganaron la “batalla cultural” fue porque la épica progresista resultaba insípidamente vacía.
La crisis rodeó al frentetodismo desde el inicio: caldo de cultivo habilitante de la unidad peronista. Promesa redentora de una parrilla con carne y una heladera llena. Hace menos de una quincena, sin embargo, las urnas ejercieron su propio dictamen. La desilusión parece tener el tamaño de la esperanza. Nadie debería sorprenderse. Se ofreció elegir a los jubilados por sobre los bancos. Pero se actuó radicalmente a la inversa. Se denunció agriamente la deuda macrista. Solo para garantizar su pago.
Los rostros del nuevo gabinete son las caras del peronismo verdadero emergiendo ante esa crisis, que ya trasciende el plano de lo meramente económico y social. La actualización del Poder Ejecutivo funciona como un dispositivo para darle volumen al espacio político que se propone garantizar orden. Este mismo viernes, tempranamente, Aníbal Fernández decidió hacer tangible esa realidad. Hombre de costumbres, mandó a la Policía Federal contra ferroviarios despedidos en tiempos de Macri. La imagen de efectivos atestando las vías dice mucho, demasiado, sobre el nuevo tiempo político en curso.
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Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.