A propósito del libro Tras las huellas del terror (Prometeo) de Ana Sofía Jemio, socióloga y Doctora en Ciencias Sociales, en el que analiza el Operativo Independencia y el comienzo del genocidio en Argentina.
Un nuevo libro sobre los años setenta, esta vez las noticias llegan desde Tucumán. Nos referimos al trabajo de la socióloga y docente Ana Sofía Jemio, Tras las huellas del Terror. El Operativo Independencia y el comienzo del genocidio en Argentina (Prometeo), en el que analiza las características del Operativo prestando atención a las lógicas de producción represiva que puso en juego, situando el sentido original del que define sin rodeos como un “acontecimiento incómodo” por dos motivos: desnuda que fue “un gobierno constitucional, gobierno que ejercía un sector del peronismo”, el que comienza “la instalación de campos de concentración y la política sistemática de desapariciones forzadas” y por si no bastara, interroga sobre “el lugar de la guerrilla” en la explicación del desencadenamiento del genocidio.
Al analizar los dispositivos represivos del Operativo revela la importancia de la clase obrera tucumana en el proceso de lucha de clases entre 1955 y 1975, y aporta elementos que visibilizan los objetivos, el alcance y efectos más profundos impuestos luego con el golpe de marzo de 1976. Reconstruyendo sus acciones y experiencias, Jemio se posiciona más allá en su labor historiográfica, no se limita al relato de los sucesos “tal como fueron” sino indaga sobre las perspectivas posibles, intuyendo casi vivencialmente lo que el Operativo vino a interrumpir.
El libro es resultado de su tesis doctoral y del trabajo colectivo iniciado con el Grupo de Investigación sobre el Genocidio en Tucumán (GIGET) y el Observatorio de Crímenes de Estado dirigido por Daniel Feierstein. Parte de la información reunida en la investigación fue incluida en los juicios y querellas contra los genocidas. Recorremos algunas de sus ideas centrales para amplificar lo que propone la autora, el debate de sus sólidas y fundamentadas conclusiones.
Efectos colaterales. A través de un decreto presidencial Isabel Martínez de Perón ordenaba realizar operaciones militares, de acción cívica y psicológica, a “efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos” en Tucumán. Unos días después, la provincia se transformaba en “escenario de guerra”, avanzaban los secuestros y las desapariciones, “Tucumán es la provincia donde más víctimas hubo antes del golpe de Estado. (...) Es la única provincia en la que la desaparición forzada de personas superó a los asesinatos durante 1975” [1].
La hipótesis ordenadora del libro es que el Operativo Independencia desarrollado entre febrero de 1975 y marzo de 1976 en Tucumán fue “la fase inicial del genocidio” perpetrado en el país, y aclara, por si hiciera falta, que no se trata de igualar dictadura militar y Estado constitucional como si fuesen lo mismo. Si la tortura, asesinatos y desaparaciones a disidentes y opositores son formatos tradicionales de la escalada represiva previa, lo que el Operativo inicia es una nueva forma de ejercicio de la violencia estatal referida a la naturaleza del poder punitivo. Lo que constituye una innovación no se reduce solo a las técnicas represivas que introdujo, como la creación de los Centros Clandestinos de Detención (CCD), sino que trata de los objetivos que dan forma a las modalidades de castigo, es decir, la imposición de un genocidio. Y aquí es indispensable la conceptualización sociológica que Jemio adopta por el que la violencia estatal y el exterminio son parte de una estrategia más amplia de dominación, “la esencia del genocidio no está necesariamente en las muertes que produce sino en lo que se propone con ellas: transformar y someter a quienes quedan vivos” [2]. Esta mirada es relevante porque aborda la complejidad efectiva de estas nuevas tecnologías del poder, como prolongación del terror sobre los vivos, al buscar la destrucción de las relaciones de colaboración y la identidad social que los trabajadores y el pueblo, en este caso tucumano, ganaban en su vida cotidiana y en las calles, es decir “el aniquilamiento de una fracción importante de una población para destruir las relaciones de autonomía y cooperación y la identidad de esa sociedad reemplazándola por nuevas relaciones sociales y modelos identitarios” [3]. Recuerdan, en una escala distinta, los señalamientos de la investigadora Victoria Basualdo en los que plantea que la militarización fabril, con complicidad empresarial, se realizó acompañada de controles al ingresar al trabajo o de secuestros delante de los compañeros en plena jornada laboral, intervenciones para el disciplinamiento de quienes eran testigos, buscando interrumpir la fuerza de lo común, quebrar las condiciones de sociabilidad en el mismo corazón de la empresa o establecimiento.
A través de un minucioso relevamiento el libro expone cómo funcionaron esas técnicas del poder visualizadas en los CCD que se instalaron en la provincia, pensados en su barbarie como espacios productores de individualidad, de sujetos obedientes e identificados con quienes detentan el poder. Centros que formaron una red que articuló espacios como la Escuelita de Famaillá (el principal CCD de la provincia) o la Jefatura de Policía con otros sitios que, si no reunían sus mismas características, contribuyeron a la instalación del terror en todo el espacio tucumano. Se reconocen también en las acciones de control poblacional y de circulación en rutas o la instalación directa de bases militares en los ingenios, interceptando los caminos que acercaban a los trabajadores, o las llamadas acciones cívicas como las campañas de vacunación que intentaban legitimar la intervención y presencia del Ejército.
La autora analiza en términos concretos la aplicación de lo que llama “estructura de producción de las prácticas represivas” considerando temporalidades, áreas o zonas de la provincia, según la fuerza a cargo y las víctimas; evidencia, a través de una cartografía detallada y una cronología de la represión, cómo la trayectoria represiva siguió una estrategia escalonada en el tiempo y el espacio. De este modo un área clave fue la zona sudoeste que abarcaba Lules, Famaillá, Monteros y parte del departamento de Leales, caracterizada por la cantidad de víctimas en relación a los habitantes, espacios de detención clandestina y ocupación territorial de fuerzas represivas especialmente desde 1975 y luego, se produce el desplazamiento como centro de gravedad hacia la capital, que incluía San Miguel de Tucumán y departamentos de Cruz Alta y Tafí Viejo en 1976. En esa hoja de ruta destaca lo que define como “territorialidad social”, una especie de núcleo espacial del que emerge la fuerza del pueblo al afirmar que “si la guerrilla marcó el orden de los territorios a atacar, no fue ni el criterio principal, ni el único con el cual el perpetrador determinó los cuerpos a capturar” [4]. La lógica de ocupación represiva estuvo sobredeterminada por la presencia de organizaciones sindicales y sociales, más allá de la vinculación que mantuvieran con ella.
Fuerza social y el setentismo tucumano. El trabajo de Jemio se concentra en la provincia que experimentó como pocas el terror estatal, en conexión al desarrollo de la clase obrera tucumana como fuerza social. La reconstrucción histórica rescata el protagonismo y sus acciones, frente a lo que podríamos considerar un cierto vacío narrativo por fuera del espacio del Gran Buenos Aires, Córdoba o Rosario donde se desarrollaron sucesos claves de la lucha de clases a partir del Cordobazo.
La autora explica cómo los obreros tucumanos protagonizaron un proceso de larga data de acumulación de experiencias desde 1966, resistiendo la reestructuración productiva de la agroindustria azucarera (mecanización, cierre de 11 de los 27 ingenios, despido de casi 50 mil trabajadores) que puso en jaque a su sector más concentrado y dinámico. Contradictoriamente, esta reorganización de la industria, si bien provocó una dura derrota económica a los obreros azucareros, no logró terminar con la hegemonía que habían conquistado en el movimiento obrero local. Esta condición posibilitó, como analiza Jemio, sostener la rearticulación con otros sectores populares y preparar el terreno para un ciclo de movilizaciones contra los cierres de ingenios, encabezadas por los azucareros, rurales y de los surcos, que se retoma luego a comienzos de la década de 1970. Las fábricas e ingenios estaban localizados junto a los campos de cultivo, rodeados por barrios o comunidades obreras cuya dinámica estaba organizada alrededor de ellos. En el libro señala que
los sindicatos de ingenios cerrados cumplieron un rol central en la organización de la vida de sus pueblos. Por un lado, fueron una pieza clave en el armado de los Comités Pro Defensa, una instancia que articuló a distintos sectores sociales de cada comunidad en la lucha por garantizar sus condiciones de vida. Por otro lado, algunos sindicatos desarrollaron procesos organizativos para resolver necesidades de la vida en común como la recolección de basura, la provisión de agua, el mantenimiento de la cancha de fútbol o del club local, todas cosas de las que antes se ocupaba el ingenio [5].
La experiencia de la clase obrera les había contagiado a esas comunidades fuerza, vínculos de pertenencia y conciencia de su poder, que el Operativo primero y el golpe después buscarían derrotar.
Esta dinámica de enfrentamiento adquiere otra significación a partir de 1973 con un cambio de dirección en la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA) que desplaza al sector dialoguista por otro del peronismo (Atilio Santillán) ligada a sectores combativos [6] y el aumento de la conflictividad en toda la provincia que objetivamente se oponía a la política de Pacto Social [7] del gobierno de Perón, cuya máxima expresión fue la huelga azucarera de 1974 impuesta por bases muy activas. Como señalan Maximiliano Olivera y Juan Rovere,
para la burguesía local la huelga azucarera del ‘74 fue más que una pelea por salarios. Por eso la derrota en el plano sindical no era suficiente. Resultaba notable que un dirigente del peronismo combativo como Atilio Santillán no haya podido contener a las bases, contagiándose el ejemplo a otras provincias. En los ingenios Ledesma (Jujuy), El Tabacal y San Isidro (Salta) se realizaron paros en solidaridad, y existía el peligro de una coordinación entre los sectores combativos azucareros pero también mineros de Jujuy, rurales de Salta, docentes de Jujuy y Tucumán, citrus y textiles, es decir, los principales resortes económicos de todo el NOA, por nombrar sólo algunos de los sectores de la región donde tenían peso o dirigían sindicatos corrientes enfrentadas al Pacto Social y a la CGT [8].
La huelga se extendió diecisiete días, buscó junto a los estudiantes y otros sectores combativos sellar una fuerte alianza ganando enorme proyección a partir del reclamo de aumento salarial, en medio de la inflación creciente, que enfrentaba los lineamientos del Pacto Social y acompañaba la tendencia de los trabajadores que a nivel nacional desafiaban a la burocracia con huelgas salvajes, en una experiencia de confrontación con el gobierno peronista. El Operativo se inscribirá, de este modo, en una periodización de la represión a los trabajadores más amplia que incluye Córdoba, Villa Constitución y el GBA, en la que los procesos de militancia obrera y sindical y sus experiencias políticas más avanzadas, durante los primeros años de la década del ‘70, son elementos decisivos para entender las prácticas represivas promovidas desde el Estado nacional.
Guerrilla, territorio y genocidio. A mediados de 1974 se había instalado en el monte tucumano la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, la guerrilla rural del PRT-ERP. La preocupación de la autora sobre el vínculo y la relación de la guerrilla con el inicio del genocidio en la provincia es otro de los temas que atraviesa el libro, planteando entonces varios interrogantes: ¿fue la guerrilla una excusa y el movimiento social era el verdadero objetivo? ¿Vale construir desde allí dos universos separados? ¿Eran las masas tucumanas incapaces de pasar el umbral de la violencia y con ello la transformación revolucionaria?
Jemio considera que el Operativo Independencia se desarrolló en Tucumán por la presencia de la guerrilla y otras organizaciones revolucionarias, y en ese sentido no fue una excusa. Continúa, sin embargo, señalando que a través de su aniquilamiento, su objetivo inmediato, se perseguía otro más profundo, el fundamental:
la destrucción de un modo de ser, y un modo de hacer de las clases populares que era a la vez, un efectivo freno a las necesidades del capital y la condición necesaria -aunque no suficiente- para el desarrollo de corrientes revolucionarias [9].
Nunca abandona la hipótesis de que el plan de reconversión productiva encontró en la resistencia obrera y social un freno infranqueable y por ello la represión golpeó allí. Era parte del plan de conjunto de la dictadura por el cual se proponía transformar radicalmente la estructura económica y social del país y para ello debía terminar con el ascenso obrero y popular que amenazaba el poder burgués. Es el punto de partida indispensable para entender este momento de la historia nacional, en el que desde el Cordobazo las tendencias a la insurgencia obrera se expresaron en el terreno estricto de la lucha de clases como en la emergencia de corrientes de izquierda y revolucionarias, incluyendo las organizaciones armadas [10].
Esclarecida esta consideración, sin embargo el libro no menciona ni desarrolla un campo de discusiones necesarias sobre la política de las organizaciones guerrilleras. No por especulación polémica sino porque a la luz de la experiencia tucumana son inevitables para entender lo ocurrido y no menor, pensar sus lecciones, releerlas frente a los desafíos del presente y del futuro. No se trata de presentar una imagen pacificada de la resistencia popular o de anular los anhelos revolucionarios de la lucha social, ahí están el “Tucumanazo” (1969), el llamado “Quintazo” (1972) en la misma provincia que lo desmienten. El problema reside en otro lugar. Replantear en qué medida las acciones que el ERP promovía, autónomas de la política y por fuera de la experiencia vital de la lucha de clases [11], subordinadas a su lógica militarista de grupos guerrilleros enfrentados a las Fuerzas Armadas, impidieron que se construyera por ejemplo la autodefensa de las masas (sus propias milicias obreras) como lo requería ese proceso de guerra de clases, que incluía elementos de guerra civil. Nuestra crítica política a la guerrilla no desconoce su voluntad de combate, sacrificio y sus ideales de transformación social como expresión de la radicalización general de las masas, pero es indispensable analizar en qué medida su política poco contribuyó a desarticular lo que, con mucha precisión en el libro, Jemio destaca como la gran construcción simbólica del Operativo: presentar la tríada ejército/guerrillero y al monte como espacio de confrontación “por escisión” del conflicto social, como un lugar donde se libraba una batalla decisiva [12].
¿Cuáles fueron los criterios y disputas políticas que definieron las prioridades de la represión en el país? ¿Cómo confrontar en el presente los sentidos vigentes que legitiman el exterminio como respuesta a la lucha armada? ¿Cómo operó la colaboración de los grupos empresariales en la producción de estas prácticas represivas? Hay mucho por conocer, recuperar y debatir. En ese sentido, la investigación de Ana Sofía Jemio aporta una serie de reflexiones, datos políticos y sociales valiosos sobre la base de entrevistas, documentos militares, material de prensa y judicial, imprescindibles para comprender las formas de la violencia estatal que desplegó el llamado Operativo Independencia y develar sus estrategias narrativas. Y por último, no menos importante, sus propósitos más profundos.
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