Pagar hasta llegar a la catástrofe, y continuar haciéndolo aun después, como en Grecia, como en la Argentina hasta 2001, o como pretenden ahora Macri y el FMI, ¿es lo mismo de siempre o un resultado de posiciones recientes del poder financiero global?
¿Por qué no defaultear? Esta es la pregunta que titula un reciente libro de Jerome Roos [1]), dedicado a la historia de las cesaciones de pagos de la deuda soberana. El investigador se interroga: ¿por qué, si a lo largo de la historia, dejar de pagar la deuda era para los Estados una cuestión tan habitual como emitirla, en las últimas décadas las cesaciones de pagos fueron más bien la excepción? Se trata de una cuestión particularmente intrigante, considerando el sinnúmero de situaciones de crisis en las finanzas públicas registradas en estas décadas.
El eje de la indagación está en el crédito internacional, que se desarrolló en Europa desde finales de la Edad Media, y ata actualmente a todos los países en beneficio de un reducido número de plazas financieras y grandes bancos de inversión, por cuyas manos pasa la intermediación de buena parte de los pasivos de los Estados. Antes de analizar por qué casi han dejado de producirse cesaciones de pagos en tiempos recientes, Roos se pregunta cómo es que, considerando la ausencia de leyes y poderes institucionales que aseguren a los prestamistas el cobro de las deudas soberanas, estas pueden llegar a producirse en primer lugar.
Para dar respuesta a ambos interrogantes, Roos va a analizar el poder estructural de las finanzas internacionales. El Estado
… es estructuralmente dependiente de la provisión de crédito privado para ser capaz de reproducirse y llevar a cabo sus funciones sociales, políticas y económicas. El efecto de esta dependencia es restringir la relativa autonomía del Estado respecto de las finanzas e imponer ciertos límites en el margen de maniobra disponible para el gobierno [p. 72]
.
Esta dependencia se profundizó en las últimas décadas, por varios motivos que señala el autor. Entre ellos está la “financierización” de la economía y la mayor movilidad del capital que, como señaló Saskia Sassen, ha llevado al fortalecimiento de determinados elementos del aparato estatal (los ministerios de Hacienda y Bancos Centrales) en detrimento de otros. También, la creciente dependencia del Estado respecto del crédito para solventar sus gastos, a partir de lo que Wolfgang Streeck definió como la transformación del “Estado fiscal” en un “Estado deudor”, es decir, el aumento en las finanzas del rol de la deuda en detrimento de los impuestos, como resultado de las políticas destinadas a reducir la carga fiscal para beneficiar la rentabilidad capitalista.
Los mecanismos de disciplinamiento
Roos propondrá que el poder estructural de las finanzas, variable a través del tiempo, va a estar determinado por tres mecanismos de imposición. La tesis de Why not default? es que un país podrá suspender unilateralmente sus pagos −inclinación que solo se dará como resultado de crisis políticas generadas por la resistencia popular a las políticas de austeridad− solo si los tres mecanismos de imposición se rompen. Estos son:
• Disciplina de mercado: es la coerción ejercida por los propios financistas a través de la amenaza creíble de cortar el crédito a los países que no lleven a cabo políticas consistentes con el cumplimiento sostenido de los pagos de deuda. Su poder se incrementa por los “efectos derrame” que genera la cesación de pagos sobre el conjunto de la economía: recorte del crédito para la actividad privada, amenaza a la estabilidad del sistema bancario, etc. La medida en que puede imponerse esta disciplina de mercado está determinada por 1) la capacidad de los acreedores de mantener un frente común contra los deudores (un “cartel”), que tiende a ser mayor cuanto más concentrada está la deuda y más entrelazados los intereses de los acreedores; y 2) la dependencia de los deudores respecto del cartel de acreedores, que será mayor en la medida en que el Estado tenga pocas opciones alternativas de financiamiento y cuando su autosuficiencia financiera sea baja. El poder de este mecanismo se manifiesta en la inclinación de la mayor parte de los Estados por mantener déficits fiscales bajos, cuidar su calificación de riesgo, etc. Pero se debilita en extremo cuando los países llegan a situaciones financieras críticas. La tentación de los acreedores para deshacerse de los activos “tóxicos” (que adquirieron con frenesí previamente), desarticula el cartel de acreedores y amenaza con realizar una “profecía autocumplida” de default. Como afirma Susanne Soederberg, citada por Roos, “para recrear las relaciones de poder en el sistema internacional de crédito es necesario asegurar que los deudores continúan en el juego de los préstamos” [p. 90]. Como barrera contra el default, el mecanismo de mercado es necesario pero insuficiente. Requiere un contrapeso.
• El crédito oficial con condicionalidades: los préstamos de “salvataje” a los países en problemas apuntan a actuar allí donde la disciplina de mercado amenaza con romperse. Quien juega ese rol por excelencia en la arquitectura diseñada al término de la II Guerra Mundial es el FMI (complementado por la Secretaría del Tesoro y la Reserva Federal de los EE. UU. durante las últimas décadas). A la amenaza de dejar de prestar a los países que no cumplan, que dejaría a los asistidos a merced del default y sin acceso a ningún financiamiento, los acreedores oficiales le suman la presión ejercida por ejecutar el crédito en tramos: que continúe el flujo de dinero depende del cumplimiento de determinadas metas: “el deudor solo recibirá su próxima cuota del préstamo si se mantiene al día con sus acreedores privados y lleva adelante los ajustes estructurales demandados” [p. 91]. Las condiciones para que este mecanismo funcione son similares por el lado de los deudores (que no haya opciones alternativas de financiamiento y su autosuficiencia sea reducida). Por el lado de los acreedores, también depende de su capacidad para presentar un frente unificado; en esto hoy el FMI actúa como un “acreedor colectivo”. Acá la cuestión va estar determinada por diversos factores, que pueden hacer que el FMI y los países acreedores actúen con mayor o menor urgencia. Si la exposición de los grandes bancos internacionales es elevada, y por lo tanto el riesgo de contagio sistémico es elevado, “los gobiernos de los principales países acreedores y el FMI compartirán un interés común en un salvataje” [p. 92]. Este interés decaerá si los bancos de las principales potencias no están tan expuestos. El frente acreedor se puede fragmentar si en los países acreedores la asistencia a países en problemas encuentra oposición, o si, por el incumplimiento de las metas, es el FMI quien decide no continuar un Acuerdo Stand By. Si esto “se combina con limitada exposición de las instituciones financieras de los países acreedores, reduciendo el riesgo de contagio hacia el centro del capitalismo global”, los prestamistas oficiales podrían de hecho “decidir directamente interrumpir cualquier provisión de financiamiento de emergencia adicional, provocando así el default que el salvataje original se suponía que debía impedir” [p. 93].
• Las élites domésticas como puente de las finanzas internacionales: si los que mencionamos hasta ahora operan como mecanismos internacionales de imposición, estos se complementaron “con la internalización que la disciplina de los deudores dentro del aparato estatal de los países deudores”. En un contexto de alta dependencia estatal del financiamiento, los grupos sociales “capaces de atraer crédito asequible ven fortalecida su posición en relación a aquellos que carecen de esta capacidad” [p. 94]. En palabras de Sylvia Maxfield, “a mayor necesidad de tener buenas relaciones con los acreedores internacionales, más peso tendrán estos y los banqueros estrechamente relacionados con ellos en el proceso político” [2]. La operatividad de este mecanismo dependerá del grado de dependencia del financiamiento que tenga el Estado, de la capacidad de estas élites para asegurar efectivamente la provisión de crédito, y del grado en que puedan “rechazar la oposición popular desde abajo y mantener el control político y administrativo de las ‘alturas de mando’ del diseño de la política económica −especialmente el Ministerio de Finanzas y el Banco Central” [p. 96].
Si bien la de la deuda soberana es una historia de expoliación en beneficio de los centros financieros, no fue sino hasta tiempos muy recientes que los acreedores lograron evitar que la misma se cortara de forma más o menos recurrente por la declaración unilateral de los deudores de suspender los pagos.
Defaults con historia
Las cesaciones de pagos son tan antiguas como el crédito soberano. Este último encuentra sus orígenes en las ciudades italianas en el siglo XII. Génova, Florencia y Venecia fueron las primeras repúblicas independientes en tener deuda pública. Con ella, no tardaron en venir las revueltas contra las políticas de recaudación requeridas para cumplirla (la rebelión de los Ciompi entre 1378 y 1382 es uno de los primeros antecedentes [3]) y también las declaraciones unilaterales de cesación de pago.
Roos estudia cómo a lo largo de las centurias se fueron perfeccionando los mecanismos de imposición sobre los deudores, para incrementar los costos para los mismos de declarar una cesación de pagos. Lo cierto es que, a pesar de los esfuerzos de los financistas y de los países acreedores por limitar los defaults, estos fueron el resultado ineludible de casi todos los booms crediticios. Durante la hegemonía internacional de las finanzas británicas, podemos datar tres oleadas de default soberano: en la década de 1820, en la de 1870 y en la de 1930. En la primera, 15 países entraron en cesación de pagos (lo que equivalía a 29 % de los países independientes y 22 % de la deuda), en la segunda lo hicieron 17 (37 % de los Estados independientes y 23 % del crédito), y en la última fueron 24 (39 % de los estados y 35 % de la deuda total). En la mayor parte de los casos, la suspensión de pagos se mantuvo durante décadas, sin que los acreedores pudieran evitarlo a pesar de sus denodados esfuerzos. Solo la posibilidad de acceder nuevamente a un festín de créditos motivaba a los Estados en cesación a retomar su endeudamiento.
Una idea muy común es que si no pagás te invaden. Pero esto no fue del todo así ni siquiera en los momentos de la llamada “diplomacia de la cañonera”. Gran Bretaña enunció en 1848 la doctrina Palmerston, por la cual el gobierno de su Majestad se reservada el derecho ya sea a intervenir o no por medios militares o diplomáticos en disputas sobre la deuda extranjera, estableciendo que hacerlo no era “ni un derecho de los bonistas ni un deber del gobierno”. En ese entonces, Sir John Simon advertía que los acreedores que privilegiaran títulos extranjeros con tasas superiores a 10 % en vez de la deuda británica no podían considerarse con derecho a la intervención británica en caso de default. La intervención tuvo lugar, como parte de una política crecientemente imperialista, en algunas oportunidades. Grecia fue una de sus primeras víctimas en 1854. Le siguió México, donde tuvo lugar la expedición conjunta de Inglaterra, Francia y España para invadir el país después de que en 1861 Benito Juárez declarara la cesación de pagos. También Egipto y Turquía fueron convertidos durante un período en protectorados para imponer el restablecimiento de los pagos. Pero de conjunto, esta amenaza de invadir países para asegurar el pago de las deudas en default, fue más blandida que efectivizada, aun en esos años. Y “en los pocos casos en los que los Estados acreedores encararon acciones militares, las motivaciones detrás de las intervenciones estuvieron raramente limitadas a los intereses de los bonistas solamente” [p. 120]. La aplicación de esta “diplomacia de las cañoneras” a la cuestión de la deuda fue rápidamente abandonada. Entre otros motivos por el costo de las expediciones, por los resultados dudosos arrojados por muchas de ellas en materia de recuperación de los pagos, y porque tampoco las invasiones sirvieron como amenaza para el resto de los deudores, que continuaron durante décadas sin regularizar sus pasivos.
México: el punto de inflexión
No fue sino hasta la crisis de México, en 1982, cuando el imperialismo pudo articular los mecanismos de imposición arriba mencionados de tal forma que le permitieran hacer aparecer como inviable dejar de pagar la deuda. Por la alta exposición de los bancos norteamericanos a la deuda mexicana y las consiguientes amenazas de riesgo sistémico, el gobierno de Ronald Reagan, reacio inicialmente a la intervención, terminó avalando una enérgica asistencia al gobierno de José López Portillo a cambio de ajustes. Los acreedores privados, el FMI y el Tesoro presentaron un frente unificado. En este momento y en los años siguientes, se aseguraron además mediante presiones para que cada país negociara su deuda en forma separada, evitando la conformación de un cartel de deudores que fue intentada por el gobierno de Argentina. A pesar de que Portillo intentó en México tomar medidas contra el poder de las finanzas, estableciendo una nacionalización del sistema financiero, los funcionarios de su propio gobierno –que actuaban como interlocutores de los acreedores internacionales y el FMI– trabajaron activamente para limitar el alcance de dichas medidas, que serían revertidas con el gobierno de su sucesor, Miguel de la Madrid.
A partir del “salvataje” a México (que solo fue tal para los acreedores y los bancos internacionales) comienza una nueva historia. Una donde las declaraciones unilaterales de cesación de pago de la deuda soberana son una excepción, al borde de lo impensable.
2001, odisea en Buenos Aires
El default de la Argentina, declarado en diciembre de 2001 por Adolfo Rodríguez Saá frente al aplauso entusiasta de los mismos diputados y senadores que habían avalado todo la insostenible espiral de endeudamiento, es según Roos “la excepción que confirma la regla” [p. 187].
No vamos a detenernos en los vericuetos que sintetiza Roos de la larga crisis que condujo la caída de De la Rúa y al default, sobre la cual ya hemos escrito en varias oportunidades [4]. Lo que resulta interesante es ver cómo, a lo largo de la crisis, y ante la evidencia de que el default se convertía en un escenario cada vez más difícil de evitar, el conjunto de los mecanismos de imposición se debilita.
En primer lugar, Roos apunta a cómo el megacanje, operación orquestada por Domingo Cavallo para posponer vencimientos que afrontaba en 2001 por USD 15.000 millones, a cambio de intereses elevadísimos y una mayor carga de deuda en el largo plazo, permitió a una docena de bancos de Wall Street deshacerse del riesgo de las pérdidas de un default desordenado en la Argentina, que fueron mayormente transferidos a atomizados bonistas de Europa y Japón [p. 196]. Esto debilitó el primer mecanismo de imposición. En vez de un frente sólido de banqueros que tenían en sus manos la mayor parte de la deuda (como a comienzos de los años ‘80), o de una finanza de bonos muy concentrada como la de comienzos de los años ‘90, primaba la dispersión. También entraba en juego el hecho, nada menor ni ingenuo, de que los grandes banqueros y fondos empezaban a posicionarse en preparación a un default, alistados para comprar bonos a precios de remate y accionar legalmente en el caso de cesación de pagos [p. 197].
Con el gobierno de George W. Bush, reacio a políticas de salvataje extendido como las implementadas en las crisis de Asia y Rusia a finales de los años ‘90 y crítico del rol del FMI, también el segundo mecanismo de imposición empezaba a verse debilitado. El secretario del Tesoro de EE. UU. se preguntaba por qué “los plomeros norteamericanos” aportarían para salvar a la Argentina. En este contexto, sería finalmente el FMI el que, en diciembre de 2001 le bajaría el pulgar a la Argentina negando un desembolso de USD 1.260 millones.
En estas condiciones, con un gobierno desacreditado por los acreedores y jaqueado por la resistencia popular a las políticas de ajuste, expresadas en decenas de paros generales y numerosas acciones de desocupados y otros sectores populares, el tercer mecanismo de imposición también saltó por los aires. Después de décadas en las que el poder financiero internacional había logrado exitosamente bloquear la ocurrencia de una cesación de pagos, los propios financistas, el FMI y EE. UU. se resignaron finalmente y apuraron lo inevitable, no sin antes tomar sus resguardos (junto con la gran burguesía argentina, que fugó capitales masivamente) para no ser salpicados por la bancarrota [5].
No defaultearás
El eje que articula la operación de los mecanismos de imposición arriba mencionados pasa por volver al default en una alternativa aparentemente mucho más infernal que seguir pagando al precio de una austeridad que se mide en hundimiento de la economía, desempleo y pobreza. La política para intentar pagar, en la Argentina provocó una depresión de cuatro años desde 1998, y va camino a producir un resultado parecido en la Argentina actual. Grecia, otro país mencionado por Roos, todavía vive los estragos de la crisis comenzada en 2010.
Frente a esto, y a pesar de todo el terrorismo que las finanzas y sus voceros realizan sobre los efectos derrame de un default, la evidencia es que si bien estos son difícilmente evitables y pueden resultar severos en lo inmediato, “a juzgar por la experiencia histórica probablemente den paso a una recuperación entre seis meses y dos años”. Además, al contrario de lo que afirman quienes igualan cesación a caos, existen alternativas para que “los ciudadanos del país deudor queden aislados de los efectos de derrame resultantes, a través de excepciones especiales, garantías y compensaciones para los depositantes y pequeños inversores como pensionistas” [p. 321].
El autor menciona cómo en Rusia los bolcheviques exceptuaron en 1918 de la cesación de pagos a los pequeños bonistas y tomaron medidas que “blindaron a los trabajadores comunes de algunos de los costos inmediatos del default”.
Recuperar la historia “perdida” de las cesaciones de pagos, que los financistas y sus voceros pretenden mantener olvidada, secundados por los “nacionales y populares” que aspiran a retornar a la gestión del capitalismo dependiente en favor de una burguesía “nacional” cada vez más integrada con este poder financiero internacional –y que tampoco ofrecer más alternativa que un ajuste con “rostro humano”–, permite mostrar que de ningún modo es un “salto al vacío” el planteo de repudiar la deuda, cuyo pago hoy solo puede continuarse en el país a expensas de un ajuste draconiano que no tiene horizonte visible de finalización. Sin que esto quite señalar, al mismo tiempo, que las suspensiones de pagos declaradas por gobiernos burgueses en la historia no han sido más que interregnos, aunque a veces de cierta duración, para volver a pagar, sin ahorrarle a la clase trabajadora y sectores populares ni los padecimientos del “efecto derrame” inmediato a dejar de pagar, ni los que acarrea restablecer la sangría de la deuda. Lejos del relato de “honrar” las deudas, esto muestra que hay alternativas. Pero que para alcanzarlas, no se puede aspirar a “negociar”, desde una “posición de fuerza” [6], con este entramado de buitres cada vez más fortalecidos, perspectiva que solo podemos tomar por ingenua o cínica. La única vía para terminar con el ajuste para por cortar de cuajo con las correas de transmisión de la disciplina de la deuda.
Lejos de traer el caos, salir del Fondo y repudiar la deuda, llevada a cabo por un gobierno de trabajadores como parte de una serie de medidas tendientes a imponer que la crisis la paguen los especuladores y grandes empresarios que la generaron, es la única vía para empezar a cortar los padecimientos que impone el staff de Lagarde, Macri y quien lo suceda el 10 de diciembre.
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