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¿Qué ves cuando me ves? De crisis, conciencia de clase y marxismo

Ariane Díaz

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¿Qué ves cuando me ves? De crisis, conciencia de clase y marxismo

Ariane Díaz

Ideas de Izquierda

En este suplemento hemos analizado ya distintos aspectos de la victoria de Milei. En la anterior edición, Juan Dal Maso se dedicó especialmente a los debates surgidos alrededor de por qué sectores populares, que van a ser una parte de los afectados por su plan, sin embargo lo votaron: ¿neoliberalismo popular? ¿hegemonía o abigarramiento? ¿Triunfo póstumo de la ideología neoliberal o muestra de las crisis que la recorren? ¿Qué estrategias debe tener frente a ello la izquierda? De allí partimos buscando seguir tirando del hilo.

Las respuestas de todo un sector de la intelectualidad que en estas elecciones apoyaron a Massa como “mal menor” van desde el estupor despectivo hacia un pueblo “que nunca se equivoca” salvo cuando no los vota –“vómitos insensatos” incluidos– a la sorpresa un poco extemporánea, porque las encuestas favorecían a Milei –quizás le habían creído a Massa lo de que darle un empujoncito era una “jugada maestra” para dividir a la oposición–. En otros pocos casos hay elementos de autocrítica por todo lo que no parece haber funcionado en la “batalla por el sentido común”, como “afirmar el derecho a una vida digna” pero “mirar de costado a un 40 % de pobreza”. No los ayuda quizás mantener los esquemas ideológicos de una batalla que hace no tanto creyeron ganada: no solo no reconocer el carácter asintótico del malmenorismo –que te va corriendo el arco porque siempre hay un “mal mayor”– o la diferencia entre lo que se dice y lo que realmente sucede; sino definiciones más de fondo. Por ejemplo, que la oposición “Mercado vs. Estado”, de la que parece derivarse tan fácilmente “individualismo vs. lo colectivo”, no necesariamente son contraposiciones: una visión paternalista del Estado que otorga graciosamente derechos bien puede combinarse con un individualismo que no registra a toda la parte del colectivo que se cae del mapa o, como hace más de una década –en mejores momentos del modelo K– ya Eduardo Grüner había señalado metiendo la necesaria cuña de clase vía Bajtín o Gramsci: si creemos que en la sociedad capitalista el Estado no tiene que ver con el poder económico o el mercado, entonces alguien ya ganó una batalla ideológica, pero no precisamente nosotros. Porque el “triunfo hegemónico” de la clase capitalista sobre las clases subalternas consiste “precisamente en el ocultamiento del conflicto”.

Pero la pregunta por las dinámicas político-ideológicas y su relación con la situación estructural en la que se insertan han sido motivo de largos debates también, claro, entre los marxistas, en términos en este caso de los desarrollos, avances o retrocesos, de la conciencia de clase. ¿Cómo se desarrolla esta, evolutivamente o a saltos? ¿Son las crisis que depara el capitalismo las que la convulsionan o, por la desorganización que estas producen, se mantiene como dato relativamente constante a pesar de las crisis? De estas definiciones se desprenden distintas estrategias y tareas que deberían darse los revolucionarios para intervenir, y es por tanto una discusión que se actualiza en este período y que es necesario profundizar. En esta oportunidad lo haremos refiriéndonos a la reciente polémica entre Rolando Astarita y Jorge Altamira.

Haciendo cola para nacer

Intercambiando sobre el ascenso de Milei y la situación en Argentina, y tomando planteos de las corrientes de izquierda, en “Ascenso de la derecha, ¿situación ‘prerrevolucionaria’?”, polemizando en principio con Altamira, Rolando Astarita atribuye al “trotskismo” (de hecho, Astarita señala que todo el Programa de Transición es una especie de ejemplo acabado de este razonamiento defectuoso) una serie de creencias encadenadas y reiterativas:
• que son las crisis económicas por sí mismas las que llevan a las masas a radicalizarse;
• que en la medida en que el capitalismo ya no desarrolla las fuerzas productivas, la situación es más o menos siempre “objetivamente revolucionaria” y resta solo superar a las direcciones.
• que las masas trabajadoras siempre están dispuestas a luchar, pero las traicionan las direcciones y por eso a veces no lo hacen (es decir, que el trotskismo las usa como excusa para no renunciar a su esquema).

Su conclusión: que “las crisis y las penalidades sufridas no necesariamente inducen a las personas a girar hacia la izquierda” y, más concretamente, que en la victoria de Milei no jugó solo el rechazo a la situación económica sino a que sus ideas calaron en un sector popular. Un poco la inversa de quienes ahora repiten como mantra haber descubierto que “es la economía, estúpido”, Astarita insiste en el aspecto ideológico.

Unos días previos había señalado que las tareas para la izquierda deberían

… llevarse en tres planos (como alguna vez recomendaron Engels y Lenin): en lo económico, contra la caída de los salarios y la ofensiva contra los derechos laborales; b) en el plano político, la defensa de las libertades y derechos democráticos; c) en lo ideológico (lo “propiamente cultural”), contraponer la crítica a esta sociedad basada en la explotación, y desarrollar la perspectiva socialista.

Veamos, tratando de ir al eje y evitando demorarnos en una serie de simplificaciones forzadas, porque que las hay, las hay: confundir intencionalmente –porque suponemos que el autor conoce de sobra las citas– algo como lo que está pensando Trotsky en 1938 en vistas a una guerra mundial y “una crisis económica”, incluso una tan profunda como la argentina; desconocer las distintas posiciones que existen entre las corrientes sobre esos temas aunque mezcla sus referentes; ignorar una seguramente insuficiente pero importante labor de elaboración y discusión en el trotskismo sobre procesos históricos como el fascismo, el surgimiento del New Deal o más recientemente la Restauración capitalista que desmentirían análisis simplistas como los que nos atribuye. El autor en cambio prefiere resaltar lo obvio: que no hay una relación directa entre crisis y ascenso de la izquierda. Algo así como reafirmar lo que sostienen muchos de quienes atacan a la izquierda por seguir más o menos explícitamente el principio de “cuanto peor, mejor”.

Podemos coincidir, sin embargo, en que la apelación a los planos que distingue Engels están más que vigentes, aunque habría que señalar que en el resumen de Astarita, las tareas parecen reducirse a defender aquellas medidas mínimas para sobrevivir (el salario y ciertas garantías legales) + propaganda de las ideas socialistas.

Pero ¿cómo se explica en ese caso no el calado de la ideología dominante, e incluso de elementos reaccionarios, en los sectores de la clase obrera (es decir, todo aquello relacionado a las posibilidades hegemónicas de los que dominan sobre los dominados), sino el caso contrario: el calado de las ideas revolucionarias en una clase que solo tendría como tarea preservarse como tal? Ni hablemos de la posibilidad de ganar para las ideas revolucionarias a otros sectores de clase igualmente oprimidos por el capital. ¿Se trataría de un proceso educativo o directamente de una imposibilidad? ¿Ese avance en la conciencia se puede dar en cualquier momento a fuerza de propaganda, o requiere alguna relación con la situación objetiva, con las condiciones, propósitos y crisis de las clases dominantes? ¿Tomará también desprevenidos a los socialistas? ¿Cómo intervendrán estos en la experiencia que las masas hagan con esas condiciones y las lecciones que de allí desprendan?

En cuanto a su crítica al Programa de Transición, que ha elaborado largamente, no nos referiremos aquí porque en un libro reciente Matías Maiello lo ha considerado en detalle. Solo digamos que en este el problema justamente se relaciona con este aspecto de la conciencia de clase.

Para Trotsky, las medidas transicionales tenían el objetivo de articular un puente entre la conciencia de las masas y la necesidad de una respuesta de fondo ala barbarie capitalista. Se trata de desenvolver y acompañar la movilización independiente de la clase (emancipada de las representaciones políticas burguesas, de las burocracias que le hacen de correa de transmisión de las ideas dominantes en su propia seno, etc.) en pos de realizar ese programa, lo cual requiere, necesariamente, la toma del poder. Para Astarita, en cambio, las medidas transicionales solo encontrarían fuerza material para realizarse después de la toma del poder; es decir, que dentro del esquema del largo debate sobre programa mínimo y máximo, las medidas transicionales se contarían entre las de máxima. Plantearlas antes de que estén dadas esas condiciones o bien sería inconducente o bien sería una forma de concesión, porque darían la idea de que puede realizarlas un Estado capitalista.

Pero incluso si aceptáramos su particular lectura, lo que no queda claro en su planteo es cómo conquistar las relaciones de fuerza suficientes para ganar esa lucha, ni de dónde surgen las condiciones para la toma del poder, ni cómo puede la clase articular una hegemonía alternativa para reemplazar el aparato estatal burgués con un Estado de otra clase, ni cómo la conciencia podría desarrollarse en ese camino, salvo que nos contentemos con la eficacia única de la propaganda comunista –que sin duda es necesaria y, como dijimos es también uno de los objetivos del programa transicional–.

De nuevo, respecto a los desafíos por hacer avanzar la conciencia de clase y las ideas socialistas en los sectores populares que habitan una sociedad capitalista donde las que dominan son las ideas de la clase dominante, las respuestas de Astarita tienen, bien miradas, gusto a poco, y no contemplan qué papel podría jugar la intervención de la izquierda. Y siendo un poco más suspicaces, recuerdan mucho a estrategias que en nombre del marxismo se ensayaron antes sin buenos resultados.

Cuadros colgados

A estos planteos responderá Altamira en “La izquierda se refugia en la victoria de Milei”. Obviaremos también aquí la serie de tergiversaciones o directamente inventos que el actual grupo que rodea a Altamira le dedicó al FIT-U, llegando incluso a decir que sería “contrarrevolucionario” llamarlo a votar en las elecciones generales y que refuercen sus bancas en el Congreso (la militancia de izquierda parece nunca equivocarse mientras lleve a Altamira de candidato, pero si esa condición no se cumple solo habrá cretinismo parlamentario). Remitimos, en todo caso, a los debates publicados en La Izquierda Diario.

Concentrémonos en todo lo que, en coincidencia con Altamira, nos reverbera como ecos de otras estrategias en los planteos de Astarita:
• que el capitalismo, enredado en las contradicciones que implica su propia lógica de acumulación, es el que engendra las crisis;
• que, librado a su suerte, esas crisis nos arrastran a todos, pero que por eso mismo también, al intensificar los padecimientos del conjunto, abren al propio cuestionamiento del sistema;
• que el desarrollo de la conciencia no es evolutiva ni meramente pedagógica;
• que la “crisis de dirección”, lejos de ser una excusa, no solo es parte de la explicación de numerosas derrotas, sino que es el motor de la insistencia de los marxistas en llegar preparados a las crisis.

Sus conclusiones: su método es “materialismo histórico”, opuesto al “idealismo especulativo” de Astarita.

Pero habría que decir que un catastrofismo tosco no es lo mismo que materialismo histórico, que dedicar esfuerzos a la disputa de ideas para combatir los sentidos comunes de la clase dominante no es por sí mismo idealismo, pero sí puede serlo esperar a que las crisis capitalistas resuelvan por sí mismas todo lo que no preparamos antes. Veamos.

Si los marxistas definieron que la acumulación capitalista hace tiempo que está en contradicción con la existencia de los Estados nacionales –aquello que Engels señalara como “último homenaje” del capitalismo al socialismo, y que se materializara en carnicerías imperialistas–, el método de Trotsky para analizar situaciones de mayor o menor “equilibrio” del sistema estaba lejos de ser “catástrofe-dependiente”, es decir, de reducirse al señalamiento –indispensable de por sí– de analizar el “elemento económico”, las posibilidades de acumular, expandirse o no, del capital, en una determinada etapa. El revolucionario ruso supo insistir en que las tendencias económicas del capital debían analizarse a la par de la geopolítica y de la evolución de la lucha de clases. Por ejemplo, si para definir la etapa actual hay que decir que el espacio que ganó el capital con la restauración en los países de la ex URSS –la base del neoliberalismo– está encontrando hoy sus propios límites, como se ve desde la crisis del 2008; también hay que decir que eso mismo ha abierto una disputa geopolítica entre distintos espacios nacionales con afanes más o menos sustentables de mantener su predominancia o ganar un lugar como potencias imperialistas (y por eso este siglo está marcado por el horizonte de la disputa EE. UU.-China), y que en esas disputas y crisis se han colado, y pueden colarse de manera más decisiva aún, los embates de la lucha de clases. Si las contradicciones propias de la época imperialista mantienen sus efectos y las distintas etapas de “equilibrio” capitalista son en este sentido siempre inestables y transitorias, también es cierto que estas contradicciones no se resuelven nunca por sí mismas en la economía. O en todo caso, podríamos decir que librado a sus propia lógica el capitalismo se resuelve en barbarie. Si de lo que se trata es de evitarla, la resolución deberemos buscarla en la lucha de clases, y más precisamente en que esas luchas nos encuentren preparados.

La conciencia se ve convulsionada, efectivamente, por el aumento de los sufrimientos cotidianos que le impone el sistema a las masas populares, y por eso Lenin decía que las guerras por ejemplo eran parteras de revoluciones. Pero esas convulsiones o esos saltos no derivan inmediatamente en compartir total o parcialmente el programa o los objetivos de los socialistas revolucionarios. Si así fuera, con las catástrofes que deparó el pasado siglo y anuncia este, la necesidad de una revolución ya no sería tema de discusión para los marxistas ni para las amplias masas. Precisamente a acompañar esa experiencia con ideas pero con experiencia común es que se articulaba, decíamos, el programa de transición, que no puede reemplazarse con apelaciones enfáticas al carácter histórico, terminal, definitivo de la crisis.

Por eso mismo la conciencia no es, efectivamente, evolutiva. Aunque en determinados momentos su desarrollo puede ser tortuoso o retroceder de la mano de derrotas o de la falta de perspectivas políticas, donde entran a tallar el enorme aparato de propaganda burguesa (y no nos referimos solo a medios de comunicación u otros medios de difusión, sino de las múltiples instituciones que sirven como correa de trasmisión y mantenimiento del statu quo), cuando dicha hegemonía entra en crisis o muestra fisuras, no hay un muro que separe a nuevos fenómenos de resistencia, de lucha o políticos, de la conciencia de que es necesario terminar con este sistema de raíz. Y muchas veces hay más bien saltos que paulatinos giros a izquierda, donde incluso elementos disruptivos olvidados o desestimados en el marco del dominio de la ideología de la clase dominante, pueden ser resignificados o actualizados. La influencia de los revolucionarios puede ser allí, entonces, decisiva, pero no puede darse en el vacío, no sin haber dedicado parte de sus esfuerzos a no solo difundir sus ideas sino a ponerlas a prueba con y contra otros, no sin haber forjado cuadros capaces de articularlas con las necesidades y aspiraciones de los trabajadores y de otros sectores oprimidos. Acumular epítomes a la crisis o el enfrentamiento no ahorra este trabajo.

Tampoco asegura el distribuir en todos los demás los rasgos de una socialdemocratización (parlamentarismo, intelectualismo, sindicalismo, etc.) el verse eximido de una lógica tal. Menos acomodar los argumentos según convengan a la disputa de aparatos. Un ejemplo lo encontramos en el rechazo que Altamira dedica a la consigna que levantamos desde el PTS por la jornada de trabajo de las 6 horas, sin reducción del salario, para repartir esas horas entre todas las manos disponibles, es decir, en detrimento de la ganancia empresaria. La consigna apunta a destacar que la situación en la que algunos dejan sus vidas en la fábrica con horas extras o con convenios flexibilizados mientras otros no tienen trabajo o lo tienen en condiciones de precarización que ni siquiera registra allí un vínculo laboral, no es una “ley natural” o la marca de “cambios tecnológicos” a los que habría que adaptarse (o mejor aún, según la derecha, la oportunidad de triunfar como emprendedor sin patrón), sino una batalla ganada hasta ahora por la patronal para explotarnos mejor y de paso dividirnos para debilitar nuestras fuerzas. Pero para Altamira esto no es más que reformismo y parlamentarismo –salvo cuando cree poder adjudicarse alguna participación en una lucha ganada–, porque las patronales podrían hacer caso omiso o extender por otros medios la jornada como hace actualmente con la ley de 8 horas. Una verdad irrefutable, porque las leyes sobre el papel se validan o no en la relación de fuerzas reales. Pero nos encontramos sorprendentemente con el mismo razonamiento de Astarita: las medidas transicionales son de máxima o para después de conquistadas ciertas relaciones de fuerzas porque entretanto podría siempre tergiversarlas el capital; pero no sabemos de dónde saldrían esas fuerzas previamente o cómo podrían intervenir en su avance los revolucionarios.

Casi un siglo atrás Walter Benjamin identificó el progresivismo como base ideológica profunda de la socialdemocracia revisionista: confundiendo la concepción materialista de la historia con el simple evolucionismo lineal, su perspectiva fue decantando en un “optimismo determinista” que creía ir a favor de la corriente y para el cual el triunfo del partido “no podía no acontecer”. El problema, indicaba Benjamin, no es el optimismo en sí: sin confianza alguna en la posibilidad del triunfo, ninguna clase intervendría políticamente. Pero señalaba que “marca una diferencia que el optimismo esté dirigido a la fuerza de acción de la clase o a las circunstancias bajo las cuales opera. La socialdemocracia tenía ese segundo optimismo, que resulta cuestionable”. Y el optimismo catastrofista de Altamira parece más cercano al de las circunstancias que al de la fuerza de la clase para intervenir allí.

Hay una analogía que se usa habitualmente para definir los límites del catastrofismo inminente: el reloj que está parado tiene razón al menos dos veces al día. Muy gráfica, es sin embargo en este caso insuficiente: porque cuando la catástrofe llega, nada garantiza ser una alternativa de dirección lo suficientemente fuerte para incidir en los acontecimientos, o al menos proponérselo. Justo en un período donde el revueltismo ha mostrado de sobra sus límites, a pesar de su apelación a la necesidad de “construir un partido revolucionario” –cuando no determina directamente que su grupo ya lo es “objetivamente” porque tiene un programa revolucionario–, en la insistencia en la catástrofe Altamira parece por momentos haberse transformado en un promotor del “revueltismo” vertiente objetivista.

Pero a ello agrega nuevas referencias, como definir la “crisis de dirección” como “el no estar atento al desarrollo contradictorio y abrupto de la conciencia de clase”. De nuevo, se trata de estar atento al acontecimiento más que de prepararse para él. O el mentado “dirigir es prever”: hay efectivamente algo de verdad aquí en el sentido de estar todo lo preparado posible y lograr empalmar con el movimiento de masas, pero no se trata solo de “pegarla” en la caracterización. De hecho, si confiáramos en que todas las “pegadas” que se adjudica últimamente Altamira del 75 hasta acá fueran efectivas, sería momento de reevaluar la definición, porque no parece estar dirigiendo a nadie a pasos de, según su nueva previsión, otra catástrofe inminente. No es chicana al modo de “corréte trosco que estamos gobernando”: para explicar el peso de la izquierda a nivel nacional e internacional y sus capacidades de intervención, sin duda hay que tener en cuenta determinadas condiciones históricas (como el stalinismo, una de mucho peso) y los resultados de la lucha de clases (la derrota neoliberal, por ejemplo). Pero eso mismo debería ser una demostración de que pegarla en la caracterización esperando que la crisis haga decantar a las masas hacia el partido-programa no es más que otra forma de idealismo especulativo.

Che, ¿qué esperás?

Con todo esto no queremos minimizar ni la crisis económica ni la crisis de régimen que recorren el panorama nacional y, si ampliamos la perspectiva, se juegan también en un contexto internacional convulsionado. Lo que sí sería productivo es analizar de forma realista la situación de la izquierda, sus debilidades, fortalezas y posibilidades en esta situación.

Que la salida a una crisis tal no sea electoral no quiere decir que no tomemos nota de la foto que ilustran las elecciones, y que la conciencia de clase no sea evolutiva no quiere decir que no podamos reconocer un giro a la derecha no solo en los sectores populares que votaron a Milei, ni siquiera en que las opciones electorales se jugaron de la centro a la ultraderecha –salvo, por supuesto, el FIT-U–, sino más de conjunto: en la aceptación de la precarización laboral como “natural”, en la desmovilización e institucionalización de movimientos de lucha. Por supuesto se encuentran en esto, por todos lados, las huellas digitales de la acción u omisión de las instituciones y mecanismos de la clase dominante con sus “aparatos ideológicos”, su militancia de la resignación –fogueada por el peronismo en general y el kirchenrismo en particular– y sus burocracias, pero nada nos eximirá de presentar batalla en este terreno. Pero también es cierto que en esa foto, la izquierda mantuvo una cantidad considerable de votos –justamente, en contra de lo que balancea Política Obrera, en el marco en que crecía una figura como la de Milei y el malmenorismo– y que además de los dirigentes, cuadros y simpatizantes que la izquierda mantiene y en algunos casos amplía en estructuras obreras, estudiantiles y en sus relaciones con distintos movimientos sociales y de lucha, ha sumado figuras públicas con un reconocimiento amplio y cinco diputados en el Congreso, algo inédito en Argentina y en casi cualquier otro país.

No será menor, por supuesto, profundizar en la evaluación de las fuerzas y debilidades de la clase obrera, y también de sus posibles aliados. A la fragmentación y precarización ya existentes, y a la ideología de que eran privilegiados aquellos que mantenían aún algunas conquistas –que no es de cuño mileísta sino mal que les pese a algunos, kirchnerista–, se suma ahora la identificación de los trabajadores estatales con “la casta” y los intentos de avanzar en sacar nuevas tajadas de parte de las patronales, envalentonadas con el giro a la derecha más allá del resultado del balotaje. La necesidad de una “reforma laboral” (que habría que llamar contrarreforma) viene agitándose desde todos los partidos patronales hace tiempo y negociándose con las burocracias sindicales a cambio de que sigan funcionando como sustento de la “gobernabilidad”. La pelea no se reduce, claro, a las batallas por venir en el movimiento obrero. Ninguna pelea podrá ganarse sin una política constante y consciente hacia sus posibles aliados. Como el movimiento estudiantil, donde se disputará probablemente buena parte de la influencia ganada por esta derecha entre los jóvenes, o como el movimiento de mujeres y diversidades, que fue el último en demostrar que luchando se puede ganar, y que es además uno de los blancos dilectos de las viejas-nuevas derechas.

Será necesario más que nunca intervenir en las luchas que resistan los planes de Milei buscando refutar estas ideologías reaccionarias y combatir los “sentidos comunes” forjados en estos años por burocracias institucionalizadas –que militaron la pasivización o la idea de que “cada cual en lo suyo” puede mantener u obtener derechos–. Y en este marco, ya está a la orden del día, mal que le pese al actual alternativismo de Política Obrera, impulsar el frente único obrero para unir fuerzas, porque en cada pelea que triunfa o es derrotada se va construyendo una nueva relación de fuerzas. Pero también promover el reagrupamiento de los sectores combativos y organismos de autoorganización desde abajo, porque tanto las burocracias de los sindicatos como de los movimientos sociales están ahí justamente para evitar que la fuerza social con la que contamos se articule. Habrá que pelear entonces por la construcción de fracciones clasistas y socialistas en los sindicatos, así como en el movimiento de mujeres, en el movimiento estudiantil y en la intelectualidad de izquierda. Se trata, en definitiva, de organizarse de conjunto para identificar y atacar al problema de raíz, es decir, las mismas bases del sistema capitalista.

Depende de cómo juegue esas cartas en esta crisis que la izquierda pueda adoptar más rasgos de partido revolucionario, es decir, un organismo que en base a la experiencia común, las lecciones de los avances y retrocesos de la lucha, pelee por promover la autoorganización independiente de las masas que le permita desplegar su fuerza y que sea capaz, en los momentos decisivos, de definir una estrategia y un programa para vencer.

El tufo a menemismo noventista arrecia estos meses pero trae también a la mente nuestros 90 y su banda de sonido, como estos temas de Divididos que usamos para los títulos.


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Ariane Díaz

@arianediaztwt
Nació en Pcia. de Buenos Aires en 1977. Es licenciada en Letras y militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Compiló y prologó los libros Escritos filosóficos, de León Trotsky (2004), y El encuentro de Breton y Trotsky en México (2016). Es autora, con José Montes y Matías Maiello de ¿De qué hablamos cuando decimos socialismo? y escribió en el libro Constelaciones dialécticas. Tentativas sobre Walter Benjamin (2008), y escribe sobre teoría marxista y cultura.