Protagonistas de refranes, inspiración de artistas de todos los géneros, nombre de bares o librerías o material de estudio escolar; las referencias a El Quijote forman parte de la matriz cultural de decenas de generaciones en todo el mundo. Una acción valiente aunque delirante puede ser una quijotada, y un idealista desinteresado un espíritu quijotesco; Marx chicanea a Stirner en La ideología alemana utilizando la relación del famoso hidalgo con su escudero, mientras el Instituto Cervantes recopila, por ejemplo, sus múltiples usos en publicidad [1]. Best-seller mundial y persistente, traducida a casi todas las lenguas escritas, los comentarios y bibliografía sobre esta obra es prácticamente inabordable. Los cuatro siglos que se cumplen este año de la muerte Cervantes prometen seguir acumulando sobre El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha parvas de homenajes y estudios. Es posible que tenga razón el actual bibliotecario en la clandestinidad, Alberto Manguel, cuando declara que “vivimos en un mundo que es, en gran parte, fruto de la lectura del Quijote” [2].
Fantasía y realidad
Quizás el episodio más conocido del libro sea aquel del dispar enfrentamiento del hidalgo con molinos de viento tomados como agresivos gigantes, donde se representa tanto la locura que guía las diferentes salidas de Quijote por las tierras de España en procura de solucionar los entuertos de los casi 700 personajes que pueblan la novela, como el idealismo y la valentía de este atragantado lector de novelas de caballería lanzado a la aventura con su fiel aunque descreído e interesado escudero, Sancho.
Sin embargo, estos episodios donde los encantamientos y nostalgias medievales están siempre a la mano para interpretar la vida prosaica de la España que recorre, dan por resultado una semblanza profunda de un cambio de época que hoy conocemos como los inicios de la Modernidad, así como de la decadencia de un Imperio, el español, que se esconde, como titularían los medios de hoy, tras un “relato”.
España era entonces un imperio sumido en guerras y crisis, receptora de las riquezas saqueadas a América que sin embargo, así como llegaban, iban a parar a sus prestamistas de otras potencias europeas donde se acumulaban las fuerzas originarias de un nuevo sistema social, el capitalista. Un territorio donde la intransigencia de la Inquisición restituida, a puro auto de fe, destruía siglos de convivencia multicultural y religiosa y las tendencias humanistas que habían calado fuerte también allí. Cervantes, soldado de una de estas guerras santas, donde consiguió su apodo de “manco de Lepanto” y unos cuantos años de cautiverio con los moros, y que vuelto a España y como recaudador de impuestos no hizo más que cosechar nuevos períodos en la cárcel y excomulgaciones, dejó correr con Don Quijote y Sancho una pluma cargada de escepticismo hacia esa sociedad, especie de enorme escenario teatral que con ostias y oropeles escondía otra realidad.
La narración de las aventuras de este particular caballero y su escudero, encabalgados en la novedad del desarrollo de un creciente público lector habilitado por la relativamente reciente imprenta, planteó una serie de novedades y problemas que trazaron la modernidad en el terreno del arte y de las teorías estéticas. El Quijote es el primer libro que no solo narra varias historias, sino que a su vez reflexiona y detalla las formas en una historia se construye. Paródico consigo mismo, la obra que leemos incluye un libro titulado El Quijote y hasta un escritor llamado Cervantes entre uno de sus tantos personajes.
Yo caníbal
Carlos Fuentes sitúa a la novela de Cervantes entre las dos tradiciones narrativas de la época: “entre las brillantes armaduras de Amadís de Gaula y los harapos y tretas de Lazarillo de Tormes, Cervantes los presenta y los reúne: el héroe épico es Don Quijote, el pícaro realista es Sancho Panza” [3]. Los relatos de caballería, una épica medieval donde se representaba una visión escolástica del mundo, incluían personajes con las características de los mitos; en los relatos picarescos, donde aparecen ya las características de la vida cotidiana de la época con sus conflictos sociales, los personajes funcionaban como arquetipos del sector social al que pertenecían. Pero ninguno de esos personajes contaban con una densidad psicológica que permitiera considerarlos individuos propiamente dichos; personajes planos, eran más bien el nombre de una ubicación social dada por designio divino u origen social, que no evolucionaban ni reflexionaban sobre sus acciones.
Cervantes incluye las novelas de caballería en principio como nostalgia y visión irónica, a la vez, de unos ideales que ya no encontraban cabida en su mundo contemporáneo, mostrando el contraste (y allí es donde apela a la tradición picaresca) con las situaciones y comportamientos de la vida real con las que se topa el caballero en sus andanzas [4]. Pero no se limita a hacer chocar dos mundos sino que en los largos diálogos y desconfianzas mutuas entre Quijote y Sancho, desarrolla para cada uno una psicología propia que los caracteriza no ya como meros nombres, sino como sujetos cambiantes y reflexivos en relación con otros. Este engrosamiento de las marcas de una subjetividad particular, esta individuación que suponía un cambio de perspectiva respecto a la cosmovisión medieval, es una de las características que desarrollará la novela como género y que la ubican como expresión de las transformaciones que traía la Modernidad.
Otra característica importante del género es el protagonismo que cobra otra subjetividad presente en toda narración, que toma decisiones y ofrece una determinada perspectiva de la historia que ofrece al lector: el narrador. ¿Quién escribe? es una pregunta que como lectores modernos podemos dar por supuesta respecto a cualquier relato, pero que resultaba más inquietante en épocas en que, paulatinamente, el material escrito dejaba de ser privilegio y emanación de instituciones oficiales y era apropiada por otros enunciadores. Cervantes lleva al paroxismo este problema con una complejísima e irónica estructura narrativa que incluye: un narrador anónimo de los primeros capítulos tras los cuales se disculpa por no tener más material que contar; un sabio (para colmo árabe, del que a veces se desconfía) que dejó un manuscrito que se manda a traducir; el propio traductor, que en muchos casos censura, interpreta o completa el original traducido; académicos que encontraron en un baúl una serie de poemas; además de los múltiples personajes que relatan distintos episodios y del narrador que organiza los materiales de este coro de voces.
Incluso los elementos paratextuales, que habitualmente atribuimos al autor de carne y hueso de la narración, parecen ser deglutidos por la ficción. El prólogo a la primera parte de El Quijote reproduce una charla con un oportuno “amigo” que provee las razones para dar a conocer la historia que faltan a un aparentemente conflictuado Cervantes que está a punto de darle archivo (razones que son además una furiosa crítica a las formas habituales de la época, plagadas de referencias eruditas convocadas solo para darse prestigio).
Para la segunda parte la cosa se complica aún más: tras la aparición de una versión apócrifa de El Quijote, Cervantes arremete contra el impostor reivindicando su autoría como fuente de verdad de sus historias, pero a la vez incluye una supuesta carta del emperador de la China donde se reivindica la excelencia de la versión original. En este segundo tramo de aventuras, esos hechos serán además parte del relato: Quijote y Sancho no solo saben que son los personajes de un escrito que se ha hecho famoso (a veces asombrados de que se conozcan cuestiones que solo habían discutido en privado), sino que conocen la existencia del apócrifo con el cual aclararán tantos desmintiéndolo aquí y allá. Borges se pregunta por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector de El Quijote, y lo atribuye a que “las inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios” [5]. ¿Pero qué es la ficción?
Ni mentira ni verdad
El Quijote vislumbra los problemas que presenta una nueva “institución” que emerge de los libros. Se pregunta Don Quijote en el capítulo L de la primera parte:
Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros…, finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira? [6]
Si hasta poco antes la escritura era atributo de las autoridades estatales y religiosas, bien podía considerarse como medio y fuente de verdades bien establecidas. Pero la aparición y circulación de escrituras que no responden ya a estos criterios, aunque tampoco podrían considerarse como su opuesto, es decir, lisas y llanas mentiras, planteaban la necesidad de definir aquella escritura que sin embargo aparecía como peligrosa, confusión de realidad e imaginación: por algo Alonso Quijano enloquece con la lectura de libros de caballerías.
En el capítulo XXII de la primera parte, Don Quijote liberará a una serie de galeotes aprehendidos por distintos delitos. Uno de ellos, el más peligroso de todos según declara el guarda, engrillado por embustero, es además escritor, y su libro es una autobiografía. Como el galeote se ufana de su calidad, Don Quijote, con entusiasmo lector, pregunta si ya está terminado, a los que su autor contesta: “–¿Cómo puede estar acabado, si aún no está acabada mi vida?”. En estas pocas líneas, además de identificar a los escritores con embusteros, Cervantes explora la diferenciación entre realidad y escritura que Don Quijote parece entrever: las memorias no tienen por qué empezar y terminar paralelamente a la vida del biografiado (y de hecho ello no sería posible, porque nadie podría escribir su muerte). Pero esa posibilidad de autonomía de la escritura respecto a la realidad que pretenden representar, incluso en relatos que se suponen verídicos, parece tener sus peligros; en este caso ser autoincriminatoria, algo que el galeote autor de estas memorias no previó.
¿Pero cómo funciona la escritura ficcional? ¿Acaso no está construida de la misma manera que el engaño? En los capítulos XXV a XXX de la segunda parte aparecerá tematizado este problema. El mismo galeote reaparecerá, aunque con otro nombre, como el animador de un retablo con el que representaba funciones ambulantes. El episodio tendrá como eje los problemas de cómo se relata y cómo este relato es recibido por el auditorio. Como en todo el libro, hay una profusión de referencias, citas y menciones a otras obras literarias que introducen los personajes, entre ellas, la “fama literaria” del Don Quijote, además de romances, comedias y obras teatrales que son parte de una cultura compartida. Pero entre Don Quijote y el titiritero, Maese Pedro, surge una larga discusión sobre cómo se representan. En muchos casos parando la representación, Don Quijote aconseja en diversas oportunidades cómo debe llevarse una historia, o se preocupa por las formas en que los relatos que se le ofrecen tienen problemas de verosimilitud. Convertido de pronto en crítico, Don Quijote muestra conocer la producción cultural de la época, sus recursos y cómo otros han representado esas obras. Pero al parecer, a pesar de estos conocimientos, si el artificio está bien construido, no puede distinguir la realidad de lo relatado: cuando el narrador toma sus sugerencias y corrige, es decir, cuando el relato se vuelve verosímil, Don Quijote toma la escena narrada por real y destroza el retablo del titiritero porque considera estar ante una injusticia que requiere su intervención, confundiendo una vez más realidad y narración. La locura o la ingenuidad de Don Quijote, que motorizan esta y otras de sus aventuras, remiten así a un problema que es metatextual: cómo se construye, y cómo se percibe, un relato ficcional. Las formas representativas aparecen como parte de un arsenal sospechoso justamente cuanto más logradas están.
Hoy, la noción de que la ficción puede considerarse autónomamente y no como mero reflejo o confesión de una realidad vista u oída, puede parecernos natural, pero llevó siglos que la ficción dejara de ser confundida con verdades o mentiras, con hechos ocurridos o con engaños maliciosamente pergeñados. Todavía en el siglo XIX eran abundantes las incriminaciones penales al autor por aquello que aparecía narrado en sus libros, y en buena medida muchas ficciones siguen siendo consideradas hoy “peligrosas” [7].
Los dineros y las famas
La modernidad es hermana de nacimiento del mercado capitalista. Y el mercado literario no iba a quedar excluido de los problemas con los que se enfrenta El Quijote. La aparición del apócrifo en 1614, tratando de aprovechar el éxito de la primera parte de Cervantes de 1605, probablemente contribuyó a agudizar la mirada del autor sobre este problema.
Ya mencionamos las irónicas críticas del primer prólogo a las publicaciones “serias” de la época. En la segunda parte, Cervantes acusa en el prólogo a quien utilizara sus personajes y trama encubriendo su nombre y fingiendo su patria “como si hubiera hecho una traición de lesa majestad”, tentado por el demonio a “componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama”, y anuncia incluso que finalmente Don Quijote será “muerto y sepultado” para que “ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios”. Hoy, con un mercado editorial desarrollado y expandido, sabemos que la “fama” es la base de que algunos cuantos eslabones de la cadena obtengan sus “dineros”, y por lo general no los autores.
En la novela misma serán mentados los éxitos o fracasos económicos obtenidos por la venta de libros, los pagos necesarios para conseguir traducciones, los atrasos y errores de imprenta. Pero sobre todo, en la trayectoria final de sus aventuras, es la aparición de ese apócrifo la que hace a Don Quijote encaminarse a Barcelona, a “sacar mentiroso a aquel nuevo historiador que tanto decían que le vituperaba” (cap. LX).
Lo que encuentra paseando por la ciudad es el origen material de sus desgracias (y de sus aventuras): una imprenta. Allí le comentan las condiciones del mercado de los libros: cuántas ganancias se pueden sacar de la venta del libro, o las ventajas de saltearse al librero: “Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín la buena fama”, dice un traductor con el que charla (cap.LXII). Y justamente hurgando en los cajones con materiales prontos a impresión encuentra Don Quijote la versión apócrifa de El Quijote. Despechado, Don Quijote abandona la imprenta y la ciudad con rumbo a su hogar. Aunque le aguardan aún algunas aventuras, se acerca el final de su “locura”, una cordura como antesala de su muerte que Cervantes otorgó a su hidalgo y que probablemente sea tan decepcionante como productivos fueron sus delirios.
Ladran, Sancho…
Este famoso refrán no se encuentra en realidad en el libro, aunque el hecho de que se atribuya a El Quijote no deja de ser demostrativo del peso que esta obra tiene en nuestra cultura. Cervantes sin duda conquistó la fama, pero no los dineros. Concebida en uno de sus períodos en la cárcel, las ganancias obtenidas con su novela apenas alcanzaron para pagar deudas. Pero El Quijote plantea problemas que no han dejado de discutirse estos 400 años y que supo poner en juego en una ficción que es tan cómica como amarga, tan fantástica como realista. Con ello no solo dio comienzo a un nuevo género literario, sino que con lucidez exploró problemas de percepción, cosmovisiones e intereses que emergían en su época y que aún marcan la nuestra.
Si se nos puede considerar habilitados por un desquicio similar al de Aníbal Quijano, permítasenos cerrar esta nota con una lectura probablemente excesiva de algunos de los muchos escritores de origen, épocas y estéticas distintas, que se inspiraron en El Quijote; son Heine, Flaubert, Nabokov, Fuentes y Dostoyievsky:
En todos los pasos de mi vida me acosaban los espectros del escuálido caballero y de su panzudo escudero. Un niño, si se encarna temprano en Don Quijote, establece en sí mismo, sin saberlo, el principio general de todas las encarnaciones. Lleva [cuatrocientos] años cabalgando por las junglas y las tundras del pensamiento humano, y ha crecido en vitalidad y estatura. Es un anacronismo que no sabe su nombre. Si el mundo terminara y en algún lugar del más allá se preguntara a los hombres: “¿han entendido su vida en la tierra?, ¿qué conclusión hicieron de ella?” entonces podría argumentar calladamente por medio del Quijote: “Esta es mi conclusión sobre la vida, ¿me pueden enjuiciar por ella?”.
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