Año 2008: ante la caída de Lehman Brothers y sus posibles consecuencias en cadena en las economías más importantes del mundo, los Estados más poderosos (y más comprometidos) coordinaron, no sin tensiones, una serie de rescates megamillonarios a sus respectivos bancos. Esto provocó, para Mark Fisher, otra caída: el “colapso del marco conceptual que proveyó de cobertura ideológica a la acumulación capitalista desde la década de 1970” [117] [1], según deja asentado en su primer libro, Realismo capitalista, publicado en 2009 y recientemente traducido al castellano por Caja Negra, que incluye también el texto que destinó a la compilación de 2012 What are we fighting for: a radical collective manifestó [Por qué estamos peleando: manifiesto radical colectivo] donde intelectuales y activistas, con suerte desigual, trataron de caracterizar y dar una alternativa a la crisis capitalista en curso.
Sin embargo, para este crítico cultural y académico inglés que trabajó estas ideas y las nutrió del intercambio en su blog k-punk.org (hoy un poco abandonado), los neoliberales que presumían de su antiestatalismo y celebraban la destrucción del espacio público (y que demostraron ser más bien defensores de ciertos usos de los fondos públicos y del Estado –los securitarios– en su favor), son apenas unos de los emergentes (los más entusiastas) de una particular configuración del capitalismo que habitamos, y que se remontaría hasta la caída de los “socialismos reales” a fines de los ochenta. Con una definición provocadora que traza una analogía con el “realismo socialista”, el realismo capitalista contemporáneo al que Fisher tratará de conceptualizar estaría representado en el slogan tatcheriano de “no hay alternativa”: un capitalismo que no solo es visto ya como el “único sistema económico viable”, sino al que parece “imposible incluso imaginarle una alternativa” [22]. Como agrega en una entrevista reciente el autor, el realismo capitalista es también una patología de la “izquierda” (definida en un sentido tan amplio que incluiría hasta al laborismo) que ha terminado aceptando esta narrativa de la derecha de los ochenta como inevitable, en nombre del pragmatismo [2].
El diagnóstico: la desesperanza
A pesar de que para su análisis Fisher recurre a distintas producciones culturales como películas, novelas o programas televisivos, para el autor el realismo capitalista es
…una atmósfera general que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos [41].
Aunque el autor reconoce antecedentes en los trabajos de Jameson sobre el capitalismo tardío, diferenciará su definición de las ideas de posmodernismo o posmodernidad porque, a su criterio, cuando Jameson delineara su propuesta, aún la relación con el “socialismo real” existente y con el modernismo podía generar una tensión que hoy ya se da por superada. Así, si bien va a sumar a su caracterización elementos del crítico estadounidense (la mixtura de lo inmediato y la nostalgia, por ejemplo), o de Deleuze y Guattari (como el malestar que produce un capitalismo que logra metabolizar todo lo que toca) o de Zizek (la diferencia entre lo Real lacaniano y la realidad, por caso), para Fisher el realismo capitalista no es ideología, propaganda o configuración cultural, ni siquiera una posición política favorable al neoliberalismo, sino su lisa y llana naturalización.
El realismo capitalista no busca convencernos de algo determinado, sino “ocultar el hecho de que las operaciones del capital no dependen de algún tipo de creencia subjetivamente compartida” [36] bajo una “ontología de los negocios” en la cual “es obvio que toda la sociedad debe administrarse como una empresa” [42] –cualquier coincidencia con la realidad argentina no es pura coincidencia–. Su corolario es la despolitización de las prácticas sociales e incluso de los padecimientos individuales que, ofreciendo protegernos de los “fanatismos de la fe”, producen subjetividades análogas a las de un “depresivo que cree que cualquier creencia en una mejora, cualquier esperanza, no es más que una ilusión peligrosa” [26]. Pero, al igual que su par “socialista”, el realismo capitalista de realista tiene poco (como demostró salvando a los bancos), y a esas incongruencias es donde habría que apuntar para exhibirlo como “incoherente e indefendible” [42].
Los síntomas
Fisher registra dos aporías del realismo capitalista que pueden ser un buen blanco de ataque.
La primera se relaciona con la salud mental: mientras el neoliberalismo se vanagloria de una libertad de mercado que permitiría el desarrollo de los individuos, en realidad produce sujetos en estado de perpetua ansiedad. En esas circunstancias proliferan una serie de afecciones psicológicas como la depresión, la euforia consumista incapaz de “hacer cualquier cosa que no sea buscar placer” [50] y la bipolaridad, paralela a los ciclos de auge y depresión del propio sistema. Esas afecciones, sin embargo, son atribuidas a problemas de desequilibrios químicos o familiares particulares, es decir, son privatizadas en vez de ser analizadas en sus causas sociales. La salud mental es también así despolitizada. Sin embargo, dirá Fisher, la “plaga de la enfermedad mental” muestra que, “más que ser el único sistema social que funciona, el capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el costo que pagamos para que parezca funcionar bien es en efecto alto” [45].
La segunda aporía se relaciona con la burocracia. Mientras el neoliberalismo gusta presentarse como antiburocrático en oposición a los “socialismos reales” así como a los remanentes del Estado de bienestar, en realidad lo que ha proliferado es una burocracia descentralizada que funciona como una forma de autovigilancia: por ejemplo, en el terreno educativo, la requisitoria de informes donde se autoevalúen los “símbolos del desempeño sobre el desempeño real” [76], una pseudo mercantilización de los servicios públicos que simula los estándares de eficiencia y control del managerialismo capitalista pero a los que en realidad les importa poco el “producto” evaluado.
Ambas aporías son propias del período posfordista en que según Fisher se desarrolla el realismo capitalista. Una estructura donde la mentada “flexibilidad”, en realidad, desregulación del capital y el trabajo, es causa de “frías señales de alarma a través de la espina dorsal de cualquier trabajador” [64], o donde el modelo de las relaciones públicas eficientes encuentra su fracaso en los call centers [101]; un sistema social combinando “imperativos de mercado y ‘objetivos’ definidos en términos muy burocráticos” constituye una suerte de “stalinismo de mercado” [52].
¿Pero quiénes son los sujetos que, en esta situación, podrían identificar y desarmar estas contradicciones?
Los afectados
Descartando de plano el “chantaje ideológico” [39] que desde los ochenta, con recitales o marcas “responsables” del gusto de Bono, pretenden poder terminar con la pobreza o la esclavitud sin reorganizar el sistema, Fisher insiste en la necesidad del surgimiento de un nuevo sujeto político colectivo. ¿Dónde encontraría sus bases?
Por el lado del movimiento obrero, Fisher no da muchas pistas en el libro, a pesar de que los procesos de trabajo ocupan en su caracterización un lugar central y distintivo; pero en la entrevista ya mencionada de 2013 insiste en aquellas luchas que puedan reconectar la política con el trabajo y la vida cotidiana; pero para ello, nos dirá, los sindicatos no han alcanzado todavía el potencial que tienen como espacios de esa acción colectiva que podrían organizar.
Por el lado de los movimientos anticapitalistas donde la juventud es central, Fisher va a ser muy crítico de una política que considera concesiva. Mientras considera que los movimientos surgidos después del 2001 más bien buscaban mitigar los excesos del capitalismo más que erradicarlo, las luchas de los estudiantes franceses de 2006, por ejemplo, le parecen nostálgicos “inmovilizadores” que buscan mantener lo conquistado en el período fordista previo, es decir, plantearse como mera resistencia “al cambio” más que como superación. Recién para 2011, en otro artículo incorporado a la edición castellana del libro, considera con cierta esperanza el “reflote de la militancia joven en el Reino Unido” [138], aunque solo como incipiente contratendencia a la “depresión privatizada” que había caracterizado. Por otro lado, los tintes “anarquistas” que ve en muchos de estos procesos, si bien pueden en alguna medida causarle cierta simpatía (como declara en el diálogo ya mencionado), en realidad retrasan para el autor la toma de conciencia sobre la necesidad de la (re)organización política, según declarará en otra entrevista [3].
Un problema similar ve en la izquierda, a la que considera anclada en el modelo de las luchas de 1968. Si bien alerta contra “la mera adaptación a las condiciones existentes: ya nos hemos adaptado demasiado”, señala que “no ha habido en la izquierda reflexión suficiente respecto de las tácticas que podrían funcionar contra el capital en las condiciones propias del posfordismo” [58].
El tratamiento y las contraindicaciones
Lo asombroso, aunque no tanto si consideramos que Fisher finalmente reconoce los aciertos de la variante eurocomunista británica que surgió alrededor de la revista Marxism Today [129], son las alternativas que Fisher viene entonces a proponer: como no ha sido poco común en la trayectoria de la socialdemocracia y del comunismo europeo “renovado”, tras la apelación a las “nuevas condiciones” se siguen recetas que ya eran viejas cuando se plantearon, aunque encuentren cada tanto nuevos interlocutores, como hasta hace poco fueron los proyectos como Syriza o Podemos, a los que Fisher no se refiere pero que inevitablemente resuenan en sus planteos aunque con particularidades británicas [4].
Retomemos los sectores a los que se refería antes. Para el movimiento obrero, Fisher apenas dedica unas líneas a la potencialidad no actualizada aún de los sindicatos, sin mencionar el papel que allí cumplen justamente las burocracias sindicales que negocian esas condiciones laborales que deplora y que, cuando es necesario, contienen las luchas del movimiento obrero. Por otro lado, increíblemente con argumentos que utiliza habitualmente la derecha, cuando trata el caso de las luchas de los docentes por ejemplo, llama a los trabajadores a no protestar mediante huelgas (que no harían más que perjudicar a los estudiantes) ni a dejarse llevar por los “gestos espectaculares sobre causas nobles, como Palestina” [119]. Es decir sindicalismo puro y duro, pero “inmanente”.
A los movimientos juveniles y a la izquierda (o al estereotipo que de ella hace más bien basado en las alas izquierdas de la socialdemocracia y del comunismo más que en la izquierda radical), mientras les reclama que abandonen el romanticismo del ‘68, les ofrece a cambio la panacea de una “esfera pública democrática” [138], porque “ir más allá del Estado o distanciarse de él no significa abandonar el Estado” sino “subordinar el Estado a la voluntad general” [116], para lo que agrega la difusa idea de una “Supernanny marxista” (en referencia a un programa británico que enseña a los padres a poner límites a sus hijos) que identifique las causas estructurales que producen los problemas de socialización para los cuales las familias no dan abasto [110].
Así, a los elementos atendibles que Fisher propone en su diagnóstico, le contrapone una serie de remedios “novedosos” cuyos efectos adversos probablemente vengan de fábrica: su pobre balance del fin del stalinismo en el que se basaría el realismo capitalista. Sin duda la caída de los “socialismos reales” dio pie a un triunfalismo capitalista que impregna hasta nuestros días lo que muchos autores han llamado “restauración burguesa” [5]: no se trató solamente de un retroceso ideológico sino de la entrada de nuevos espacios a la explotación capitalista abierta, que permitió al capital recuperarse después de la crisis económica, social y política de los años setenta y ochenta. La crisis actual muestra el agotamiento de ese proceso y plantea una vez más quién deberá pagar las consecuencias, a lo que el movimiento obrero enfrenta recompuesto estructuralmente pero subjetivamente marcado por la ofensiva neoliberal y la identificación del proyecto socialista con el stalinismo. Pero justamente por eso cabe preguntarse en qué medida los “socialismos reales” eran una “alternativa” previamente a su crisis terminal a fines de los ochenta, según declara Fisher, y en qué medida esos enormes aparatos burocráticos, aún formalmente “desestalinizados”, fueron el tapón que contuvo el ascenso revolucionario de los setenta que se extendió a escala global, cuando no fueron directamente aliados y agentes de esa restauración.
Es algo que el autor evidentemente no contempla cuando exculpa a los “cuadros comunistas” de esa caída, que atribuye solo al fin del fordismo [146]. Es extraño que el autor, que dedica buena parte de su trabajo a las formas burocráticas del realismo capitalista, no identifique el papel que la burocracia stalinista tuvo en el proceso de restauración capitalista. Su pérdida de influencia (aunque los PC siguen teniendo peso en varios sindicatos europeos), bien podría ser en este sentido una ventaja para las nuevas generaciones, y en todo caso muestra que la lucha contra la burocracia sigue siendo una tarea cotidiana al interior del propio movimiento obrero [6].
Por otro lado, es cierto que sin duda hay mucho que discutir con los nuevos movimientos juveniles. Buena parte de su desconfianza hacia las organizaciones partidarias tiene que ver justamente con el nefasto rol que jugaron los PC en las décadas previas. El autonomismo, que emergió a principios del siglo entusiasmando a una nueva generación de activistas, pronto también mostró sus límites, mientras las distintas variantes de movimientos juveniles que han ocupado plazas y cuestionado la legalidad burguesa en distintos países, han servido de caja de resonancia del descontento social pero no han encontrado aún los caminos para articularse con la clase obrera y lograr así desestabilizar el poder capitalista. Sin embargo, mientras este libro llega al público local, el fantasma de mayo del ‘68 recorre Francia nuevamente uniendo a la juventud con los trabajadores en el rechazo en las calles de una nueva reforma laboral, movimiento que una vez más, además de la policía del “socialista” Hollande (que sintomáticamente llama “conservadores” a quienes luchan en las calles contra su imposición), debe enfrentar el inmovilismo de las direcciones sindicales, que se tomaron su tiempo para encarar medidas de lucha más contundentes [7].
La restauración capitalista que vivimos en las últimas décadas sin duda no dejará de pasar su factura, y remontar el retroceso que significó requerirá nuevos debates estratégicos, pero es sin duda en estas experiencias de los trabajadores y la juventud, y en la habilidad que tengan para superar los límites que los voceros del neoliberalismo y las distintas variantes reformistas pretendan imponerles, donde están las fuerzas sociales capaces de trazar en el horizonte una verdadera alternativa revolucionaria.
COMENTARIOS