Hace tres semanas, en Ideas de Izquierda, publicamos la primera parte de la polémica sobre el desarrollo de la lucha del movimiento obrero belga entre abril y mayo de 1902 para obtener el sufragio universal e igualitario, la huelga política que fue llamada para conquistarlo, y la derrota debido a que los dirigentes del Partido Obrero Belga (POB) fueron a la rastra de los liberales y no estuvieron a la altura de las circunstancias. Este debate tuvo lugar en la prensa de la socialdemocracia alemana e involucró principalmente, de un lado, a Rosa Luxemburg y Franz Mehring y, del otro, al dirigente belga Émile Vandervelde. Hoy continuaremos con la parte final de la polémica de ese año, dejando para un próximo artículo la reapertura de la discusión sobre Bélgica entre 1912 y 1914.
Los revisionistas y el “miedo a la guerra civil”. ¿“Plan de guerra”?
A medida que se desarrolla, la polémica deja de tratarse de un tema de discusión sobre el desempeño de un partido hermano, sección belga de la Segunda Internacional, para empezar a volverse una discusión “alemana”: la redacción del Vorwärts, órgano central del SPD, publica un artículo apologético hacia el POB, argumentando que la continuación de la huelga en Bélgica hubiera conducido fácilmente a una guerra civil…
Franz Mehring recoge el guante y toma posición a favor de las críticas de Rosa Luxemburg y contra el Vorwärts, y sopesa que la capitulación sin lucha de los socialistas belgas tendrá repercusiones para todo el movimiento obrero internacional, por lo cual titula su artículo crítico, aparecido el 23 de abril, como “Un lúgubre Primero de Mayo”. Mehring ve en las palabras de los liberales y socialistas belgas y del Vorwärts la misma actitud de “estadistas” y de “sentimiento de responsabilidad” con la que los liberales alemanes traicionaron la Revolución de Marzo de 1848 amparándose en una supuesta “intervención militar extranjera”:
Piensan que el pueblo aún no está “maduro” para gozar de la libertad, y en última instancia el halcón extranjero hará pedazos la libertad del polluelo local si este se atreve a chillar un poco. En esta espléndida representación, el rey Leopoldo crece desmedidamente hasta transformarse en una especie de mamut prehistórico: encarna en sí mismo a toda la sociedad burguesa, que desaparece con él sin dejar rastros en la escena [1].
Uno de los artículos centrales de este debate es el logrado balance de la lucha en Bélgica escrito por Rosa Luxemburg en tres partes llamado “El experimento belga”, ya no en un diario local muy importante, vocero del ala izquierda del SPD, como el Leipziger Volkszeitung, sino en el órgano teórico central dirigido por Kautsky, Die Neue Zeit, que suscitará la respuesta airada de Vandervelde y una nueva intervención de Rosa. Allí fustiga el espíritu conformista de que “en última instancia la historia juega a nuestro favor”, porque la victoria estaría asegurada –ese estado de ánimo que casi cuatro décadas más tarde Walter Benjamin caracterizaría como el espíritu que corrompió a la socialdemocracia– y que “la lucha no se levantó, apenas se pospuso”:
No ponemos en consideración que cada episodio particular de la lucha de clases debe ser considerado a la luz del juicio del desenvolvimiento general de la historia, que en última instancia juega a favor nuestro. Eso es solo una precondición objetiva dada de nuestra lucha como de nuestra victoria. Lo único que consideramos son las instancias subjetivas, el comportamiento consciente del movimiento obrero combativo y sus dirigentes, que tiene el objetivo claro de asegurarnos la victoria según la línea más corta [2].
Su crítica central no está dirigida ni a los errores centristas de jugar con la huelga general ni a los de los revisionistas haciendo pactos con los liberales, sino a la falta de un plan, objetivos y organización claros a la hora de encarar una batalla.
Clausewitz, en su apartado sobre el “plan de guerra” en su obra De la guerra, plantea que: “La coerción que debemos ejercer sobre nuestro oponente se juzgará según la grandeza de nuestras demandas políticas y las suyas. En la medida en que son conocidas recíprocamente, habría la misma medida de esfuerzo; pero no siempre son tan abiertamente visibles, y esta puede ser una primera razón de la diferencia en los medios que ambos muestran” [3]. Los partidos de la Segunda Internacional, en general, se seguían guiando por la perspectiva del Programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana, también desarrolladas en el texto manipulado y censurado por Kautsky de la polémica introducción de 1895 de Friedrich Engels a La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 de Marx, a saber: el horizonte del desarrollo de los sindicatos y los partidos socialistas nacionales y la pelea por reformas como forma preparatoria para un horizonte socialista lejano en el tiempo, que estaría planteado cuando el desarrollo del capitalismo llegara a sus límites. Rosa Luxemburg hizo sonar fuertemente la alarma del cambio de época, y fue la primera entre todos los dirigentes de la Segunda Internacional en plantear la necesidad de la revisión de la táctica erfurtiana ya desde 1905-1906, a partir de la primera revolución rusa y de su folleto Huelga de masas, partido y sindicatos. Sin embargo, en su polémica de 1902 ya se puede ver un adelanto de la necesidad de este cambio y de los límites con los que empezaba a chocar la perspectiva de la “vieja y probada táctica”. Por caso, la lucha belga de 1902, inscripta aún dentro de la “pelea por objetivos limitados” (Clausewitz) propia del marco de época, para Rosa iba mucho más lejos que las luchas que el proletariado europeo había librado desde la Comuna de París, ya que el movimiento obrero belga tenía una tradición muy combativa, estaba sufriendo los azotes de una fuerte crisis económica y respondiendo con duros enfrentamientos físicos con el Estado, y sumado a todo esto, la pelea por la reforma electoral y la conquista del sufragio igualitario abría la posibilidad de la conquista de la mayoría parlamentaria socialista y la perspectiva de un posible gobierno parlamentario, algo que la burguesía belga veía con angustia, ya que haría que, muy tempranamente, el movimiento obrero consiguiera conquistar un puesto de lucha y un papel determinante en la política nacional, por lo cual no estaba dispuesta a cederlo fácilmente. En las reflexiones de Luxemburg sobre la huelga política está muy presente la idea que Lenin expresaría muchos años después, respecto a que “toda huelga oculta la hidra de la revolución” [4]. Pero además, la situación belga de ese momento y la posición del movimiento obrero hacían que:
Si la defensa de los clericales ya era desesperada en la década de 1890, cuando las concesiones apenas comenzaban, precisamente ahora, cuando estaba planteado conceder lo que queda, como el propio gobierno parlamentario, con toda probabilidad estaría planteada una lucha a muerte. Los estruendosos discursos en el Parlamento obviamente no iban a lograr nada.
El POB no estaba a la altura de las circunstancias. Los socialistas no planificaron la pelea teniendo en cuenta la segura traición de los liberales, como si la lucha obrera tuviera que empezar siempre de cero. Los liberales determinaron de antemano tanto el programa como los medios de lucha de los socialistas. Para Rosa, solo una enorme presión de las masas hubiera sido capaz de derrotar la enorme resistencia del gobierno. La vacilación de los socialistas en la proclamación de la huelga general, con la esperanza de poder ganar sin llegar a apelar a ella, mostraba que la política liberal se le estaba “contagiando” al POB, “un tipo de política que, como sabemos, siempre intentó derribar todos los muros de Jericó de la reacción con las trompetas de la retórica parlamentaria” [5]. El respeto a rajatabla de la legalidad no fue en interés de “ahorrar sangre obrera”, como decían los socialistas, sino de no salirse del Parlamento como centro de gravedad [6].
La justificación de Vandervelde. Un “desfile” que solo alienta a la burguesía a “echar mano a la espada”
Finalmente, Émile Vandervelde intervino defendiendo la orientación de los revisionistas belgas en la prensa socialdemócrata alemana el 7 de mayo en Die Neue Zeit con su artículo “Otra vez el experimento belga” [7]. En él, el dirigente socialista belga que con la Primera Guerra Mundial devendría en un partidario de la “paz civil” con el bando imperialista Aliado y luego sería primer ministro de su país, defiende la alianza con los liberales en términos de que el POB no se habría supeditado a ellos sino al revés, que los liberales se pasaron a la posición de los socialistas gracias a los esfuerzos propagandísticos de su partido y ante la posibilidad de que una fracción de la base liberal se volviera socialista. También plantea que nunca se habría firmado formalmente ningún pacto con los liberales, pero que para llegar a un acuerdo habrían sacrificado el voto femenino solo momentáneamente. De todas maneras, Vandervelde llega al colmo de declarar que la exclusión del sufragio femenino del programa de la huelga no habría sido una concesión a los liberales, sino… a la propia base obrera (masculina), que según él opinaba que la extensión del voto a las mujeres simplemente reforzaría indefinidamente el gobierno del partido católico (por su hipotético conservadurismo y atraso político). También argumentó que, en realidad, en todo momento los liberales estuvieron contra los socialistas, incluso utilizando la represión en aquellas ciudades donde gobernaban. De esta manera, el objetivo de Vandervelde era el de exagerar una “situación desesperada” y pintar al POB y al movimiento obrero como completamente aislados y enfrentando enemigos en todas las otras clases y partidos, y así poder llevar a los lectores a la conclusión de que cualquier lucha en las calles era impotente desde el comienzo: “¿Qué podían hacer los miles de manifestantes, con todo su valor, contra los fusiles de la gendarmería y la guardia civil, sumados a las sesenta mil bayonetas del ejército regular, un ejército que ciertamente parecía poco fiable para el gobierno, pero una gran parte del cual se habría sometido al menos a la ejecución de una masacre?” [8].
Es decir, “salvando” sus fuerzas para una futura batalla en mejores condiciones en un futuro indeterminado, el dirigente belga también consideraba que la huelga había sido una demostración de la disciplina proletaria, sobre todo por… la capacidad del proletariado de levantar la huelga y volver a sus lugares de trabajo tan ordenadamente como antes los habían abandonado…
La polémica de 1902 se cierra con la respuesta de Rosa a Vandervelde con su artículo “Y por tercera vez el experimento belga”, publicado el 14 de mayo en Die Neue Zeit [9]. Si, como decía Vandervelde, los liberales estuvieron en el campo enemigo del movimiento por la reforma electoral desde el comienzo, era bien claro que la acción puramente parlamentaria era un callejón sin salida, y que solo la acción extraparlamentaria y la lucha en las calles hubieran posibilitado salir de ese entuerto. ¡Sin embargo, la conclusión de los dirigentes belgas fue que “el experimento belga” habría dado la sentencia de muerte final para el arma de la huelga de masas! El problema no habría sido, como pensaba Luxemburg, que solo se había apelado a la huelga de forma inconsecuente, sino que los socialistas debían haberse opuesto a ella desde el vamos. Para Luxemburg, el argumento de Vandervelde de que el único mérito de la huelga de masas consistía en mostrar “la disciplina” de los trabajadores en acatar órdenes emanadas desde arriba por los jefes, era apuntar a la capacidad del movimiento obrero para organizar no ya combates, sino “desfiles militares” de dudosa calidad. En esta discusión con Vandervelde se preanuncian algunos elementos del futuro debate con Kautsky alrededor de las “dos estrategias” [10]. Se pueden tomar estas tempranas reflexiones de Luxemburg para aprender a articular los “volúmenes de fuerza para el combate” para que, como diría Clausewitz, cuando la burguesía eche mano a la espada no terminemos saliéndole al cruce con una ceremonia o un “desfile”, como mera “revista de las fuerzas” potenciales con las que se cuenta, justo en el momento en que hay que ponerlas en juego en la acción decisiva de la batalla.
La falsa contraposición entre “combate u organización”
Adelantando también la tormenta de apenas cuatro años más tarde dentro del SPD, Rosa polemiza con lo que los socialistas belgas consideran que es “el método alemán”… que privilegiaría la educación pacífica y la organización socialistas a la acción en las calles. La referencia a este “método alemán” refiere a que, largo tiempo antes de las grandes polémicas sobre la huelga de masas de 1905-1906 y 1910-1914, el tema era recurrente en los congresos de la Segunda Internacional, especialmente por la polémica con los anarquistas como el holandés Niewenhuis, surgido de la socialdemocracia, quien postulaba la huelga económica indefinida como una panacea que por sí misma acabaría con el capitalismo, y que era enfrentado centralmente por los dirigentes de la socialdemocracia alemana que le contraponían la acción política y el desarrollo de la lucha sindical como elementos de preparación. Rosa entonces plantea que bajo el rótulo “huelga de masas” en realidad se abarca una gama muy amplia de métodos de lucha, y entonces hace una tipología de estos métodos, algo que retomará en su famoso folleto de 1906 Huelga de masas, partido y sindicatos:
En una palabra, la primera condición para una evaluación seria de la cuestión de la huelga general es distinguir las huelgas generales nacionales de las internacionales, las políticas de las sindicales, las huelgas por rama de las generales, las causadas por un acontecimiento temporal particular de las derivadas de las aspiraciones generales del proletariado, etc. Basta con mirar toda la variedad del aspecto concreto de la huelga general, la variedad de experiencias con este medio de lucha, que sería de una enorme ligereza transformarla en un modelo y rechazar o glorificar en forma sumaria esta arma [11].
Dejando de lado las “huelgas de protesta” sindicales (como las que predominan en nuestros tiempos), Rosa se concentra en la huelga general política, en la que distingue la huelga de tipo anarquista y la huelga socialdemócrata (es decir, marxista revolucionaria, de acuerdo a la terminología de la época). En el caso anarquista, la huelga general sería la panacea para establecer el orden socialista, con una impronta voluntarista: “la creencia en una categoría abstracta y absoluta de la huelga general como medio de la lucha de clases, igualmente aplicable y victoriosa en cada momento y en todos los países. Los panaderos no entregan productos horneados, las linternas permanecen apagadas, los ferrocarriles y tranvías no circulan… ¡hemos llegado al colapso!” [12]. La Segunda Internacional, que en sus primeros años incluía en su seno todavía a una minoría anarquista, se moldeó en esos años como organización marxista en la lucha contra ellos, y para esto prestó demasiado énfasis a la lucha contra la idea anarquista de la huelga de masas.
Ahora bien, luego de que la socialdemocracia doblara tanto la vara en el sentido de contraponer la organización y educación del proletariado en las peleas cotidianas como preparación hacia la lucha por el objetivo final (el llamado “método alemán”), hacía falta restablecer el equilibrio y volver a otorgar a la huelga de masas su papel estratégico que en la lucha revolucionaria, a riesgo de que, de no hacerlo, y a medida que la lucha de clases experimentara un nuevo ascenso, la rutina sindical y política fuera derivando cada vez más hacia la cristalización de una nueva concepción que terminara acercándose a la de los revisionistas que la Segunda Internacional, formalmente, por mayoría, rechazaba. Por eso, no se podía seguir rechazando el método de la huelga política de masas en general. Este método, en algunos casos, no se podía utilizar
… en absoluto porque contradiga un supuesto “método alemán” de lucha socialista, sino simplemente porque se necesitan condiciones sociales y políticas muy específicas para hacer posible una huelga general como medio político. En Bélgica, el alto nivel de desarrollo industrial, combinado con el pequeño tamaño del país, hace que tanto la difusión local de la huelga sea fácil y rápida, y que un número no demasiado grande de huelguistas, alrededor de 300.000, sea suficiente para paralizar la vida económica del país. Alemania, como país extenso con regiones industriales localmente dispersas, grandes distritos agrícolas dispersos entre ellos y un ejército de trabajadores enorme, se encuentra en este sentido en una posición incomparablemente menos favorable. Y lo mismo se aplica a Francia en su conjunto, y a los países más grandes y menos centralizados industrialmente en general [las cursivas son mías –Nota del autor–] [13].
Es interesante la evaluación que hace Luxemburg sobre el “poder de fuego” de un número reducido de trabajadores, que según ella lograrían, de ser puestos en pie de combate, sacudir y hacer perder el equilibrio al capitalismo belga. Tal vez pueda aventurarse que la conciencia de ese poder es lo que moderaba al extremo a los dirigentes del Partido Obrero Belga, combinado con la opinión positiva que dirigentes como Vandervelde tenían del colonialismo belga en África, que redundaba en la formación de una incipiente “aristocracia obrera” en la metrópoli, aunque por aquellos años ese término (acuñado más tarde por Lenin y Bujarin en su teoría del imperialismo) aún no era corriente. Siguiendo ese período de desarrollo capitalista que fue desenvolviendo las tendencias imperialistas, al igual que otros partidos de la Segunda Internacional, el POB iba atando su suerte en forma espontánea, mediante la rutina de la lucha con un horizonte de reformas, a los marcos de su propio capitalismo nacional [14]. Relacionado con este “poder de fuego” de un sector estratégico de trabajadores, según el sociólogo norteamericano John Womack Jr., se pueden encontrar las raíces de su concepto de “posición estratégica” en estas polémicas sobre la huelga de masas en esos años en Bélgica y Holanda [15].
Para Rosa, no se puede considerar el “método alemán” de ninguna manera como una imaginaria superioridad de la socialdemocracia alemana y la huelga de masas como un rasgo de países más atrasados (Bélgica sería uno de ellos). Por el contrario, en el aspecto de las libertades democráticas y de organización, Alemania es un país también atrasado, policial, lo cual redunda en métodos de lucha más “cautelosos”. Aquí Rosa preanuncia su argumento, que aparece seguidamente a partir de la revolución rusa de 1905, contra esa especie de “chovinismo de aparato” de la socialdemocracia alemana, de arrogarse una supuesta tutela, donde los socialistas alemanes “adelantados” serían los profesores y los demás, los “atrasados”, los alumnos.
La organización y la ilustración no hacen por sí mismas superfluas las luchas políticas, así como la formación de sindicatos y la recaudación de contribuciones no hacen superfluas las luchas salariales y las huelgas. Lo que en realidad se opone, al alabar las ventajas de la organización y la ilustración en contraste con los "medios revolucionarios" es, por un lado la revolución violenta, por otro lado la reforma legal, el parlamentarismo.
La ley como “violencia latente”
Por último, uno de los puntos más destacables de la polémica de Rosa es la relativa “defensa” de la necesidad de la violencia y la lucha ilegal. Esto contradice una imagen bastante extendida, a partir de sacar de contexto y malinterpretar un par de pasajes de su obra (como su folleto inédito sobre la Revolución rusa y el programa de la Liga Espartaco, ambos de 1918) de parte de la vulgata alrededor de su figura que intenta mostrarla como una alternativa “socialista democrática” frente a Lenin, rechazando la violencia revolucionaria:
Lo que nos parece extraño sobre todo en la firme decisión de sustituir todo uso de la violencia en la lucha proletaria por la acción parlamentaria es la idea de que las revoluciones son maquinaciones arbitrarias […] Según este punto de vista, las revoluciones se hacen o se omiten, se preparan o se dejan en suspenso, según se reconozcan como útiles o como superfluas y perjudiciales […] La historia de todas las revoluciones hasta hoy nos muestra que los movimientos populares violentos, lejos de ser un producto arbitrario y deliberado de los llamados "dirigentes" o "partidos" como los imagina el policía y el historiador burgués oficial, son más bien fenómenos sociales bastante elementales, impuestos por la fuerza de la naturaleza, que tienen su origen en el carácter de clase de la sociedad moderna. La aparición de la socialdemocracia no ha cambiado aún esta situación, y su papel no es imponer leyes al desarrollo histórico de la lucha de clases sino, por el contrario, estar al servicio de sus leyes y, a través de ellas, de la propia lucha de clases.
En el pasaje más premonitorio de todos, Rosa Luxemburg deduce que, si de este primer test de una lucha dirigida por revisionistas se empieza a generalizar, ocurrirá que:
Si la socialdemocracia quisiera oponerse a las revoluciones proletarias, que son una necesidad histórica, el único resultado sería que la socialdemocracia se transformara de dirigente en alguien que va a la rastra, o en un obstáculo impotente para la lucha de clases, que eventualmente, para bien o para mal, tendría que triunfar sin ella y contra ella en el momento dado.
Posiblemente, conociendo este debate y estos trabajos, fue que el propio Trotsky hizo una predicción similar tan temprano como en 1906 en el final de su folleto Resultados y perspectivas. En cuanto a la polémica de Luxemburg, opino que hay una paradoja en el tono y el tema en la similar insistencia, a lo largo de todo el debate, la posibilidad de que la socialdemocracia, buscando controlar completamente el movimiento, termine jugando un rol antirrevolucionario. Esa paradoja consiste en que la disputa con los revisionistas belgas es lo que resuena muy cercanamente en la mucho más conocida polémica de Rosa con Lenin en 1904, en su folleto Problemas de organización de la socialdemocracia rusa. Me parece que este último folleto no se puede terminar de entender sin la disputa belga de apenas dos años antes, pero esta discusión excede el presente artículo [16].
Precisamente la “defensa” que hace Rosa de la violencia revolucionaria en esta polémica, tan temprano como en 1902, cuando esto no era popular y se venía de tres décadas de luchas obreras reformistas mayoritariamente pacíficas y cuando aún faltaban tres años para vislumbrar la revolución en el horizonte (Rusia 1905), no dejan lugar a dudas de la constante de toda su vida a ir contra la corriente incluso dentro del movimiento socialista, y de que pertenece a una misma corriente junto con Lenin, Trotsky y la tradición de la Tercera Internacional:
Basta con mirar estos simples hechos para darse cuenta de que la cuestión: ¿revolución o transición puramente legal al socialismo? No es una cuestión de táctica socialdemócrata, sino sobre todo una cuestión de desarrollo histórico. En otras palabras: al borrar la revolución de la lucha de clases proletaria, nuestros oportunistas decretan nada más y nada menos que la violencia ha dejado de ser un factor en la historia moderna […] ¿Cuál es la función de la legalidad burguesa? Cuando un "ciudadano libre" es forzado por otro, contra su voluntad, y llevado a un lugar estrecho e incómodo y es retenido allí durante un tiempo, todos entienden que se trata de un acto de violencia. Sin embargo, tan pronto como la operación se basa en un libro impreso llamado Código Penal, y la cárcel se llama "Real Prisión Prusiana" o penitenciaría, entonces se convierte en un acto de legalidad pacífica. Cuando una persona es obligada por otra persona contra su voluntad a matar sistemáticamente a sus semejantes es un acto de violencia. Pero tan pronto como lo mismo se llama "servicio militar", el buen ciudadano se imagina respirando toda la paz de la legalidad. Si una persona es privada de una parte de sus posesiones o ganancias por otra persona contra su voluntad, nadie duda de que se trata de un acto de violencia, pero si este acto se denomina "recaudación de impuestos indirectos", entonces es simplemente un ejercicio de las leyes vigentes. En una palabra: lo que se nos presenta como legalidad burguesa no es otra cosa que la violencia de la clase dirigente, que ha sido elevada al rango de norma obligatoria desde el principio. Una vez que se ha hecho esta determinación de los actos individuales de violencia como norma obligatoria, entonces el asunto puede reflejarse en el cerebro del jurista burgués y no menos en el cerebro del oportunista socialista al revés: el "orden jurídico" como creación independiente de la "justicia" y el poder coercitivo del Estado como mera consecuencia, una "sanción" de las leyes. Por el contrario, en realidad, la legalidad burguesa (y el parlamentarismo como legalidad en ciernes) no es en sí misma más que una cierta manifestación social de la violencia política de la burguesía que ha surgido de la base económica […] Si nuestra actividad legal y parlamentaria no está respaldada por la violencia de la clase obrera, siempre dispuesta a actuar en caso de emergencia, entonces la acción parlamentaria de la socialdemocracia se transforma en un pasatiempo igualmente ingenioso, como, por ejemplo, intentar sacar el agua con un colador. Los ‘Realpolitiker’ que señalan constantemente los "éxitos positivos" de la acción parlamentaria de la socialdemocracia para utilizarlos como argumento contra la necesidad y la utilidad de la violencia en la lucha de los trabajadores, ni siquiera se dan cuenta de que estos éxitos, aunque sean menores, solo pueden considerarse como un producto del efecto invisible y latente de la violencia” [17].
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