“El sujeto del conocimiento histórico es la propia clase oprimida en lucha. En Marx aparece como la última clase avasallada, como la clase vengadora, que completa la obra de liberación en nombre de generaciones de oprimidos. Esta conciencia, que volvió a aflorar durante un breve periodo en ‘Espartaco’, siempre ha sido chocante para la socialdemocracia”. Walter Benjamin, Tesis XII sobre el concepto de historia. (1940)
Un homenaje a Rosa Luxemburg en el 150 aniversario de su nacimiento (5 de marzo de 1871) repasando dos aspectos claves de su trayectoria política: el debate sobre el revisionismo y el de la huelga de masas, a poco tiempo de lanzar a la calle una edición de sus obras escogidas bajo el nombre de Socialismo o barbarie, por Ediciones IPS.
Mientras escribimos estas líneas, el mundo acaba de transcurrir ya un año de la pandemia de covid-19. Y, coincidentemente, se cumple el aniversario 150 del nacimiento de Rosa Luxemburg (5 de marzo de 1871). La pandemia de covid-19 se ha cobrado las vidas de millones 2 millones y medio de personas de los parias de la tierra y ha producido grandes crisis sociales, políticas y económicas. Y, sin embargo, como han demostrado muchos científicos críticos, no se trata de una calamidad natural, sino que estaría relacionada fuertemente con la gran industria capitalista de alimentos y la deforestación y desastre ecológico asociados a ella. Luxemburg, hace más de un siglo, supo explicar cómo el capitalismo, con su organización anárquica e irracional, no puede dejar de producir, por su propia naturaleza, fenómenos aberrantes y crímenes sociales que contienen elementos de barbarie y que ponen en juego a la propia “civilización” capitalista o, para citar nuevamente a Walter Benjamin, “cada documento de cultura es al mismo tiempo un documento de barbarie”. Luxemburg estudió este tipo de problemas sobre todo en relación al desarrollo del militarismo y las tendencias hacia una gran guerra mundial, como expresión condensada y extrema del desarrollo del imperialismo y de sus contradicciones. En ese contexto, al inicio de la Primera Guerra Mundial, planteó que la alternativa era “el socialismo o el hundimiento en la barbarie”.
Luxemburg perteneció a la generación de marxistas que hizo sus primeras armas en el período transcurrido entre 1871 y 1914, signado por el fin de las revoluciones del siglo XIX, el último gran estirón del capitalismo y la emergencia del imperialismo. Se trató de un período preparatorio para el “gran Kladderadatsch”, o la gran hecatombe que había previsto Friedrich Engels en que desembocaría ese desarrollo.
Su legado ha sido siempre controvertido. Formó parte de una corriente informal revolucionaria de alas de izquierda dentro del movimiento socialista internacional, en lo que coincidía con fracciones similares como los bolcheviques rusos centralmente. No obstante, tuvo frente a ellos una trayectoria independiente, que a veces confluyó, incluso organizativamente (en el caso de Polonia, entre 1906 y 1912, en particular), y otras veces no, manteniendo cierta distancia. Luxemburg, quien se consideraba una “simpatizante crítica” de los bolcheviques, saludó y apoyó la Revolución de Octubre de 1917, aunque luego fue transformada en mala palabra por el estalinismo durante mucho tiempo.
Hoy en día se puede decir que predomina una lectura de Rosa Luxemburg que desnaturaliza completamente su teoría revolucionaria, la distorsiona y utiliza su figura en función de proyectos políticos “neorreformistas”, es decir, con un discurso a la izquierda de los viejos partidos socialdemócratas, pero no demasiado... Nosotros tenemos una visión distinta, y esperamos contribuir a ella para una apropiación en clave revolucionaria, aunque no exenta también de una mirada crítica en algunos puntos. La antología de su obra que estamos próximos a publicar esperamos que contribuya a ello.
Luego de esta introducción general, adelantamos aquí dos elementos que serán desarrollados, junto al conjunto de sus ideas, en la presentación de la antología, próxima a salir, de nuestra autora: el “debate Bernstein” y el debate sobre la huelga de masas.
Reforma social o revolución. El debate Bernstein
Rosa Luxemburg fue originalmente fundadora y militante de la Socialdemocracia del Reino de Polonia y de Lituania (SDKPiL, por su sigla en polaco), establecida en el exilio en Zürich, Suiza, donde se encontraba estudiando, en 1893. A lo largo de toda su vida mantuvo la ligazón y su rol de dirección teórica y política de este partido. No obstante, deseaba trasladarse a Alemania, cuyo Partido Socialdemócrata (SPD, por su sigla en alemán) era la fuerza directriz de la Internacional Socialista, o Segunda Internacional, fundada por Engels en 1889. Alemania tenía el movimiento socialista más vibrante, con sus mejores luminarias teóricas, y el movimiento obrero más desarrollado y organizado.
Ni bien logra establecerse en Alemania, participa del congreso del SPD realizado en Stuttgart en 1898, donde por primera vez se plantea el debate de la mayoría marxista del partido con una minoría llamada “revisionista” representada por Eduard Bernstein, quien, durante su exilio en Gran Bretaña durante la época de la persecución de Bismarck contra el SPD, se había familiarizado y acercado al punto de vista de la Sociedad Fabiana, una organización que promovía la reforma gradual del sistema capitalista que era el think-tank ideológico tanto de los sindicatos como del Partido Laborista posteriormente creado por ellos en 1900.
Este último había publicado, desde 1896, una serie de artículos llamada “Problemas del socialismo” en la revista teórica Die Neue Zeit, donde se empezaba a replantear una serie de puntos fundamentales de la teoría marxista. Fundamentalmente, Bernstein consideraba que no se estaban verificando en la realidad una serie de tópicos que evaluaba como centrales en la teoría de Marx, como la tendencia a la desaparición de las clases medias, la pauperización generalizada de la clase trabajadora y, de conjunto, que el capitalismo no iba hacia un escenario de catástrofe donde por sus propias contradicciones se viera en la imposibilidad de continuar funcionando normalmente y eso diera lugar a la intervención revolucionaria de la clase trabajadora para superar ese sistema e implantar el socialismo. Por el contrario, Bernstein además consideraba que el capitalismo había encontrado sus propios “medios de adaptación” a las crisis en la forma del crédito y de la concentración de la producción en grandes corporaciones empresarias (en ese momento llamadas “cárteles”).
Como conclusión de estos fenómenos, Bernstein consideraba que era necesario abandonar el pensamiento dialéctico, de matriz hegeliana, que para él era la expresión de este tipo de pensamiento “catastrofista” en el marxismo. Por otro lado, Bernstein consideraba que la teoría marxista que fundamentaba la necesidad de la revolución, basada en estas tendencias, no se correspondía con la propia práctica real, cotidiana de la socialdemocracia alemana que oficialmente adhería a ella, que se circunscribía a la lucha por reformas que mejoraran la situación de los trabajadores dentro de los marcos del capitalismo. Como solución a este quiebre entre teoría y práctica, Bernstein proponía revisar la primera a la luz de la segunda: transformar al Partido Socialdemócrata alemán, de un partido socialista revolucionario a uno que se reconozca abiertamente como partido de la reforma social y de la democratización de las instituciones estatales como una forma de ir realizando el socialismo por la vía de las reformas graduales, sin el “salto” de la revolución, que a menudo en el debate es llamada “la conquista del poder político por el proletariado”.
Al principio, Karl Kautsky, el principal teórico del partido y de toda la Segunda Internacional, le da poca importancia al desafío que presentan estos artículos precisamente en su propio terreno, y le agradece calurosamente incluso a su amigo personal por la contribución que representan los artículos, algo que encoleriza a otro gran teórico de la socialdemocracia internacional, el ruso Gueorgui Plejánov, quien incluso escribe una larga “Carta abierta al camarada Kautsky” llamada “¿Qué es lo que tenemos que agradecerle?” [1], además de muchos otros artículos centrados en el aspecto filosófico y sobre el cuestionamiento a la concepción materialista de la historia. Luego, a partir de esta intervención y la de Rosa Luxemburg, Kautsky también se suma a la lucha teórica contra el revisionismo, principalmente con su trabajo Bernstein y el programa socialdemócrata. Una anticrítica (La doctrina socialista).
El gran revuelo que ocasionó este debate tuvo que ver con que el marxismo solo se había consolidado como la teoría de la socialdemocracia alemana y del movimiento obrero hacía relativamente poco, luego de que durante décadas fuera dominante la figura y el pensamiento del no marxista Ferdinand Lassalle (con algunos puntos de contacto con la “revisión” de Bernstein), más que los de Marx y Engels [2]. Sin embargo, la revisión de Bernstein ahora se daba desde dentro del propio marxismo para salir de él. El movimiento obrero aún se encontraba en una época en que las luchas teóricas y las corrientes de pensamiento en torno a ellas todavía no se mostraban del todo como expresión cristalizada de determinadas fuerzas sociales en el sentido que sí se empezó a ver sobre todo a partir de la Primera Guerra Mundial. Volveremos sobre esto en detalle más adelante. No obstante, Luxemburg sitúa la concepción del revisionismo como expresión de la afluencia hacia el SPD de numerosos elementos provenientes de la pequeñoburguesía, particularmente luego del final de las leyes de persecución contra los socialistas y la caída de Bismarck (1890), y gracias a los avances del partido tanto en el terreno electoral como de las conquistas sindicales.
¿Reforma social o revolución?, el gran texto polémico de Luxemburg contra el revisionismo bernsteiniano, busca desde el vamos situar la polémica contra este último como una controversia con alguien que, desde dentro del SPD, en realidad pertenece a otro partido: el movimiento de la “Reforma Social” en Alemania había existido durante décadas como una propuesta, sobre todo de las iglesias, para alejar al movimiento obrero de los socialistas y encuadrarlos dentro del Estado. Este movimiento, confesional y reaccionario, ya en decadencia, ahora buscaba renacer dentro del partido de los propios socialistas.
Para contrarrestar los argumentos del revisionismo, Luxemburg comienza por ubicarse desde el punto de partida de analizar el capitalismo como totalidad, contra la visión fragmentaria de Bernstein. La totalidad es también el punto de partida de la dialéctica, que busca comprender los fenómenos sociales primero en la forma en que se aparecen, para analizar su esencia y llegar a un concepto más rico, complejo, producto de múltiples determinaciones.
En principio, supuestamente, tanto marxistas como revisionistas coincidían en qué (el objetivo final del socialismo) pero diferían simplemente en el cómo (el método reformista o el revolucionario). Pero no, no se trataba de elegir entre reforma o revolución como se elige el menú en un restorán, como dos formas distintas de saciar el apetito; se trataba de dos fines distintos: o emparchar al capitalismo buscando atenuar las consecuencias de la explotación, “regular” la miseria para tratar de hacerla más tolerable, o liquidarlo para dar pie a una sociedad socialista sin explotadores ni explotados. A lo largo de la polémica, Bernstein terminará por reconocer que su hincapié en los métodos, en el cómo de la reforma social, también lleva lógicamente a cuestionarse si el objetivo final socialista sigue siendo válido. Esto quedará resumido en su famosa frase: “El objetivo final, sea cual fuere, no es nada para mí; el movimiento es todo”. Su “socialismo”, entonces, pierde toda base científica y se transforma en un objetivo puramente moral. Bernstein parte de dividir la esfera de la producción de la de la distribución, para concentrar el objetivo de las peleas por una distribución más justa de la riqueza. Para él, los dos métodos privilegiados de la reforma social son la lucha sindical, que mediante la puja salarial puede permitir una distribución de una mayor tajada de la renta nacional en beneficio de los trabajadores, y la formación de cooperativas de producción.
Para Luxemburg, si bien la lucha sindical es necesaria, ya que la clase obrera se templa y va forjando su experiencia, una escuela para prepararse para batallas decisivas por el poder, en la concepción de Bernstein, al transformarse en un objetivo en sí mismas, quedaban constreñidas a una pelea en los marcos del capitalismo sin cuestionarlo, porque es:
[E]l medio que tienen los trabajadores de realizar la ley capitalista del salario, es decir, la venta de la fuerza de trabajo según su precio de mercado en determinado momento. En esto los sindicatos sirven al proletariado al explotar para sí las coyunturas del mercado en cada momento. Sin embargo, lo que queda por fuera de la esfera de acción de los sindicatos son precisamente estas coyunturas, a saber: (1) la demanda de fuerza de trabajo condicionada por el nivel de la producción, (2) la oferta de trabajo creada por la proletarización de las capas medias de la sociedad y por la reproducción natural de la clase obrera y (3) el grado momentáneo de productividad del trabajo. Los sindicatos no pueden eliminar la ley del salario. A lo sumo pueden llevar la explotación capitalista a que encaje dentro de los límites “normales” del momento, pero de ninguna manera pueden abolir gradualmente la explotación misma.
Por eso, para Luxemburg, la lucha sindical era una lucha interminable, un “trabajo de Sísifo”.
En cuanto a las cooperativas de producción, consideraba que era una salida que solo podía aplicarse en pequeña escala, para un tipo de producción de baja inversión, como podría ser alguna parte de la industria alimenticia, pero que, al mismo tiempo, no eliminaba de conjunto el imperio de la ley del valor y del intercambio capitalista, por lo cual las cooperativas se veían obligadas a competir en condiciones sumamente desfavorables con los grandes capitalistas, que poseían mejor técnica y por ende una productividad del trabajo más alta, que obligaría a los trabajadores cooperativistas a compensarla explotándose a sí mismos de forma cada vez más dura. “Las cooperativas, sobre todo las de producción, representan en su esencia una forma híbrida en el seno del capitalismo. Se las puede describir como una producción socializada en pequeña escala dentro del intercambio capitalista”.
Por otra parte, su supervivencia dependía, en gran medida, de la formación paralela de cooperativas de consumidores, es decir, de asegurarse un mercado cerrado de antemano. Esto haría imposible la cooperativización de la gran industria y de los grandes servicios, que exigen además una inversión de capital mucho mayor.
Por otra parte, Luxemburg hace una crítica sucinta pero devastadora de la teoría marginalista, la cual considera que es la base de concepción económica de Bernstein. Hoy en día, muy lejos de las intenciones reformistas de un Bernstein, esta escuela económica liberal es considerada por la corriente actual de los llamados “libertarios de derecha” como su antecesora. Es muy usual escuchar a los actuales economistas “libertarios” hablando en los medios de comunicación dando “lecciones de economía a la izquierda” criticando la teoría del valor-trabajo de Marx en defensa de una supuesta teoría subjetiva del valor:
Bernstein declara que la ley del valor-trabajo de Marx es una mera abstracción, que, para él, es una mala palabra en la economía política. Pero si el valor-trabajo es una mera abstracción, “una imagen del pensamiento”, entonces cualquier ciudadano normal que ha cumplido con su servicio militar y paga sus impuestos en fecha tiene el mismo derecho que Karl Marx a elaborar su propia “imagen del pensamiento”, su propia ley del valor. “Marx tiene derecho a prescindir de las cualidades de las mercancías para convertirlas en simples encarnaciones de cantidades de trabajo humano, al igual que los economistas de la escuela de Böhm-Jevons a prescindir de todas las cualidades de las mercancías salvo su utilidad”. Es decir que, para Bernstein, el trabajo social de Marx y la utilidad abstracta de Menger son bastante parecidos: abstracciones puras. Bernstein olvida que la abstracción de Marx no es un invento, es un descubrimiento, que no existe en la cabeza de Marx sino en la economía de mercado. No lleva una existencia imaginaria sino una verdadera existencia social, tan real que se la puede cortar, moldear, pesar y acuñar. El trabajo humano abstracto que descubrió Marx no es, en su forma más desarrollada, sino el dinero. Este es, precisamente, uno de los descubrimientos más geniales de Marx, mientras que para todos los economistas políticos burgueses, desde el primero de los mercantilistas hasta el último de los clásicos, la esencia del dinero sigue siendo un libro cerrado bajo siete sellos. La teoría de la utilidad abstracta de Böhm-Jevons es, en realidad, una imagen del pensamiento o, más bien, una imagen de la falta de pensamiento, una tontería de la que no se puede responsabilizar al capitalismo ni a sociedad alguna, sino a la propia economía vulgar burguesa. Con esta “imagen del pensamiento” en la cabeza, Bernstein, Böhm y Jevons, y toda la cofradía subjetiva pueden permanecer veinte años contemplando el misterio del dinero, sin llegar a ninguna conclusión distinta que la que cualquier zapatero ya conoce sin su ayuda: fundamentalmente, que el dinero es “útil”.
Las relaciones de producción de la sociedad capitalista, con la socialización creciente de la producción, la extensión del poder de los sindicatos y sus conquistas, la formación de cooperativas y la extensión de la democracia son vistas por Bernstein como el umbral de las relaciones sociales de una sociedad socialista. Sin embargo, sus relaciones jurídicas y políticas levantaron entre las sociedades capitalista y socialista un muro cada vez más alto. El desarrollo de las reformas sociales y de la democracia no derriban el muro, sino más bien lo fortalecen y consolidan. “Solo el martillazo de la revolución, es decir, la conquista del poder político por el proletariado, puede derribar este muro”.
Rosa Luxemburg, de conjunto, plantea que, a pesar de que bajo el capitalismo aparecen en germen los elementos que en la sociedad socialista luego se desarrollarán en plenitud, estos elementos:
asumen, por el momento, una forma que no se aproxima al socialismo sino que, por el contrario, se aleja de él. En la producción se expresa cada vez más el carácter social. ¿Pero de qué forma? Se expresa bajo la forma de la gran empresa, la sociedad por acciones y el cártel, donde los antagonismos y la explotación capitalistas y el sojuzgamiento de la fuerza de trabajo se exacerban al extremo.
Por último, Luxemburg es una de las primeras en plantear el problema de la dialéctica de las conquistas parciales. ¿Qué quiere decir esto? Que aquellas reformas conquistadas por la clase obrera, si no son utilizadas como un punto de apoyo o una palanca para trascender el orden capitalista y se vuelven, de medios, en fines por sí mismos, contribuyen a agrandar ese muro que separa al capitalismo del socialismo.
¿Qué forma debe asumir, entonces, la dialéctica entre la lucha por reformas y la revolución? Esa era una pregunta que en los tiempos del debate de ¿Reforma social o revolución? no era del todo sencillo responder, a falta de elementos históricos, sobre todo de la experiencia de nuevas revoluciones proletarias. Pero es evidente que el sentido de la respuesta de Rosa Luxemburg iba en el camino de un programa de transición, que sirviera como un puente entre la lucha cotidiana y la conciencia de las luchas presentes, con las necesidades objetivas de las tareas que se deben realizar según el avance de la decadencia capitalista. El debate sobre los programas transicionales recién se volvió más concreto luego del triunfo de la Revolución de Octubre, en los primeros años de la Internacional Comunista, y fue sistematizado entre 1934 y 1938 en el programa de la Cuarta Internacional. En este sentido, hemos debatido en otra oportunidad con quienes “traducen” la dialéctica entre reforma y revolución en una clave de lucha por espacios autónomos de reformas por abajo combinado con un cierto apoyo a gobiernos “populares” de conciliación de clases [3].
El debate sobre la huelga de masas
El punto de la dialéctica de las conquistas parciales y su peso conservador estaría presente también a lo largo a lo largo de todas las intervenciones de Rosa Luxemburg en el debate sobre la huelga de masas. En la Segunda Internacional, hasta 1905, las hipótesis estratégicas sobre un eventual proceso revolucionario estuvieron más bien relegadas, centrándose en “la táctica probada” del Programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana de 1891, que consistía centralmente en el desarrollo de la lucha sindical y parlamentaria por reformas en función de una acumulación política para un horizonte socialista que solo se veía difusamente. Solo sectores de la socialdemocracia ubicados más bien en sus márgenes, a la izquierda, consideraban esas hipótesis, como Parvus y Rosa Luxemburg en Alemania o los socialdemócratas rusos. Estas hipótesis estratégicas consistían en visualizar al proceso revolucionario a partir del desarrollo de una huelga general revolucionaria que paralizaría la economía, pondrían en jaque al Estado capitalista y plantearían quién es “el amo del país”, facilitando el acceso de la clase obrera al poder. No obstante, esta hipótesis era insuficientemente concreta debido a la carencia de experiencias revolucionarias durante más de tres décadas, a partir de la derrota de la Comuna de París de 1871. Ya en los debates sobre la huelga general belga de 1903 entre Luxemburg y Vandervelde se empieza a bosquejar la relación entre huelga de masas y revolución, pero es en Huelga de masas, partido y sindicatos, un trabajo muy elogiado por Lenin, donde Luxemburg afirma esta hipótesis estratégica:
A través del desarrollo interno lógico de los acontecimientos sucesivos, la huelga de masas esta vez se convierte en una insurrección abierta, una barricada armada y combates callejeros en Moscú. Las jornadas de diciembre en Moscú concluyen el primer año de la revolución como el punto máximo de la línea de acción política y del movimiento de la huelga de masas en ascenso. Al mismo tiempo, los acontecimientos de Moscú muestran en un pequeño ensayo el desarrollo lógico y el futuro del movimiento revolucionario en su conjunto: su inevitable conclusión en una insurrección general abierta, que a su vez no puede producirse sino pasando por la escuela de una serie de revueltas parciales preparatorias, que por el momento pueden terminar con “derrotas” externas parciales y, consideradas individualmente, parecen “prematuras”.
Luxemburg escribe este trabajo en 1906 por encargo de los socialdemócratas de Hamburgo, como una síntesis de la Revolución rusa de 1905 que aún su autora no daba por finalizada. Lo redactó luego de salir de la cárcel en la que estuvo confinada unos meses en Varsovia, debido a su participación en la revolución en el territorio polaco. El lugar en el que lo hizo fue en una aldea de Finlandia, muy cerca de San Petersburgo, donde Lenin y otros bolcheviques se encontraban en la clandestinidad, de manera que Luxemburg pudo discutir su contenido con ellos. Para ella este trabajo no se limitaba a ser una descripción de lo ocurrido en Rusia sino que proponía, en los hechos y aunque no estaba explicitado así por su autora, un cambio de estrategia para la socialdemocracia occidental. No se trata de escribir sobre la huelga de masas ni como una simple “huelga demostrativa”, es decir, un evento en que los trabajadores abandonan sus lugares de trabajo y protestan pacíficamente, ni, en el otro extremo, en la huelga general en sentido anarquista, como el evento del “gran día final” en el que se produce una huelga general indefinida que derrumba de un solo golpe al capitalismo. De lo que se trata es de presentar una nueva estrategia que abarca un proceso de largo alcance en el que el centro de gravedad de la pelea política está puesto en la lucha de clases y en la educación del movimiento obrero en una escuela de lucha donde, mediante distintos combates parciales sindicales y políticos, va tomando conciencia de sus propias fuerzas para así llegar lo suficientemente preparado a “la toma del poder político por el proletariado”, donde sus fuerzas se tensarán al máximo y estará planteado desalojar a las clases dominantes del poder. Esto implica, en la socialdemocracia occidental, precisamente un cambio radical en “la vieja táctica probada” de ubicar ese centro de gravedad en la acción parlamentaria apoyada en luchas sindicales por objetivos limitados. La huelga de masas como estrategia es la que se adapta mejor a la nueva era de desarrollo del imperialismo y de conflictos de clase más duros. Si en Rusia, donde la clase obrera es una minoría, pudo jugar un rol social y político tan grande, con mucha más razón en los países desarrollados de Occidente ese papel puede ser mucho más determinante aún.
La huelga de masas, en su folleto de 1906, juega allí un papel como “organizadora” del movimiento obrero en su conjunto, aunque Luxemburg no desarrolla la novedad de las instancias de autoorganización que canalizan la voluntad de la clase trabajadora, los consejos obreros o soviets, algo que, de forma algo críptica, Gramsci parece criticarle muchos años más tarde en sus Cuadernos de la cárcel [4] se combina también con los conceptos de “conciencia de clase teórica y latente” vs. “conciencia de clase práctica y activa”:
En el trabajador alemán esclarecido, la conciencia de clase sembrada por la socialdemocracia es teórica y latente: en el período del dominio del parlamentarismo burgués no puede, por regla general, manifestarse en forma activa como una acción directa de masas […]. En la revolución, donde las propias masas aparecen en la escena política, la conciencia de clase se convierte en práctica y activa.
Esta observación es muy interesante, ya que aporta a una visión no lineal, no evolutiva, no gradual de la conciencia obrera en sentido –ya sea “ilustrado” por la propaganda socialista pacífica en la agitación electoral, ni en las luchas sindicales limitadas–, donde la revolución ahorra las etapas de este esclarecimiento pero a los fines de lo que aquí trato, se puede decir que Luxemburg utiliza esta imagen para discutir contra los dirigentes sindicales alemanes reacios a la acción y que apostaban solo a la educación política pacífica de la clase obrera por medio de las elecciones y a lo sumo acciones sindicales muy limitadas y respetando a rajatabla la legalidad, y le opone la rápida escuela de maduración política del proletariado ruso en el fuego de la revolución). Es un antídoto teórico a la idea del “partido educador” en sentido escolar.
Este debate se reiniciaría en 1910 alrededor de la confluencia de una serie de luchas económicas con las protestas contra la reforma de la ley de voto calificado en Prusia, en lo que se conoció como el “debate de las dos estrategias”, donde las contribuciones más destacadas de Luxemburg son “¿Desgaste o lucha?” (que publicamos en una nueva traducción directa del alemán en esta edición de IdZ) y “La teoría y la práctica”. Rosa Luxemburg plantea una discusión muy interesante sobre el tiempo en la política revolucionaria. A pesar de formar parte del mismo partido, en este sentido en la socialdemocracia alemana constantemente convivieron dos ideas muy distintas respecto a los ritmos de la política. Hacia comienzos de la década de 1910 la visión oficial, predominante, es cada vez más la que algunos historiadores llaman “atentismo revolucionario” [5]. El SPD, a rasgos generales, era cada vez más deudor, como buena parte de la Segunda Internacional ya desde entonces, de una visión “finalista” del proceso histórico, donde este se desarrollaba en forma necesaria e inevitable hacia el objetivo socialista, por lo cual la actitud de la socialdemocracia debería ser fundamentalmente expectante de que esas condiciones maduraran y se desarrollaran por sí solas, relativizando el rol activo de intervención de los socialistas. Este “atentismo revolucionario”, o también “radicalismo pasivo” o “teoría de la espera pasiva”, estos dos últimos términos acuñados por el marxista neerlandés residente en Alemania y también parte de la izquierda del SPD, Anton Pannekoek [6], se fue profundizando a medida que se acercaba la Primera Guerra Mundial. Por poner un ejemplo, el SPD no había respondido bien a crisis como la de Marruecos, que en 1911 estuvo a punto de desencadenar una guerra generalizada con tres años de anticipación [7]. No obstante, esto implicaba todavía una ubicación centrista del conjunto del SPD, que combinaba una política práctica cada vez más parlamentarizada y acotada a los márgenes de maniobra estrechos de la legalidad prusiana, junto con un discurso y una perspectiva aún formalmente revolucionarios y de adhesión al marxismo. Esta evolución crecientemente hacia la derecha del SPD a partir del crecimiento de las enormes conquistas electorales y sindicales de la socialdemocracia, y del empoderamiento de la burocracia sindical, la fuerza más conservadora del partido, que ejercía, desde 1906, un derecho de veto permanente respecto de todas las políticas partidarias que involucraran a los sindicatos. La dirección del SPD se adaptó cada vez más a esa situación. El propio Kautsky, que al principio tenía una relación muy mala con la burocracia sindical, empezó a congraciarse con ella a partir de estos años, e incluso, de alguna manera, ser cada vez más su “expresión teórica”.
Existía una aprehensión extendida en el SPD contra la posibilidad de una revolución hecha al estilo conspirativo, “provocada”, al estilo de los conjurados blanquistas del siglo XIX, y descolgada de las masas de los trabajadores, debido a que en Alemania no habían faltado también tradiciones de tipo anarquista o “sindicalista” como se las conocía allí. El Partido Socialdemócrata, en su desarrollo sobre todo en los años previos la Primera Guerra Mundial, va en un camino donde esos reparos se vuelven cada vez más objeciones contra la izquierda alrededor de Luxemburg.
En la polémica con Kautsky sobre la huelga de masas de 1910 en torno a la lucha por el derecho electoral en Prusia es claramente visible la veta “activista” de Luxemburg, contra la filosofía del “radicalismo pasivo” que defiende Kautsky, que este último sintetiza en su fórmula de “estrategia de desgaste”.
En la discusión de 1910, se trataba de dos cosas. Por un lado, de conducir una lucha por derechos democráticos (la conquista del sufragio universal igualitario) con todos los medios disponibles y de manera consecuente, sin amedrentarse ante los límites de la legalidad o de la “opinión pública” (o como había dicho contra Bernstein en la polémica contra el revisionismo, sin retroceder de miedo ante la leyenda del “ogro socialdemócrata que se come a los niños crudos”), y de esa manera ir forjando la experiencia de la clase obrera hacia la conquista del poder político. Por el otro, quien plantea blanco sobre negro el problema del cambio de estrategia es Kautsky, no Luxemburg.
Aunque el lenguaje de esta última se mantiene cuidadosamente todavía en el plano de la táctica, es evidente que continúa sus reflexiones estratégicas de 1905-06, las cuales, como han dicho algunos historiadores constituyen una especie de prehistoria del punto de partida del comunismo alemán.
Para Kautsky, la huelga de masas como estrategia estaba descartada en Alemania y en todo Occidente porque, según él, esta había surgido en Rusia debido a sus carencias, a su atraso, y a su movimiento obrero poco desarrollado. De esta manera, lo que Kautsky llamaba “estrategia de derrocamiento”, en la que incluía la utilización de la huelga de masas, se inscribiría en esta dinámica al tener todos los canales de organización y expresión política cerrados y enfrentarse a un Estado semifeudal. En Occidente, según Kautsky, esta estrategia sería superflua debido al desarrollo de los partidos socialistas y el movimiento sindical, y que en todo caso la llamada por el “estrategia de derrocamiento” quedaría circunscripta al momento final de la conquista del poder, cuando el Estado capitalista “desgastado” fuera finalmente desalojado. En cuanto al debate inmediato de cómo continuar la lucha por la conquista del sufragio universal, la propuesta de Kautsky era simplemente… dedicarse a preparar la campaña para las elecciones al Reichstag que tendrían lugar dos años después…
Rosa Luxemburg apunta en este debate a un nodo sensible y cada vez más evidente: la burocracia sindical. La particularidad de Alemania es que esa burocracia forma parte allí del propio movimiento socialista y, en lo puramente formal, también dice adherir al “objetivo final”. Luxemburg aborda su papel como frenos de la lucha de la clase trabajadora:
Cuando el período revolucionario ya está en pleno desarrollo, cuando las oleadas de la lucha ya son altas, entonces ningún freno de los dirigentes partidarios podrá obtener mayores resultados. Entonces las masas empujan hacia un lado a los dirigentes que se opongan al huracán del movimiento. Eso también puede llegar a suceder alguna vez en Alemania. Pero considero que, por el bien del interés de la socialdemocracia, no es necesario ni deseable apuntar hacia eso. Si en Alemania, en cuanto a la huelga de masas, queremos sentarnos a esperar a toda costa hasta que las masas pasen con “desenfrenada exasperación” por encima de sus dirigentes, es evidente que esto solo podrá suceder a expensas de la influencia y del prestigio de la socialdemocracia. Pues entonces quedaría al descubierto que el complicado aparato organizativo y la rigurosa disciplina partidaria de la cual con razón estamos orgullosos solo son, lamentablemente, un excelente auxiliar para la rutina parlamentaria y sindical cotidiana, pero que, dada la constitución de nuestros círculos dirigentes, son un obstáculo para una acción de masas formidable, como requiere la era de luchas tempestuosas que se avecina.
Más adelante, Luxemburg, por este motivo, considera que el rol de Kautsky en esta polémica es el de ser la cobertura teórica de la burocracia sindical:
Si hubieran sido apenas los dirigentes sindicales los que se manifestaran en público contra la consigna de la huelga de masas durante la reciente campaña por el derecho al sufragio, habría servido para clarificar la situación, para que las masas profundizaran su crítica. Pero no necesitaron hacerlo, porque lo hicieron a través del partido y con la ayuda del aparato partidario, haciendo pesar toda la autoridad de la socialdemocracia para frenar la acción de las masas; eso es lo que hizo que el movimiento por el derecho electoral se paralizara, mientras que el camarada Kautsky se limitó a componer la música teórica que necesitaban [8].
Conclusión
Estas dos peleas clave de la trayectoria política de Rosa Luxemburg, entre muchas otras peleas que abordaremos más en detalle en el prólogo de la antología que estamos por publicar, nos ayudan para entender mejor, entre otras cosas, cuáles fueron los debates previos y cómo llegó preparada teóricamente la izquierda revolucionaria alemana a la Revolución de 1918, el evento decisivo en la vida de nuestra autora, que le costó la vida a manos de las bandas paramilitares al mando del gobierno socialdemócrata. Ambos debates hoy en día guardan una enorme actualidad y pueden ayudar a enriquecer el pensamiento estratégico de la izquierda revolucionaria.
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