Se cumplen tres décadas de uno de los genocidios más letales de la historia. Mientras en Kigali se reúnen líderes de diferentes países en actos de conmemoración, presentamos algunas reflexiones en torno al rol del imperialismo en el genocidio.
Martes 9 de abril 07:32
Foto: Prisionero acusado de genocidio en juicio popular frente a su comunidad, 2011.
El 6 de abril de 1994, el avión en que viajaba el presidente hutu Juvénal Habyarimana fue derribado, muriendo al instante. Esa misma noche, comenzó una de las más sangrientas matanzas de las que se tenga registro: entre ochocientos mil y un millón de tutsis y hutus moderados fueron asesinados en un período de tres meses, el equivalente a diez mil muertes por día. Los perpetradores, fueron desde las fuerzas militares y policiales, grupos paramilitares hasta personas comunes y corrientes armadas con machetes, hachas, martillos u otros elementos.
La dominación en el periodo colonial
La población ruandesa, desde antes de la colonización, estaba dividida en dos grupos principales: hutus y tutsis. Existe un consenso entre historiadores y antropólogos, de que esta división no representaba grupos étnicos diferenciados, sino categorías sociales de un mismo colectivo con una cultura e idioma en común. Los tutsis, eran el 15% de la población y se especializaban en el pastoreo, mientras que los hutus que conformaban el 85% de los ruandeses, eran agricultores. Esas distinciones, se fueron ampliando a partir de algunas diferencias físicas que destacaron los europeos que los clasificaron como dos “razas” opuestas. Los alemanes primero y los belgas más adelante se encargaron de trabajar esas diferencias: emitieron documentos específicos desde la década del treinta donde se registraba la pertenencia a un grupo o a otro. Los europeos gobernaron en alianza con el sector tutsi, a quien atribuyeron un origen extranjero, justificando de esa manera sus privilegios como el acceso a puestos administrativos en la estructura colonial, educación y mejores condiciones laborales por sobre los hutus considerados indígenas e inferiores, en quienes recaían trabajos forzosos en el campo.
El politólogo ugandés Mahmood Mamdani destaca como la racialización colonial es el origen del enfrentamiento hutu-tutsi, pero que el nacionalismo reprodujo y amplificó esa situación. Ante el comienzo de tensiones entre los tutsis y las autoridades belgas, estos últimos retiraron su apoyo a ese grupo y, antes de concretarse la independencia, apoyaron el llamado a elecciones en 1961 donde se impusieron los hutus, que venían movilizados desde las revueltas populares dos años atrás. En el poder, el gobierno hutu tomó el carácter racial introducido por los europeos y desarrolló un proyecto político nacionalista que tradujo la identidad colonial de los hutus como raza bantú indígena como la deseada en la nación que se debía construir posterior a la colonia. Este nacionalismo, se centraba en la raza, pero sostenía la dependencia con naciones extranjeras. Las autoridades hutus reforzaron sus vínculos con Francia, con quienes no solo realizaron acuerdos políticos o económicos: las fuerzas militares, especialmente la gendarmería, fueron formadas e integradas por representantes de esa potencia, quienes estuvieron involucradas en el desarrollo del genocidio.
El imperialismo en la antesala de la masacre
En 1973, Habyarimana accedió al poder mediante un golpe de Estado. Su régimen dictatorial rechazó las políticas progresistas de otros países africanos, lo que llevó a tener buenas relaciones con Francia, Bélgica y Suiza y, principalmente, con los organismos internacionales que otorgaron numerosos créditos desde la década del ochenta. El historiador Eric Toussaint, en un reciente trabajo, destaca como la deuda externa pasó de ser 49 millones de dólares en 1976, a cerca de 1000 millones en 1994 y cómo estaba concentrada en las instituciones financieras como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Los préstamos, inicialmente fueron destinados a desarrollar la industria ligada a los productos de exportación principales, como el café, el té y el estaño. Pero con la caída de los precios de esos productos a mediado de los ochenta y la ruptura de Estados Unidos con el cártel del café a principios de los noventa, la economía ruandesa se vio gravemente afectada.
En 1990, se pactó con el BM y el FMI en Washington un Programa de Ajuste Estructural que implicó la devaluación del franco ruandés, el congelamiento de salarios, despidos en la función pública, mayores impuestos al consumo y la transferencia de una parte de los gastos en beneficio del ejército. Mientras que los productos importados se encarecieron, el precio de compra del café a los productores fue congelado a pedido del FMI, lo que llevó a la ruina a miles de pequeños campesinos.
Pocas semanas después de la firma de ese acuerdo, se realizó la invasión del Ejército Popular Ruandés (EPR), conformado por tutsis que se exiliaron en Uganda y otros países en sucesivas oleadas migratorias tras el ascenso al poder de los hutus. Con este episodio dio comienzo la guerra civil: desde 1990, el EPR avanzó en posiciones hasta los acuerdos de Arusha de 1993, cuando se firmó la integración de los tutsis en un nuevo gobierno.
Estos dos sucesos se complementan para comprender el involucramiento de la población civil en el genocidio. Si bien desde el gobierno hutu había una retórica oficial contra los tutsis desde los sesenta, las alas más radicales se fortalecieron tras la invasión de 1990. El Poder Hutu fue la ideología supremacista que ganó cada vez más adeptos, al pronunciarse en contra de la invasión y alentar el enfrentamiento contra los tutsis, a quienes se referían en afiches, periódicos, canales de radio y de televisión como cucarachas a las que había que aplastar. Todos los tutsis que residían en Ruanda eran considerados cómplices de los invasores, por lo que los militares tuvieron una justificación para robustecer sus fuerzas: el ejército creció de 5000 a 30000 efectivos. Pero no fueron solo ellos quienes perpetraron el genocidio: surgieron grupos paramilitares, siendo las Interahamwe las más conocidas. Esas organizaciones estaban conformadas mayoritariamente por hombres jóvenes, que precisamente se vieron afectados por los resultados del Plan de Ajuste Estructural y la guerra: no tenían tierras, ni trabajo, contaban con poca educación y ninguna esperanza en el futuro. De esa manera, se integraron a estos grupos que contaban con la idea de un proyecto colectivo y donde obtenían parte del botín alcanzado en las matanzas realizadas en diferentes pueblos, auténticos ensayos del genocidio. Las autoridades locales se apropiaban de las tierras de los tutsis asesinados y distribuían sus bienes entre los involucrados.
Esas matanzas realizadas entre 1990 y 1993 donde fueron asesinados 3000 tutsis, eran de público conocimiento, así como el uso que el gobierno realizaba de las partidas recibidas por los organismos internacionales. Los gastos militares se triplicaron en dos años y se compraron masivamente armas para el genocidio. Recién en 1993, el FMI y el BM cortaron sus préstamos, pero las cuentas en países extranjeros siguieron a disposición de las autoridades ruandesas, que se estima utilizaron 134 millones de dólares en la preparación del genocidio, incluido el armamento de uno de cada tres hombres hutus con machetes nuevos.
Complicidad durante la masacre
El Poder Hutu, rechazó los acuerdos de Arusha de 1993 por considerarlos una claudicación la incorporación de tutsis al gobierno y, tras la caída del avión que transportaba a Habyarimana, esa misma noche comenzaron los ataques en una magnitud nunca antes conocida. No nos pondremos aquí a nombrar el sinfín de atrocidades cometidas a lo largo de los cien días que resultaron en el asesinato de alrededor de un millón de tutsis y de hutus moderados. Pero sí, destacaremos el rol que han tenido las potencias imperialistas. Tanto Estados Unidos, como Bélgica, Francia y la ONU tenían conocimiento de la planificación del genocidio. Ante el inicio del mismo en abril, evacuaron la mayoría de sus fuerzas del país. Mientras que se leían por radio las listas confeccionadas de personas con sus domicilios y patentes que debían ser asesinadas, en Estados Unidos los medios masivos se referían solo de un conflicto tribal más. Bill Clinton prohibió el uso del término genocidio, porque según las convenciones de la ONU de 1948, ante un caso así se debía “hacer todo lo necesario para prevenir y castigar actos cometidos con intención de destruir, en su totalidad o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso.” La Operación Turquesa, comandada por Francia, comenzó en junio y fue la única operación realizada por una potencia. El sargento Thierry Prungnaud, señaló en una entrevista que fueron engañados. “Nos dijeron que los tutsis estaban matando hutus. Pensábamos que los hutus eran los buenos y las víctimas”. Lo cierto es que esa operación no solo permitió que el genocidio se extendiera un mes más, sino que aseguró que los principales mandos hutus se exiliaran a Zaire, tras el ingreso a Kigali de las tropas tutsis del Ejército Popular Ruandés. Desde allí, los hutus pudieron reorganizar fuerzas en los campos de refugiados, donde recibían recursos en forma de “ayuda humanitaria” distribuida por la ONU. Si bien el genocidio finalizó en julio, los acontecimientos de Ruanda fueron una de las causas de las guerras africanas de escala continental, de fines de los noventa. El líder tutsi que emergió tras 1994, Paul Kagame ha tenido permanentes tensiones con la República Democrática del Congo, que persisten hasta el día de hoy.
Reflexiones finales
Mamdani, en su búsqueda de darle sentido histórico a la violencia política en África, discute contra periodistas que se especializan únicamente en detallar los episodios más morbosos. Para él, esos autores han insistido en escribir lo que define como “una pornografía de la violencia”, donde justamente “los que se desnudan son otros, no nosotros”. Se da una exposición donde el objetivo es mostrar que “no somos como ellos” y termina configurando un sentido común donde se reafirma la superioridad de determinados países, supuestamente pacíficos, democráticos y avanzados frente a otros que están condenados a la guerra, la violencia y el atraso, cómo si fueran características naturales y ahistóricas de esos pueblos.
Los episodios de Ruanda, analizados a la luz del rol de las principales potencias, permite comprender cómo las propias disputas locales fueron utilizadas para extender la dominación imperialista, a la vez que muestra la propia hipocresía de los líderes de esos países. Aquellos que, tras compartir responsabilidades en las masacres e inmediatamente horrorizarse de las mismas, son los mismos que hoy en día apoyan al Estado de Israel que desde su última ofensiva hace cinco meses lleva asesinados más de 30000 palestinos, tras décadas de segregación. Sin ir más lejos, el pasado 7 de abril participaron del homenaje a las víctimas realizado por el presidente ruandés Paul Kagame en las conmemoraciones por el trigésimo aniversario del genocidio, el propio Clinton y el presidente israelí Isaac Herzog mientras su ejército bombardeaba Rafah y destruía ambulancias en Kahn Yunis, al sur de Gaza.
Podemos concluir que pensar Ruanda, es pensar los alcances a los que puede llegar la humanidad en un espiral de violencia ascendente donde no parecía haber límites. Pero se trata, cómo señala Mamdani, de entender el sentido histórico de esa violencia para comprender cómo actuó o dejó de actuar cada sujeto. Tras el genocidio, vino la reconstrucción donde las trabajadoras (especialmente mujeres, ante la caída demográfica de la población masculina durante las masacres) y los trabajadores se encargaron de reconstruir las casas, los puentes, las rutas que habían sido devastadas. Hoy, Ruanda es uno de los países de mayor crecimiento económico en África, aunque sigue imperando la desigualdad propia del sistema capitalista y la dependencia del capital extranjero, que ejerce su violencia todos los días sobre millones de ruandeses. Se trata, en todo caso, de pensar las dinámicas propias que tendrán los trabajadores ante nuevos desafíos.
FUENTES: