Aunque no carentes de determinaciones, las pautas de reconocimiento y difusión intelectual siguen sendas misteriosas. En cualquier caso, ni reconocimiento ni difusión tienen necesariamente mucho que ver con la calidad de la escritura, la originalidad de las tesis o el rigor de una investigación. El caso de Russell Jacoby puede perfectamente ilustrar el punto. Aunque sus primeras obras importantes fueron publicadas a principio de los años ’80 del Siglo XX, todavía ninguno de sus libros ha sido traducido al castellano. Sería exagerado afirmar que Russell es un marginal: una definición absurda tratándose de un profesor de la Universidad de California, por muy atípica que sea su trayectoria, que ciertamente lo es. Pero sus trabajos han tenido una difusión que parece no estar a la altura de la calidad de su producción. En qué medida es esto debido a las punzantes críticas formuladas por Jacoby al mundillo intelectual es algo sobre lo que no podemos sino especular. Y aquí no lo haremos.
Lo que en todo caso nos parece interesante es la capacidad analítica mostrada por Russell Jacoby para describir, comprender y explicar la realidad de la que forma parte: el campo intelectual. Y convengamos: la capacidad crítica de la intelectualidad para abordarse a sí misma no ha sido abundante. Los grandes críticos de prácticas ajenas han sido curiosamente complacientes en lo que respecta a sus propias prácticas. Las reacciones airadas que recibió The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987, reeditado en 2000) son un indicio elocuente de que Russell había colocado su dedo en una llaga. Una lectura serena de este libro, sin embargo, no parece justificar las reacciones que provocó. Salpicado aquí y allá por unas cuantas frases mordaces, la obra describe realidades y transformaciones que muy difícilmente se puedan negar, y a las que no es sensato ignorar. La pintura que ofrece traza diferencias y establece contrastes nítidos. Pero no por ello es esquemática, y reiteradamente se muestran excepciones o figuras que escapan a la norma en mayor o menor medida. Pero, guste o no guste a quienes se ven retratados, las tendencias generales son las que Russell Jacoby expone. ¿De qué se trata?
Aunque Russell se concentra en los intelectuales de USA y, en parte de Canadá, las tendencias que observaba en esas geografías con el tiempo se fueron generalizando. En concreto, se trata de un viraje gradual pero profundo de una práctica intelectual íntimamente asociada al mundo de la bohemia, caracterizada por perspectivas que aunaban intereses diversos, escritos dirigidos a un publico educado pero amplio, una prosa clara (literariamente pulida y llegado el caso acuciante) y una voluntad manifiesta de colaborar en la educación de la ciudadanía e intervenir políticamente; a una práctica concentrada en la academia, crecientemente especializada, que se dirige a un público restringido, poco espacio deja a la “educación” ciudadana, emplea una jerga incomprensible a los “no iniciados” y, si conserva voluntad política, la misma se restringe al interior de los muros universitarios. El tránsito de una realidad a otra no puede ser negado. Excepciones hubo, hay y habrá. Pero las tendencias generales no pueden ser ignoradas o rechazadas en nombre de la excepción particular.
Junto con la descripción del campo intelectual y sus modificaciones, Russell Jacoby nos ofrece perspicaces observaciones respecto a lo que favorecen o traban, impulsan o socavan, ciertos contextos colectivos. Individuos de inclinaciones bohemias puede haber en cualquier tiempo y lugar; pero algo diferente es la bohemia como fenómeno comunitario, cultural. Recíprocamente, eruditos meticulosos puede haber en cualquier sitio, pero algo diferente es la existencia de un campo académico que fomenta y premia la meticulosidad erudita, al tiempo que desaconseja e incluso castiga otras prácticas intelectuales. Para quienes han hecho de la academia una forma de vida, parece difícil imaginar otro tipo de prácticas intelectuales. Y Jacoby comete la imprudencia de rememorarlas. Pero no solo eso: la suya no es una mirada que se limita a trazar semejanzas y diferencias. Se atreve a evaluar, una verdadera fruta prohibida de la huerta académica. La evaluación de Jacoby, con todo, es equilibrada. No es un tira-bombas antiacadémico. Pero ante universitarios muy conformes con ser lo que son, la simple enunciación de que no todo es color de rosa bastó y sobró para que hubiera quienes perdieron la compostura. Jacoby no cuestiona el aumento de la erudición, el rigor metodológico o los elevados estándares lógicos que, se supone, caracterizan a la producción universitaria. Pero muestra que estos atributos no se hallan en realidad tan extendidos como a veces se supone, ni estaban ausentes en la “vieja intelectualidad”.
Paralelamente, evidencia que a las ganancias en erudición, especialización y rigor, habría que contraponer algunas pérdidas: público de masas, capacidad totalizadora, influencia política e incluso cierta libertad (acosada por formatos textuales que moldean mucho más que la forma, afectando el contenido). Aunque no se priva de exponer algunos casos de censura académica groseros y abiertos, Jacoby muestra que es mucho más decisivo el impacto de mecanismos sutiles, casi imperceptibles, de domesticación intelectual. El resultado es que en el campo académico pueden florecer millares de perspectivas críticas que desatan tormentas en vasos de agua. Así, la larga marcha de la izquierda a través de las instituciones y de los campus ha arrojado el resultado no del todo imprevisto -y no del todo indeseado- de que los intelectuales se amoldaron más a la academia de lo que lograron transformarla. Y, entre tanto, su capacidad par influir en capas más amplias de la población y modificar la sociedad extra-muros se ha visto debilitada.
Esta deriva intelectual tiene fundamentos estrictamente intelectuales, pero no son los decisivos: hay raíces culturales, políticas y económico-sociales que explican lo fundamental. La producción intelectual y la investigación social no se desarrollan en un mundo encerrado en sí mismo, por mucho que se obstine la academia en cerrarse sobre sí misma. La preocupación por las condiciones de posibilidad de determinadas prácticas intelectuales es una nota recurrente en los textos de Jacoby. Está ciertamente presente en The Last Intellectuals, y acaso de manera más notoria en Dialectic of Defeat (1981), su primer trabajo verdaderamente importante y que constituye un estudio sobre el marxismo occidental menos panorámico y muchísimo menos conocido que la célebre obra de Perry Anderson, pero incisivo e iluminador. En esta obra de “marxología”, Jacoby hace gala de una gran conocimiento de la tradición marxista, y de gran inteligencia para establecer vínculos insospechados y matices sugerentes. Por ejemplo, su contraste complementario entre las tradiciones hegelianas “historicista” y “científica” clarifica muchas cosas, y le permite una lectura del “marxismo occidental” muy diferente a la de Anderson, aunque sin entrar en una polémica abierta.
Una de las piezas claves para comprender, a la vez, la perspectiva de Jacoby y ciertos rasgos de la intelectualidad contemporánea es sin lugar a dudas The end of Utopia (1999), cuyo sugerente subtítulo reza: “política y cultura en la era de la apatía”. Esta obra mordaz es esencial para comprender tendencias profundas de la intelectualidad contemporánea. Dedicado a una temática semejante, cabe mencionar también al posterior Picture Imperfect. Utopian Thought for an Anti-Utopian Age, publicado en 2005, en el que con lenguaje y estilo diferentes, Russell acomete una defensa crítica de la tradición utópica con notas y acentos semejantes a los de Miguel Abensour en la saga Utopiques (de la que ya hay versión en castellano, disponible gracias a los esfuerzos de la editorial Marat).
The end of Utopia contiene un lúcido reconocimiento de un estado de situación, con un talante de resistencia al mismo carente de toda ingenuidad. Su piedra basal, en cierto modo, es una defensa inteligente, informada y sosegada de la dimensión utópica, entendida de manera acotada y realista: la posibilidad de un orden social distinto y mejor que el actualmente existente. Pero, ante todo, explora las consecuencias que se siguen de la perdida de horizonte utópico. No se trata, para Jacoby, de creer ingenuamente en utopías irrealizables. Más bien al contrario: Jacoby no contrapone dimensión utópica y realismo. Pero, sintomáticamente, ese mismo realismo le permite ver que quienes en nombre del realismo o del pragmatismo renuncian a todo horizonte utópico, pagan elevados precios intelectuales. En concreto, una gran miopía. La miopía (que a veces deviene pura y simple ceguera) del especialista que sabe cada vez más de cada vez menos, mutilando muchas facetas y aptitudes humanas. La restitución de la utopía quizá no sea suficiente para acabar con la miopía que hoy campea a sus anchas en el mundo académico. Pero cierta dosis de utopía es indudablemente necesaria para curar al menos en parte la miopía intelectual.
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