Transcribimos en 3 partes el capítulo 15 del libro Revolución obrera en Bolivia - 1952, escrito por Eduardo Molina y editado por Ediciones IPS Argentina, con prólogo de nuestro compañero Javo Ferreira. A 71 años de la enorme conmoción desatada por la insurrección encabezada por mineros y fabriles, les traemos esta segunda parte, donde abordamos las fuerzas enfrentadas y el escenario de la jornada.
Martes 11 de abril de 2023
Para la primera parte de: Revolución Obrera Boliviana de 1952, 9 de abril: La guerra civil en marcha
Para la primera parte de: Revolución Obrera Boliviana de 1952, 9 de abril: La guerra civil en marcha
Los rebeldes
En acuerdo con Seleme, el MNR ha montado un Comando Revolucionario que coordina las operaciones, contando con delegados entre los carabineros, los sindicatos y otras instancias. De hecho, el aspecto militar del asunto descansará en las manos de la policía, fuerza armada básica del golpe. Se trata de un pilar considerable, bien organizado y con armamento de guerra, que sin embargo tiene menos efectivos que el ejército y no cuenta con artillería, por lo que su poder de fuego es claramente inferior. Posee en La Paz unos 2.500 efectivos y sus unidades principales son los regimientos 21 de Julio y Villazón; además está Tránsito y la Escuela de Policías. Es una institución militarizada, especializada en el control social y la represión urbana, que ha sido perfeccionada en los años 1930 “logró edificar su poderoso instrumento de represión no sólo policial-militar sino también político” y crear “servicios centralizados de inteligencia como parte de una nueva estrategia gubernamental para contener al emergente movimiento sindical” [1], además de dotarlos de equipos, hombres y dispositivos represivos. Pero haberse organizado como contrapeso al ejército, ha generado una ríspida hostilidad entre las dos instituciones y periódicamente se producen reyertas entre sus miembros. Y este elemento influirá también en la dureza del enfrentamiento armado con los militares en las Jornadas de Abril.
Por otra parte, están los órganos de militares armados del MNR. Su base son los llamados Grupos de Honor, constituidos a partir de 1951, al servicio de la estrategia golpista. Se trata de una especie de guardia partidaria que asumirá las tareas de la preparación clandestina para la lucha armada, en respuesta a la situación de represión, exilios, proscripción a la que el régimen somete al MNR [2]. Son grupos de base plebeya en los que influye el ala derecha del partido, representada por figuras como Hugo Roberts, elemento de acendrado anticomunismo que dirige el trabajo político en la policía [3]. Localizados sobre todo en La Paz y Cochabamba, se organizan de manera celular y reúnen posiblemente entre 500 y 800 miembros a nivel nacional [4]; aunque su número efectivo puede haber sido sensiblemente inferior. Los Grupos de Honor incluyen a los militantes universitarios agrupados en Avanzada Universitaria, y en algunos sindicatos se ha previsto convocar a mineros y fabriles como fuerza auxiliar; sin embargo, solo se recurrirá a ellos cuando “las papas quemen”, no en la ejecución del golpe.
El ejército
Desde la crisis de 1930, el ejército juega un papel central en la vida política del país, no hay gobierno que no haya dependido del mismo y por largos períodos ha ejercido directamente el poder. La bancarrota de los sucesivos intentos bonapartistas ha llevado a un mayor desgaste y a la división interna de la institución. Es una profunda crisis que la dictadura de la última Junta Militar no hará sino profundizar. Sin embargo, como hemos dado cuenta en anteriores capítulos [5], posee unas dimensiones, un presupuesto y un equipamento notables, en contraste con la debilidad material del Estado y la población del país. Para inicios de 1952, ha recibido un abundante y moderno material de guerra y lo ha mostrado en público pocas semanas antes del 9, en la gran parada militar del 23 de marzo, en ocasión de la repatriación de los restos del héroe de la Guerra del Pacífico, Eduardo Avaroa.
Como escribe Quintana Taborga, el Sexenio “demostró una vez más la subordinación militar a la Rosca minera [al implementar] consecuentemente la instrumentalización del SMO [servicio militar obligatorio] para fines de orden público” [6]. El ejército es el principal instrumento de represión estatal contra los mineros y pueblos originarios, dirigido por una casta de oficiales profundamente reaccionaria, ligada por lazos sociales y materiales a la oligarquía.
Entre la oficialidad, la tendencia nacionalista ha sido depurada en 1946 y 1949 con una gran cantidad de oficiales dados de baja y sufriendo diversos castigos; medidas que sin embargo no han permitido recuperar la cohesión interna, por lo que atraviesa un estado deliberativo que se alimenta de la crisis política y la lucha de camarillas. Los oficiales nacionalistas no jugarán un mayor papel en los acontecimientos de Abril, pese a las esperanzas del MNR que los supone herederos de Villarroel. Los militares radepistas no concurren al 9 de abril y solo participan contados individuos -ninguna unidad militar se ha de sumar al golpe- o aparecerán después de que haya quedado claro quiénes han triunfado.
Mientras las grietas en el cuerpo de oficiales y la estructura de mando son visibles, contenida bajo la férrea disciplina de tiempos normales, se extiende una línea de falla horizontal. Esta, en tiempos revolucionarios, puede tornarse explosiva, cuando la presión de la guerra civil la somete a una presión extraordinaria que separa a la tropa de los reclutas de los jefes. Sin elementos que el ejército boliviano ha de compartir con cualquier otro ejército burgués, pero que en el caso andino se verán agudizados por el carácter profundamente reaccionario del Estado oligárquico. Los intentos de modernización militar en la posguerra del Chaco, como el delineado en la Constitución de 1938, han seguido una lógica paternalista que conserva el carácter racista de la institución -el servicio militar como “civilizador” de la juventud indígena, por ejemplo-. Como plantea Quintana, “se obligó a los indígenas a incorporarse masivamente a los cuarteles apoyados en el expediente “civilizatorio” y con el argumento de internalizar valores patrióticos en un contexto en que sus derechos civiles y políticos no existían” [7].
Luciano Tapia, dirigente indianista aymara que prestó servicio militar por aquel entonces, escribió en su autobiografía: “En cuanto al orden de instrucción me gustaba el de orden abierto, especialmente las maniobras nocturnas… Lo demás era puro cuento con claros propósitos de aculturación, de colonialismo y de maltratos racistas” [8].
Una de las consecuencias del racismo y la mala instrucción es la baja efectividad en la formación de los soldados, muchos de ellos jóvenes indígenas que, excluidos del acceso a la escuela, no sabrán leer ni escribir e incluso apenas hablan castellano. La inadecuación de la instrucción hará que sea muy dificultoso asimilar y entrenar a cada clase que llega y, por lo tanto, uno de los recursos habituales será licenciar rápidamente a la mayor parte. El resultado será un cuartel que no cumple bien su función de adiestramiento, de transformar a los jóvenes en máquinas de obedecer. Los soldados no estarán lo suficientemente moldeados como para reprimir sin pensar.
Al combatir contra un pueblo armado en los hechos su determinación y su superioridad moral, la línea de falla pasará a convertirse en grieta abierta. Sin embargo, no aparecerán así las cosas por el momento.
Al promediar el día 9, el recuento de las fuerzas que el régimen dispone en La Paz le es netamente favorable. El ejército cuenta con un poder de fuego imponente desplegado por la ciudad y sus alrededores. Son casi una decena de regimientos y otras unidades menores, entre 7.000 y 8.000 hombres bien equipados, con su cuadro de oficiales completo, contando con artillería y aviación. Además, el comando puede recurrir a los refuerzos del interior: las unidades de la II División de Oruro, así como las unidades asentadas en Cochabamba y otros puntos; una reserva a emplear si la inminente contienda se prolonga.
El presidente Ballivián se apoya en la lealtad directa de una minoría de las unidades estacionadas en La Paz. Como exdirector del Colegio Militar, cuenta con este, además del ya mencionado regimiento-escolta Lanza en el Cuartel General de Miraflores. En total, suma entre 1.500 y 2.000 efectivos que forman la guarnición de La Paz, todos al mando del general Crespo. A estas fuerzas hay que añadir las de Torres Ortiz: la I División desplegada en el Altiplano paceño compuesta principalmente de los regimientos Bolívar II de artillería, acantonado en Viacha; Sucre II de infantería, en Achacachi; Pérez III de infantería en Corocoro; Avaroa I de caballería, en Guaqui [9]. Las estimaciones oscilan entre 4.500 y 5.000 efectivos como número final.
En La Paz, es decir, en el principal teatro de operaciones, el ejército cuenta entonces con amplia superioridad numérica, técnico-profesional y de poder de fuego en relación a las fuerzas organizadas de la conspiración, además de una ventajosa disposición sobre el terreno en torno al centro de la ciudad, lo que le permitiría cercar a los sublevados y actuar desde las alturas de El Alto, según el plan que los jefes ponen a punto en la base aérea.
El escenario al promediar la jornada
Para el mediodía, será evidente que el golpe está empantanado. Desde un punto de vista político, ha fracasado en asegurar los objetivos centrales: sumar, o al menos neutralizar, al ejército como institución y proclamar presidente, de una manera convincente, a Seleme liderando una nueva junta de gobierno con el plan de convocar a elecciones. Tampoco se ha podido detener a Ballivián ni a ninguno de sus aliados militares. En el interior, las cosas no se presentan mejor, la conspiración parece fracasar en Oruro y no llegan buenas noticias de Cochabamba.
Desde el punto de vista militar, la batalla ya se asemeja a pérdida: no ha contado con el efecto sorpresa, pues el gobierno consigue alistar sus tropas a tiempo; sufre la “traición” de los Altos Mandos, supuestamente aliados y ahora se enfrenta a un poder de fuego muy superior. No parece que los débiles cordones de carabineros, a pesar del creciente refuerzo civil, puedan mantenerse mucho tiempo resistiendo el avance militar. Las tropas gubernamentales están completando su dispositivo de cerco contra los rebeldes; el golpe, como tal, corre el riesgo de frustrarse en un putsch más, sin siquiera lograr una negociación, o peor aún, añadiendo una derrota tanto o más severa y sangrienta que la de 1949.
Pero los sectores populares han comenzado a sumarse crecientemente a la lucha en las calles. A los fabriles, convocados por Lechín y otros dirigentes, se unen los elementos de ese pueblo trabajador humilde que sobrevive de los más diversos oficios y trabajos ocasionales, muchos de ellos son indígenas e inmigrantes recientemente llegados de las áreas rurales. Según un dirigente fabril, Walter Delgadillo,
La participación de los trabajadores de base en el acto insurreccional estuvo precedida de la visita de algunos dirigentes del MNR a las fábricas de vanguardia, en la madrugada del 9 de abril. [...] Las visitas a las fábricas de Vidrios, Said, Forno y Soligno concluyeron en la suspensión de actividades del turno de trabajo y en una movilización hacia el centro de la ciudad; a su paso arrastraron al resto de las fábricas que de ésta manera participarían en la resolución del conflicto armado [10].
La fábrica de vidrios juega un papel destacado en el movimiento sindical paceño de aquel tiempo. Su dirigente ligado al MNR, Germán Butrón, ha sido elegido un año antes como secretario general de la flamante Confederación fabril. Las otras unidades que menciona Delgadillo son las principales textiles de la zona fabril de Pura Pura y Achachicala por esos años, las más importantes de un conjunto de ocho fábricas que reúnen en conjunto unos 3.000 obreros, la mitad de los cuales es residente de la vecina Villa Victoria. Algunos grupos de trabajadores ya habrán sido incluidos con anterioridad en el esquema golpista. Según un artículo de Sonia Sapiencia,
Bajo la dirección de Germán Butrón y Félix Lara, líderes sindicales de la Fábrica de Vidrios, el turno de las 11 de la noche esperaba el momento de las armas. Estas llegaron a las cinco de la madrugada del 9 de abril y se repartieron a otras fábricas [11].
En las primeras horas, esa afluencia inicial de civiles se da todavía encuadrada en el dispositivo golpista. Refuerzan las filas de los carabineros y están en su mayoría desarmados, actuando como auxiliares. Pero la agitación obrera y popular crece y la ciudad está paralizada. En todas partes se discute, se evalúa la situación, se intercambian noticias, se escuchan los rumores más dispares. El estado de ánimo popular es explosivo y la disposición a la lucha aumenta entre los trabajadores; se improvisan grupos, se piden armas.
La lengua de la lucha cambia al irrumpir el mundo obrero y popular. Cuando se usa el castellano no es el educado y prolijo de las elites que comparten los Paz Estenssoro y los Siles Zuazo. Ahora es el turno del habla popular, entremezclada de sintaxis, giros y palabras aymaras, y a veces quechuas, con las tonalidades cambiantes de las minas, los mercados, los barrios populares. En otras ocasiones, quizás muchas, predominan el habla aymara y el quechua, mechados a su vez de palabras en español. El coro de voces refleja el paisaje social: fabriles o mineros, constructores o ferroviarios, artesanos, vendedoras y comideras de los mercados, inmigrantes recientes o antiguos. La masa de hombres, mujeres, niños y niñas bulle de urgencia y excitación, asumirá mil tareas, correrá a todos los sitios. La literatura sobre la revolución buscará reflejar esas tonalidades del habla popular. Óscar Soria, en un relato inspirado en los mineros de Milluni escribe:
A media mañana se acercaban a El Alto. Pararon. El jefe del sindicato los reunió: “A ver… cuarenta. A este lao”. Se apartaron cuarenta mineros de miradas torvas. “Ustedes van a ir a tomar el base aireo”. “Otros cuarenta… ¡Ya! Ya’ps. Ustedes vayan más aquí del Alto de Lima. Toman el camino”. “El resto, conmigo, a la garita del Alto” Y a todos: “Yo voy a terra el denameta. Esa es la señal” [...] “Ya llegaron los del pueblo, ¡Jim auqui! ¡Sonale, tatay! ¡Aura, carajo! Es el principio del fin…” les hará decir [12].
Aquello es la lengua de la revolución en marcha. En la noche anterior, uno de los escasos oficiales comprometidos con el golpe, el capitán Israel Téllez, ha logrado apoderarse del arsenal de la Plaza Antofagasta. Se obtienen algunos cientos de fusiles y morteros. Habrá además otras armas disponibles en los cuarteles policiales, que durante el día 9 son entregadas a los civiles. Paulatinamente, los enfrentamientos se generalizarán en distintas partes de la ciudad. La dinámica puede describirse así: “En cada bocacalle se abrió un frente de batalla que detuvo el avance militar; se entabló una lucha desigual entre el Ejército gubiernista, bien pertrechado e instruido y las patrullas revolucionarias improvisadas y mal armadas, pero decididas a vencer” [13].
Combatiendo todo el miércoles, las fuerzas gubernamentales se acercarán hasta el Stadium, avanzando, pero sin poder vencer a una resistencia que les dispara desde distintas posiciones, aprovechando las alturas del cerrito del Laikakota y otros lugares. Sobre la calle Yungas, Lechín, los fabriles y los militantes del MNR y del POR alzan una barricada y frenan el avance militar que amenaza desde el área de la Plaza Uyuni. Sándor John reproduce también el testimonio de González Moscoso, combatiendo junto a otros camaradas del POR en las calles de La Paz:
Nosotros también vamos a las fábricas [...]
El POR intervino el 9 de abril codo a codo con el proletariado fabril, el estudiantado y los mineros. Estuvimos en el asalto al arsenal de la Plaza Antofagasta, donde ahora es la terminal de buses, y de ahí sacamos morteros. Estuvimos en las barricadas que cerraban el paso al ejército que subía hasta Laikakota. (...)
Se agarró un mortero, se lo llevó a una altura que está en Miraflores y la calle Yungas. Y con este mortero despejamos las posiciones tomadas por el ejército en el cerro Laikakota. [...] Y después nosotros opinamos -Alandia Pantoja, Villegas, yo estuvimos en la barricada de las Yungas- sugerimos que el mortero se traslade a las alturas de Villa San Antonio, desde donde se dominaba el Colegio Militar y el regimiento que era la fuerza del régimen. (...) Allí aparece Lechín y nos veta, que no había que destruirlo [14].
Ha sido el enfrentamiento abierto con el Estado, en el cuadro de choque armado entre sus propias instituciones fundamentales -el ejército y la policía-que al tiempo que abre la batalla final de la guerra civil, desencadena la insurrección. Y ésta, magnífica acción histórica de las masas, es lo que constituye el acto por excelencia de la revolución.
Nota: En la siguiente y última parte continuará con el combate en Villa Victoria y la "Noche triste" de Siles Suazo, mientras en los barrios velan las armas.
[1] Juan Ramón Quintana, “Bolivia a un año del duelo uniformado. Policías y militares: memorias y escenarios de conflicto en Bolivia”, 2004, FES Seguridad Regional, consultado el 21/02/2022 en https://docspike.com/download/descargar-fes-seguridad-regional-6_pdf.
[2] Lydia Gueiler, La mujer y la revolución, Los amigos del libro, La Paz-Cochabamba, 1938, pp. 60 y ss.
[3] En enero de 1953 Roberts intentó con otros elementos un golpe contra Paz Estenssoro, a quien juzgaba cediendo ante los sindicatos y la izquierda. Fue expulsado del MNR y escribió un libro sobre la revolución boliviana.
[4] Cfr. James Malloy, Bolivia: la revolución inconclusa, La Paz, Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social, 1989, p. 182.
[5] Ver los capítulos del presente libro referidos a la Guerra del Chaco y al Sexenio. (N. del E.)
[6] Juan Ramón Quintana Taborga, Soldados y ciudadanos. Un estudio sobre el servicio obligatorio en Bolivia, La Paz, Ministerio del Trabajo, Empleo y Previsión social, 2016, p. 116.
[7] Juan Ramón Quintana Taborga, ob. cit., p. 109.
[8] Ibídem, p. 110.
[9] Cfr. Gary Prado Salmón, Poder y fuerzas armadas, 1949-1982, La Paz-Cochabamba, Los amigos del libro, 1984, p. 33.
[10] Walter Delgadillo, Fabriles en la historia nacional, La Paz, Universidad Mayor de San Andrés, 1992, pp. 88-89.
[11] Sonia Sapiencia, “El factor conspirativo en el golpe del 9 de abril del 52”, Revista Universidad Abierta N.° 3, La Paz, pp. 13 y ss.
[12] Óscar Soria Gamarra, “Preces en el cerro”, Antología de cuentos de la Revolución, citado por Liborio Justo (Quebracho), ob. cit., pp. 244-245.
[13] Liborio Justo (Quebracho), ob. cit., pp. 240-241.
[14] S. Sándor John, ob. cit., pp. 174.