El ideario de una nación latinoamericana, la denominada Patria Grande, fue parte del discurso político de los recientes gobiernos posneoliberales, utilizado como emblema de resistencia al neoliberalismo. Hay que remontarse al siglo XIX para apreciar sus primeras formulaciones, asociadas al proceso de independencia de las colonias españolas. Pero si en el siglo XIX los límites para avanzar en un proyecto de unidad continental eran en primer lugar estructurales, en la actualidad se trata de superar el nacionalismo de las burguesías nativas como punto de partida para hacer realidad el ideal de una nación latinoamericana, la Federación de Repúblicas Socialista de América. Retomamos aquí algunos elementos históricos para debatir la vigencia de aquel proyecto.
De la unidad ficticia a la desunión real
El imperio colonial español en América se extendió por casi 300 años a lo largo de un territorio que abarcó México y el Caribe hasta el Cabo de Hornos, es decir, de enorme variedad geográfica y extensión. Se construyó según las Leyes de Indias, cuya organización económica bajo una orientación mercantilista e intervencionista impidió el desarrollo de cualquier autonomía política y económica de las colonias. Tampoco el proyecto reformista borbónico de finales del siglo XVIII, que dio un nuevo aspecto a la sujeción colonial y provisoriamente liberó aspectos del intercambio comercial, revirtió las originales limitaciones estructurales que caracterizaron la producción colonial; por el contrario, contribuyó a la desarticulación de las precarias industrias coloniales.
Iniciado el curso independentista, los nuevos gobiernos poscoloniales no se propusieron una articulación económica superior a la heredada de la metrópoli ni estrechar lazos económicos internos, sino asumir el poder político para un nuevo ordenamiento acorde a sus intereses. Las rivalidades comerciales entre las capitales virreinales como las de Caracas y Bogotá, Buenos Aires y Lima, o Paraguay y la Banda Oriental, se mantuvieron, y la regionalización económica no fue superada –el monocultivo de las Antillas, la extracción de metales andina, la América del cacao y el comercio rural al sur del continente–. Estos aspectos dejaron su huella en el programa de los gobiernos poscoloniales traducibles a la fórmula “poder político y orden social” [1] para la prosperidad económica, que significaba poner fin a la transferencia del excedente colonial que aseguraba el monopolio y la política fiscal española sin modificar el rol abastecedor que cada región había conquistado bajo dominio español ni el desarrollo de un fuerte mercado interno [2].
En este sentido, lo que el proceso de independencia americano vislumbró fue la falsa imagen de unidad que proyectaba América bajo dominio español. No fue una Nación desmembrada, como sostuvieron historiadores de la izquierda nacionalista [3], sino el paso de una “unidad ficticia a la desunión real” [4]. La dominación colonial había asegurado cierta unidad política, y en algunos aspectos cultural, de espacios regionales económicamente fragmentados, dejando expuesta la ausencia de interdependencia socioeconómica y de intereses comunes. Esta disgregación se hizo manifiesta cuando, como señalara Mariátegui, “emancipadas de España, las antiguas colonias quedaron bajo la presión de las necesidades de un trabajo de formación nacional” [5]; al finalizar la etapa independentista, cada cual buscaba realizarse incluso a costa del vecino, conquistando nuevos mercados, profundizando su inserción y dependencia del mercado mundial como proveedoras de materias primas y consumidoras especialmente de la industria inglesa, la emergente potencia económica y naval de la época. Como planteara el marxista Milcíades Peña,
… cada república de América del Sur (...) no están ligadas entre sí por intereses y necesidades mutuas. Cada república de América tiene mayor uniformidad con Europa que con otras repúblicas del mismo suelo. Cada Estado de Sudamérica puede dispensarse de los otros, pero no de Europa [6].
La intervención geopolítica británica que había echado raíces sobre los particularismos coloniales, supo sacar provecho de la falta de integración económica de las antiguas colonias e incluso alentó su balcanización, delineando un círculo virtuoso en el que los criollos dejaban atrás la dependencia española para abrir a la inglesa los tesoros del Nuevo Mundo.
La Patria Grande
Hacia 1808, la combinación de la crisis monárquica europea y la dinámica de confrontación política rompieron el equilibrio de poder entre los españoles y las elites criollas dispuestas a tomar en sus manos el gobierno directo y fueron las bases para el surgimiento en la América española de una identidad criolla de pertenencia americana: “los americanos no eran españoles”. Se puede decir que el proceso anticolonial tuvo desde sus inicios un carácter continental y precursores como Francisco de Miranda. Hacia 1814, ya iniciado el curso separatista, el escenario metropolitano impuso nuevas urgencias. El regreso de Fernando VII pronto a regularizar la situación de las colonias se hizo sentir en 1815 con el envío de fuerzas militares al mando de Morillo, decidido a reconquistar Venezuela con destino final hacia Chile y el Río de la Plata, obligó a estrechar acuerdos y alianzas defensivas entre las excolonias para asegurar y extender el proceso independentista, y le dio sentido concreto a la hermandad americana emergente. En esos términos debe interpretarse el plan de Bernardo Monteagudo y la conciencia de un destino común al formular su plan de unidad continental [7], o la elocuente epopeya sanmartiniana que transformó la guerra local del ex Virreinato del Río de la Plata en otra de carácter continental.
La unidad hispanoamericana o el “pacto entre americanos” contra los realistas era el paso indispensable para evitar la injerencia española como una unidad defensiva contra la restauración legitimista y la Santa Alianza. Este era el sentido realista que los líderes independentistas podían otorgar a la gran nación latinoamericana en la época. Como planteara Bolívar en su “Carta de Jamaica” (1815),
… es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.
Si el proyecto de lograr una confederación de repúblicas tenía otros ingredientes como la pertenencia a una cultura común o afianzar intereses económicos, el Congreso de Panamá –22 de junio al 15 de julio de 1826–, convocado por el mismo Bolívar, lo demostraría aún una práctica accidentada. El encuentro solo logró reunir a representantes de la Gran Colombia, México y Centroamérica, y aprobó un Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua, que a excepción de Perú no fue ratificado por los gobiernos involucrados. Analizando el resultado del Congreso, Peña escribía: “los antecedentes de la organización de ese Congreso demuestran cómo las fuerzas centrífugas respecto a cualquier federación latinoamericana eran infinitamente más poderosas que cualquier apreciación teórica de las ventajas futuras de tal unión” [8]; los intentos de unidad latinoamericana posteriores fracasaron y el ideal americanista fue postergado.
El siglo de la unidad antiimperialista
Si luego del proceso independentista la integración latinoamericana, en ausencia de condiciones sociales, se demostraba limitada para ir más allá de la unidad anticolonial y un cierto jacobinismo defensivo, a comienzos del XX se establecieron las bases para la constitución de un nuevo sentido de unidad latinoamericana. Por un lado, se profundiza la injerencia del capital extranjero y se completa la incorporación de los Estados nacionales no solo al comercio internacional en forma dependiente sino a la totalidad de la producción capitalista mundial. Comienza a configurarse el dominio de los monopolios y EE. UU. surge como potencia. Es la época del afianzamiento económico y político imperialista sobre la región, especialmente estadounidense en Centroamérica ("el gendarme" del Caribe) y británico hasta mediados del siglo en el resto del Cono Sur. Vislumbraba ya el cubano José Martí el carácter antiimperialista de aquella lucha al señalar que “de la tiranía de España supo salvarse América española y ahora, (...) urge decir, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia” [9], esta vez de la dominación norteamericana.
El desarrollo imperialista preparó las condiciones para la integración latinoamericana y trajo consigo los sujetos capaces de llevarla a cabo: la emergencia de nuevos actores sociales en pugna con las burguesías nacionales, que en la etapa previa no se manifestaban en toda su potencialidad. La ampliación de las relaciones capitalistas a diversos ámbitos de la producción y las inversiones extranjeras fueron el soporte para el desarrollo no solo de una burguesía subordinada al capital extranjero sino de un proletariado urbano y rural (sector minero, agrícola, de transporte ferroviario, tranvías, puertos, energético, frigoríficos) y de sectores medios y juveniles que a partir de la década del 20, abanderados en un ideario latinoamericanista, expresaron el rechazo a las reiteradas agresiones norteamericanas, su expansionismo territorial y militar (Nicaragua, 1912-1933, el protectorado Haití 1915-1934, República Dominicana 1916-1924). La intervención norteamericana en Nicaragua generó una de las luchas antiimperialistas más importantes del siglo XX ligada a la unidad latinoamericana encabezada por Augusto César Sandino [10]. Pero si de fuerzas sociales se trata, en 1952 la clase obrera boliviana organizada en fuertes sindicatos y tradiciones de lucha será protagonista de una de las revoluciones obreras más profundas del siglo, que aunque traicionada por el MNR, inauguró desde entonces una nueva tradición continental, la del poder obrero en alianza con los campesinos.
Unos años después la Revolución cubana de 1959, motorizada por la lucha de liberación nacional, pondría en movimiento las fuerzas sociales que, superando el limitado programa burgués del movimiento 26 de Julio, derrotaron al imperialismo culminando en la expropiación de la burguesía y los terratenientes, reafirmando la imposibilidad del triunfo junto a la burguesía nacional, incapaz de ir más allá de sus limitaciones de clase indisociables de la preservación del orden capitalista. La revolución dio lugar a un Estado obrero deformado que impuso, bajo el régimen de partido único, la concepción del socialismo en un solo país bloqueando el camino de la revolución en América Latina y con ello la perspectiva de unidad latinoamericana.
La opresión imperialista continental y la subordinación de las burguesías nacionales al capitalismo mundial en condición dependiente, el surgimiento de un proletariado continental y la experiencia de lucha clases en el siglo XX, demuestran la necesidad de una perspectiva internacionalista de derrota del Estado burgués para la realización de la Patria Grande.
Siglo XXI, relatos impotentes
Los límites de las experiencias de “sudamericanismo” del siglo XXI o el “bolivarianismo” chavista de los recientes gobiernos posneoliberales confirman la necesidad de una estrategia anticapitalista. El pragmatismo que cosecharon en algunos momentos frente a EE. UU. debe ser visto en el particular contexto político y del comercio internacional de aquel momento (2001), motorizado por el boom de las materias primas (clave en estas economías) y la mayor presencia y demanda del mercado chino en el comercio sudamericano, dinamizadores de los recursos estatales de la región. Discursos como el de Rafael Correa en su asunción en 2013, “América Latina no es el patio trasero de ningún gobierno”, o instancias como el ALBA o la Unasur, no fueron más allá de declaraciones o roces diplomáticos. Apelaron al ideario de la Patria Grande en función de embellecer y ocultar el carácter antinacional de una clase incapaz de romper la relación dependiente y semicolonial característica de nuestros países, expresada en la sostenida extranjerización económica y la continuidad de la expoliación financiera a la que condenaron a nuestros pueblos. Ejemplo paradigmático fue la política del kirchnerismo frente a la crisis de la deuda externa, que ni siquiera amagó –como había hecho Alfonsín en la década del 80 en un contexto de endeudamiento y fuga de capitales heredado del período militar– en resolver apelando a la formación de un “club de deudores” junto a México y Brasil para negociar ante los acreedores en mejores condiciones de fuerza. El gobierno kirchnerista cumplió sus obligaciones como “pagadores seriales”, aceptando la jurisdicción de EE. UU. para dirimir diferencias. Los especuladores obtuvieron ganancias de hasta 300 %, sin contar las quitas realizadas. Argentina pagó más de 200 mil millones de dólares y la deuda siguió creciendo, hacia el 31 de diciembre de 2014 alcanzó 222 mil millones de dólares, un incremento del 76 %”.
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La experiencia histórica ha demostrado que un proyecto emancipatorio y de integración latinoamericana en el siglo XXI será el resultado de una apuesta política de fondo, cuyo campo de batalla deberá confrontar no solo la dominación imperialista manifestada a través de los más variados mecanismos económicos, políticos y militares sino a las propias burguesías nacionales socias menores del saqueo, temerosas de movilizar las fuerzas sociales indispensables para enfrentarla: el proletariado y el pueblo laborioso. La lucha por la liberación implica superar el nacionalismo de las burguesías nativas hasta derrotarlas e imponer en cada país el poder de los trabajadores, como punto de partida y perspectiva que permita hacer realidad el ideal de una nación latinoamericana, la Federación de Repúblicas Socialista de América Latina.
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