A propósito del libro del libro Tras las huellas del marxismo occidental, de Santiago Roggerone.
En su libro Tras las huellas del marxismo occidental, Santiago Roggerone emplea la figura de intervención como una actitud del intelectual que busca interrumpir el flujo de ideas de su tiempo para provocar un giro o dar un nuevo cauce a un debate vigente. No siempre ese gesto militante conquista su objetivo, y su alcance geográfico e influencia en el tiempo depende de muchos factores, pero el libro rescata la intervención que Perry Anderson realizó a través de Consideraciones sobre el marxismo occidental, y que lo hizo de tal manera que aún debatimos sobre lo dicho. Roggerone busca también su intervención con un libro corto y sustancial que ya disparó conversaciones muy interesantes. Combinando la reivindicación con la crítica directa a las tesis de Anderson, situando el debate que las generó y relacionándolo con la historia, hasta llegar a nuestro presente y los problemas de los mil y un marxismos actuales. En este artículo intento sumar algunas reflexiones nuevas: propongo incluir en el mapeo el aporte que los artistas, en particular los cineastas, hicieron (y hacen) al pensamiento marxista. Y señalo el límite que puede significar no hacerlo, más como ejes de trabajo que como ideas cerradas.
Me tomo la licencia de comenzar con una experiencia personal pero que puede ser extensiva a otras: para todo joven militante de izquierda de los años ‘90, leer a Perry Anderson era como una lectura obligada entre otros autores necesarios, sobre todo si militabas en el trotskismo, en Argentina y en el PTS. Los años ‘90 fueron oscuros en cuanto a cuestiones ideológicas, lo que ahora se sabe en pasado: caída del muro de Berlín, triunfalismo capitalista, primera Guerra del Golfo, fin de las ideologías, fin de la clase obrera, neoliberalismo y menemismo en nuestro país. En esta situación, leer Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976) era una manera de buscar algunas respuestas a la crisis del movimiento comunista internacional. La tríada esencial se completaba con Las antinomias de Antonio Gramsci (1978) y Tras las huellas del materialismo histórico (1983). Pero la pequeña biblioteca andersoniana seguiría con Los fines de la historia (1995), Los orígenes de la posmodernidad (1998) y Campos de batalla (1998), al menos para mí. Mientras, otros militantes le entraban también a Transiciones de la antigüedad al feudalismo (1974), El Estado absolutista (1974) y alguno más.
Entonces para muchos de nosotros, aún apropiadas de manera crítica, muchas de sus tesis colaboraron en construir algunos de los “sentidos comunes” o presupuestos para explicar una buena parte de lo que había sucedido con el marxismo y el estalinismo en el convulsionado y “corto siglo XX” del que estábamos saliendo, al decir de Eric Hobsbawm y su Historia publicada en 1995 que también devoramos. Como demuestra el libro de Roggerone, esa influencia no fue sólo sobre la militancia de una nueva organización surgida en un país del fin del mundo, sino también de todo el campo marxológico internacional desde que sus tesis habían sido formuladas, solo que en la década del ‘90 ese espacio de pensamiento había estallado en mil pedazos y ahora se las leía en una clave premonitoria.
En este sentido, el libro de Roggerone va más allá de un debate marxista académico, tiene el mérito de intervenir en el campo de la reflexión militante, sacudiendo “sentidos comunes” o presupuestos que quedaron escondidos por el paso del tiempo, también pasando en limpio problemas superados, intuidos en discusiones o intercambios orales pero que aún no habían sido codificados. Empujando así a volver atrás y revisarlos, por lo tanto, poniéndolos nuevamente en movimiento, permitiendo nuevos usos, actualizándolos. Algo que se puede ver en los intercambios muy interesantes de las charlas de presentación que se hicieron junto al autor en Filosofía y Letras de la UBA con Eduardo Grüner, Omar Acha y Ariane Díaz; o en la UNQ con Alberto Bonnet y Christian Castillo, o en artículos como "¿Más allá de los mil y un marxismos?" de Juan Dal Maso.
En estas charlas los ejes de intercambio fueron varios, pero dos de ellos se volvieron centrales en la discusión del pasado y su proyección al presente. Por un lado, sobre cartografías y mapeos del marxismo y los marxistas, una discusión que parte sobre el punto de acuerdo de criticar fuertemente el límite de la división entre el “marxismo occidental” y “clásico” tal como lo presenta Anderson y que el libro de Roggerone contribuye a desarmar. La otra es la cuestión de la relación entre la teoría y la práctica que también parte del acuerdo sobre el límite del planteo tal como se presenta en Consideraciones sobre el marxismo occidental, pero luego se abre a más divergencias pues hace al punto nodal de la relación con la política y el compromiso práctico (o no) con una perspectiva socialista (y todo lo que implica).
Sobre el primer eje, quiero señalar un límite que Anderson tiene en su análisis de 1976, pero que también repite Roggerone en su apropiación crítica, aunque todo su planteo habilita a pensarlo. Recordemos que uno de los ángulos de debate sobre la cartografía propuesta en 1976 refiere a que se presenta con un nivel de generalización que parece apuntar a querer mapear “todo el marxismo”, cuando calza en particular (y aun así de manera problemática) sobre Europa occidental y en particular a Italia, Francia y Alemania (dando la espalda a América Latina). Y a su vez que una de las propuestas para señalar las diferencias entre “marxismo occidental y clásico” refiere a las preocupaciones temáticas (filosóficas, culturales y estéticas, en el marxismo de occidente; económicas, políticas, estratégicas en el marxismo clásico), lo cual es altamente esquemático, no hace honor a una verdadera caracterización de los intelectuales que cita (del cual Gramsci es el mayor ejemplo) y deja fuera de la mirada a varios más cuyos aportes Roggerone sí considera con justicia en su libro. Pero aun así grandes personalidades intelectuales del marxismo como Sergei Eisenstein (Rusia, 1898-1948) o Bertolt Brecht (Alemania, 1898-1956) quedan fuera del radar, por nombrar dos de los más claros para entender la idea que quiero expresar y luego ampliar.
Occidentales en Oriente (y viceversa)
Por ejemplo, Eisenstein es un militante comunista orgánico y a su vez un “marxista del lenguaje” que marcó el mundo hasta nuestros días porque funda el lenguaje del cine, nada más y nada menos que “la nueva tecnología” del momento que estaba transformando toda la cultura en “cultura de masas”. Pero este aporte no es solo en la realización cinematográfica industrial, sino que además hace teoría e intenta un pensamiento sobre el dispositivo audiovisual para nada esquemático, lo que va a llevarlo a chocar varias veces con la burocracia soviética. Más allá de algunas ideas conductistas iniciales o perseguir la utopía de querer transmitir conceptos marxistas con el cine (que luego supera), su teoría del montaje, su lógica general de las relaciones entre los impulsos irracionales y racionales en un film, sobre las estructuras audiovisuales y el público como agente activo, son puntos de referencia ineludibles que parten también de “preocupaciones marxistas”. A su vez tiene colaboraciones estrechas con Lev Vygotsky (Bielorrusia, 1896-1934) y Alexander Luria (Rusia, 1902-1977), con la idea de combinar neurociencias, ciencias sociales y teoría del cine, y elaborar algo así como una semiótica de la estética audiovisual; cuestiones que salen a la luz en nuevos trabajos de investigación sobre sus archivos. Un marxista de estas características es difícil de clasificar, pero más difícil de obviar: un “occidental” en “oriente”, con una influencia que atraviesa todo el siglo XX.
Eduardo Grüner señala un camino similar en su intervención en la charla de presentación de Tras las huellas del marxismo occidental en Filosofía y Letras, cuando propone en la cartografía “sumar a Pier Paolo Pasolini (Italia, 1922 - 1975), gran poeta, narrador, cineasta, teórico, semiólogo, lingüista, historiador del arte, italiano. Que no hizo aportes importantes a la teoría marxista en el sentido estricto del término, pero sí en todos estos otros terrenos hizo aportes bien importantes, pensados siempre desde la lógica del marxismo. Y por supuesto con abundantes y profundas lecturas de Gramsci.” Quien además fuera militante comunista hasta su expulsión en 1949. A su vez Grüner nombrará a Pasolini junto a Jean-Paul Sartre (Francia, 1905-1980) como dos contratendencias a una visión eurocentrista porque ambos se ocuparon “del tercer mundo”, reivindicando sus planteos de que “el tercer mundo empezaba en las afueras de Roma”.
Siguiendo este desarrollo podemos traer a Enzo Traverso, quien en su libro Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria, aporta un tratamiento para pensar las revoluciones y derrotas del siglo XX (la esperanza y la desesperanza) desde un ángulo que incorpora a los artistas, en especial a los cineastas, como una rama del pensamiento revolucionario. No sólo rescatando obras que podrían considerarse un “síntoma” de una época, sino a cineastas que conscientemente generan imágenes que piensan entre los cuales obviamente está Eisenstein. Lo hace tomando el “neorrealismo italiano” con Luchino Visconti (Italia, 1906-1976), Roberto Rossellini (Italia, 1906-1977), Cesare Zavattini (Italia, 1902-1989) y Vittorio De Sica (Italia, 1901-1974), fundadores de esa nueva tendencia del cine que incluso tuvo enorme influencia en Latinoamérica con Fernando Birri (Argentina, 1925- 2017), creada por intelectuales y artistas que querían describir la vida real del “pueblo”, hecha de sufrimiento, opresión y luchas. Pero también mapeando a cineastas cuyas estrategias estéticas difieren, aunque quizás no tanto sus preocupaciones, como Gillo Pontecorvo (Italia, 1919-2006), Chris Marker (Francia, 1921-2012), Ken Loach (Inglaterra, 1936) o Patricio Guzmán (Chile, 1941).
Este problema del mapeo hace surgir una pregunta que habría que investigar: ¿Por qué considerar a los marxistas que producen y teorizan sobre problemas estéticos, comunicacionales o artísticos, pero abstenerse de incluir a los marxistas que producen y teorizan desde la estética, la comunicación o el arte?
Una primera respuesta a esto podría ser que es la consecuencia de un “obstáculo epistemológico” creado a partir de las posiciones nocivas y hostiles del estalinismo sobre el arte, que generan el temor a caer en concepciones del tipo “realismo socialista” estalinista, o el dirigismo sobre las obras para que "ilustren" o "bajen línea política”; aunque esto quedaría fuera de discusión como obstáculo, pues eso mismo está superado por los propios artistas de adscripción marxista (o preocupaciones marxistas) a los que una clasificación tal podría hacer referencia. La segunda opción puede estar dado por una contracara equivalente: una concepción del campo artístico “puesto sobre una columna de marfil”, extremando su lógica interna hasta separarla de todos los otros campos del pensamiento, dotándola de un aura fantasiosa que corre el riesgo de quedar más cercana a la religiosidad enmascarada de la “industria cultural” que a un análisis terrenal de este sector bajo el capitalismo. La tercera opción sería la consecuencia de considerar la producción estética, comunicacional o artística como un derivado o “un florecimiento” del verdadero pensamiento crítico o revolucionario que se produciría en otros campos, lo que le quitaría toda autonomía y degradaría sus posibilidades.
Sobre esta última opción cabe una reflexión, el aporte (también) por escrito a la teoría marxista en su especificidad por parte de cineastas como Eisenstein es innegable, hay algo de “marxista clásico” en esto, aunque no es el único. Pero buscar solo ese vínculo con la teoría en el campo del cine es limitado respecto del tipo específico de pensamiento y reflexión que implica. A este respecto podemos tomar la insistencia de Jean Luc Godard [1] (Francia, 1930), otro de los cineastas que sería difícil no mapear dentro del campo marxista. Al comienzo de El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), sobre planos de unas manos realizando la labor de edición, imagen digital, imagen saturada de color, distorsionada y texturizada, Godard revela nuevamente un mensaje analítico programático sobre el que trabaja desde hace décadas, nos dice: “Los cinco sentidos, las cinco partes del mundo, los cinco dedos del hada forman juntos una mano. La verdadera condición del hombre es pensar con las manos”. Y si bien esto puede ser discutible en su aspiración ontológica, pensar con las manos es la verdadera condición de la producción teórica del cine que, como se sabe, es (también) una forma de conocimiento de la realidad por medios sensibles.
Si nos pusiéramos el objetivo de mapear a los “cineastas rojos” del siglo XX desde una perspectiva amplia del pensamiento marxista como la que propone Roggerone en Tras las huellas del marxismo occidental, y cartografiar las conexiones entre ellos (un propósito que venimos trabajando junto con Violeta Bruck) quizás descubriríamos ciertos hilos de continuidad interesantes. A su vez hay relaciones geográficas, temporales, de preocupaciones cruzadas “occidentales y clásicas”, y experiencias de unidad entre “teoría y práctica” que pueden resultar sugerentes. Todo esto excede los límites y los objetivos de este artículo. Pero voy a señalar algunas líneas de trabajo para explicar mejor la idea, avisando de antemano que será inevitable recurrir a cierto esquematismo y trazo grueso en función de eso. Por la misma razón estará centrado en algunos nombres icónicos, pero no en sus obras.
Se podría proponer que el polo de producción “de oriente” en los años 20 y 30 de “los cineastas marxistas” [2] (¿clásicos?) que tendrán obviamente una gravitación central, aporta desde una militancia orgánica una base fundacional en la investigación, descubrimiento y codificación del lenguaje audiovisual, sumado el estudio de la percepción (consciente e inconsciente, racional e irracional), todo con centro en “las masas” incluyendo su lugar como protagonista. También al estudio de la historia a partir de archivos visuales y los usos pedagógicos de la imagen, así como en la propaganda y agitación revolucionaria. En este grupo se podría incluir a Vsévolod Pudovkin (Rusia, 1893-1953); Lev Kuleshov (Rusia, 1899 - 1970); Esfir Shub (Rusia, 1894-1959); Aleksandr Dovzhenko (Ucrania, 1894-1956); Elizaveta Svilova (Rusia, 1900-1975). Y desde ya a Dziga Vertov (Polonia, 1896-1954); y Sergei Eisenstein (Letonia, 1898-1948); que proyectan sus aportes hasta la actualidad, mientras Aleksandr Medvedkin (Rusia, 1900-1989); incluso establecerá lazos de conexión con las revueltas del 68. Agregando además que casi todos tuvieron choques con la burocracia soviética que quebró o envió al ostracismo a quien no pudo integrar.
Dando un salto temporal y geográfico (que no implica discontinuidades absolutas, ya que como señalamos antes la vitalidad del campo marxista del cine se manifestó en nuevos movimientos como el neorrealismo italiano en la inmediata segunda posguerra mundial), podríamos decir que este “polo oriental” dialogó con uno nuevo surgido en “occidente” en los años ‘60 y ‘70, durante el segundo gran embate revolucionario de ese siglo. Estableciendo lo que parecen más continuidades que rupturas. Del amplio espectro nombraré algunos emblemáticos: el ya citado Jean Luc Godard, fundador del Grupo Dziga Vertov en esos años; y Chris Marker [3], fundador de los Grupos Medvedkine; que había compartido trinchera en el Grupo la orilla izquierda con Alan Renais (Francia, 1922-2014), y Agnes Varda (Bélgica, 1928-2019), cineasta que reivindicó siempre “haber estado del lado de los trabajadores y las mujeres”, referente del feminismo y comprometida con todas las luchas sociales de su época.
Godard y Marker se asumen directamente como continuadores de cine soviético revolucionario tal como lo indican los nombres de sus colectivos, tanto en preocupaciones similares como en la actualización de algunas de sus estrategias estéticas, ahora cruzados por la filosofía y los problemas culturales y de ataque a “la mass media” pero con una profunda reivindicación de la clase obrera y las revoluciones anticoloniales. Marker incluye también una búsqueda de la unidad entre teoría y práctica, fundando grupos de producción entre obreros y cineastas para intervenir en las revueltas y hay que remarcar que establece lazos directos con Aleksandr Medvedkin para esto, por encima de “la cortina de hierro”. Ambos grupos piensan en imágenes su solidaridad práctica con las luchas del tercer mundo, obviamente Vietnam, África y sobre todo Cuba a donde viajarán a registrar y difundir la revolución. Y se establecen contactos con realizadores como Santiago Álvarez (Cuba, 1919-1998) el “Vertov” de esa revolución, o con Sara Gómez (Cuba, 1942 - 1974), cineasta negra, feminista y antirracista en la Cuba revolucionaria; por intermedio de Agnes Varda que también hace trabajos con las Panteras Negras en Estados Unidos. Y también con la revolución chilena, colaborando con Patricio Guzmán durante el proceso revolucionario y luego del golpe de Pinochet.
Tras las derrotas de esos procesos, la reacción de los años ‘80 y ‘90, Godard y Marker se mantendrán como las dos figuras fundamentales del ¿pensamiento crítico? o marxista desde el cine (aunque no las únicas). Y como “pasadores” de experiencia a otras generaciones, pero no solo en el sentido que la idea está utilizada en el libro de Roggerone (“border crosser”) estableciendo diálogo entre diferentes fronteras del pensamiento, sino también en el sentido más literal de sentirse parte de una “carrera de relevos”. De manera muy indicativa: Godard volcado a la filosofía y la historia (donde las revoluciones son un centro) y obviamente “la condición humana”, hasta el presente; Marker a las paradojas de la producción de la memoria, las imágenes y la tecnología, el tiempo y las revoluciones (abriendo su trabajo a producir instalaciones), hasta su muerte en 2012.
Para complejizar el mapa
Planteada esta línea de trabajo principal que marca de alguna manera un “hilo rojo clásico” del cine de militancia marxistizante; todo se complejiza aún más si pensamos los aportes de muchos otros cineastas que fueron militantes comunistas críticos, otros izquierdistas anti estalinistas declarados, o independientes con “preocupaciones marxistas”, todos con innumerables estrategias estéticas.
Dentro del Nuevo cine alemán hay que destacar a Alexander Kluge (Alemania, 1932), amigo y discípulo de Adorno que trabajó en el Instituto de Investigación Social de Fráncfort, cineasta y teórico de la esfera pública proletaria; a Harun Farocki (Chequia, 1944-2014), cineasta y teórico que llamó a desconfiar de las imágenes, trabajando lo que revelan y ocultan; y a Rainer Werner Fassbinder (Alemania, 1945-1982), crítico punzante de los sentidos comunes, las costumbres, la xenofobia, la opresión de la mujer y las diversidades. Siguiendo con este punteo europeo podemos sumar a Luis Buñuel (España, 1900-1983), surrealista de los inicios, anarco comunista y crítico mordaz de la burguesía. Y del Reino Unido, además del ya nombrado Ken Loach, al inclasificable Peter Watkins (Inglaterra, 1935) cineasta de los tiempos alternativos o cruzados, del poder, y teórico del ataque frontal a la industria cultural en forma y contenido. Y para cerrar en esta geografía contar a Joris Ivens (Países Bajos, 1898-1989), documentalista que viajó a registrar todos los procesos revolucionarios, España, China, Cuba, Vietnam, Chile.
En la legión latinoamericana, a los ya nombrados, como Fernando Birri, maestro del Nuevo cine latinoamericano, sumar en Cuba a Tomas Gutiérrez Alea (Cuba, 1928-1996), preocupado por los problemas del neocolonialismo, la identidad cultural y las contradicciones de la propia revolución, y Julio García Espinosa (Cuba, 1926-2016) pensador del cine imperfecto. De Brasil a Glauber Rocha (Brasil, 1939-1981), fundador del Cinema novo y su manifiesto La estética del hambre, antiimperialista que busca crear una estética propia; a Leon Hirszman (Brasil, 1937 - 1987), militante comunista que filma los procesos de lucha del ABC de Sao Paulo en los 80; y a Eduardo Coutinho (Brasil, 1933 - 2014), documentalista de las “conversaciones” con campesinos, trabajadores, marginados, mujeres y gente común. En Bolivia a Jorge Sanjinés (Bolivia, 1936) cineasta fundador del Grupo Ukamau, teórico del cine revolucionario antiimperialista con base campesina. En Argentina a Raymundo Gleyzer (Argentina, 1941-1976) impulsor del cine como arma. Y en Chile a Miguel Littin (Chile, 1942) quien retrata la historia de luchas de su país, impulsor de la organización y Manifiesto de los cineastas chilenos en 1970.
En Estados Unidos, recordemos a Maya Deren (Ucrania, 1907-1961), realizadora de cine experimental, fundadora del underground, que militó de joven en “Trotskyist Young People’s Socialist League”. Los rojos de Hollywood son un caso aparte, pero no puede quedar fuera de este mapeo Herbert J. Biberman (EE.UU., 1900-1971), guionista y director de La sal de la tierra, o Dalton Trumbo (EE.UU., 1905-1976), guionista de Espartaco. Sumando a Joseph Losey (EE.UU., 1909-1984), que filmó El asesinato de Trotsky, y estudió en Moscú con Einsenstein y Brecht. Los tres forman parte de las listas negras de Hollywood.
A modo de conclusión provisoria
Estos últimos tres párrafos tienen más un motivo de “reivindicación” que de un ensayo de mapeo basado en sus confluencias y divergencias con el polo de las preocupaciones “clásicas” nacidas en la Unión Soviética y continuadas en el ‘68; y sus aportes propios al pensamiento crítico o marxista, o el problema colonial. Tomados de conjunto, todas sus obras audiovisuales o en las que influyeron son textos ineludibles para comprender las paradojas de las revoluciones del siglo XX. A su vez hay que aclarar que son parte de un espacio intelectual que debatió duramente entre sí sobre política, teoría y estética. Quizás el punto de contacto principal derivado de sus preocupaciones, es una relación de crítica, enfrentamiento o choque directo con la industria cultural dependiendo del grado de radicalidad del autor o colectivo, asociado a la búsqueda de otros sujetos, otras relaciones entre forma y contenido, otras ideas de lo que es (o no debería ser) “el público”.
Para finalizar, quiero dejar planteada una respuesta (provisoria también) a lo que puse al inicio de este artículo. Escribí que consideraba señalar el límite que puede significar no mapear dentro de una mirada amplia del marxismo y los marxistas a todo este enorme grupo de intelectuales. La primera respuesta a este problema es simple: tomando en cuenta que el principal problema a resolver es pensar “un marxismo centrado en la estrategia”, los aportes de quienes piensan en imágenes no pueden ser desconocidos, como aporte general y también en relación con problemáticas específicas. Un conocimiento sesgado de la propia riqueza del marxismo del siglo XX es contraproducente para su renovación y revitalización en el siglo XXI. Otra respuesta es una nueva línea de trabajo que puede contribuir al otro debate central que trae Tras las huellas del marxismo occidental de Santiago Roggerone: la cuestión de la relación entre la teoría y la práctica.
En los debates que hubo hasta el momento, esta relación se plantea de varias maneras. Más en general, reivindicando esa unidad en todos sus modos posibles, desde enarbolar una pluma hasta la militancia orgánica (lo que un poco diluye la problemática); otra que se plantea pensándola centralmente como la unidad entre la teoría socialista y el movimiento obrero o popular; otra que plantea correctamente que en el marxismo clásico la unidad entre teoría y práctica era un punto nodal del pensamiento, algo que se problematizaba, se perdió y debe recuperarse. Sumo a esto que otra manera de abordar esta relación es como teoría y programa, cuestión que siempre está relacionado a la estrategia. El programa que se desprende de un “estado de situación”, de un análisis teórico, es el lugar donde cesan momentáneamente las incertidumbres, pasando a una línea de acción dinámica. Un programa define sujetos, enemigos, y grados de ataques, rupturas o negociaciones con el capitalismo.
En este sentido la historia de los cineastas rojos, también es muy rica en experiencias y debates teóricos y prácticos sobre cómo enfrentar y qué programa tener frente a un enemigo central: la industria cultural, un aparato de mil aristas que es central para la dominación en todo el planeta. Pero el desarrollo de esto, incluso de manera breve, excede este artículo [4].
El siglo XX es también una cantera de experiencias vitales, porque las posibilidades descartadas por la historia pueden aún desempeñar un papel decisivo en el futuro. Como escribió Chris Marker, “la historia solo amarga a los que esperaban que fuera dulce” o como cierra Jean Luc Godard en El libro de imágenes:
Incluso si nada pasara como esperábamos, no cambiaría nuestras esperanzas. Seguirían siendo una utopía necesaria y luego las expectativas encenderían muchas voces reprimidas por el enemigo más fuerte. Despertarían constantemente y el campo de las expectativas sería mayor que el de nuestro tiempo. Extendería por todos los continentes la necesidad de contradicción.
[Porque] la resistencia nunca se debilitará. Así como el pasado era inmutable, las expectativas permanecerán inmutables y los que, cuando éramos jóvenes alimentábamos la esperanza ardiente... aunque nada fuese como queríamos, nuestra esperanza nunca cambiará.
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