La condición óptima para la ciencia es tener un pie en la universidad y otro en la comunidad en lucha (Richard Levins).
La emergencia de fenómenos disruptivos como una pandemia o de desastres ambientales cada vez más frecuentes vuelve imperioso repensar radicalmente el papel de la ciencia, en lugar de aceptarla tal cual es. Revisar cómo vivimos, cómo producimos y cómo conocemos es un acto de legítima defensa de la humanidad.
Las crisis son uno de los objetos más preciados para los/as historiadores/as. Y lo son, no solo por el interés que despiertan los períodos en los que estallan conflictos en diferentes dimensiones, sino porque en ellas cada sistema social “confiesa” sus contradicciones más profundas. Pero esa “confesión involuntaria” se presenta como un escenario desordenado de factores alterados sin aparente vinculación. Identificar las relaciones entre los fenómenos, unir y jerarquizar la incidencia de cada una de las partes, permite trascender el muchas veces impresionista análisis de coyuntura y aprehender de manera integral la coherencia del proceso.
Cada modo de producción genera su propio tipo de crisis, por eso la crisis pone de manifiesto la sustancia de cada modo de producción [1]. La crisis del régimen capitalista ratifica esta idea, revelando de manera acelerada, y aparentemente caótica, la agudización de las contradicciones irresolubles que lo surcan. En el medio de este desarrollo vemos emerger problemas de diverso orden que se presentan como perturbaciones aisladas. Así, pareciera que estamos desde finales del siglo XX y comienzos del XXI frente a una azarosa sumatoria de “dificultades”. La pandemia de Covid-19 ha incorporado la crisis sanitaria a este abigarrado cuadro de trastornos. Pero su impacto a escala global provocó un salto cualitativo respecto de aquellas epidemias que, aun teniendo causas similares se mantuvieron en ámbitos más acotados y, no por azar, periféricos respecto de los principales centros capitalistas. En este sentido, el estudio de la pandemia es indisociable del de la crisis de una forma de organización social cuya irracionalidad amenaza cotidianamente la existencia.
Si frente a un contexto crítico la producción de conocimiento es fundamental, la crítica de las condiciones en que ese conocimiento se produce resulta urgente. A continuación, ensayamos algunas reflexiones desde la historia en torno de este problema.
La urgencia de la pregunta incómoda
¿Para qué escribir historia si no se lo hace para ayudar a nuestros contemporáneos a confiar en el porvenir y a encarar mejor armados las dificultades que encuentran día a día?, se interrogaba Georges Duby en su ensayo Año 1000, Año 2000. La huella de nuestros miedos. Estudiar las sociedades pasadas exige “discernir las diferencias, pero también las concordancias entre lo que les infundía miedo y lo que nosotros tememos” para así poder encarar “con mayor lucidez los peligros de hoy”. La reflexión de un historiador consagrado que a sus 86 años mantenía la preocupación por el sentido de su práctica nos invita a revisar nuestros propios sentidos.
La pregunta respecto del para qué trasciende la investigación histórica e interpela –o debería– a quienes dedican sus esfuerzos a la producción de conocimiento en cualquiera de sus áreas. Se trata de una pregunta que tiene una dimensión estrictamente individual, en la que cada uno y cada una encontrará sus propias motivaciones, pero que importa también una dimensión social: ¿para qué se investiga? Reconocer ese para qué social e históricamente determinado conduce inevitablemente al cómo. En tiempos de crisis, en los cuales el porvenir no parece digno de confianza, se torna imperioso plantear estas cuestiones.
Así como las/os historiadores/as tienen el deber de “no encerrarse en el pasado y de reflexionar asiduamente sobre los problemas de su tiempo” [2], las/os los investigadores/as del campo disciplinar que sea tienen el deber de no encerrarse en un fragmento del presente. Este ejercicio implica en primer lugar reconocer el cúmulo de conocimientos forjados a través de los siglos, a partir de los cuales ha sido posible alcanzar los logros actuales. ¿La ciencia moderna sería tal cual es sin la obra de Aristóteles, cuyo punto de vista es revisado por la mecánica clásica a partir de Galileo? ¿Cuánto debe el racionalismo científico a la Escolástica medieval? ¿De qué modo el debate del siglo XVIII entre el preformacionismo y la epigénesis incidió en el desarrollo de la embriología experimental? ¿La obra de Lamarck no está presente en la superación que propone la teoría darwiniana?
No se trata desde luego de una acumulación cuantitativa, sino de un proceso dialéctico de afirmaciones, recuperaciones parciales, críticas y refutaciones que conducen a cambiar las perspectivas de análisis, los métodos de indagación, la forma en que pensamos y exploramos el mundo. Si “lo bueno nuevo no es nunca tan totalmente nuevo” [3], cada una de nuestras investigaciones están habitadas por ese pasado. Aunque individualmente nos esforcemos por demostrar la originalidad y el hallazgo reciente, en ellos respiran adormiladas o en expectante vigilia las ideas de quienes pensaron antes que nosotros/as. Somos enanos encaramados en los hombros de gigantes. De esta manera vemos más y más lejos que ellos; cuando allá por 1130 Bernard de Chartres pronuncia esta máxima no podía imaginar que, varios siglos después, Isaac Newton se haría eco de ella.
Esta conciencia histórica resulta tan insoslayable como incómoda en un sistema en el que el conocimiento, como todos los ámbitos de la vida, es susceptible de ser mercantilizado [4]. Por más sacralizados derechos de propiedad intelectual, todavía no se ha encontrado una fórmula adecuada para patentar abiertamente todo el pasado. En su lugar, se lo borra y se patentan sus productos.
Sin embargo, este no es el único plano en el que las preguntas sobre el cómo y el para qué de la construcción de conocimiento despliegan su potencia. En este punto, la reflexión inicial del historiador se enriquece con la insurgencia intelectual de quienes advierten, en su dualidad, el aspecto liberador pero también opresivo de la ciencia [5]; cuyas contribuciones amplían nuestra comprensión del mundo y orientan nuestras acciones, a la vez que expresan “las condiciones de su producción y los puntos de vista de quienes las crearon” [6]. Frente a la figura del experto que se conforma con la “descripción técnica del mundo” en búsqueda de una “aparente neutralidad” [7], los biólogos dialécticos Lewontin y Levins desafían los límites que impone el discurso científico oficial para potenciar la capacidad transformadora de esta específica actividad humana. Desde una perspectiva crítica, las prácticas cotidianas del trabajo científico-intelectual se vuelven inteligibles:
La agenda de la ciencia, el hecho de que algunas personas se capaciten y lleguen a ser científicas, mientras que otras quedan excluidas, las estrategias de investigación, los instrumentos físicos de la investigación, el marco intelectual dentro del cual se formulan los problemas en forma exitosa, y las condiciones de aplicación de los resultados científicos, son a su vez un subproducto de la historia de la ciencia y las tecnologías generadas por ella, y de las sociedades que las producen y poseen [8].
Si los conocimientos que son posibles en una época dada se encuentran históricamente determinados, debemos ser conscientes de que las propias preguntas que podemos formular a nuestros objetos también se encuentran condicionadas por aquello que en un tiempo es imaginable. Solo las grandes transformaciones sociales amplían también el derecho a imaginar. Desde luego, esta no es una singularidad de las sociedades actuales, aunque en ellas se ha producido un cambio sustantivo.
Si el paradigma teológico que sostenía ideológicamente a las clases dominantes feudales configuraba el marco desde el que se pensaba el mundo y la vida en sus múltiples manifestaciones, la progresiva integración de la actividad científica dentro de las relaciones de producción capitalistas y su subordinación a la lógica de acumulación de capital imponen sus límites. En este sentido, todo patrón de conocimiento es indisociable de la existencia de un patrón de ignorancia que “no está dictado por la naturaleza, sino que obedece a factores como el interés y la creencia” [9]. Interrogarse sobre cómo se formó ese patrón en cada uno de los campos resulta sustancial para la labor de las/os investigadoras/es [10].
Pandemia, conocimiento y crisis
En un pasaje de la Miseria de la filosofía, Marx sostiene que “en nuestra época, lo superfluo es más fácil de producir que lo necesario” [11]; y por necesario, entiende –y entendemos– todo bien material o simbólico destinado a satisfacer las necesidades humanas. ¿Por qué los productos del intelecto serían ajenos a esta dinámica? La emergencia de fenómenos disruptivos como una pandemia o de desastres ambientales cada vez más frecuentes vuelve imperioso repensar radicalmente el papel de la ciencia, en lugar de aceptarla tal cual es.
A lo largo de la historia, las pandemias han puesto de manifiesto las dificultades más profundas que atravesaban los diferentes sistemas sociales. Así sucedió tras la Pese Negra que asoló Europa en distintos momentos, pero que tuvo su episodio más dramático a mediados del siglo XIV. El miedo que provocaban la enfermedad y la muerte y la incertidumbre que generaba la incomprensión de sus causas agudizaron un cuadro de dislocación social que no se superaría con la retirada de la epidemia. La sociedad que enferma es una sociedad en crisis y su crisis, lejos de ser una confluencia azarosa de dificultades puntuales, es la expresión de las contradicciones de la forma social toda. Por eso, si la remota crisis medieval “es de una actualidad que no puede dejarnos indiferentes”, como afirma Guy Bois
… es porque no puede separarse de un conjunto de síndromes que se nos han vuelto familiares: la fragmentación de un cuerpo social con su cortejo de exclusiones, la traición de sus elites en su sálvese quien pueda individualista, la invasión del campo político por la corrupción y las facciones y, sobre todo, el letargo del pensamiento en un conformismo puesto al servicio de los poderosos del momento [12].
No obstante, las coyunturas catastróficas también estimulan el surgimiento de corrientes que cuestionan la concepción hegemónica del mundo y los modos de actuar en él. Revisar cómo vivimos, cómo producimos y cómo conocemos es un acto de legítima defensa de la humanidad. El “letargo del pensamiento” nunca es absoluto, pero suele ser la tendencia oficial.
En los primeros meses de 2020 cuando la humanidad toda se veía sorprendida por una nueva pandemia, el desplazamiento del interés por sus causas y determinaciones se justificaba en la emergencia; había que generar respuestas rápidas ante un “hecho consumado”. Sin embargo, pasados más de dos años, la escasa atención que aún despiertan estas cuestiones en el debate público, del que participan regularmente diversos/as especialistas, señala una de las debilidades más persistentes del campo científico e intelectual. ¿No es acaso imperioso promover una reflexión colectiva respecto del cómo y el por qué? Y, mucho más, ¿no es imperioso preguntarnos qué otras catástrofes, todavía silenciosas, están gestando nuevas y quizá desconocidas tragedias? La complejidad del problema repele las miradas parciales, las aproximaciones unilaterales y el reduccionismo tecnocrático, tres rasgos que parecen dominar la producción de conocimiento, sin demasiadas muestras de congoja.
La parcelación de los saberes y en su extremo, la híper-especialización, si bien han arrojado innegables resultados en cada una de las áreas disciplinares, también ha empobrecido la capacidad de dar respuestas a los grandes problemas. “Hay que plantear los problemas a una escala lo suficientemente grande para hallar una solución adecuada a ellos”, señalan Lewontin y Levins. No se trata solo de la adopción de una posición metodológico –aunque también lo es– sino de una orientación fundamental que debe asumir quien pretenda comprender, explicar y, sobre todo, transformar. En este sentido, mientras “la economía política de la investigación nos empuja hacia programas de investigación y enseñanza viciados por la estrechez de miras”, siempre regidos por los nuevos mecenas de la ciencia que exigen resultados redituables en el menor tiempo posible, resulta fundamental reconocer la importancia cada vez mayor de “enfocar los problemas de un modo amplio, transdisciplinario, complejo y teórico” [13]. Esta perspectiva de totalidad que defendían quienes como Marx rechazaban la separación de las diferentes disciplinas académicas [14], en la actualidad parece desecharse, sin siquiera esforzarse por polemizar con ella.
En 1848, el patólogo alemán Rudolf Virchow, quien no negaba la causalidad biológica inmediata, consideraba que las epidemias eran fenómenos sociales que tienen algunos aspectos médicos, de manera que los “desajustes” del régimen social constituyen una condición insoslayable que favorece su aparición [15]. Más de un siglo y medio después, el discurso oficial de la ciencia, más allá de algunas menciones aisladas, no parece tener en cuenta esta idea en la orientación de la práctica. El objeto es quirúrgicamente separado en partes pensadas desde una artificial autonomía absoluta. De allí que “todos los factores complejizantes de otros campos del saber se dejen de lado: son considerados invasivos” [16]. Sin embargo, los objetos no se reducen ni se simplifican por obra de la voluntad o la miopía del observador. Por el contrario, “el objeto patea y grita cuando es abstraído de su contexto, y puede tomar revancha conduciéndonos por senderos extraños” [17]. Y en la pandemia, como en toda crisis, lo real lanzó su grito poderoso. Para escucharlo y comprender su significado es imprescindible enfrentar “los crímenes de obediencia” [18], ejecutados con el arma traicionera del conocimiento ascético. “La epidemia no ha dejado de ser la coartada de todas las perezas y renuncias intelectuales”, dice Guy Bois a propósito de las pobres explicaciones sobre la peste medieval [19]. Pero parece que la renuncia y la pereza también son contagiosas.
Asumiendo la necesidad de un conocimiento desobediente, el libro de John Bellamy Foster La ecología de Marx plantea los grandes problemas. En el prólogo de sus editores, la emergencia de una zoonosis como la que desatara la pandemia en 2020 se vincula con el avance del agronegocio sobre los ecosistemas naturales y semi naturales, cuya destrucción no solo tiene impacto ecológico y sanitario, sino que potencia la degradación material y social que experimentan las mayorías en el altar sacrificial del capital. Un fenómeno particular inscripto dentro de la dinámica de la totalidad. Pero esta preocupación por el todo incluye “a la propia actividad científica en tanto objeto de estudio” [20]. Nuevamente, este modo de aproximación a los problemas tiene implicancias prácticas decisivas.
¿Cuánto mejor armados estaríamos para afrontar una epidemia si el trabajo científico e intelectual no fuera puesto al servicio de la maximización de la ganancia, presentada bajo la fórmula del “riesgo y la inversión”, o en sus versiones “progresistas” bajo el eufemismo de la tan elogiada “cooperación público-privado”? La criminal “guerra por las vacunas” es solo uno de muchos ejemplos que ponen de manifiesto sin ambages la amenaza que suponen estos condicionamientos.
Avances formidables producto del trabajo social convertidos en mercancías secuestradas por corporaciones que se apropian de todo lo que es común, como el conocimiento y la vida, para privarnos de vida y de conocimiento a todos/as. Un caldero peligroso en el que se cocinan distintos malestares. Mientras el oscurantismo reaccionario niega lo evidente desatando un nuevo brote de fanático irracionalismo –los flagelantes del siglo XXI–, la comunidad científica oficial acepta pasivamente “las reglas de juego”. Solo en casos aislados ha susurrado alguna tibia objeción a la desigual “distribución” del resultado de décadas de esfuerzos individuales y fundamentalmente colectivos. Pero nada se dice de la producción.
Volvemos con tenacidad sobre la idea que, en tanto fruto de la actividad humana efectuada dentro del actual orden social, la ciencia no puede escapar a sus determinaciones generales, pero agregamos que tampoco pueden hacerlo sus realizadores. Estas circunstancias nos recuerdan que “la alienación se muestra no solo en el resultado, sino en el acto de producción, dentro de la propia actividad productora”; como trabajadores/as, los/as científicos/as también se alienan a sí mismos en el propio acto de producción [21]. Y en este proceso se abandonan las preguntas y se corre el riego de olvidar el sentido.
“El científico olvidó las causas últimas de lo que hacía y, en ese movimiento, olvidó también su propio sentido” [22]. Recuperar ese sentido, ponerlo en el centro de la actividad cotidiana, lejos de menoscabar la rigurosidad de los procedimientos y de “contaminar” la “asepsia” del experto abre el camino para liberarlo del burócrata que, en sus múltiples versiones gestiona, dirige, ordena y sujeta una tarea creadora que ni siquiera él controla. En este reencuentro con el hacer consciente, la potencia transformadora del trabajo intelectual se reconciliará con la naturaleza de la que los seres humanos forman parte. La libertad cobrará vida sobre el reino de la necesidad y enfrentaremos lo inesperado y anómalo, celebrando que el éxito no radique “en dominar lo que es realmente indómito, sino en dar una respuesta humana, visionaria y noble a aquello que nos toma inevitablemente por sorpresa” [23]. Pero para ello, el orden social debe ser trastocado.
Algunas respuestas
Frente al desasosiego que suele ganar a amplios sectores durante las crisis, una producción de conocimiento que explique racionalmente lo real constituye una tarea ineludible si se pretende contribuir a forjar la confianza en el futuro, como reclamaba Duby al comienzo de estas páginas. Comprometer los esfuerzos en esta dirección es una forma combatir el miedo, en tanto éste puede traducirse en peligrosas fuerzas materiales.
Como señala el filósofo Ernst Bloch: “El trabajo de este afecto exige hombres que se entreguen activamente al proceso del devenir”, pero ese trabajo “no soporta una vida de perro, que solo se siente pasivamente arrojada en el ente, en un ente incomprendido, o incluso lastimosamente reconocido”. Asumir este desafío implica reconocer que el “trabajo contra la angustia vital y los manejos del miedo es un trabajo contra quienes lo causan, en su mayoría muy identificables, y busca en el mundo mismo lo que sirve de ayuda al mundo” [24]. En este sentido todo conocimiento es político.
Quizá éste sea el modo más efectivo de conjurar a todos los servidores de pasado en copa nueva.
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