El Estado se hizo presente en Guernica no para hacerse cargo del derecho a la vivienda que no garantiza y que con sus negocios vulnera, sino con miles de “oficiales de la ley”, helicópteros, grúas, balas de goma, gases y periodismo de guerra. Un pequeño ejército contra los “usurpadores” que estorban con la inoportuna necesidad de un techo a los intereses inmobiliarios, especulativos y políticos de los defensores de la propiedad privada a ambos lados de la susodicha “grieta” (que mostró existir, efectivamente, pero marcando otras fronteras: las del terreno de la división de clases).
No es que lo citarían como autoridad cuando, para justificar la represión, oficiales y opositores esgrimen el cuco comunista y de izquierda, pero en el fondo parecen coincidir con la suscinta conceptualización de Marx y Engels en el Manifiesto comunista: en el capitalismo, la “propiedad privada” existe porque las grandes mayorías están privadas de toda propiedad.
Pero los que la defienden como valor supremo y cimiento de la República están tan flojos de papeles como los dueños de Bellaco S.A. (hay que reconocerles la honestidad intelectual en la elección de la razón social) que inició la causa por desalojo.
Como señalaba Pablo Anino en este semanario hace unas semanas, Marx explicaba que “La acumulación originaria capitalista comprende la separación del productor de sus medios de producción, de vida. ‘Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología’”. Pero a ese pecado original la historia oficial lo cuenta, después de asentado, como una anécdota pasada sin trascendencia.
Hay que decir que los artífices de la “acumulación originaria” local no se privaron de recordar su hito histórico principal y definitivo, la Conquista del Desierto –el genocidio con que una minoría violenta de propietarios se quedaron con todo el territorio– en billetes, calles, monumentos y localidades de todo el territorio nacional.
En Indios, ejército y frontera –publicado en 1982 y escrito mientras se cumplía el centenario de esa conquista con la dictadura homenajeando a Roca como prócer–, David Viñas registraba la persistencia del silencio sobre la violencia que subyace a la instauración del Estado liberal, es decir, el origen genocida del Estado argentino y el borramiento de sus víctimas [1]. Con su proverbial capacidad de trazar series histórico-literarias y dejar claro lo que tenía para decir, Viñas se preguntaba allí si los indios no fueron, quizás, los desaparecidos de 1879 (el año en que arranca la campaña propiamente dicha, aunque los gobiernos previos habían ya realizado diversas excursiones de menor escala y preparado, sobre todo, al ejército).
Sin embargo, y en comparación a otros procesos de formación de Estados nacionales a sangre y fuego, como en Estados Unidos, donde estos procesos fueron una usina productora de relatos y hasta de un género narrativo, es escasa la literatura nacional producida abordando esta “guerra” (y menos aún ensalzándola como heroica). El propio Viñas es una excepción con sus novelas Cayó sobre su rostro (con un protagonista que participa de una campaña militar en la frontera) o en Los dueños de la tierra (ambientada en las huelgas patagónicas narradas por Osvaldo Bayer, es decir, el mismo territorio), pero que más que confirmar la regla, con ellas busca chocar de frente con ese silencio oficial, trazando además el hilo que conecta a los usurpadores (hay un lazo filial entre los protagonistas de ambas novelas que muestran esa continuidad generacional) y a sus enemigos de entonces con “los enemigos prioritarios en el nuevo siglo”: “el obrero anarquista, el agitador social y el sindicato”. Contemporáneos a Viñas y desde que escribiera su ensayo, detractores podrían mencionarse en forma creciente, pero del lado del bando patriótico oficial, que en general no suele carecer de escribas y propagandistas, el recuerdo parece ser vergonzante y la complicidad, en todo caso, se expresa como silencio.
Pero que no haya relatos de la campaña en sí no quiere decir que no haya sido procesada por la literatura. De hecho es el eje no narrado, elidido pero actuante, de “el” libro canónico de la literatura nacional: el Martín Fierro. La primera parte de El gaucho Martín Fierro (conocido como La ida), publicada en 1872, está protagonizada por un gaucho sometido a la leva forzosa (“y que usté quiera o no quiera, / lo mandan a la frontera / o lo echan a un batallón”), cuyos versos denuncian la violencia estatal, la precariedad de la vida de los sectores populares tratados como delincuentes y los intereses económicos detrás de ese mecanismo (“Y qué indios ni qué servicio, / si allí no había ni Cuartel / nos mandaba el Coronel/ a trabajar en sus chacras”), y que con la ayuda de la ineficiencia militar del ejército, termina evadiéndose hacia las tolderías donde “no alcanza/ la facultá de gobierno”. La segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, publicada justamente en 1879, muestra al mismo gaucho de vuelta a la “civilización”, asimilado a sus valores, aceptando la legitimidad del Estado asentada en la victoria de la conquista, que da por hecha (“besé esta tierra bendita / que ya no pisa el salvaje”).
“¿Cómo fue que pudo pasarse de una situación de combate tan desfavorable a un resultado de guerra victoriosa?”, se pregunta Martín Kohan en El país de la guerra, “Es justamente la parte que Martín Fierro no cuenta, es el tramo que se omite y que se salta mediante un hiato” [2]. En el centro de ese cambio (del personaje y de las posiciones políticas del autor, José Hernández, que muestra la larga tradición de panqueques que denuncian la injusticia social pero cuando consiguen un cargo se redescubren junto al poder) está la Conquista del Desierto que no se relata, pero que mostrará ser productiva al menos literariamente. Para mucha de la crítica posterior será el vacío donde resuenan, a su pesar, las lagunas y operaciones ideológicas de la historia oficial.
Civilización y barbarie
Digamos todo: el Martín Fierro tiene un competidor para libro canónico nacional, el Facundo de Sarmiento, que para 1845 había inaugurado dos tópicos persistentes en las representaciones ideológicas de la nación: la necesidad de hacer avanzar la civilización contra la barbarie y, como recuerda Carlos Gamerro en Facundo o Martín Fierro, la pampa como paisaje emblemático de la nación aún sin haberla pisado [3] (que ese elemento de la ficción coincidiera con el mayor recurso económico que tenía el país no es casualidad, claro).
Auque el objeto del libro fuera, como indica su título, Facundo Quiroga, la sombra ominosa a conjurar es la de Rosas, como ya señalara Piglia [4]. Porque la barbarie de Facundo responde al estereotipo: violenta, impredecible, natural, y por eso también podía ser hasta respetable, como lo puede ser la ferocidad de un fenómeno natural devastador. Ana María Barrenechea fue una de las que señaló el grado de fascinación que a veces muestra Sarmiento en el tratamiento de Quiroga y de ese territorio bárbaro, aún en su diatriba [5]. En cambio, Rosas era barbarie organizada, armada, planificada. “Tirano semibárbaro” dice Sarmiento de Rosas –nos recuerda Gamerro– en pasajes en los que logra escapar del maniqueo esquema de oposición civilización/barbarie y, “en un momento casi marxista, vislumbra que lo que está sucediendo es que se ha tomado muy deliberadamente un modo de producción determinado (el de la gran estancia pampeana) como modelo para el funcionamiento del Estado” [6].
También Kohan señala la amenaza rosista que preocupa a Sarmiento: Rosas estaba convirtiendo la barbarie en sistema organizando un ejército y formando soldados; había allí un método y no el simple “salvajismo” que ve en un Quiroga, había cierta “civilización” en el campo de la barbarie que la volvía aún más peligrosa. Y lo que parece que Sarmiento va a comprender, finalmente, es que el proyecto de la “civilización” va a requerir incluir algo que se consideraba estar del lado de la “barbarie”:
… la violencia popular, la de la barbarie, la de los federales, no tendrá que verse simplemente eliminada por la civilización, como si se tratara de una imposición de la mesura sobre la desmesura, de lo racional sobre lo salvaje, de la persuasión por las palabras sobre la violencia de los cuerpos. La civilización deberá librar esa guerra disponiendo antes que nada la incorporación de la violencia popular, su inclusión antes que su abolición, la apropiación de esa violencia irregular e inmanejable con el objeto de regularizarla y manejarla, de volverla útil, de otorgarle una dirección determinada, adquiriendo el poder de activarla o desactivarla según las necesidades de cada coyuntura. Rosas ha hecho de la barbarie un sistema, decía Sarmiento; Rosas ha organizado con el gaucherío un ejército, dice José María Paz. Lo logró para la barbarie; para la causa de la civilización, en tanto, es todavía un desafío pendiente [7].
No es que Sarmiento objetara las haciendas o la barbarie sistemática de un Estado, sino que las quería para otra fracción de la oligarquía/burguesía terrateniente que aspiraba a una nación –más territorio a explotar–. La nación con que soñaba Sarmiento requería exterminar a los bárbaros que obstaculizaban sus grandes proyectos “republicanos” y poner la tierra a producir, pero para ambas cosas requería brazos disponibles, y para eso se requería imponer el orden: sus leyes, sus valores, sus mecanismos. Ese proceso, al que Sarmiento contribuyó más que con los planes trazados en Facundo, con su presidencia posterior (1868-1874) donde se hicieron los aprestos para la Campaña del Desierto, es el que Hernández recoge en el Martín Fierro, primero como denuncia, después como asimilación.
El pecado original
La imposición de una legitimidad estatal se suele trazar en elocuentes declaraciones augurosas o sesudas argumentaciones teóricas, pero lograrse se logra con violencia. Hernández la ficcionaliza y versifica, pero es relativamente fiel retratando la relación intrínseca entre intereses económicos y autoridades estatales coaligadas en el objetivo de disciplinar una mano de obra disponible y forjar el brazo armado de los usurpadores [8]. Que la “civilización” es básicamente la coartada de la violencia de clase y estatal es lo que, como apunta Gamerro, encuentra expresión más directa en “el menos comprometido de los escritores”, Lucio Mansilla, que en Una excursión a los indios ranqueles (1879) relata este diálogo con el cacique:
Me arguyó que la tierra era de ellos. Le expliqué que la tierra no era sino de los que la hacían producir. Y entonces el indio pasa al estilo directo:
—Mire, hermano, ¿por qué no me habla la verdad?
Y produce su archivo, donde figura un artículo de La Tribuna sobre el trazado del ferrocarril interoceánico.
—Usted no me ha dicho que nos quieren comprar las tierras para que pase por el cuero un ferrocarril.
Aquí me vi sumamente embarazado. […]
—Que después que hagan el ferrocarril, dirán los cristianos que necesitan más campos al Sur, y querrán echarnos de aquí, y tendremos que irnos al sur de Río Negro, a tierras ajenas, porque entre esos campos y el Río Colorado o el Río Negro no hay buenos lugares para vivir [9].
Gamerro reescribe irónicamente una de esas frases que nos enseñaron en la escuela sobre Sarmiento en relación a la historia de la Conquista del Desierto: “gobernar es despoblar”. Kohan registra que, efectivamente, el relato oficial de la conquista como guerra es paradojal: si es un desierto y sus habitantes son animalizados, ¿qué es lo que habría que conquistar? ¿Cómo revestir de heroísmo lo que, según esos parámetros, sería una simple cacería? Pero si hay algo a conquistar hay que reconocer que se está, pues, básicamente usurpando:
… que ese espacio desierto está poblado de indios (anulación retórica a menudo basada en el recurso de la animalización), […] treta apenas encubierta de que se avanza sobre el desierto pero para poder producir el desierto (es decir, ni más ni menos, para eliminar a la población existente) [10].
El libro de Kohan, dedicado a rastrear, justamente, el ideario guerrero con que se ha trazado el panteón de los próceres de la nación, detecta que esta guerra es difícil de exaltar no solo para quienes la objetan, sino para quienes la consideraron “civilizatoria”.
Sin embargo, es sobre el éxito de esa campaña, es decir, concretada y legitimada la usurpación originaria, que se parecen lograr nuevas articulaciones a la amañada dicotomía civilización/barbarie de Sarmiento: por y sobre la derrota puede considerarse la asimilación de un sector de la barbarie, e incluso apelar a la defensa de los valores republicanos. Eso es lo que hace Hernández en La vuelta. Así lo resume Gamerro:
Es la aplicación diferencial de la ley, antes que la geografía, la sangre o la tradición, lo que hace del paisano un bárbaro y lo obliga a pasar de ‘gaucho bueno’ a ‘gaucho malo’: el sueño de la civilización produce bárbaros. Hernández plantea el problema en La ida y ofrece la solución en La vuelta –posible porque ha cambiado la coyuntura, se ha liquidado tanto a los malones como a las montoneras–: que los gauchos abandonen su código tradicional y se acojan a la ley escrita, siempre y cuando la ley escrita sea la misma para todos, y se formule en la voz del gaucho. Pero no de cualquier gaucho sino del gaucho que sabe, del padre/amigo que da consejos, y a partir de los principios mismos del código gaucho, expresado en máximas de un saber que el Hernández del prólogo no duda en calificar de universal [11].
Y es también sobre esa derrota –y, por qué no decirlo, también del mojón literario realizado por Hernández–, que puede darse paso a la mistificación del gaucho: el vago y malentretenido, domesticado en la frontera, asimilado para exterminar a los bárbaros irreductibles, se va consolidando en la pluma de Lugones (El payador) y de Güiraldes (Don Segundo Sombra), en epítome del ser nacional. La violencia estatal que delineó ese proceso es borrada, si bien, como señala Gamerro, la operación no parece ser gratuita: el Martín Fierro de La vuelta se adecúa bien a un Estado vencedor que puede disfrutar los frutos de una legalidad impuesta, pero no parece haber logrado borrar del imaginario nacional el pecado original de La ida, que será posteriormente rescatado, retrabajado y puesto a producir relatos que, paradójica o abiertamente, disputan la historia oficial.
Los verdaderos usurpadores
El genocidio para ampliar el territorio disponible para la explotación agrícola-ganadera que insertara a la nación como engranaje del sistema económico internacional; el control violento de la población para forjar las bandas armadas necesarias para sostener ese régimen social y la civilización como imposición de su legalidad. Más que darle el alma “a la niñez con el saber”, es dándoles la tierra que Sarmiento (y Avellaneda después) aportaron el alma a la burguesía nacional que detenta la propiedad usurpada como propiedad privada.
No se trata solo de la tierra productiva. Las ganancias obtenidas con esa expropiación a gran escala fueron, entre otras cosas, a la especulación inmobiliaria en las ciudades. Como señaló Gabriel Piro en “Una historia de urbanización, desigualdad y lucha de clases”, historizando los vínculos perdurables entre ganancias terratenientes y las desigualdades en el acceso a la vivienda urbana:
… el mecanismo de la “enfiteusis” rivadaviana, las campañas militares bajo los gobiernos de Rosas y más delante de Mitre, Avellaneda y Roca, fueron delineando los contornos de un acceso a la propiedad en el cual la renta de la tierra se fue entrelazando directamente con la especulación financiera e inmobiliaria, en tanto los vaivenes en la valorización del suelo se transformaban en el punto de mira de quienes detentaron casi gratuitamente los títulos de propiedad.
Los usurpadores del campo fueron los usurpadores, también, de la ciudad.
En una columna reciente Martín Kohan resaltaba hasta qué punto el siglo XIX persiste “de manera tan obstinada como matriz de interpretación de las cosas que nos pasan. No estamos ahí, pero nos pensamos desde ahí”. La sensación de déjà vu tiene bases reales: siglo y medio después y con tanta agua corrida bajo el puente, los usurpados fueron, sucesivamente, como señalara Viñas, los pueblos originarios, los trabajadores, los pobres, siempre “instigados” por agitadores. Los usurpadores, sin embargo, parecen ser los mismos, a veces incluso con los mismos apellidos, como el fiscal que se saca selfies de sus conquistas y comparte linaje con Figueroa Alcorta: las empresas fundadas bajo el ala de una dictadura genocida que celebraba en 1982, después de cumplido su segundo genocidio, el primero, el de la Conquista del Desierto; los que concentran la tierra, los que cuentan con la violencia del Estado para perpetuar su propiedad privada a costa de privar a las grandes mayorías de la mínima propiedad.
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