Compartimos con nuestros lectores una reflexión publicada originalmente en el portal de Crisis, a partir de la serie rusa Trotsky: el rostro de una revolución, que ha generado críticas y debates en todos los países donde Netflix la subió a su plataforma.
A los treinta segundos de iniciado el primer capítulo de Trotsky: el rostro de una revolución, es evidente que a los productores y guionistas de la serie lo que les importa no es precisamente rigurosidad histórica. La megaproducción realizada en 2017 con el apoyo del canal estatal ruso Channel One y puesta online este año por Netflix propone una narrativa del pasado a la medida de los intereses políticos del presente. Sobre todo del presente de Vladimir Putin y su gobierno.
Los directores Alexander Kott y Konstantin Starsy tradujeron al formato audiovisual ciertas lecturas para nada novedosas, que reviven algunos mitos sobre la Revolución de Octubre y repiten falacias en torno a sus dirigentes. Uno de estos pilares discursivos es la idea de que stalinismo y trotskysmo “son lo mismo”: “La gente no debería pensar que si Trotsky hubiera ganado y no Stalin, las cosas hubieran sido mejores, porque no lo hubieran sido", dijo el productor Alexander Tsekalo al periódico británico The Guardian.
El error intencional de este razonamiento radica en reducir el proceso histórico y la lucha de importantes fuerzas sociales a la evolución de una corriente política, por más determinante que haya sido en el devenir de los acontecimientos. La supremacía del estalinismo como etapa superior de las deformaciones del Estado nacido de la revolución es un producto de múltiples circunstancias acaecidas en aquellos años, entre otras: una revolución obrera que estalló relativamente “temprano” en un inmenso país económica, social y culturalmente atrasado; una organización que llegó relativamente “tarde” (o nunca llegó) a otras naciones que fueron sacudidas por la oleada revolucionaria y –en ese contexto, como acontecimiento decisivo– el fracaso de la revolución en la gran potencia europea que era Alemania. La trágica discordancia de los tiempos generó un marco nacional e internacional hostil, propicio para el fortalecimiento de la reacción externa e interna (que persigue como la sombra al cuerpo de toda revolución). El stalinismo fue simplemente su forma concreta y aberrante, y el trotskysmo un intento de retirada coyuntural de todo lo que quedaba de vital en el Partido Bolchevique y la Internacional Comunista.
La tosca narrativa que propone la serie toma ribetes grotescos cuando muestra una lucha rabiosamente personal entre Lenin y Trotsky, que se libra a los empujones en un balcón hogareño; o cuando quiere hacernos creer que la formación ideológica y subjetiva del fundador del Ejército Rojo no se produce tanto al calor de medio siglo de convulsiones sociales europeas, como gracias a los diálogos reveladores con un carcelero que le inculca a golpes de elocuencia las necesidades sanguinarias que están en la naturaleza de todo poder, o a través de un duelo retórico con el mismísimo Sigmund Freud que le permite “aprender” hasta qué punto el motor de la historia es el deseo sexual; todo coronado por las enseñanzas de mujeres fatales que rodearon a Trotsky –destacadas revolucionarias o artistas en la realidad– y que en la miniserie actúan básicamente como las encargadas de apuntalar la seguridad viril de un semental fervoroso.
El resultado es un joven Trotsky superstar que irrumpe a través de alucinados flashbacks a bordo del famoso tren blindado, vestido con reluciente cuero de los pies a la cabeza (a lo Neo en Matrix), sanguinario e inescrupuloso, que teoriza sobre el pueblo y las masas pasivas siempre dispuestas a dejarse penetrar por la lujuria de una revolución de la que son simple base de maniobra. Y un viejo Trotsky “mexicano” atormentado por su derrota, sometido a los tribunales de la autoconciencia que lo juzgan por errores propios y ajenos, y que sostiene sus principios solo en base a una empecinada obstinación.
“Siempre y en todas partes se plantea el problema de las leyes que rigen a la revolución y la contrarrevolución en forma puramente individual, como si se tratara de una partida de ajedrez o de un certamen deportivo, en lugar de profundos conflictos y cambios sociales”, escribió Trotsky en noviembre de 1935. La política y lucha por el poder quedan reducidas en la serie a una competencia de egos, ambiciones mezquinas, furibundos personalismos e individualismo extremo. Lenin aparece como un corredor de bolsa que –con una infumable voz de pito– apuesta en la ruleta de una revolución de salón; Alexander Helphand (Parvus) es transformado en un agente a sueldo de Alemania, mezcla de esbirro y asesor de imagen que diseña el éxito de Trotsky; Stalin es una pobre víctima y hasta un producto de la pedantería de su rival; mientras Ramón Mercader (Frank Jackson) es un estalinista con rostro humano, empujado por la provocación del propio Trotsky –ya viejo y abrumado por la culpa– a un asesinato casi “en defensa propia”.
Los guionistas y realizadores toman formalmente la letra de aquel conocido aforismo de Lenin: “Salvo el poder, todo es ilusión” y mueren de literalidad.
Precisamente los diálogos con Jackson ponen en escena una polémica de carácter filosófico y ético sobre la relación entre los fines y los medios. Jackson hace responsable a Trotsky del devenir totalitario que ya estaba en germen en el terror empleado por los bolcheviques durante los tiempos excepcionales de la guerra civil. Y el Trotsky de la serie responde tal y como las necesidades del guión prevén: el fin justifica los medios.
Quienes deseen cortar con tanta dulzura o una mirada idílica de los primeros años de la revolución pueden leer la obra del historiador E. H. Carr o las extraordinarias Memorias de un revolucionario de Víctor Serge, quien se unió a los bolcheviques sin dejar su sensibilidad libertaria en las puertas del partido. Allí son descriptos con desgarradora crudeza los métodos y las deformaciones tempranas del nuevo régimen, la tendencia a la autonomización de los aparatos, especialmente la Cheka (policía política) y las primeras aberraciones autoritarias. Estas prácticas aparecen sensiblemente hiperbolizadas en la miniserie, como prueba de que todo lo que vino después ya estaba contenido ahí, cuando Lenin y Trotsky aún estaban al mando.
La falacia de esta operación consiste en identificar los métodos pero haciendo abstracción de los intereses sociales en pugna. Es decir, separan los medios de los fines. Las medidas de excepción decretadas en la guerra civil contra los ejércitos blancos e imperiales se igualan al régimen totalitario instaurado por una casta burocrática privilegiada y conservadora. De ahí que se tornen completamente inverosímiles las escenas en las que Trotsky ordena fusilar a oficiales o soldados aleatoriamente, para aleccionar a los desertores; o cuando sus tropas masacran un pueblo entero para hacerse de la leña de las cruces de un cementerio.
Si tuviéramos que sintetizar el punto de vista de la miniserie, diría que consiste en confirmar que las aberraciones de la contrarrevolución están en la revolución. La revolución no es un sueño eterno, es una pesadilla de odio, locura y muerte. Un camino que conduce directo al suicidio, un acontecimiento que no merece suceder “nunca más”.
Desde la perspectiva del relato del “putinismo”, empeñado en rescatar la grandeza de Rusia perdida allá lejos y hace tiempo, Octubre fue la obra de farsantes obnubilados con una ideología occidental, financiados por el dinero extranjero, y con una práctica política que nada tiene que envidiar al personal de House of Cards (aunque los bolcheviques serían triplemente cínicos pues hacen y deshacen en nombre de la lucha contra la explotación y la liberación de la humanidad).
Hacia el final de la serie aparece reivindicado el filósofo Ivan Ilyin, un intelectual conservador, eslavófilo y monarquista, expulsado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1922. Putin organizó la repatriación de sus restos en 2005 y en 2014 lo citó extensamente en su mensaje anual ante el Parlamento, como una vía intelectual para recuperar la misión histórica del Imperio eurasiático enalteciendo aquella trágica y creativa “alma rusa” de la que hablaba Dostoyevski. Para lograr ese cometido se necesita también fabricar un diablo que se llame Trotsky.
La serie alcanzó una audiencia de 14,9 puntos en Rusia, superando a otra megaproducción sobre Lenin que también se estrenó en el centenario de la revolución y llegó a medir 9 puntos de raiting, acaparando varios de los principales premios de la academia de televisión local. Hay que ver cuál será la recepción y valoración del espectador ruso respecto de un personaje que fue borrado de la historia nacional y ahora aparece presentado como responsable de todos los males, pues como insinúa el historiador Boris Kolonitsky a The Guardian, “la imagen de un revolucionario fuerte y sexualmente agresivo podría ser muy atractiva para los jóvenes; hay solo una corta distancia desde la demonización hasta la sacralización". Sería realmente paradójico que, pese a las intenciones oficiales, el diablo una vez más meta la cola.
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