En el espacio del poder, el poder no aparece como tal; se esconde bajo la organización del espacio. Henri Lefebvre
Theodor Adorno supo reprochar a Walter Benjamin que su monumental trabajo sobre el París del Segundo Imperio tenía problemas para explicar la relación entre la estructura en que se asentaba y sus expresiones sociales y culturales. El libro de Harvey es quizás la base socio-económica que Adorno le pidiera a Benjamin a la vez que un alegato a favor de los sectores populares que habitaron, construyeron, sufrieron y resistieron en el corazón del “progreso” burgués.
Compilación de trabajos publicados por separado, el libro [1] abarca tres secciones: la primera dedicada a las “Representaciones” de París, sobre todo literarias; la segunda a las “Materializaciones” de los cambios producidos en la ciudad del período de Luis Bonaparte y el Barón Haussmann; y la tercera, una coda dedicada a la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón, que usa a modo de balance de la Comuna.
El núcleo del libro es la sección “Materializaciones”, que da cuenta de los distintos aspectos que configuraron la época (relaciones espaciales, industria, finanzas, renta, Estado, reproducción de la fuerza de trabajo, situación de la mujer, consumismo, relaciones con la naturaleza, etc.) y analiza en detalle los cambios sufridos por la ciudad (sufridos se aplica en este caso literalmente) desde el ascenso a la caída del Bonaparte sobrino.
Desde el establecimiento del Segundo Imperio, que de la mano de Haussmann realizaría una transformación impactante de la ciudad, Harvey muestra el andar de una burguesía que buscó salir de sus propias crisis teniendo que aceptar un remedo del bonapartismo original, y las sucesivas resistencias que produjo. Finalmente, encontramos la salida que propondría el proletariado parisino en la Comuna, ahogada a sangre y fuego por la burguesía francesa (aliada con los restos monárquicos y su “enemigo” nacional, Bismark), pero que marcaría para siempre la historia del proletariado internacional con su ejemplo.
El autor resume las complejas disputas y alianzas de clases de esos años, que funcionaron de preludio a las luchas de 1868-71, alrededor de una serie de preguntas:
¿Podrían los monárquicos obtener suficiente apoyo de la burguesía centrista para frustrar el empuje republicano? ¿Podrían los republicanos burgueses controlar el movimiento de la clase obrera para mantener la república política fuera de las garras de los socialistas? ¿Podrían los librepensadores radicales y republicanos desclasados establecer una alianza con un movimiento obrero (…) para crear así una república socialista y revolucionaria? ¿Podría el Imperio dividir, controlar y manipular a todas y cada una de estas facciones por medio de la captación y de su poder de policial y de provocación? [386].
Entre estas disputas, se va materializando una de las fuerzas que recorría las antiguas calles y los nuevos bulevares: la circulación del capital por la ciudad, que a su paso modificaba formas de vida, estructuras arquitectónicas, la organización del trabajo, las relaciones familiares, el consumo y, pasando por diversas etapas, la estructura de las clases que terminarían colisionando en sus barricadas.
Desde el punto de vista económico, Harvey analiza cómo la enorme transformación del espacio urbano se liga a la especulación inmobiliaria y al creciente peso de los mercados financieros que crecían a la par de las reformas urbanas. La alianza de Haussmann con los hermanos Pereire, dueños del banco que financiara el sistema de transporte público y el alumbrado a gas, por ejemplo, llevó al Estado a pasar de 163 a 2.500 millones de francos de deuda en el período de 1853-1870. El enfrentamiento de los Pereire con otro banquero, Rothschild, fue uno de los motivos del desprestigio y caída de Haussmann, pero no más que el hecho de verse dominado por la misma maquinaria que él había creado, un aparato de Estado que buscaba resolver los graves problemas de sobreacumulación mediante la financiación del déficit generado por sus propios gastos, que caerá finalmente víctima de las resbaladizas contradicciones encarnadas por la circulación del capital-dinero que devenga intereses [185].
Otro aspecto destacado es la movilización de las industrias del centro de París a su periferia, lo cual se relacionaba con el aumento del precio de las tierras en el nuevo centro comercial y financiero, así como con una reorganización de las formas de trabajo:
Muchas pequeñas empresas no eran más que unidades subcontratadas por organizaciones más grandes y por ello funcionaban más como sistemas laborales contratados, dependientes de productores capitalistas o comerciantes que les controlaban a distancia. […] En ese contexto se produjo una firme implantación de un odiado y opresor sistema de capataces, supervisores, subcontratistas y demás intermediarios [205].
Este proceso forma parte del capítulo francés del proceso de subsunción que Marx analizaría en El Capital: el pasaje del trabajo artesanal a la maquinaria y la gran industria, “la gradual inclusión de antiguos artesanos y trabajadores independientes bajo la dominación formal de una organización industrial y comercial estrechamente controlada”, dice Harvey [205]. A su vez, las nuevas vías de comunicación abiertas desde la ciudad permitieron el aumento del comercio con el extranjero, lo que diferenció cada vez más a la industria del comercio y también a la capital de las demás provincias, lo que sería posteriormente uno de los factores del aislamiento de la Comuna en París [209].
Desde el punto de vista político, el autor muestra las tensas relaciones del Imperio con distintos sectores de la clase dominante; relaciones tensas pero solidarias en sus intereses generales mientras las ganancias abundaron con ayuda de las reformas estatales; más fragmentadas y opositoras cuando el ciclo económico mostraba sus límites. Harvey relata en este sentido la disputa entre los partidarios del libre mercado con la centralización bonapartista [2] de Luis (de inspiración saint-simoniana), cercana a lo que denomina “capitalismo de Estado” o al capitalismo financiero monopólico, reflejada en la asociación con los hermanos Pereire. Pero aunque Luis Bonaparte coqueteara con el saint-simonismo en su entrada al gobierno, se retiraría como un buen liberal que acordaba con Gran Bretaña el libre comercio; las ideas de Saint-Simon le sirvieron para legitimarse con políticas sociales frente a las masas y centralizar un capital en crisis [356]; la centralización le permitió presentarse como alternativa frente a la crisis económica y política de 1848, y redundó en beneficios para todos los sectores burgueses, que una vez recuperados no querían ya que alguien interviniera en sus disputas particulares. De conjunto, sin embargo, en el período puede constatarse aquello que Marx y Engels definieron en el Manifiesto Comunista: el Estado es la junta que administra los negocios de la clase dominante.
Por supuesto que ningún sector de la burguesía renegaba de la centralización de un Estado que además de la disposición espacial y legal para los negocios, proveyera de su brazo armado para las luchas de los trabajadores que no escasearon durante esos años: “La policía (a la que los trabajadores siempre se referían como los espías) estaba más dedicada a recoger información y rellenar informes al menor atisbo de oposición política, que a controlar la actividad criminal” [189]. La policía, los intentos de controlar a las masas mediante la censura y la prohibición del derecho de asociación, no resultaron efectivos por mucho tiempo: el avance de las comunicaciones permitía que entraran panfletos político, y la propaganda demagógica hacia las masas no evitó que con la caída de los salarios hacia 1860 y la restitución del derecho a huelga y asociación, saliera “rápidamente a la superficie una corriente subterránea de retórica política” [191]. Es cierto que la reestructuración urbana había desmontado varias de las pequeñas calles donde las barricadas se construían rápidamente y los grandes bulevares permitían el desplazamiento rápido por la ciudad a las fuerzas represivas, como señalara Marshall Berman al describir la modernización de París [3], pero la población desplazada del centro se arremolinaron en nuevos sectores que rápidamente fueron “de su dominio exclusivo” [192].
Desde el punto de vista cultural, Harvey ejemplifica sus análisis con las representaciones literarias de la modernidad de Baudelaire –aquellas por las que Benjamin lo definiera como el “lírico de la modernidad”–, y con las a veces descarnadas, a veces cómicas, ilustraciones de la sociedad de la época de Daumier [4]. Y si el Segundo Imperio persiguió con casos de “indecencia pública” a Baudelaire y Flaubert [5] (lo que sólo le valió erosionar su propia alianza de clases), también se ensañó con la cultura popular: los músicos y artistas callejeros eran considerados subversivos, por los que se les exigía tener licencia y sus canciones debían ser aprobadas por el prefecto. Sin embargo, “la frecuencia con que muchos contemporáneos, como Fournel, tropezaba con estos personajes y la frecuencia con que Daumier, entre otros, los representaba, sugiere que las autoridades nunca llegaron a aplastar por completo este aspecto de la cultura popular” [189]. Éstos seguían recorriendo una ciudad continuamente demolida y reconstruida, donde en los nuevos grandes mercados, parques, alcantarillas y bulevares invitaban a paseos donde el consumo que crecía se volvía más ostensible para todos; aquello que Benjamin analizara como lo que permanentemente se muestra como “lo nuevo” que no es más que “siempre-lo-mismo”, la mercancía [6].
Flaubert ilustra estas relaciones en la ciudad en su paródica versión de la Enciclopedia iluminista de Diderot y D’Alambert, el “Diccionario de idea recibidas”, donde encontramos como entradas:
LÍBELOS: ya no se escriben.
LIBRECAMBIO: es la causa de todos los males.
NOVELAS: las novelas pervierten a las masas. Son menos inmorales por entregas que en volúmenes. Tan solo pueden tolerarse las novelas “históricas” porque enseñan historia. […]
OBRERO: es honesto mientras no organice disturbios.
PROGRESO: siempre mal entendido y demasiado apresurado [7].
Pero la burguesía que se pavoneaba extasiada por el fetichismo de la mercancía por las nuevas calles y parques parisinos, no disfrutaba de los encuentros “con las clases trabajadoras y peligrosas”: la multitud podía ocultar elementos subversivos o repentinamente volverse una turba difícil de controlar. Esos temores estaban bien justificados” [355], como muestra el ascenso que se inicia en 1868 y culmina en lo que Marx y Engels considerarían el primer ejemplo de la dictadura del proletariado, la Comuna.
Harvey elige, después de narrar algunos de los hechos principales de esta gesta de la clase obrera, a modo de epílogo y como balance del Segundo Imperio y de la derrota de la Comuna, analizar la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón, una provocación de las clases dominantes triunfadoras que desde 1873 planean un edifico visible desde todo París, ubicada en la colina de Montmartre, dedicada a un culto que en Francia representaba a la monarquía más reaccionaria, preocupada incluso por el avance del capitalismo.
El lugar elegido es significativo; lugar de martirio de viejos cristianos, representaba también los fusilamientos de dos generales, Lecomte y Thomas, por la Comuna: el primero por haber ordenado a sus tropas, sin éxito, que disparara sobre los communards; el segundo recordado por sus salvajes matanzas de los revolucionarios de 1848; ambos elegidos como mártires por Thiers para justificar la brutal represión sobre París aunque fuera necesario “reducirla a cenizas”. Un “capricho” topográfico le sirve a Harvey de metáfora. La Basílica es visible desde todas las puntas del París; desde los jardines de Luxembourg que Haussmann remodelara para abrir sus bulevares; desde la Gare du Nord, estación financiada por el Barón Rothschild que reúne a la red ferroviaria desarrollada en el Segundo Imperio; desde la Place du Colonel Fabien, cercana a la sede del PC francés y a los barrios obreros de Belleville y La Villette donde resistió en sus últimas horas la Comuna; desde la tumba de Thiers en el cementerio de Père Lachaise. Pero permanece oculta sin embargo en el Mur des Féderes, donde “después de una fiera lucha, los últimos combatientes de la Comuna fueron rodeados y sumariamente ejecutados” [399].
Marx dice en La guerra civil en Francia: La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “República social”, con que la Revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta República [8].
El trayecto entre esas dos revoluciones es lo que traza el libro de Harvey, materializado en la disposición urbana moderna del París del Segundo Imperio. El poder al que se refiere el acápite de Lefebvre, citado por Harvey, es el del fetichismo de las mercancías y las relaciones sociales que recubre, las cuales desafió la Comuna, abriendo a pesar de la derrota un camino que el proletariado volvería a retomar.
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