Presentamos a continuación una contribución al debate sobre las perspectivas y la propuesta de unidad de toda la izquierda clasista y socialista en estas elecciones.
En medio de una crisis mundial que, por sus características, carece de precedentes en la historia, ciertas rutinas que provienen del mundo pre-pandémico obligan cada tanto a hablar de otras cosas, además de contagios, cepas, variantes, casos, vacunas y vacunados. En Argentina, la coyuntura pre-electoral ha reactivado viejos dilemas en todos los arcos políticos. Dentro del mundo político que nos interesa –el de las izquierdas que, bien o mal, no se contentan con un mínimo cercano a cero de redistribución y un poco de reconocimiento al interior de un capitalismo que nunca es cuestionado– el debate del momento tiene que ver con la posibilidad de la unidad electoral.
La reciente propuesta de referentes del FIT-U orientada a construir una lista única que integre a todas las fuerzas de izquierda clasista y socialista para las próximas elecciones generales ha sido una noticia muy bien recibida en este complejo contexto en el que vivimos. Sin dudas es una iniciativa que despierta grandes esperanzas en el campo de las izquierdas de nuestro país. Expectativa que se alimenta de algunos cambios en el paisaje político de América Latina, puesto que habilitarían renovadas posibilidades para las fuerzas de izquierda frente a lo que podría ser el fin del largo ciclo neoliberal en una parte de la región. La unidad de la izquierda en Argentina, necesaria y largamente esperada, hoy parece estar a nuestro alcance en el corto plazo. Sin embargo, todas estas situaciones abren una serie de interrogantes, desafíos y hasta dilemas que parece oportuno considerar.
Coyunturas ambiguas, móviles, mutables…
En América Latina, específicamente en el espacio andino, se han producido una serie de procesos que terminaron polarizando las dinámicas políticas, a tal punto que la izquierda se ha convertido en la principal fuerza de oposición a la derecha neoliberal, en algunos países la sociedad ha condenado a desacreditadas fuerzas de centro e incluso, como en el caso chileno, a alianzas progresistas. En efecto, el caso más representativo de lo señalado y quizá con matices más radicales, es el caso de Chile. Iniciado en las masivas movilizaciones del 2019, las clases trabajadoras y sectores populares pusieron en cuestión todo el orden social estructurado desde la sangrienta dictadura de Pinochet y sostenido por las políticas de la Concertación y la Nueva Mayoría. Luego de meses de movilizaciones reprimidas por los pacos, de enfrentamientos entre la primera línea y los aparatos de represión estatal, la movilización social logró imponer un plebiscito que permitió a las mayorías hastiadas de la mercantilización de la vida y la exclusión, optar por una reforma constitucional. Las elecciones de convencionales constituyentes expresaron en buena medida este proceso, significaron un verdadero “terremoto político”, ya que la derecha neoliberal no logró una representación con capacidad para bloquear las iniciativas progresistas o de izquierda. Algo más de otros dos tercios de lxs convencionales representan a la izquierda tradicional, la “nueva izquierda”, lxs llamadxs independientes, feministas y representantes de pueblos originarios. No es un bloque homogéneo, claro, es muy posible que algunos de estxs representantes lleguen a acuerdos con la derecha para restituir su capacidad de mantener el orden establecido y sus privilegios de clase, etnia y género. Pero esta constituyente tendría algunas posibilidades ciertas de modificar ese orden social: el sistema político, las relaciones entre las instituciones con los pueblos originarios, revisar los regímenes de propiedad de la tierra y recursos naturales, entre otros aspectos.
Dependerá de la capacidad de movilización de las clases subalternas, de la consistencia de sus prácticas democráticas, de la resistencia a los reflejos golpistas de la derecha, y de varios otros factores e imponderables, lograr una constitución que represente los intereses de una inmensa mayoría de la sociedad que dijo basta al neoliberalismo.
En Bolivia, la vuelta del MAS-IPSP (Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos) significa el final de un golpe civil-militar que derivara en la presidencia de facto de Jeanine Áñez, representante de la derecha más recalcitrante del país andino y aliada de las derechas regionales. La crisis de institucionalidad se desató en 2019, tras la infundada denuncia de fraude electoral y un mes de movilizaciones de fuerzas políticas de diverso signo, parte de las cuales rechazaba el golpe y cuestionaba una nueva reelección de Morales. Este proceso puso al desnudo un conjunto de tensiones al interior del MAS-IPSP, como entre este partido y sectores políticos que mantenían un apoyo crítico a los gobiernos de Evo Morales. La presidencia de Luis Arce Catacora iniciada en 2020 restituye el modelo de desarrollo capitalista que implantara durante más de una década el MAS. Un modelo que se presentó como superador del neoliberalismo, pero que ha profundizado la dependencia de las exportaciones primarias, distanciándose de sectores populares, algunas izquierdas anticapitalistas, organizaciones ambientalistas y pueblos originarios violentados por los efectos negativos del modelo basado en las industrias primario-extractivas.
Perú, como Chile, es otro caso de polarización entre, por un lado, una derecha representante del fujimorismo, fuerzas coaligadas de centro derecha y partidos tradicionales que han sostenido el modelo neoliberal antaño promocionado como prototipo, fuerzas de izquierda y progresistas. La crisis institucional desatada con la renuncia del presidente Kuczynski a comienzos de 2018 –que hunde sus raíces en hechos de corrupción asociados al caso Odrebretch-Lavajato desde el gobierno de Ollanta Humala– parece terminar con la victoria electoral de Pedro Castillo. Un maestro rural, que representa el apoyo de algunas izquierdas, de campesinxs y pobladores de las regiones periféricas excluidos por décadas por las políticas neoliberales, pero mayormente llega a la presidencia en la segunda vuelta –y con poco margen– por un voto que rechaza el historial del fujimorismo y sus aliados.
Las movilizaciones contra el gobierno de Iván Duque en Colombia no dejan de ser reprimidas cruentamente por fuerzas del estado y para-estatales, en un país donde los asesinatos sistemáticos de líderes sociales y miembros de las izquierdas reintegradas al sistema político –crímenes espaciados en el tiempo pero sostenidos– constituyen la estrategia estatal de masacre.
En síntesis, parte del contexto regional se caracteriza por una fuerte polarización política: por un lado, las derechas neoliberales están en retroceso o pierden apoyos políticos y solo pueden recurrir a la represión abierta de activistas; por otro, las fuerzas del progresismo que aspiran a retomar modelos de desarrollo capitalista han perdido en gran medida la legitimidad de la que gozaran en la década pasada. El contexto de crisis abre nuevos frentes de lucha en todos estos espacios, difundir y apoyar esas luchas de trabajadorxs requerirá de un gran esfuerzo organizativo. Dicho escenario parece más favorable para que las izquierdas clasistas puedan ganar terreno político, conquistar espacios institucionales mediante elecciones e intervenir también desde allí en la construcción de una agenda política de izquierdas.
Las modificaciones del escenario político regional podrían abrir un mayor margen de acción política para la izquierda, e incluso como en nuestro país, con posibilidades ciertas de alcanzar un necesario frente de todas las izquierdas clasistas. Esa posibilidad, supone varias discusiones: la primera, precisar los acuerdos políticos sobre los que se sostendrá un frente, sus objetivos y posibilidades. En segundo lugar, parece necesario revisar los objetivos finales de tal compromiso político y cómo llegar a ellos. Damos por supuesto que quienes integren el FIT-U, comparten el horizonte de una sociedad sin clases, una sociedad socialista libre de explotación y de toda forma de opresión. Parece oportuno volver a reflexionar sobre el significado de una sociedad socialista en un mundo acorralado por la magnitud de la crisis ecológica, las migraciones forzadas asociadas a esta y las crecientes disputas geopolíticas por el control de los recursos. Las futuras intervenciones de la izquierda no podrán evadir un diagnóstico acerca de la reconfiguración internacional del capitalismo.
A ello se sumarán otros dilemas quizá mayores, asociados a la resolución de problemas emergentes en una situación de transición al socialismo. Toda una serie de largas reconsideraciones merecería la discusión sobre los sistemas políticos en vigencia. Pero parecen más urgentes otros temas: posibles fuentes de energía sostenibles en el tiempo, necesarias para las sociedades urbanas (y no el slogan de la sustentabilidad voceado por el desarrollismo extractivista); la producción y distribución de alimentos por fuera del modelo de agro-industrial imperante; el problema de las armas de destrucción masiva, la cultura del consumo, y un largo etcétera.
Repensar críticamente el significado del socialismo, implicará reflexionar sobre la construcción de una fuerza política capaz de impulsar y sostener un complejo proceso de transición, lo que supone la difícil tarea de interpelar a amplias mayorías sociales que no solo se vinculan a la política de manera fragmentaria y superficialmente, sino que además son refractarias a la idea de abandonar al menos algo de su modo de vida.
La necesaria perspectiva internacional (no solo regional)
Sin embargo, aunque los recientes procesos ocurridos en América Latina favorecen cierto optimismo, no habría que perder la cautela, ni hacer extrapolaciones mecánicas. No es claro que en nuestro país se den condiciones semejantes a las que detonaron el proceso de movilización popular y de reforma constitucional en Chile, las protestas urbanas masivas en Colombia, o el triunfo electoral de Castillo en Perú. Por lo demás, innumerables experiencias recientes a nivel mundial muestran que los ascensos electorales vertiginosos sin arraigo en una cultura política participativa y deliberativa, sin “hoja de ruta” anti-capitalista y sustentados en rutilantes figuras mediáticas antes que en sólidas organizaciones, conducen antes o después a verdaderos desastres políticos o, en todo caso, a situaciones en las que cualquier perspectiva genuinamente anti-capitalista se difumina en la bruma.
Pensar las coyunturas, e intervenir en ellas, siempre es necesario. Sin embargo, el principal déficit de las izquierdas en las últimas décadas no se ubica allí. No es un déficit coyuntural, aunque también lo sea. El verdadero problema reside en que en los últimos lustros han sido las corporaciones capitalistas globales las únicas fuerzas con capacidad de transformación social y con objetivos a largo plazo. Esta capacidad aumentada y recargada del capital privado concentrado ha ido en desmedro de la clase trabajadora, desde luego. Pero no solo de ella: también ha alterado su relación con la pequeña burguesía e incluso con las burguesías “locales”. Y ante todo: ha modificado la relación con los Estados, cada vez más “secuestrados” por intereses privados y con menos capacidad de control sobre el capital. El mundo en el que los grandes contratos público/privados ya no tiene por base a la industria del armamento –desplazada por las farmacológicas– es un mundo en buena medida diferente al de tres décadas atrás. Hoy en día las relaciones sociales, los consumos culturales e incluso el comercio mundial están controlados como nunca antes por un puñado muy pequeño de mega-empresas digitales (Facebook, Google, Amazon, etc.), lanzadas ahora –atención con esto– a la colonización de la educación. En medio de una situación planetaria de extrema precariedad ecológica, las fuerzas del capital se preparan para afrontar en su beneficio los desastres provocados por su propio desarrollo alocado. El enemigo fue siempre poderoso. Pero ahora lo es más que nunca.
Quien vea nuestro mundo capitalista sin velos, pocos motivos tendrá para el entusiasmo. A pesar de coyunturas eventualmente más favorables aquí o allá, el desequilibrio del poder de clase a escala planetaria es enorme. El recurso posmoderno de dejar de pensar en término de economía (en favor de la cultura), de clases (en beneficio de grupos de identidad), de macro-política (reemplazada por acciones micro) es de una ceguera descomunal. Limitar la discusión política a las “ofertas” de gestión de lo dado es concentrarse en los títeres, sin ver a los titiriteros.
¿Y entonces qué?
Para enfrentar verdaderamente y modificar de raíz el pavoroso sistema que habitamos, un primer paso indispensable es romper con toda expectativa de reforma o domesticación del mismo. Acabar con las ilusiones. Es necesario, pues, crear un polo cultural y político dispuesto a ya no creer en ninguna opción intra-sistémica. Pero el segundo paso es unificar las fuerzas de quienes quieren acabar con el capitalismo. En este sentido, la presente oportunidad de un único frente electoral debería ser aprovechada. Y no hacen falta grandes acuerdos de detalle, en la medida en que todos los grandes temas puedan ser debatidos públicamente. En tiempos recientes hemos analizado la coyuntura pandémica de manera muy diferente a la de cualquiera de las fuerzas del FIT-U. Lo seguiremos debatiendo. Pero ante el enemigo, hay que cerrar filas sin cerrar la boca.
Esperemos que prime la sensatez, la amplitud de miras, la generosidad política o al menos el instinto de supervivencia, y en las próximas elecciones haya una única lista de izquierda, con todas las fuerzas representadas en relación a su peso específico, incluyendo la posible utilización del mecanismo de las PASO para definir las candidaturas en caso de ser necesario.
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