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Walter Benjamin, vida y arte

Esther Leslie

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Walter Benjamin, vida y arte

Esther Leslie

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Walter Benjamin nació el 15 de julio de 1892 en el seno de una acomodada familia judía asimilada en Berlín, la capital del Imperio de Prusia. El 26 de septiembre de 1940 se suicidó mientras intentaba escapar de la Alemania nazi a través de la Francia ocupada. Imposibilitado de cruzar la frontera de Francia a España por no tener visado, enfermo, bajo la amenaza de ser entregado a la Gestapo con la certera posibilidad de que lo enviaran a la cárcel por marxista y judío, eligió el suicidio. En los años transcurridos entre estas dos fechas vivió en la Berlín de la República de Weimar, en París, en Moscú, en Ibiza y en Escandinavia –con Brecht. En estos diversos hogares europeos fue testigo de momentos de gran convulsión política, como también de cambios tecnológicos y sociales. Se ganaba sus muy magros ingresos como escritor independiente vendiendo ensayos de crítica literaria, artículos de análisis histórico sobre la cultura y la vida cotidiana, interpretaciones de las nuevas formas de cultura como el cine y la fotografía. Escribió sobre las teorías del lenguaje y presentó charlas radiales para niños.

A Benjamin le atraía una amplia variedad de temas: la literatura de los períodos Barroco, Romántico y Moderno, la filosofía de la historia, las dinámicas sociales de la tecnología, el París del siglo XIX, el fascismo y el militarismo, la ciudad, el tiempo capitalista, la infancia, la memoria, el arte y la fotografía. Dada su propia existencia precaria como escritor independiente, una de las preocupaciones clave de Benjamin era la comprensión del cambio de la condición del intelectual, del escritor y del artista a lo largo del período de la industrialización capitalista. Rastreó, por ejemplo, el cambiante destino de la avant-garde en la Francia del siglo XIX. Quería entender las formas en que el artista se hallaba atrapado por las contradicciones del capital. En sus estudios sobre Charles Baudelaire, por ejemplo, señaló la manera en la que el fracaso de la revolución social de fines del siglo XIX y la ineludible ley del mercado, forjaron una curtida camada de trabajadores del conocimiento condenada a llevar sus productos al mercado. Esta intelligentsia pensaba que iba allí solamente a observarlo, pero en realidad, –dice Benjamin–, iban a encontrar un comprador. Esto desencadenó todo tipo de respuestas: la competencia, el manifestoísmo, la rebelión nihilista, los bufones de la corte, el periodismo barato, el ideologismo. Benjamin diagnosticó la condición de los trabajadores de la cultura que le precedieron, siempre tendiendo a evaluar sus posiciones de clase y políticas. Reflexionó sobre su propio rol de crítico en un doble sentido, como crítico literario y como crítico social –y las correlaciones entre ambos, en particular mientras trabajaba en la propuesta de una revista cultural y política junto a Brecht y otros, que fuera llamada Crisis y Crítica.

Su ensayo más famoso, “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner Reproduzierbarkeit” [“La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”], de mediados de la década de 1930, y su conferencia para un círculo comunista “Der Autor als Produzent” [“El autor como productor”], de 1934, representaron investigaciones sobre las posibilidades que se les habían abierto a los trabajadores de la cultura de la izquierda crítica contemporánea luego de la Revolución rusa y del surgimiento de nuevas tecnologías de la cultura mediática, notablemente, la fotografía y el cine. Analizó lo que las nuevas formas de cultura de masas existentes –la radio, el film, la fotografía, el fotomontaje, los corresponsales de los periódicos– significaban en el esquema más amplio del mundo social, y de qué manera los fenómenos como la reproducción en masa cambiaban las relaciones de los hombres con la cultura del pasado y del presente. Examinó estrategias que pudieran evitar las presiones que tienen los artistas a ser individualistas, competitivos o promotores del arte como una nueva religión o una evasión de lo “político”. Evaluó los esfuerzos del artista para elaborar formas culturales que no pudieran ser apropiadas por el fascismo.

Una de las peculiaridades de Benjamin es que sobre él posaron sus miradas muchas y diversas disciplinas y sectores interesados. Fue reconocido, hasta cierto punto, por críticos literarios, artistas, teóricos sociales, historiadores, analistas de cine, sociólogos y filósofos. Ha sido interpretado en una amplia variedad de formas –formas contradictorias: algunos lo han asimilado con la corriente del Marxismo Occidental debido a la fuerte influencia que la obra de Georg Lukács de 1924, Historia y conciencia de clase, ejerció sobre su obra. Estaba íntimamente familiarizado también con otros representantes de dicha corriente como Theodor Adorno, Max Horkheimer y Ernst Bloch. Otros lo han ubicado más en el campo del marxismo activista clásico, aunque esto dentro de un marco brechtiano, con una afinidad al leninismo y al activismo. Algunos, incluso, han concebido su contribución a través de la lente de Derrida y el posestructuralismo, haciendo con frecuencia un fetichismo de la ruina y el fragmentario –y en última instancia absurdo– sentido de toda forma. Otros han alineado aspectos de su pensamiento con la filosofía de Heidegger –a pesar del hecho de que Heidegger representaba para Benjamin una verdadera molestia debido a su ahistoricismo o, lo que es más, por ser un representante de la mirada idealista que Benjamin quería ver aniquilada.

Es difícil encasillar a Benjamin porque él rechaza toda clasificación tradicional del conocimiento. Se sentía tan a gusto en el extraño lirismo de la poesía de Charles Baudelaire como en la última película de Hollywood. Estaba fascinado tanto con el drama barroco como con los dibujos animados. Reflexionó sobre la teoría del lenguaje arcano y la teología, tanto como sobre la moda y las construcciones en hierro, vidrio o acero. Era un defensor del surrealismo y un admirador de Charlie Chaplin –y no veía a uno muy diferente del otro. Aunque observó que ambos podían ser interpretados de manera diferente por quienes querían que a la cultura se le asociaran ciertos tipos de valor (la autoproclamada gente culta) y por quienes se consideraban a sí mismos vedados del acceso a ciertas formas de cultura (las masas aparentemente sin cultura).

¿Qué es entonces lo que une todo esto? Un compromiso por comprender los arabescos de la experiencia, la respuesta subjetiva a los distintos ambientes, la manera de habitar los ambientes y cómo dicha forma de habitarlos –dígase un pasaje, una casa, una biblioteca, un barco, un escenario teatral o un auditorio– produce en nuestra experiencia, que invaden, e invocan nuestros sueños.

Benjamin describió la experiencia en las capitales europeas –París en particular– en el siglo XIX. Consideró este período como la emergencia de la conciencia individual. Fue testigo del surgimiento del individualismo, de la existencia privatizada, a la vez que veía de manera simultánea también la emergencia de una conciencia colectiva –la de la sociedad de masas, por medio de la cual las masas son arrastradas hacia los espectáculos de la sociedad urbana, hacia las diversiones de los placeres de la urbe y los aturdimientos de la ideología. Benjamin llama a esto el “estado de sueño más profundo”. Hay un espacio arquitectural que enmarca esta experiencia. Son los pasajes. Escribe:

El siglo XIX, un período (un tiempo onírico) en el que la conciencia individual, en la reflexión, continúa manteniéndose, mientras que la conciencia colectiva, por el contrario, se adormece en un sueño cada vez más profundo. El durmiente –sin distinguirse en esto del loco– inicia el viaje macrocósmico mediante su cuerpo. Pero los ruidos y las sensaciones de su interior, que en la persona sana y despierta se diluyen en el mar de la salud –presión arterial, movimientos intestinales, pulso y tono muscular–, engendran en sus sentidos interiores de inaudita agudeza, el delirio o la imagen onírica, que los traducen y explican. Así le ocurre también al colectivo onírico, el cual, al adentrarse en los pasajes, se adentra en su propio interior. Este colectivo es el que tenemos que investigar para interpretar el siglo XIX –en la moda y en la publicidad, en las construcciones y en la política– como consecuencia de su historia onírica [1].

La moda, la publicidad, las construcciones, son el producto del capital, del capitalismo urbano de masas, pero ellas también alimentan y dan vida a los sueños, las fantasías, la vida interna de lo colectivo y, de este modo, las mayores investigaciones sobre el largo de los vestidos, los colores de la publicidad y los contornos de los edificios pueden ayudar a discernir por qué un siglo de guerras estaba en el horizonte en el final del siglo XIX, o por qué la revolución logra estremecerse cobrando vida. Benjamin, por lo tanto, es una figura que toma muy en serio las texturas de la vida cotidiana, pero no como banalidades sino como componentes importantes de la vida política, como pistas históricas. Y este aspecto histórico está en el centro de ella. La obra de Benjamin es rigurosamente histórica.

Los parámetros de la experiencia cambian a través del tiempo y son cambiables en el tiempo. En la década de 1930 escribe sobre su propia experiencia del 1914 –una experiencia que lo marcó profundamente e hizo de él, y de muchos intelectuales de su generación, un revolucionario:

Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano [2].

El marco de Benjamin es el del imperialismo y el capitalismo. La manera en la que nuestras subjetividades están formadas por los mismos y la manera en la que nuestras actividades los obstaculizan o promueven. Su interés en el surrealismo permite alguna reflexión sobre su “estética política”, algo que no fue de su exclusividad. El surrealismo es un movimiento artístico que incorpora la energía de las revueltas y en cierta manera se rebela contra la misma existencia del arte, aunque esto no impide que los surrealistas produzcan objetos de arte. La energía y motivación del surrealismo derivan de sus esfuerzos por unir lo cotidiano con el arte. En muchos sentidos, descubre momentos estéticos no en la galería sino en configuraciones azarosas en la calle, en la publicidad y en los desechos de la cultura comercial capitalista, que presenta absurdas, poderosas –y en ocasiones siniestras– fantasías. El surrealismo encuentra valor estético en los sueños de todos– desafiando así la idea de que el artista es una persona especial. El surrealismo estaba más interesado en la escritura automática, en el garabateo automático, con la esperanza de acceder así al inconsciente, a los impulsos no racionales. Si se accede al inconsciente, las cadenas sociales podrían sacudirse o desafiarse. Los surrealistas representaron, a final de cuentas, un extenso abanico político que abarcó desde la tolerancia de Dalí al fascismo, pasando por el rechazo esteticista de la política, hasta el marxismo de Breton. En 1938, el escritor surrealista André Breton, el revolucionario León Trotsky y, en menor medida, el muralista Diego Rivera colaboraron en el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”. El folleto fue un golpe al abuso del arte y los artistas del estalinismo y del nazismo, regímenes que instrumentalizaban el arte al servicio del Estado. Y ambos regímenes que controlaban estrictamente la forma que el arte adquiría –en breve, éste debía ser realista, ilusionista y glorificador del líder, brindando fantasías en tecnicolor sobre lo maravillosa que es la vida bajo el mando del benevolente dictador. En el folleto, Breton y Trotsky defienden que el arte debe ser libre: “El arte verdadero, no puede no ser revolucionario, es decir, no aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad” [3]. Hay algo en el arte como actividad que es inherentemente revolucionario –es la capacidad imaginativa del arte, su capacidad de percibir el mundo desde diversos puntos de vista, de rehacerlo con pintura o arcilla. Pero el arte tiene que ser libre para explorar el mundo en sus propios términos. Sus formas y temas no pueden ser dictados. La búsqueda de nuevas formas era una parte tan importante del impulso revolucionario como lo era la afinidad natural del artista a rebelarse. Este era el pensamiento que Benjamin adoptó y propuso también.

Al momento de su muerte en la frontera española, a Benjamin ya le habían quitado la nacionalidad alemana, precisamente debido a un ensayo que escribió para una revista comunista, Das Wort, sobre la decadencia del arte fascista y el régimen nazi. Con la victoria del nazismo en Alemania y la caída de Francia, su patria adoptiva, los espacios de una Europa segura se contraían. El Este proveía muy pocas esperanzas también. A final de 1926 Benjamin pasó dos meses en Moscú, con la idea de ver si esta estadía le ayudaba a decidir si se afiliaba al Partido Comunista. Encontró una sociedad apasionada y enérgica –con tendencias peligrosas al culto de los líderes y a la corrupción. Para la década de 1930 la situación había empeorado. Ir a Medio Oriente no era una opción. Un amigo sionista de su juventud, Gershom Scholem, había tratado durante varios años de tentarlo para que fuera a Palestina, pero Benjamin no encontraba el Estado Desértico, ni el Sionismo, atractivos. En su lugar, empezó a seguir el camino de otros amigos e intelectuales europeos desplazados, como Adorno, Horkheimer, Kracauer, Brecht, a Estados Unidos, con la esperanza de obtener algún cargo académico, un puesto patrocinado por el gobierno, o, simplemente la oportunidad de ofrecer su talento a los estudios de Hollywood. Benjamin no logró salir de Europa.

Una perdurable imagen de Benjamin es la de un académico solitario en la Biblioteca Nacional de París, donde recababa materiales para el Libro de los pasajes, debajo de lo que él describía como el crujiente susurro de las hojas pintadas en el techo de edificio. Pero este era un hombre que vivía a través de su contacto con los demás, y murió por exponerse en un mundo que se había vuelto aun más despiadado que lo usual. ¿Y qué es del período transcurrido desde ese momento hasta el presente? En esa biblioteca, donde fue feliz, Benjamin excavó montañas de datos recolectados por archivistas y rubricados con el distinguido sello de valor de la biblioteca. Los libros de hoy en día se siguen publicando de la misma manera de siempre, pero, cada vez más, internet se convierte en el archivo del presente. Puede que un sitio con una ubicación tan precisa y tan empapado en historia, como lo es la Biblioteca Nacional de París, deje de ser el lugar más adecuado para la investigación y el análisis. Las proliferantes URL dispersan este archivo mundial y lo desplazan en el tiempo. Estas son las condiciones del trabajo académico del presente. ¿Significa esto que el academicismo también, en algún momento, tuvo un aura, simbolizada por las hojas crujientes, que ahora está perdida?

“Aura”, uno de los términos más asociados con Benjamin, denota una originalidad e intangibilidad de la obra de arte original, ya sea acaparada por un coleccionista privado u oculta en las galerías de difícil acceso de un museo. Benjamin observó que el aura estaba perdiendo su fuerza en 1930, cuando escribió sobre la reproductibilidad técnica y mecánica, mientras que el cine y la fotografía no plantean ninguna existencia original y la imprenta permite que la experiencia de toda obra de arte esté disponible para todos en algún formato u otro. Pero el aura no ha desaparecido completamente de la escena. Acertadamente, fue la propia reproductibilidad de las tesis de Benjamin sobre esta reproducción lo que las hiciera tan preponderantes. Esta compresión del ensayo, apenas unas pocas páginas fáciles de fotocopiar, su accesibilidad, su disponibilidad en diversos textos o compendios, la claridad de sus argumentos –una narrativa de transposiciones que acepta una lectura rápida, retransmisiones reducidas a lo esencial–, todos estos factores han reforzado la omnipresencia e imposibilidad de olvidar el ensayo “La obra de arte”, que sigue siendo el trabajo de Benjamin más conocido y discutido. Es como si el ensayo sobre la reproductibilidad hubiera sido diseñado para ser reproducido. No hay duda de que lo fue –en varias versiones e idiomas; cada una de ellas prolongando y proliferando la continuidad del ensayo. La última retransmisión del ensayo es su traducción de un código a otro. Estas novedosas formas de reproducción –el CD y la internet– inventaron nuevas formas de reactualizar la predicción de Paul Valéry que está citada en “La obra de arte”. Valéry comparó el suministro de agua, gas y electricidad en los hogares logrado mediante un movimiento casi imperceptible de la mano, con un suministro doméstico de imágenes visuales o auditivas, que aparecerán con un simple gesto de la mano, apenas más que un signo. Si Benjamin estuviera presente hoy probablemente señalaría cómo en el destellante mundo cibernético, que libera su ensayo en un entorno digitalizado, siguen existiendo las relaciones de producción –conocidas como derecho de reproducción, de propiedad, de autoría– irritantes como un siempre-recurrente síntoma de una enfermedad social.

Traducción: Alejandra Ríos

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ESTHER LESLIE

Es catedrática honoraria en Estética Política en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Interesada en la tradición marxista, es miembro de los comités editoriales de las revistas Historical Materialism, Radical Philosophy y Revoluionary History. Ha publicado dos libros dedicados a la figura y obra de Benjamin: Walter Benjamin: Overpowering Conformism (2000) y Walter Benjamin (2007). Ha traducido también Walter Benjamin: The Archives (2007). Entre otros trabajos ha publicado además Hollywood Flatlands, Animation, Critical Theory and the Avant Garde y Synthetic Worlds: Nature, Art and the Chemical Industry, además de la traducción de Georg Lukács, A Defence of History and Class Consciousness.


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NOTAS AL PIE

[1Según la edición en español de Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2007, p. 394.

[2Según la edición en español de Walter Benjamin, Experiencia y pobreza, Madrid, Taurus, 1982.

[3Según la edición en castellano de León Trotsky, Literatura y revolución, Buenos Aires, Crux, 1989.
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