Corría el año 2010 en Cd. Juárez, una de las principales ciudades fronterizas de México, la cual se había convertido en la más peligrosa del mundo debido a una “guerra contra el narcotráfico” iniciada años antes por el entonces presidente Felipe Calderón. Los días en la ciudad reflejaban el temor de sus habitantes a la luz del día y las noches se teñían de la soledad de sus calles. Salir fuera de casa representaba un riesgo de muerte, permanecer prisioneros tras cuatro paredes era quizá la única garantía de supervivencia.
Sábado 7 de febrero de 2015
Tras años de la presencia del ejército en las calles, la policía federal, así como otras dependencias policiales, los asesinatos jamás disminuyeron. El asesinato de cinco, diez, quince personas era el pan que se comían los juarenses todos los días. La gente pasó de la sorpresa de los primeros años por tales sucesos, a la asimilación con el pasar del tiempo, a tal grado que la cotidianidad de la muerte se volvió de lo más natural, como si se prepararan para el día en que les ocurriera en carne propia.
Debido a las circunstancias, ricos y pobres, poseedores y desposeídos, se refugiaban en sus hogares para convivir, para celebrar, para festejar, para “vivir”. Los poseedores, contando con seguridad privada, amplios vecindarios amurallados, disfrutaban de sus reuniones con la seguridad de que nadie los molestaría. Sin embargo, los desposeídos, la gente pobre que había sufrido la muerte, el despojo, la intimidación y el secuestro durante años, no corría con la misma suerte. El caso de Villas de Salvárcar es el ejemplo de ello.
Una serie de casas de Infonavit acomodadas lado a lado conforman el fraccionamiento popular de Villas de Salvárcar, ubicado al sur de la ciudad. Así es como se acomoda a la gente promedio de la entidad, así es como se habita en una ciudad industrial como muchas otras en la frontera norte del país. La composición de su gente está conformada por la clase obrera que mueve día a día el motor industrial de las transnacionales que se localizan en la ciudad. Esta es la mezcla perfecta para sembrar el terror en los pobres y a la vez para cosechar en ellos la resignación y aceptación de que todo ello forma parte de su vida.
El día 30 de enero de 2010, en una vivienda ubicada en dicho fraccionamiento, se celebraba una fiesta a la que asistieron jóvenes, en su mayoría menores de edad, quienes a falta de espacios de entretenimiento (la mayoría de antros y centros nocturnos cerraron, fueron quemados, o eran extorsionados) recurrieron, como toda la gente, a convivir en el interior de sus casas. Todo parecía normal, dentro de la normalidad aparente de la ciudad, cuando un comando armado de sicarios irrumpió en la calle Villas del Portal, cerró las calles aledañas y se dispuso a asesinar a sangre fría a 13 de los asistentes a la fiesta, herir a 12 más y cargar finalmente con un saldo de 15 personas muertas.
El panorama semejaba una película de terror, la sangre cubría paredes, muebles y corría de la casa hacia la calle. Las víctimas, entre ellas una muchacha de apenas 17 años, fueron auxiliadas por vecinos y por los sobrevivientes a la masacre, pero fue en vano. Esta situación era un referente de la ciudad y de la forma de actuar del crimen organizado. Al lugar de los hechos llegaron las fuerzas del estado, que se encontraban cerca del lugar, no a enfrentarse a los atacantes, sino a acordonar el lugar, mostrando con ello su labor. El discurso del gobierno, incluso del mismo Calderón, fue que dicho acontecimiento, como pretenden con el de los 43 normalistas de Ayotzinapa, se trataba de un ajuste de cuentas, un enfrentamiento entre grupos delictivos, un resultado más de su cruzada contra los narcotraficantes.
Aunque criticado en su momento, el gobierno del PAN avanzó con la militarización y las matanzas en algunas ciudades del norte del país. Tras cinco años de la tragedia, ya no es el mismo Juárez, aunque hay tranquilidad y no se viven las épocas de “la guerra contra el narcotráfico”, aún no se vislumbra justicia por los asesinatos. El caso de Villas de Salvárcar viene a ser uno de los muchos casos más que permanecen, y permanecerán, sin justicia, sepultados en la impunidad debido a la indiferencia del Estado, convirtiendo a éste en cómplice de las atrocidades sucedidas aquel día.
Los catorce núcleos familiares impactados directamente por las pérdidas de sus familiares viven actualmente con problemas de salud, producto del dolor ocasionado, sobrellevando la vida y hundidos en la tristeza. Más aún, sin una respuesta del gobierno, seis de las familias se quedaron sin sustento, pues algunos abandonaron el trabajo debido a la depresión y otros a causa de la pérdida de quienes fueran en vida el sustento de sus familias. Después de una larga espera, las familias recibieron una indemnización de $40,000 como reparación del daño por parte del Tribunal Estatal además del entierro de sus familiares.
Las familias destrozadas, además de cargar con la pena que les ocasionó la pérdida de sus seres queridos, niños todavía algunos de ellos, viven ahora las consecuencias de ser gente humilde, en el lugar equivocado, en el sitio equivocado, que un día sin pedirlo ni esperarlo, sufrieron en vida las consecuencias de la miseria, de la pobreza, producto de políticas burguesas donde las vidas de sus parientes valen la indignante suma de $40,000.
Desde La Izquierda Diario exigimos justicia por las víctimas, exigimos el derecho a la vida de nuestra clase, la clase trabajadora, porque desafortunadamente vivimos en un país donde es crimen y castigo pertenecer a la clase que da la vida por los de arriba, mientras entierra a los suyos, los de abajo.