Los motores
América del Sur se incorporó con derecho de ciudadanía a la oleada de levantamientos populares que recorre el mundo y que, sin distinción entre países centrales y periféricos, ha puesto en el centro el cuestionamiento a la herencia de 40 años de neoliberalismo. Con la rebelión en Chile, que ya lleva más de un mes, se ha transformado en uno de los epicentros de estas convulsiones políticas y sociales.
De un panorama que venía signado por la pasividad relativa de las masas y el predominio de los gobiernos de la derecha regional alineados con Trump luego del agotamiento del ciclo de los gobiernos posneoliberales, la situación dio un viraje brusco con la irrupción en escena de un actor que nadie esperaba. En solo un mes hemos visto dos levantamientos populares –Ecuador y Chile (aún en curso)– y un golpe de Estado casi clásico en Bolivia contra Evo Morales que desató una dura resistencia obrera, campesina, indígena y popular en El Alto y Cochabamba. Y más recientemente una huelga general intermitente en Colombia que está poniendo contra las cuerdas al gobierno derechista de Iván Duque.
Más allá de las particularidades nacionales, esta nueva oleada de lucha de clases, y su refracción latinoamericana, se desarrolla sobre el sustrato común de las condiciones creadas por la crisis capitalista de 2008, que dejó al descubierto una profunda polarización social y política heredada de las décadas de la globalización y sentenció el fin de la prolongada hegemonía neoliberal.
En América Latina la crisis llegó con fuerza entre 2011-2014 con el agotamiento del superciclo de las materias primas, que había sido el principal lubricante de los “gobiernos posneoliberales”. La economía entró en recesión en 2015-16 y desde entonces se mantiene en niveles de estancamiento, con algunas excepciones. Durante estos años la oscilación pendular de la política continental fue hacia la derecha. Piñera en Chile, Macri en Argentina, Duque en Colombia, Kuczynski en Perú, Abdo en Paraguay y, por si faltara algo, Temer/Bolsonaro en Brasil; todos gobiernos alineados con Trump, alimentaron la ilusión de un recambio relativamente ordenado de signo político que permitiera avanzar en (contra) reformas pendientes, en particular las reformas jubilatoria y laboral, cada vez más vitales para los capitalistas en épocas de vacas flacas.
Pero a diferencia de los gobiernos alineados con el Consenso de Washington de la década de 1990, estos nuevos gobiernos de derecha no lograron asentar una hegemonía relativamente estable. Y encontraron un entorno global adverso –tendencias nacionalistas en auge en Estados Unidos y otras potencias, guerras comerciales, inestabilidad geopolítica– para su orientación regida por el libre mercado.
Aunque la economía no explica todo –las situaciones más radicalizadas se dan en Chile y Bolivia que todavía crecen–, tiene un peso decisivo. Las perspectivas más generales de desaceleración con tendencias recesivas en el marco de la guerra comercial entre Estados Unidos y China son un factor determinante: el crecimiento promedio de la región pasó de 4 % anual entre 2004 y 2011, a 0.2 % que prevé el FMI en su último informe para 2019. Esto antes de que estallaran las protestas en Chile y Colombia. Con las tres principales economías con serios problemas –México y Brasil con un crecimiento vegetativo, y Argentina en una prolongada y profunda recesión y con una deuda impagable–, el panorama regional luce sombrío, incluso algunos ya auguran una “segunda década perdida”.
La política imperialista ofensiva de Trump hacia América Latina, que volvió discursivamente a la doctrina Monroe aunque sin la fuerza que tuvo el imperialismo en el momento alto de su hegemonía, oscila al ritmo de la campaña electoral norteamericana en la que el presidente se juega su reelección. Esto suma un elemento de inestabilidad. En esa lógica electoral habría que leer algunas decisiones políticas como la suba de aranceles a las importaciones del acero y el aluminio para Brasil y Argentina, que están dirigidas a retener el núcleo duro de su base electoral. En esta categoría entraría incluso el intento de golpe de Estado en Venezuela promovido por la derecha republicana de Florida que busca hacer la diferencia en el electorado del gusanaje latino.
En el cóctel explosivo latinoamericano se misturan en proporciones variables ingredientes de distinta densidad, como la persistente desigualdad en sentido amplio (es decir, no solo económica), la frustración de expectativas de capas medias y de sectores asalariados que apenas salieron de la pobreza en el ciclo anterior pero temen la recaída por su posición precaria, la percepción de que la clase política trabaja siempre para los ricos, o directamente el ajuste fondomonetarista puro y duro que como en Ecuador.
Esta “globalización del descontento” aún no configura un ascenso obrero de conjunto y por eso mismo tampoco ha abierto una dinámica revolucionaria clara, pero por la potencia de los motores que la pusieron en marcha, difícilmente se agote en sus primeras etapas sin dejar consecuencias políticas duraderas.
Las tendencias
En solo días las acciones de masas deslegitimaron las grandes certezas capitalistas de las últimas décadas, como el éxito del “modelo chileno” o el “fin de la lucha de clases”. Esta es la magia de los procesos que superan los estrechos marcos corporativos y rutinarios y ponen en cuestión el orden establecido. Sin embargo, unilateralizar el elemento de la lucha puede dar la idea equivocada que hay en acto una única tendencia, que mecánicamente traduciría la acción de calles en un giro hacia izquierda.
Para pasar de la descripción a la teorización, la “primavera latinoamericana” es producto de que las tendencias a las crisis orgánicas han dado un salto en calidad y con ellas también las acciones de masas y las respuestas de las clases dominantes, que en algunos casos tienden a los extremos.
Lo más novedoso es sin dudas la tendencia a izquierda puesta en movimiento por las masas explotadas y oprimidas que han pasado de la pasividad a la actividad; en un “todo aún caótico” –según la clásica definición de Gramsci– han tomado las calles con un grado de radicalidad que no se veía desde el ascenso anterior que puso fin a los gobiernos neoliberales a principios de los 2000.
Los procesos más avanzados de esta tendencia son las jornadas revolucionarias que pusieron en jaque al gobierno de Lenin Moreno en Ecuador, la emergencia de la lucha de clases en Chile, que tuvo su punto más alto en el paro general del 12 de noviembre, y la heroica resistencia contra el golpe en Bolivia, en particular en El Alto y Cochabamba, que tuvo como emblema el bloqueo a la planta de combustible en Senkata, un punto estratégico que dejó desabastecida a La Paz y que de profundizarse tenía el potencial de tomar una dinámica similar a la “guerra del gas” de 2003. Como veremos más adelante, que no se hayan desarrollado estos elementos revolucionarios es responsabilidad de las direcciones reformistas y/o populistas que actuaron conscientemente para evitar esta perspectiva.
Esta emergencia de los explotados enfrenta una tendencia reaccionaria que muestra la creciente disposición de las clases dominantes, o sus fracciones más decididas, para echar mano a las “soluciones de fuerza”. El cesarismo no es nuevo, de hecho es lo que viene acompañando al ciclo de los gobiernos de derecha, con hitos como el “golpe institucional” contra Dilma Rousseff en Brasil, basado en la utilización de la justicia como árbitro, legitimado en las clases medias reaccionarias, como mostró la operación Lava Jato. Esta tendencia ha dado un salto primero con la llegada de Bolsonaro al gobierno en Brasil. Y más en general con la gravitación creciente de las fuerzas armadas en nuestro continente.
En este sentido va el asentamiento progresivo del golpe en Bolivia, donde ya se perfila la candidatura de Luis Camacho, el “Bolsonaro boliviano”. Aunque la situación aún es precaria e inestable, la derecha más rancia y racista apoyada por la policía, las fuerzas armadas y la iglesia buscará transformar su victoria política en fuerza estatal, imponer un programa neoliberal y barrer las conquistas de los pueblos originarios.
El avance de la ofensiva antiobrera en Brasil iniciada con Temer y continuada con Bolsonaro refuerza los elementos reaccionarios en la región. La aprobación en el Congreso de dos contrarreformas clave para el plan neoliberal de Guedes y la patronal brasilera –la reforma jubilatoria y la reforma laboral con tintes esclavistas– sin que los grandes sindicatos hayan llamado a la menor lucha de resistencia, no puede pasar inadvertido. La liberación de Lula y la suspensión de las otras dos reformas pendientes –la administrativa para achicar el Estado y la tributaria– para después de las elecciones de 2020 no revierten esta tendencia.
El cuadro se completa con el triunfo ajustado de Lacalle Pou en Uruguay, al frente de una coalición de gobierno que incluye formaciones de extrema derecha como Cabildo Abierto, y que más allá del impacto sobre todo simbólico, sumará a otro país de la región alineado sin matices con la política imperialista.
En síntesis, lo que mejor define la situación es la polarización, con una relación de fuerzas entre las clases que aún está indefinida.
Las perspectivas
Estamos asistiendo a las primeras manifestaciones de una lucha de clases inédita en las últimas décadas, acciones en las que se aceleran la experiencia de la clase obrera y los explotados con sus direcciones políticas, las clases dominantes y sus Estados. Pero la irrupción de la lucha de clases por sí misma no garantiza la evolución en sentido revolucionario de estos procesos. Ni tampoco su resultado.
Una vez más, las direcciones reformistas y populistas juegan el rol de legitimar “por izquierda” los desvíos y contener la lucha en los marcos de la miseria de lo “posible”.
En Ecuador, la Conaie que hegemonizó la calle y las negociaciones con el “palacio”, se negó a luchar por la caída del gobierno de Lenín Moreno y llamó a retroceder ante el primer triunfo de la movilización que fue el retroceso del aumento del combustible.
En Chile, Piñera se sostiene con una combinación de desvío y represión, que sería inviable sin la colaboración activa de las direcciones reformistas del movimiento de masas. Sectores del Frente Amplio han participado de la escandalosa “cocina parlamentaria” con los partidos del régimen, incluida la derecha pinochetista, para convocar a un proceso constituyente amañando y antidemocrático. Varios de sus diputados han dado una muestra más de “responsabilidad” ante el Estado burgués y las patronales votando la ley antiprotestas que transforma a cualquier lucha en un delito. El Partido Comunista también jugó su rol apaciguador: se encargó de que el paro general del 12 de noviembre, que marcó la entrada de batallones decisivos de la clase obrera a la lucha, no tuviera continuidad, lo que hubiera implicado organizar la huelga general política para hacer realidad la demanda de millones que en las calles gritaban “Fuera Piñera”. A pesar de esto el proceso aún tiene final abierto, como muestran los cientos de miles que se siguen movilizando.
En Bolivia, mientras la dirección de la COB que había sido aliada del gobierno de Evo Morales se pasaba al golpismo, la traición del MAS fue clave para desarticular la lucha contra el golpe que amenazaba con tomar una dinámica revolucionaria. Mientras desde su exilio en México Evo Morales enviaba mensajes contradictorios, en el terreno una mayoría de la dirección masista reconoció al gobierno usurpador y asesino de Añez, que cuenta en su haber con los muertos de Senkata y Cochabamba.
La gran lección que se reactualiza con los levantamientos en curso es que los que agitan que para conjurar al fantasma de la “bolsonarización” regional el camino no es profundizar los elementos revolucionarios de la situación, sino conformarse con el “malmenorismo” pasivizando al movimiento de masas, terminan facilitándole la tarea a la derecha para avanzar con su programa reaccionario. Así pasó el golpe institucional en Brasil, sin que la CUT y el PT convocaran a una lucha seria para derrotarlo. Así pasó el golpe en Bolivia. Y así pasaron los ajustes de Macri en Argentina, después de la violenta protesta contra la reforma jubilatoria en diciembre de 2017 que el peronismo y la burocracia sindical canalizaron hacia las elecciones presidenciales de 2019 y ahora alentando expectativas en el gobierno de Alberto Fernández.
En otras notas venimos discutiendo los aspectos estratégicos para pasar de la “revuelta” a la “revolución”, es decir, de la protesta ciudadana a la intervención de la clase obrera como articulador de la alianza de los explotados. En Chile, experiencias como el Comité de Emergencia y Resguardo de Antofagasta, una instancia de autoorganización democrática que coordina los diversos sectores que participan en la lucha, son ejemplos que pueden generalizarse si, como es probable, la clase obrera entra a la lucha con sus demandas, contra el despotismo patronal y la precarización, que son en última instancia las bases en las que se sustenta el pretendido “milagro” del neoliberalismo chileno.
La huelga general que paraliza Francia contra la reforma jubilatoria de Macron reactualiza nuestra apuesta a la emergencia de la clase obrera, y en particular de sus sectores que ostentan posiciones estratégicas como los trabajadores del transporte, y a las experiencias de coordinación y autoorganización que puedan abrir dinámicas más clásicas de revolución. No se trata de una espera pasiva, sino de construir partidos revolucionarios que creen las condiciones y levanten un programa para esa perspectiva.
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