Para analizar el derrotero de la rivalidad entre EE. UU. y China, que esta semana tuvo nuevas escaladas provocadas por la principal potencia imperialista, es necesario comprender la naturaleza de las potencias en conflicto. El debate sobre las bases sociales de la formación económico social china está lejos de zanjarse, como ya venimos abordado en Ideas de Izquierda en numerosos artículos. En esta oportunidad discutimos dos libros recientes que exponen posiciones muy disímiles.
Esta semana EE. UU. organizó una “Cumbre por la democracia” de la que excluyó a los países que no se alinean con la principal potencia imperialista, entre ellos China. Continuando con una línea de provocaciones iniciada por Donald Trump, el presidente Joe Biden incluyó en la lista de invitados a Taiwán, isla que mantiene reclamos independentistas pero a la que China considera parte de su territorio. En estos días, EE. UU. también anunció un boicot diplomático a los Juegos Olímpicos de invierno que se realizarán en 2022 en Beijing escudado en la preocupación por las violaciones a los derechos humanos por parte de China. Son las muestras más recientes de que la escalada de la disputa que se viene produciendo hace años no ofrece ningún signo de apaciguarse, sino todo lo contrario.
Para poder dar cuenta de esta rivalidad cada vez más exacerbada y comprender sus perspectivas, es necesario en primer lugar definir con claridad de qué tipo de conflicto se trata, lo que implica, en primer lugar, caracterizar la naturaleza de los adversarios. En el caso de China, lejos de zanjarse la cuestión de qué tipo de formación es, seguimos encontrando las posiciones más disímiles, como vuelve a mostrar la bibliografía más reciente, parte de la cual abordaremos a continuación.
Deng Xiaoping, ¿un regreso a Marx?
Entre quienes afirman que China no se apartó de un sendero socialista, sino que por el contrario lo ha profundizado, se encuentra John Ross, que publicó recientemente La gran ruta de China [1]. En opinión de Ross, la “reforma y apertura” iniciada por Deng Xiaoping en 1978, lejos de apartar a China del socialismo, habrían significado un verdadero retorno a las nociones de Marx sobre la transición, primero del capitalismo hacia el socialismo, para alcanzar finalmente el estadio comunista. La privatización de numerosas empresas que dejó solo las grandes firmas dentro del sector estatal, “junto con la creación de un nuevo sector privado creó una estructura económica más en consonancia con la prevista por Marx que la propiedad soviética esencialmente estatal del cien por ciento establecida después de 1929” [2].
Ross sostiene que la “reforma y apertura” se inició como una crítica de la política económica soviética desde la introducción del Primer Plan Quinquenal (1929), “y por implicación la política económica soviética posterior”, que “había cometido el error de confundir la etapa ‘avanzada’ del socialismo, en la que la producción no está regulada por el mercado, con la etapa ‘primaria’ de desarrollo del socialismo durante la cual tiene lugar la transición del capitalismo a una economía socialista avanzada” [3]. De esta forma, la formulación de una “economía socialista de mercado con características chinas” sería la más adecuada al estadio actual, y las reformas, lejos de una regresión o el inicio de una restauración capitalista, serían el abandono de una ruta voluntarista y equivocada para realizar una transición rápida al socialismo que no resulta viable, como afirma Ross que comprendió la dirección del PCCh. La transición al socialismo “debe concebirse como algo que se extiende durante un período prolongado: muchas décadas” [4].
Ross sigue la senda de Giovanni Arrighi al mirar a la sociedad china desde el esquema conceptual de Adam Smith, pero va un paso más allá, al construir un Marx mucho más smithiano de lo que sugiere una lectura atenta de El capital. El autor completa su esquema teórico bastante ecléctico con el rescate del planteo que realiza John Maynard Keynes al final de Teoría general del empleo, el interés y el dinero sobre la necesidad de una socialización de las inversiones en un estadio avanzado del capitalismo, como única vía para sostener el crecimiento. Para Ross, seguir esta prescripción de Keynes que los Estados capitalistas son incapaces de llevar a cabo, ha sido la clave del éxito de la “reforma y apertura”. Como vemos, el entendimiento y defensa que hace del “socialismo de mercado con características chinas” es bastante peculiar. Solo con el prisma de este Marx smithiano y keynesiano, para el que la clave es la división del trabajo y el comercio, y el estímulo de las inversiones, pero ninguna “expropiación de los expropiadores” generalizada hasta un estadio muy avanzado de socialismo en el lejano futuro, puede afirmarse el “regreso a Marx” que encuentra Ross en las políticas iniciadas por Deng.
El principal punto de apoyo al que acude Ross una y otra vez en los artículos compilados en el libro, es que ningún país capitalista expone una trayectoria similar en materia de crecimiento económico sostenido, ni en millones de personas que salieron de la pobreza. Esto se comprueba, afirma Ross, ya sea que comparemos lo que ocurrió en las últimas décadas en los países más ricos –que según el autor están situados en una “nueva mediocridad” de débil crecimiento económico y limitado aumento de la productividad– o si vemos lo que ocurrió en toda la historia del capitalismo, en la que ningún país generó un impacto equivalente al de China, que involucró al 22 % de la población mundial en su “milagro”. Ross quiere desmontar la ideología de que este desempeño se explica por la decisión del PCCh de abrazar el capitalismo. Si el modo de producción capitalista no redujo la pobreza ni llevó al desarrollo a ningún país pobre en las últimas décadas, ¿cómo podría atribuirse a un giro capitalista los resultados alcanzados en China?
Evidentemente, algo de lo que no pueden dar cuenta los que quieren tomar la evolución de China para hacer una apología del capitalismo, es que difícilmente podría haber tenido lugar cualquier “milagro chino” sin la Revolución de 1949, que logró la unidad nacional, llevó a una ruptura con el imperialismo (hasta el restablecimiento de relaciones iniciado por Mao a comienzos de la década de 1970), liquidó la gran propiedad agraria y apuntó al fortalecimiento de una industria nacionalizada. Todo esto, que no había podido llevar a cabo el nacionalista Kuomintang [5] ni ningún otro sector de la burguesía, lo logró la revolución.
Pero en su esfuerzo de atacar la ideología burguesa que se construye también a partir de China para reafirmar que “no hay alternativa” al capitalismo, el planteo de Ross expone numerosos puntos débiles.
En primer lugar, como señala Michael Roberts –con quien ya hemos polemizado en notas anteriores respecto del planteo que hace de que en China la ley del valor no tiene una gravitación relevante, y por lo tanto está lejos de ser capitalista–, Ross
… casi se hace eco de las opiniones de ese socialista antisocialista, el economista húngaro Janos Kornai, recientemente fallecido, ampliamente aclamado en los círculos económicos dominantes. Kornai argumentó que el éxito económico de China solo fue posible porque abandonó la planificación central y el dominio estatal y se trasladó al capitalismo.
Ross le otorga una coherencia a las políticas implementadas desde Deng hasta Xi Jinping, bajo este paraguas de un socialismo inspirado en el retorno a Marx que no se condice con los hechos. Por empezar, la “reforma y apertura” estuvo marcada por numerosas instancias de prueba y error, atravesadas por una fuerte disputa entre sectores de la burocracia del PCCh, como relatan Yue Jianyong en China’s Rise in the Age of Globalization. Myth or Reality? o Isabelle Weber en el reciente How China escaped shock therapy. Ambos libros dan cuenta de los múltiples giros y retrocesos a los que se vieron obligados los líderes de la República Popular en las políticas de privatización e introducción de reformas capitalistas, cruzadas por la resistencia de sectores asalariados de la ciudad y del campo y con divisiones en el propio grupo dirigente (más sobre los ritmos de las reformas que sobre la dirección de las mismas).
Quizá lo más importante, en su esfuerzo por mostrar el sendero progresivo de la “gran ruta” recorrida por China, siempre en su opinión hacia el socialismo, Ross niega todos los aspectos profundamente regresivos que tuvieron las transformaciones iniciadas en 1978. No se menciona la destrucción masiva de empleo en las empresas de propiedad estatal que fueron privatizadas –y también en las que se mantuvieron en manos estatales que fueron “modernizadas”–; tampoco la creación de una fuerza laboral “de segunda” que llegó a ser mayoritaria, compuesta por los sectores rurales migrantes que no cuentan con “hukou” (permiso de residencia) en las ciudades, lo que los priva el acceso a numerosos derechos. La masiva huella ambiental que fue de la mano de la transformación de China en el taller del mundo, y que se profundiza con el ritmo frenético de construcción de obras de infraestructura y ciudades enteras (muchas de ellas casi vacías y con emprendimientos inmobiliarios de vida útil notablemente corta), también es englobada por Ross dentro de los ataques ideológicos sin fundamento que recibiría China.
China aparece como un faro para el resto del mundo, una alternativa al capitalismo neoliberal, y ninguna mención otorga Ross al lugar central que ocupó China para habilitar en gran escala el “arbitraje global del trabajo”, que permitió a las patronales de todo el planeta montar un gran ataque contra la fuerza de trabajo. Como afirmamos en nuestro reciente libro El imperialismo en tiempos de desorden mundial,
El resultado de este arbitraje fue un marcado cambio en el “reparto de la torta” entre las clases, con un aumento de la participación del capital en el ingreso generado, lo que ocurrió en los países imperialistas pero también en estos países que atrajeron inversiones y en otras economías dependientes que quedaron relegadas. China, con su población actual de 1.400 millones de personas y 940 de fuerza laboral, fue una pieza central de la llamada “duplicación” de la fuerza de trabajo mundial disponible para el capital trasnacional.
Este rol central que ocupó China en el sociometabolismo global del capitalismo trasnacionalizado durante la internacionalización productiva de las últimas décadas, muestra que el “milagro” chino que Ross califica de “socialista” y la regresión social que impuso el capital en el resto del planeta fueron las dos caras de un mismo fenómeno.
La vía comunista al capitalismo
El libro The Communist Road to Capitalism, de Ralf Ruckus [6], ofrece una mirada de la trayectoria de China desde la revolución de 1949 hasta la actualidad. El autor sostiene, y compartimos, que desde las reformas de Deng se inició una transición al capitalismo, y que la misma fue cristalizando en una nueva formación social, con preeminencia del capitalismo, “con características chinas”, podríamos decir.
Un aspecto interesante del método con el que analiza Ruckus las transformaciones en China es el énfasis en las transiciones. El autor señala que desde la revolución hubo dos transiciones, que fueron en sentido contrario. La primera, desde 1949, hacia el socialismo, y la segunda, desde mediados de la década de 1970, hacia el capitalismo. El autor además pone de relieve el papel de las acciones de las masas en toda la historia de la República Popular.
En este marco acertado, el autor caracteriza, equivocadamente desde nuestro punto de vista, que a finales de 1950 o comienzos de 1960 podía caracterizarse la formación que habría surgido de la primera transición como socialista. Esto tiene que ver con la posición del autor, crítica sin distinciones de lo que identifica como marxismo-leninismo (que junto con la socialdemocracia considera dos “grandes narrativas” que la izquierda debería superar) en favor de una estrategia con rasgos autonomistas. Ruckus caracteriza correctamente varias de las contradicciones que produjo la consolidación del PCCh, que lejos de terminar con la estratificación social produjo nuevas jerarquías con la burocracia del partido y del Estado ocupando el lugar privilegiado, que a pesar de las promesas de terminar con la opresión de la mujer creó nuevas formas de opresión, que después de entregar tierra a los campesinos se apoyó en la apropiación de elevados excedentes de los mismos para sostener el crecimiento industrial. Pero estos rasgos, que como muestra Ruckus alimentaron rápidamente el descontento social y dieron lugar a profundas conmociones que explican todas las disputas y giros de las distintas facciones del PCCh, no dan cuenta de una formación socialista ni nada que se le parezca, sino de un Estado obrero que desde su origen estaba burocratizado, rasgo que no hizo más que profundizarse. Esto es el resultado de las fuerzas sociales que actuaron en la Revolución. Como señalan Emilio Albamonte y Matías Maiello que “no fue la clase obrera con su propio partido revolucionario la que llevó adelante las tareas democrático-burguesas y las ligó con su propio programa, sino que un partido comunista de base campesina terminó aferrándose a parte del programa del proletariado”. La consecuencia fue que “no se desarrolló una dinámica ‘permanentista’ (internacional y nacionalmente) hacia el comunismo luego de la toma del poder, sino que esta perspectiva se bloqueó desde el comienzo” [7]. Si bien por sus bases sociales el Estado era obrero, con la propiedad nacionalizada de los medios de producción, una planificación (burocrática) y el monopolio estatal del comercio exterior, la estructura el partido-ejercito impuso desde el comienzo un aparato burocrático, sin ningún tipo de democracia soviética. Esta burocracia que se apoderó del Estado se constituyó en un barrera para cualquier avance hacia el socialismo.
En el marco de estas importantes objeciones, Ruckus identifica bien algunos de los puntos de inflexión en el curso de restauración capitalista. “Las protestas masivas marcaron una vez más el punto de inflexión histórico, esta vez incluyendo demandas de cambios políticos y una participación más democrática”, observa [8]. El llamado Movimiento 5 de abril, que tuvo lugar en 1976 luego de la muerte del premier Zhou Enlai, y el Movimiento del Muro de la Democracia dos años después, dieron lugar otra vez “al patrón repetido de agitación seguido de una mezcla variada de represión, concesión, cooptación y, finalmente, reforma” [9]. El primero fue recibido con dureza, pero, tras la muerte de Mao en el mismo 1976 la situación política tuvo un vuelco:
La facción conservadora en el liderazgo del PCCh organizó un golpe exitoso y despojó de poder a los rivales de izquierda agrupados en torno a la llamada Banda de los Cuatro. Un grupo afín a Deng Xiaoping, que había sido rehabilitado, se hizo cargo. Cooptó las demandas de cambio democrático y, en 1978, anunció oficialmente las políticas de Reforma económica y Apertura [10].
El inicio de las reformas económicas fue de la mano de la negación de cualquier concesión significativa en materia de participación democrática. A partir de este momento se inició la entrega de tierras rurales para usufructo privado (sin transferir la propiedad), el desarrollo de las empresas industriales privadas en zonas rurales, y la apertura de las primeras Zonas Económicas Especiales para el ingreso del capital multinacional, para la cual las migraciones rurales proveyeron la necesaria fuerza de trabajo. A mediados de los años 1980 se introdujeron los contratos laborales y empezaron a desarrollarse los mercados laborales. “La transformación gradual de la economía planificada y las industrias urbanas condujeron a la turbulencia económica, a la corrupción de los cuadros y a la agitación social” [11]. Las huelgas y otras formas de protesta de trabajadores y estudiantes durante la década de 1980 alcanzaron su punto cúlmine en el Movimiento de Tiananmen de 1989, que fue reprimido de manera sangrienta por el Ejército de Liberación del Pueblo. La conmoción que siguió (en un momento donde colapsaban la URSS y los regímenes estalinistas de Europa del Este) creó un impasse de unos años en el avance de las medidas de restauración pero, bajo la presión de Deng (ya formalmente sin ningún cargo) que realizó una gira por todo el sur del país para defender la política de reforma y apertura, a partir de 1992 se produce un avance acelerado. El ingreso en cantidades crecientes de inversión extranjera y la migración masiva de fuerza de trabajo rural a las ciudades y las Zonas Económicas especiales “convirtió a la República Popular de China en la fábrica del mundo” [12]. En este marco, el PCH “aceleró la transformación de la economía socialista planificada y reestructuró o privatizó las empresas de dirigidas por el Estado, ahora llamadas Empresas de Propiedad Estatal –un proceso que resultó marcando el final de la transición al capitalismo” [13].
El libro de Ruckus finaliza señalando los signos de agitación que amenazan las ambiciones de Xi de eternizarse y que explican los rasgos cada vez más bonapartistas de su gobierno, de lo que dimos cuenta en otro artículo reciente.
Capitalismo, imperialismo y desorden mundial
La naturaleza de la disputa entre EE. UU. y China no puede analizarse entonces como la de dos regímenes sociales de bases antagónicas, como ocurrió en la Guerra Fría. Es igual de ilusorio pensar que porque China está enfrentada a la principal potencia imperialista puede ofrecer una perspectiva de una hegemonía más benevolente, no imperialista, para los países oprimidos. Por el contrario, y como ya mostró en algunos terrenos donde su peso como potencia se hace sentir más fuerte, China no se propone impugnar el sistema imperialista. En África, donde consiguió en muchos países posiciones de ventaja respecto de EE. UU. y las potencias europeas, mostró en varias oportunidades comportamientos que tienen poco que envidiarle al colonialismo tradicional en materia de rapacidad y despreocupación por los impactos ambientales. El desarrollo de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, con la cual Pekín apunta al acceso privilegiado a recursos naturales en todo el planeta, también llevó a conflictos en varios países por la carga de endeudamiento que impone el gigante asiático a sus socios para llevar adelante las ambiciosas obras de infraestructura que integran el proyecto. En instituciones como el FMI, donde China ganó peso, si bien sigue siendo minoritario respecto del de EE. UU., no dio ningún paso para imprimirles una orientación distinta, como mostraron las respuestas que dio a los funcionarios argentinos que se ilusionaron con su apoyo y financiamiento para saltearse las exigencias de ajuste del organismo que preside Kristalina Georgieva.
China apunta a disputar las condiciones a partir de las cuales se organiza la jerarquía imperialista y pelear por una posición predominante en la misma, lo que determina el choque con EE. UU. Es esta amenaza lo que lleva a que, tanto antes con Trump como ahora con Biden, el eje central de la política de la principal potencia imperialista esté hoy en la disputa con lo que ven como la principal amenaza para perpetuar su dominio. Para los pueblos oprimidos no se trata de apostar por un hegemón más benevolente, sino de concentrar las fuerzas y forjar las alianzas para terminar con la opresión imperialista, lo que exige luchar por poner fin al capitalismo.
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