Debacle. Catástrofe. Colapso. “Momento Saigón” de Joe Biden. Los términos utilizados para definir la humillante retirada de Estados Unidos de Afganistán hablan por sí mismos de la dimensión del acontecimiento. La derrota no es solo norteamericana sino del conjunto de la OTAN, que acompañó con recursos humanos y financieros la aventura militar. Los efectos estratégicos de la segunda derrota militar de Estados Unidos a manos de un enemigo infinitamente más débil se verán en el próximo período.
La “guerra contra el terrorismo”
El retiro caótico de Afganistán es la primera crisis de magnitud de la presidencia de Joe Biden, que venía gozando de una luna de miel relativamente más prolongada gracias a haber capitalizado el “antitrumpismo” y sobre todo a sus medidas “populistas” para sostener la recuperación económica y el consumo.
Biden había asegurado, hace poco más de un mes en una conferencia de prensa, que nunca iban a repetirse imágenes similares a las del retiro de Saigón. Y que el triunfo de los talibán era literalmente imposible. Según las fuentes de inteligencia citadas por el presidente, Estados Unidos tenía una ventana de un año y medio de plazo entre el retiro de los 2.500 soldados que aún permanecían en Afganistán y la caída de Kabul. El error de cálculo no podría haber sido más grosero.
Los talibán tomaron el control del país con un “blitz” de solo diez días, más por defección del ejército y el gobierno afgano que por su capacidad de combate. Desde entonces el presidente Biden está en modo control de daños. Sin la coerción militar, está echando mano de las sanciones económicas, como el bloqueo del acceso a las cuentas del gobierno afgano en la Reserva Federal o la retención de fondos del FMI para negociar con los talibán. Quedan aún miles de norteamericanos y personal de otros países de la OTAN para evacuar, sin hablar de la masa de afganos que han colaborado con la ocupación militar desesperados por huir de los talibán sabiendo que serán muy pocos los que lo logren.
Es verdad que Biden no es el único padre de la derrota, pero es quien deberá asumirla. La “guerra contra el terrorismo” fue una creación de George W. Bush y el ala neoconservadora de su administración, que se propuso superar con una estrategia militarista y unilateral la declinación hegemónica norteamericana, justificada con los atentados terroristas contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001.
El experimento neoconservador del “cambio de régimen” se puso en marcha primero en la guerra en Afganistán, y luego con la invasión y ocupación de Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein, una “guerra de elección” basada en la mentira de las armas de destrucción masiva. Pronto demostró que era una trampa estratégica que ponía a Estados Unidos frente al dilema de escalar su presencia militar para sostener a los regímenes títeres de la ocupación, o retirarse dejando vía libre a la reorganización de fuerzas hostiles a los intereses norteamericanos.
En sentido histórico, el final ya estaba escrito. En el manual de estrategia militar, guerras y ocupaciones neocoloniales como la de Afganistán e Irak pertenecen a la especie de “guerras inganables”.
Barack Obama asumió prometiendo poner fin a estas guerras, pero terminó aumentando la presencia militar en Afganistán (bajo su mandato llegaron a haber 100.000 soldados norteamericanos), a la que consideraba la “guerra buena”. Escenificó la cacería de Bin Laden que murió acribillado por fuerzas de elite en un modesto complejo en las afueras de Abbottabad (Paquistán) en 2011. Y se hizo famoso por la extensión del uso de drones y por haber ampliado la intervención militar disfrazada de “intervención humanitaria” a otros países del Medio Oriente como Libia. También bajo su presidencia se vio obligado a combatir al Estado Islámico en Irak y Siria, un producto directo de la intervención norteamericana en Irak. Fue el iniciador del “pivote” hacia el Asia Pacífico para contener a China.
Bajo la consigna de “America First” Donald Trump inició las negociaciones con los talibán en Doha, Qatar, a las que ni siquiera fue invitado el gobierno afgano. Contra la política “internacionalista” de los neocon, Trump volvió a la doctrina de la intervención solo en caso de que esté en juego estrictamente el interés nacional imperialista, que en los hechos significaba acelerar la retirada de Estados Unidos de Afganistán y privilegiar las alianzas con Israel y Arabia Saudita en Medio Oriente, para concentrarse en la preparación para el conflicto entre grandes potencias, en particular con China y Rusia, que pasó a ser la prioridad de la estrategia de seguridad nacional. Con ese mismo objetivo, el presidente Biden puso fecha límite de la presencia norteamericana en Afganistán el 20 aniversario del 11S.
El balance en cifras es catastrófico. En total, sostener la guerra y los 20 años de ocupación militar de Afganistán le costó a Estados Unidos unos 2 billones de dólares. Según el Pentágono, en ese lapso combatieron unos 775.000 soldados norteamericanos de los cuales murieron 2.448 y otros 20.600 resultaron heridos. A las bajas se suman unos 4.000 contratistas privados y 1.144 soldados de otros países de la OTAN. La peor parte se la llevaron los afganos, con unos 60.000 muertos entre fuerzas armadas y de seguridad y unos 47.245 civiles según estimaciones conservadoras, que son los “daños colaterales” de los bombardeos imperialistas.
Realinamientos geopolíticos
El retiro de Afganistán reavivó la crisis dentro de la OTAN, lo que quedó en evidencia en la reunión de emergencia de la Alianza Atlántica para hacer un primer balance del fracaso de la misión en el país asiático. Los aliados europeos esperaban que con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca se superara la hostilidad de los cuatro años de la presidencia de Trump. Pero se encontraron con un hecho consumado, a pesar de haber comprometido tropas y recursos en la ocupación de Afganistán. Países como Francia y Gran Bretaña enviaron sus propios equipos para rescatar a sus ciudadanos atrapados en Kabul. No sería extraño que el desenlace afgano profundizara las tendencias divergentes entre las potencias europeas y Estados Unidos.
En el plano regional, el resultado de la guerra en Afganistán está reconfigurando el rompecabezas geopolítico, con la intervención activa de China, Rusia, Irán y Paquistán buscando sacar ventaja del vacío dejado por Estados Unidos para hacer avanzar sus intereses. Irán y Rusia, históricamente hostiles a los talibán –ambos con aliados en los bandos de la Alianza del Norte que combatieron– celebraron la derrota norteamericana y se mostraron dispuestos al diálogo.
Paquistán ha vivido el triunfo de los talibán como una victoria propia, aunque según el curso que puedan tomar los acontecimientos en Afganistán podría transformarse en una victoria pírrica si se vieran fortalecidos los grupos islamistas extremos que han perpetrado atentados terroristas brutales en territorio paquistaní.
Durante las últimas décadas, Paquistán ha sostenido un equilibrio inestable entre la relación con Estados Unidos y el apoyo semiclandestino de sus servicios de inteligencia (ISI) y del aparato militar a los talibán, que surgieron en las madrasas paquistaníes (escuelas islámicas) como una fracción islamista radical de los mujaidines que combatían contra la Unión Soviética. Paquistán sirvió de refugio para Bin Laden cuando tuvo que huir de Afganistán. Y también recibió a la dirección de los talibán que se instaló en Quetta, en la provincia de Balochistan. Las buenas relaciones con China le dieron más margen de maniobra. El interés de Paquistán es tener un régimen amigo en Afganistán que le permita “profundidad estratégica” ante una eventual escalada del conflicto con la India que ve con preocupación el repliegue norteamericano.
Después de Paquistán, lo más importante para los talibán es la relación con China, que como era de esperar saludó desde los editoriales de Global Times la derrota norteamericana, no tanto por el significado de Afganistán, sino porque lo tomó como un anticipo de la falta de voluntad de Estados Unidos de involucrarse en un eventual conflicto en Taiwán. El 28 de julio, anticipándose a lo que ya parecía un hecho, China recibió a una delegación de los talibán encabezada por el principal dirigente del movimiento, Abdul Ghani Baradar. Para China, que comparte una estrecha frontera con Afganistán, podría ser la puerta de acceso a las repúblicas del Asia Central, a través de su incorporación a la Iniciativa Cinturón y Ruta. Además de proveer recursos naturales, en particular las llamadas tierras raras, esenciales para la industria de las telecomunicaciones y tecnológicas. A cambio de los beneficios económicos y las inversiones, China les exige a los talibán que no intervengan en el conflicto interno que el régimen del Partido Comunista sostiene con los uigures, la mayoría musulmana de la provincia de Xinjiang. La apuesta es arriesgada e incierta, porque depende en gran medida de la estabilización de Afganistán, que hoy parece una perspectiva lejana.
Las contradicciones de los talibán
A los talibán les tomó apenas diez días desmontar el régimen títere instalado por Estados Unidos en Kabul. El ejército afgano, una fuerza de unos 300.000 hombres en la que el Estado norteamericano invirtió nada menos que unos 88.000 millones de dólares, no ofreció ninguna resistencia. Según los “Afghanistan Papers”, una investigación realizada por el periodista Craig Whitlock, el ejército afgano tenía alrededor de 45.000 soldados fantasmas, que solo existían como nombres en las nóminas para cobrar sus salarios y repartir el botín entre jefes y funcionarios. Los talibán avanzaron ciudad por ciudad, negociando la rendición con líderes tribales y jefes locales, y en menos de lo que canta un gallo el régimen de ocupación simplemente implosionó. Las razones son múltiples. Como explica el historiador y asesor del mando militar en Afganistán, Carter Malkasian, en su libro The American War in Afghanistan. A History, la ocupación extranjera iba en contra de la identidad nacional. A pesar de que su historia está escrita desde el punto de vista imperialista, admite que en última instancia Estados Unidos causó un daño prolongado a los afganos no por cuestiones “humanitarias” sino solo para defenderse de otro ataque terrorista.
La situación en Afganistán está más que fluida. Pasado el shock inicial, algunos de los rivales internos de los talibán parecen estar reagrupándose. Hubo algunas movilizaciones en su contra en Kabul y otras ciudades como Jalalabad. Y aunque es difícil comprobar su autenticidad, se han registrado incidentes no conectados que involucran a fuerzas antitalibán, entre ellos la reorganización del Frente de Resistencia Nacional, uno de los rivales históricos de los talibán, en el valle Panjshir. Mientras, otros han optado por una política negociadora, entre ellos el ex presidente Hamid Karzai y otros funcionarios de los gobiernos de la ocupación militar que han mantenido reuniones con los talibán con la expectativa de formar un gobierno de transición.
El hecho de que a una semana de haber ingresado en el palacio presidencial los talibán no hayan proclamado aún el “segundo emirato” (el primero rigió entre 1996 y 2001) es un indicador de que no tienen ni la unidad interna ni el suficiente control militar como para disciplinar a las múltiples fracciones armadas, señores de la guerra y caudillos de etnias minoritarias, con los que disputan porciones del poder local y también el control de importantes negocios como la producción de opio. Estas mismas líneas de fragmentación son las que determinaron los múltiples bandos de la guerra civil de inicios de la década de 1990.
Hasta ahora los talibán han tratado de dar una imagen de “moderación” con respecto a las atrocidades del primer emirato de 1996-2001. El objetivo es ante todo tratar de evitar transformarse en parias incluso antes de consolidarse en el gobierno y lograr estabilizarse. Pero según el periodista Ahmed Rashid (autor de varios libros sobre el movimiento talibán), hay una división entre la vieja generación de los fundadores, que se exilió en Paquistán y ejerce el liderazgo político, y una nueva generación de mandos militares locales, muchos de los cuales estuvieron presos en Guantánamo y otras cárceles clandestinas, que tienen una visión más radicalizada.
En este marco, una de las hipótesis de conflicto de donde podrían surgir las fuerzas para una salida progresiva para el pueblo afgano es la resistencia de las mujeres. Algo es claro: la emancipación de las mujeres afganas no vendrá de la mano del imperialismo sino de su lucha independiente junto a la clase trabajadora. Como plantea en una nota reciente Tariq Ali, citando a una reconocida feminista, “las mujeres afganas tenían tres enemigos: la ocupación occidental, los talibanes y la Alianza del Norte. Con la salida de Estados Unidos, dijo, tendrán dos”.
¿Efecto Vietnam?
En la analogía entre la derrota norteamericana en Vietnam y la debacle de Afganistán priman las diferencias. Hay dos que resultan fundamentales y que en gran medida explican la recuperación relativamente rápida de Estados Unidos, que 15 años después de la huida de Saigón, con su triunfo en la Guerra Fría, iba a conquistar una década de hegemonía unipolar. El primero es la decadencia de la Unión Soviética. Y el segundo el acuerdo con China de 1972, que fue lo que en última instancia permitió el relanzamiento neoliberal del imperialismo norteamericano.
Hoy esos elementos no existen. La convergencia entre la declinación norteamericana y el ascenso de China es el principal problema estratégico para Estados Unidos. La gran discusión del establishment imperialista, que volvió a mostrar sus grietas con la crisis del retiro de Afganistán, es si la imagen de huida terminará alentando no solo aventuras de grupos terroristas sino también dando confianza a potencias rivales.
La postal del aeropuerto internacional de Kabul, con centenares de afganos desesperados colgándose de los trenes de aterrizaje de los aviones norteamericanos, ya es una marca registrada de la presidencia de Biden, así como el intento fallido de recuperar la embajada norteamericana en Teherán fue la de Jimmy Carter y la evacuación de Vietnam la de Gerald Ford.
A nivel internacional, los efectos de la derrota imperialista en Afganistán son dobles. El primero, que ha dejado expuesta la enorme hipocresía de la “intervenciones humanitarias” como cobertura de las guerras imperialistas. Esto señala con claridad la organización feminista afgana RAWA (Revolutionary Association of the Women of Afghanistan), que llama a enfrentar a los talibán y los “señores de la guerra” desde una posición claramente antiimperialista. El segundo, es que ha reactualizado la conclusión de Vietnam: que Estados Unidos no es invencible a pesar de su enorme superioridad militar. Y esto es algo que tiene una importancia estratégica para las luchas de todos los trabajadores y los pueblos oprimidos del mundo.
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