El triunfo de Javier Milei en el balotaje habilitó toda clase de análisis y discusiones, que van desde tratar de explicar su victoria electoral hasta intentar discernir qué cambios sociales, ideológicos y culturales podrían estar detrás de su emergencia.
Coincidiendo en lo señalado por Fernando Rosso sobre que en principio Milei aparece más como una expresión de la crisis orgánica del capitalismo argentino que como una solución, apuntaremos en estas líneas algunas cuestiones complementarias.
Hegemonía, abigarramiento, ideología
Debatiendo con quienes decían que con Milei venía el fascismo pero ahora dicen que hay que esperar a ver qué hace, Ariel Petruccelli señaló que las diversas variantes de la política burguesa pueden entenderse como expresiones de un “extremo centro” que las abarca a todas. Ni los autopercibidos antineoliberales dejan de sostener ciertos núcleos duros del neoliberalismo (como la precarización laboral y la degradación de las funciones “universales” del Estado) ni los “fascistas” sacan los pies del plato de la democracia liberal, aunque suelen ser cultores de formas políticas bonapartistas. Unos no llegan a ser ni siquiera keynesianos y otros tienen fuera de su imaginario poner en pie Estados corporativos. Si bien, vista desde esa óptica, la mirada parece irreprochable, es más discutible desde el punto de vista de la relación de fuerzas: las extremas derechas irrumpen en el escenario político buscando torcer la balanza mucho más decididamente a favor del capital de lo que las variantes de “extremo centro” son capaces de hacer; y en eso consisten, básicamente, los anuncios de Milei.
Mucho se ha discutido sobre el espectro de votantes del candidato libertariano. Aparece claramente el problema del “neoliberalismo popular”: la llegada de Milei a jóvenes trabajadores informales cuyas condiciones de vida y experiencia con la “mímica del Estado” (según la expresión de Pablo Semán) coinciden por defecto con la mirada ultraneoliberal y el discurso individualista. Pero también está el sector del antiperonismo tradicional de las capas medias y buena parte de la burguesía: los votos prestados por el PRO sin los cuales no hubiera podido ganar. En síntesis, un bloque social muy amplio es el que dio su voto por el candidato de La Libertad Avanza. Pero la contundencia del número no debería sugerir una homogeneidad de los componentes. Si tuviera que elegir –para caracterizar ese bloque– entre el término de hegemonía y el término de abigarramiento, me inclinaría más por el segundo que por el primero, por varias razones.
En primer lugar, porque el rechazo a la gestión de la economía llevada adelante por el gobierno del Frente de Todos/ Unión por la Patria fue determinante en la votación, por encima de cuestiones ideológicas o de valores (aunque un tercio de sus votantes coincide en núcleos duros neoliberales). En segundo lugar, porque, si bien es cierto que el “neoliberalismo popular” puede considerarse una forma en que la burguesía y los sectores altos de las capas medias imponen su ideología a trabajadores, sectores medios arruinados y pobres urbanos y, por ende, hay ahí una forma elemental o un intento de crear un hegemonía; no menos cierto es que esa confluencia no se basa en una articulación sólida de intereses comunes, ni tiene una construcción política firme, ni puede sostenerse –salvo que existiera previamente el disciplinamiento social inducido por una hiperinflación, que no parece ser el caso– ante alternativas más o menos existenciales. Los sectores populares de ese bloque van a sufrir –de mínima– los tarifazos y la devaluación, mientras no ocurrirá lo mismo con la burguesía y los sectores medios acomodados ligados a ella. De allí que considero más adecuado pensar en términos de un abigarramiento o incluso –para usar una palabra más sencilla– un amontonamiento de distintos sectores, que solamente en condiciones excepcionales van a poder mantenerse unidos en un mediano plazo. En este sentido, Pedro Karczmarczyk plantea que la expectativa popular en un mejoramiento de la situación por obra de un gobierno de Milei tiene mucho de ensoñación.
Aquí también podría estar operando una característica más general del capitalismo contemporáneo: los modelos clásicos de hegemonía, o sea el liberal-parlamentario y el del Estado integral (que surge como respuesta a la crisis del primero), están en graves problemas porque suponen articulaciones sociales y políticas cuyo círculo virtuoso dejó de funcionar hace rato. Las tendencias a la fragmentación social y la crisis de la política hacen difícil pensar que el modelo teórico de la hegemonía sea el que permita explicar lo que pasa en la realidad. Distinto es el caso con la categoría de la “crisis de hegemonía”, que se acerca mucho más a las construcciones políticas inestables de la actualidad (y su asidero en cierta ideología de masas caracterizada por la antipolítica) o la definición de la ideología como fuerza material. Alguna vez, Althusser criticó a Gramsci porque su teoría de los aparatos hegemónicos definía a estos en función de su resultado y no de su motor, mientras él se inclinaba por hablar de aparatos ideológicos. No es este el lugar donde abordar en detalle las aristas teóricas de ese planteo althusseriano, pero sí quisiera señalar que, desde un punto de vista más bien pragmático, la discusión podría servirnos para pensar la actualidad. El capitalismo de nuestra época se apoya muchísimo más en la ideología que en la hegemonía, por la sencilla razón de que puede producir discurso, imágenes y deseos de consumo, mucho más que condiciones de vida que hagan que las masas populares se sientan integradas en él por la vía del bienestar material. De allí también la crisis de los mecanismos institucionales que mediaban esa integración. Si esta lectura se acercara a lo que ocurre en la realidad, implicaría no subestimar en lo más mínimo los posibles cambios ideológicos que parecerían estar detrás del voto a Milei, pero tampoco sobrestimar el nivel de articulación política que implican.
Volver hacia el retroceso
Una gran parte del peronismo ya está haciendo las “cuentas de la lechera” con volver en 2027.
Estas lecturas son solidarias con las de ciertos análisis sobre los “movimientos pendulares” en la política latinoamericana, según los cuales, al ritmo de los ciclos económicos, van cambiando los gobiernos de manos de coaliciones de derecha a otras “progresistas”, y viceversa. El tema es que estos péndulos no van y vuelven al mismo lugar. Los gobiernos “progresistas”, poco inclinados a afectar intereses fundamentales, como los de los bancos, el complejo agroexportador, las multinacionales o el FMI, no revierten las contrarreformas de la derecha, sino que se limitan, en el mejor de los casos, a ofrecer con suerte algunos paliativos frente a la crisis o, peor aún, administrar directamente el ajuste, como hizo el gobierno de Alberto-Cristina-Massa.
Este es un pensamiento de la politiquería que, en buena medida, es el que nos trajo hasta acá. Consiste básicamente en anular como posibilidad la lucha y la resistencia encaradas seriamente y apostar todo a las coaliciones electorales, como ya hizo el peronismo con su tristemente memorable “Hay 2019”, o incluso como hizo en Brasil el PT, que dejó pasar, junto con la CUT, todos los ataques de Temer, luego soportó estoicamente la prisión de Lula, con escasa lucha contra el gobierno de Bolsonaro y después volvió al gobierno en un frente con Alckmin, o sea, un referente clave del neoliberalismo brasileño.
La izquierda en la post-restauración
Citado en un artículo de Mariano Schuster y Pablo Stefanoni, Horacio Tarcus señaló: “Estas elecciones no representan solo una derrota del kirchnerismo, de Unión por la Patria o del peronismo en general. Son sobre todo una derrota de la izquierda. Una derrota política, social y cultural de la izquierda, de sus valores, de sus tradiciones, de los derechos conquistados, de su credibilidad”. Digamos que Tarcus no necesita triunfos de Milei para sentenciar la derrota de la izquierda (lo viene haciendo desde hace varias décadas). Pero está tan apurado en dictar tal sentencia que –seguramente sin esa intención– termina disminuyendo las responsabilidades que el pésimo gobierno del peronismo tiene en este resultado electoral. Y, en segundo lugar, confunde ese resultado con un proceso de largo aliento, como sería el de una especie de “reforma intelectual y moral” libertariana ultrarreaccionaria.
Sería necio desconocer que Milei (y no solamente él) persigue el objetivo de moldear un sentido común ultraneoliberal y reaccionario en la mayoría de la población, o al menos una ideología práctica neoliberal de masas que reside en la aceptación de que solamente se puede salir de la crisis con un ajuste brutal (fiscal, de las tarifas y del tipo de cambio peso/dólar). Tampoco se puede negar que ese sentido común pro ajuste caló en una buena parte de sus votantes. Pero cabe recordar que el propio Macri sacó 40 % de los votos en la elección de 2019, después de haber realizado un gobierno desastroso. Desde ese punto de vista, el avance de las posiciones neoliberales es más de grado que de calidad. Lo que sí parecería ser más cualitativo (y ya estaba esbozado en el período 2015-2019 pero sin la “audacia” de la actualidad) es el crecimiento de los discursos a favor de la dictadura y contra los derechos de las mujeres y los derechos sociales en general que forman parte del espacio de Milei, y que él mismo ha reivindicado, por ejemplo, en el primer debate presidencial. Pero eso todavía tendría que pasar por un largo trecho de lucha política, ideológica y cultural para imponerse como sentido común predominante en la sociedad. Comento, de paso, un dato curioso: una encuesta realizada por el investigador Javier Balsa (UNQ/CONICET) y su equipo entre las elecciones del 22 de octubre y el balotaje arrojó que 17.9% de los votantes de Milei en la primera vuelta consideraba que el capitalismo solo puede traer bienestar si un Estado fuerte redistribuye las ganancias y un 9,7% se sentía cercano de la idea de probar con un comunismo o un socialismo que evitasen los errores del pasado porque el capitalismo es malo. Lógicamente, esto no impidió que votasen a Milei ni cambia el carácter del proyecto del presidente electo, pero muestra –además de un cierto grado de confusión o disociación entre la respuesta y la elección del candidato– que la cuestión ideológica y de valores no está definida tal como sugieren lecturas apresuradas.
De todos modos, no es necesario suscribir el derrotismo crónico de Tarcus para tomar nota de que las ideas de la izquierda clasista son hoy minoritarias en la sociedad argentina. En ese sentido, Petruccelli concluye el artículo que citamos al comienzo, señalando también que tenemos que prepararnos para un escenario nuevo aunque “las fuerzas que anhelan un cambio verdaderamente revolucionario partamos de una situación de extrema debilidad política y bastante incertidumbre intelectual”.
Esto nos remite a una pregunta que circula –por buenas y malas razones– en distintos ámbitos: ¿cómo explicar que en medio de una crisis de grandes proporciones no haya habido un crecimiento significativo de la izquierda?
La respuesta más sencilla es porque la mayoría de la gente no está de acuerdo con nuestro programa (o no lo conoce suficientemente para juzgarlo). Pero me parece que hay que buscar otras razones, que tienen que ver con cuestiones de más largo plazo. Estamos en la fase posterior a la restauración burguesa (más conocida como “ofensiva neoliberal”), en un momento de transición del sistema internacional de Estados y una crisis económica que sigue, a paso lento, sin salida a la vista desde 2008. Las condiciones subjetivas cambiaron desde aquel momento del famoso “No hay alternativa”, pero se mantienen algunas de las coordenadas fundamentales que identificó Mario Tronti en su libro La política en el crespúsculo (1998): la declinación del movimiento obrero como sujeto político central de la escena mundial (más allá de su continuidad e incluso su recomposición como sujeto social) y la primacía de la antipolítica como sentido común de masas (correlato ideológico de la política neoliberal de liberar todos los obstáculos posibles para el automatismo del mercado). Si bien en el caso de Mario Tronti el planteo conllevaba una clara nostalgia de la fórmula clase obrera = Partido Comunista y su perspectiva de reconstrucción de la política dista mucho de la nuestra, sus señalamientos sobre la generalización de las concepciones de mercado, el reemplazo de los partidos enraizados socialmente por coaliciones superestructuralizadas, de la clase por la gente y otras cuestiones, resultan útiles para pensar ciertas características de ese momento que se mantienen en la actualidad.
Sin embargo, en esta fase de la post-restauración, cabe destacar un crecimiento de la lucha de clases, que no se mantuvo en los límites de conflictos puntuales, sino que asumió las formas de variadas rebeliones populares con las características de la revuelta. Pero, por las propias características de las revueltas, que cuestionan al poder pero no tienen salidas políticas claramente estructuradas desde abajo, estas fueron seguidas por recomposiciones conservadoras (“progresistas” o de derecha).
En cuanto a la “incertidumbre” intelectual, podríamos pensar que reside esencialmente en que falta encontrar vías más eficaces de vincular la producción teórica con la construcción política. Como ya hemos repetido hasta el hartazgo, el marxismo recuperó cierto prestigio intelectual en el terreno de la explicación de la crisis –a lo que podemos sumar diversos aportes para entender la crisis ecológica, la relación entre la clase trabajadora y los movimientos identitarios, y un largo etc.–, pero su influencia política está claramente por detrás de eso.
Estas coordenadas permiten ubicar, aunque no nos eximan del análisis más concreto de situaciones específicas, las paradójicas situaciones que se presentan en la actual escena política internacional: crisis del capitalismo, desprestigio del “neoliberalismo progresista”, ascenso de movimientos de extrema derecha y trayectorias modestas en la izquierda. Básicamente, en estas condiciones, el razonamiento “crisis → crecimiento de la izquierda” debe sortear, para verificarse, ciertos problemas subjetivos. Esto se puede ver también en la crisis del movimiento trotskista, dentro del cual, a pesar de múltiples dificultades, la única organización que avanza, aunque sea a paso lento, es la Fracción Trotskista. La autodestrucción del mandelismo bajo la consigna del “frente antineoliberal”, que algunos de sus simpatizantes locales verbalizan de modo caricaturesco y con el único resultado de donar militantes al peronismo, entra también en este marco.
El viejo y querido Lenin y la “cultura de izquierda” gramsciana
Viejo y querido Lenin, no por los rituales de sectas autoproclamadas leninistas que se creen depositarias de la estrategia pero tienen graves limitaciones prácticas, ni por las reivindicaciones “politicistas” (como la de Daniel Bensaïd) de un Lenin que supo captar las oportunidades, como si él no hubiera llevado adelante un paciente y austero trabajo político preparatorio cuando aquellas escaseaban. Lenin es el nombre que sintetiza a quien a la fuerza material opone fuerza material, a quien se predispone a hacer nuevas experiencias y ejercitar las más variadas formas de lucha, empezando por las tres básicas que señaló Engels: lucha económica, lucha política y lucha teórica.
Comparando el pensamiento de Lenin y el de Martov, Trotsky decía que el de Lenin era como los mecanismos de la central eléctrica del Dnieper y el de Martov como un fino mecanismo de relojería. Mientras este último nadaba como pez en el agua en las cuestiones de política parlamentaria y superestructural, Lenin trataba de pensar los procesos de gran escala.
Esta forma de pensar hizo que Lenin entendiera el desarrollo de un partido revolucionario no como un aparato burocrático, sino como una organización con vasos comunicantes, engranajes, para confluir con el movimiento de masas. En las condiciones actuales de la situación argentina, podríamos traducir estas ideas como: lucha por la unidad de la clase trabajadora más allá de todas sus divisiones, Frente Único de las organizaciones de masas (con las correspondientes exigencias a las direcciones sindicales oficiales), coordinación y reagrupamientos de los sectores combativos, construcción de fracciones clasistas en los sindicatos, fracciones socialistas en el movimiento de mujeres y el estudiantil, y lucha por una cultura de izquierda que aborde los problemas nuevos que plantea la época como precondición y/o correlato para una izquierda política fuerte.
Algunas últimas consideraciones sobre este tema de la cultura de izquierda. Horacio González hace ya una década, luego de una elección legislativa en la que el FIT había tenido un buen resultado (dentro de los parámetros de una fuerza minoritaria), nos hizo un señalamiento, sugiriendo que el arraigo de la izquierda en nuestra sociedad nacional todavía era débil. Si bien el desarrollo del trabajo teórico, ideológico y político-cultural del PTS (y, en menor medida, el de otras fuerzas del espectro de la izquierda) intenta aportar a esta cuestión, es evidente que hay una desproporción entre el alcance de nuestra voz y el de la ideología procapitalista en sus múltiples variantes. La influencia ideológica y cultural –tal como la pensó Gramsci– es parte de las relaciones de fuerzas políticas. Junto con las batallas que estarán planteadas en lo inmediato, tenemos que pensar este problema en el mediano plazo, buscando fortalecer la lucha de ideas, así como el desarrollo de espacios de organización político-culturales para contraponer a las ideas del individualismo neoliberal ultrarreaccionario las de la fraternidad, el compañerismo y la solidaridad humana, que están en la base del comunismo como proyecto de sociedad.
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