Desde el último 7 de octubre hemos visto un recrudecimiento enorme de los ataques a la izquierda revolucionaria por defender el derecho del pueblo palestino a enfrentar la opresión colonial por parte de quienes defienden al Estado de Israel, bajo la acusación de antisemitismo. Estos ataques abarcan no solo al conjunto del establishment, sino –con particular virulencia– a la extrema derecha notoriamente antisemita, como Vox en España, Le Pen en Francia, el bolsonarismo en Brasil o el sector del “partido y familia militar” que está tanto con Milei como con Bullrich en Argentina. Lamentablemente se han sumado figuras que se consideran progresistas y de izquierda. En el caso de este último sector se puede ver un gran desconocimiento de la complejidad de los debates sobre la cuestión judía en el marxismo, que no coincide en absoluto con su simplista identificación con el sionismo. En lo que sigue tratamos de dar algunas ideas de estos debates y de lo complejo del “problema judío”.
El marxismo, lejos de todo supuesto “reduccionismo economicista” tiene una larga historia en dar una explicación de las formas en que la lucha de clases se expresa de las maneras más intrincadas y sinuosas posibles como, por ejemplo, los problemas de opresión nacional y religiosa. Es decir, contrario al sentido común que solo ve en forma idealista los problemas de opresión nacional y religiosa, el marxismo tiene los recursos para explicar convincentemente sus raíces materiales.
I. ¿Religión, nación o “problema judío”?
Comencemos por lo que nos parece la respuesta. Los judíos surgen a partir de una comunidad religiosa. En el marco de la formación de Estados en la era moderna en Europa y el establecimiento del cristianismo como religión oficial, en estos se desarrollan formas de discriminación y opresión contra los judíos por profesar su religión, aislándolos en determinadas zonas y, en muchos casos, impidiéndoles trabajar o ejercer oficios. Así nace el antisemitismo. Esta marginación va desarrollando una forma de otredad, particularmente a partir de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en un sector de los judíos, los de Europa central y oriental, que adquieren algunos rasgos “nacionales”. Las guerras mundiales y el desarrollo del fascismo y la contrarrevolución exacerbaron el antisemitismo y condujeron al Holocausto y, posteriormente, a la fundación del Estado de Israel, basado a su vez en la expropiación y limpieza étnica de los palestinos. Esto último, lejos de resolver el complejo “problema judío”, lo agravó hasta hoy en día.
Pero hay otra respuesta a la pregunta del subtítulo que es hegemónica hoy, que es la que da el sionismo. Es una respuesta mistificadora, idealista. Los judíos serían un pueblo-nación que ha persistido a lo largo de los siglos, nación que fue desterrada hace aproximadamente 2000 años a partir de la destrucción del Templo de Jerusalén. Entonces se trataría de una nación que se dispersó y terminó en la diáspora pero siempre habría seguido siendo una nación, la cual, a pesar de no cumplir con lo que se consideraban los criterios de haber formado una comunidad cultural, territorial e idiomática, tendría una capacidad de resistencia muy notable, que llevó a que se reconstituyera en el siglo XX.
II. ¿De dónde surgió el antisemitismo?
La opresión a los judíos y el antisemitismo modernos están relacionados con el surgimiento de la forma de organización política de los Estados-nación en Europa. El sionismo trata de presentar al antisemitismo como una forma de odio milenario y, según sus intereses actuales vinculados a la defensa del Estado de Israel, particularmente hace hincapié en un odio antijudío histórico por parte de los pueblos árabes y de fe musulmana. Pero esto no es así. Por ejemplo, en Al-Ándalus, la España bajo dominio musulmán que abarca el período desde comienzos del siglo VIII hasta la caída del último bastión en Granada, en 1492, los judíos no solo convivieron con árabes y cristianos, sino que floreció una filosofía y un pensamiento propio. Fue la llamada “Reconquista” cristiana, que unificó los reinos de Castilla y Aragón en una sola entidad política como un Estado católico, la que expulsó, persiguió y mató tanto a musulmanes como judíos, obligando a estos últimos a buscar refugio precisamente en otras zonas bajo dominio musulmán, como el norte de África o los Balcanes. Esto dio lugar a la comunidad sefardí, judíos que aún hoy, en lugares como Bosnia, Grecia o Turquía siguen hablando una lengua llamada ladino, que consiste en una evolución del castellano medieval que hablaban sus antepasados en la península ibérica.
En el siglo XIX también se discutieron los criterios de asignación de (limitados) derechos políticos en Europa donde, en Estados como Prusia, el cristianismo protestante era la religión de Estado. Por otra parte, en el Imperio ruso, los judíos eran duramente oprimidos. La zarina Catalina la Grande intentó aplicar una solución “a la española” buscando expulsar a los judíos que no renunciaran a sus creencias y se convirtieran a la fe cristiana ortodoxa, religión estatal. Al no lograrlo, recurrió, a fines del siglo XVIII, a la creación de una “Zona de asentamiento”, una región que abarcaba gran parte de las actuales Ucrania, Lituania y Polonia –la frontera occidental del Imperio ruso–, donde debían vivir todos los judíos y de la cual no podían salir. De esta manera, un sector de los judíos, que compartían su religión y se encontraban dispersos en distintas ciudades sin tener previamente ninguna relación con algún territorio en particular, va adquiriendo algunos rasgos de “nación”, muy tardíamente y por la fuerza de la judeofobia impulsada por el Estado ruso.
Los judíos del Imperio ruso en su mayoría pertenecían a la comunidad askenazí. Esta se extendía desde la frontera occidental de Francia, pasando por Alemania, el antiguo Imperio austro-húngaro hasta Rusia. Particularmente en esta última, debido a su aislamiento forzado y a la imposibilidad de toda integración a la población dominante, fue donde más desarrolló una lengua vernácula propia, no obstante prohibida, el yiddish, un idioma de raíz germánica derivado de los dialectos medievales del alto alemán y muy emparentado con el alemán estándar actual, aunque con un numeroso vocabulario de origen hebreo y eslavo. Este desarrollo de una lengua propia, sumado al enraizamiento en un determinado territorio, constituyeron estos muy tardíos rasgos de “nación” de los judíos askenazíes. Este tránsito de este sector de los judíos, de una comunidad religiosa a una suerte de comunidad nacional sui generis, sumado a las nuevas ideas de la Ilustración que combatían la religión y le oponían el pensamiento científico, abrió la puerta para el desarrollo, entre los judíos askenazíes, de una suerte de “Ilustración judía” (la Haskalá), en la cual se avanzaba en la construcción de una identidad cultural propia no necesariamente religiosa.
III. ¿Emancipación de los judíos, asimilación, “autodeterminación nacional”?
En este contexto surgieron corrientes de pensamiento emancipadoras frente a la opresión política, que no se contentaban ni con la vida estrecha de la aldea judía, el shtetl, ni de la religión, así como no toleraban de brazos cruzados los pogromos y matanzas de las turbas azuzadas por el zarismo. Las comunidades judías, a su vez, se diferenciaron socialmente en lo interno y se desarrollaron claramente clases opuestas, dando lugar tanto a una burguesía como a un proletariado judío, así como a capas intermedias. El “problema judío” llegó así a su máximo punto de tensión, como también, a desarrollar sus posibilidades teóricas de resolución.
No por casualidad, el joven Karl Marx fue desarrollando su tránsito ideológico desde la crítica de la izquierda hegeliana hacia el comunismo, partiendo de intervenir en el debate sobre la cuestión judía en Prusia. Bruno Bauer, en una intervención en este debate en 1843, planteaba que la solución de la emancipación judía consistía en que esta comunidad abandonase su religión y su particularismo respecto al resto de la sociedad, ya que la emancipación política presupondría un Estado laico. En su polémica con él, Marx planteaba que el laicismo estatal no era incompatible con la existencia de la religión en el ámbito privado, como mostraba EE. UU., donde florecían como hongos todo tipo de sectas religiosas frente a un Estado que no profesaba oficialmente religión alguna. La religión tiene profundas raíces materiales, no es una idea que se disuelva en el aire con la mera oposición de argumentos ilustrados y la creación de un Estado laico. Marx, contra Bauer, sostenía la necesidad de derechos políticos para los judíos sin que eso implicara necesariamente el abandono de su religión, porque, en todo caso, la emancipación política no era el último estadío posible de la emancipación humana. La única forma de terminar con la religión en general era acabar con sus bases materiales, para lo cual era necesario un tipo superior de emancipación, la social. Algunos años más tarde, Marx avanzaría en desarrollar su visión de la emancipación social en el sentido del comunismo. Siendo un judío asimilado proveniente de una familia de rabinos convertida al protestantismo, no desarrollaría en lo sucesivo mucho más sobre la cuestión judía [1], pero, sin embargo, el marxismo ganaría mucho terreno entre los judíos a partir de esta idea de la unión de la liberación de la opresión religiosa y seminacional con la liberación del conjunto de la sociedad por medio del comunismo a partir de la revolución proletaria.
El marxismo y el movimiento obrero socialista, no obstante, no han tenido una comprensión uniforme y homogénea de cómo “resolver” el problema judío. En el pensamiento temprano de la Segunda Internacional, respecto al problema de la opresión nacional, Karl Kautsky tenía la concepción de que Europa avanzaba hacia un modelo según el cual las “pequeñas naciones” irían desapareciendo naturalmente, se irían disolviendo en las “grandes naciones culturales”, con la nación alemana en Europa Central como modelo, de manera de homogeneizar el paisaje lingüístico y cultural, y así favorecer la unificación en grandes unidades políticas contra la fragmentación y el particularismo, lo cual sería un prerrequisito para una sociedad comunista mundial. Es decir, la paradoja de las tesis de Kautsky era que, en su idea de socialismo, la liberación de la opresión nacional implicaba la extinción de gran parte de las naciones oprimidas, una perspectiva poco atractiva para muchos. Los judíos estarían incluidos entre estas naciones destinadas a desaparecer mediante la asimilación, abandonando su particularidad. Para Kautsky, estas eran tendencias progresivas que ya estaban operando como consecuencia del desarrollo capitalista. Otto Bauer, principal dirigente de la socialdemocracia austríaca (y, él mismo, judío), tenía una posición similar a la de Kautsky, aunque ligada a su concepción de “autonomía cultural nacional” para las distintas naciones que en ese entonces conformaban Austria (no así la parte húngara del Imperio, también plurinacional, pero cuyo partido socialdemócrata tenía otro criterio, opuesto a la autonomía). Sin embargo, Bauer les negaba a los judíos austríacos la autonomía cultural nacional por no ajustarse al criterio estándar de la socialdemocracia de definir la nación por el anclaje territorial. El problema de estas visiones era que, además, implicaban una cierta aquiescencia con los Estados nacionales existentes, una de las características del desarrollo de la corriente principal de la socialdemocracia desde sus primeros años que la llevarían a unir sus destinos al de esos Estados, y que luego daría pie a su capitulación en la Primera Guerra Mundial.
Por añadidura, el “problema judío” había llegado a convertirse en una cuestión particular que no podía encasillarse del todo ni en la cuestión religiosa ni en la nacional, porque si bien incluía la primera, los judíos, principalmente en Europa Oriental, desde hacía poco habían llegado a desarrollar ciertas características culturales que trascendían la identificación religiosa. Por otro lado, por más fuerte que fuera la tendencia a la asimilación entre algunos sectores de los judíos, el antisemitismo persistía. Si los Estados capitalistas presuponían basarse en una comunidad nacional, los judíos siempre eran sospechosos de vivir en los intersticios de esa sociedad, sin patria, sin formar parte de la cultura hegemónica y, por el contrario, ligados a una comunidad supranacional que no reconocía fronteras pero que, al mismo tiempo, se suponía hermética.
Es en este contexto, como una corriente surgida de –y a la vez contrapuesta a– la “Ilustración judía”, cuando apareció hacia fines del siglo XIX el movimiento sionista, fundado alrededor del periodista y activista austro-húngaro Theodor Herzl (1860-1904). Pensado como una forma de resolver el “problema judío”, el sionismo decidió hacerlo buscando transformar decididamente a los judíos, de su ambigua situación entre históricamente religiosa y solo recientemente seminacional, en un pueblo-nación hecho y derecho. El sionismo se oponía a la asimilación y/o integración de los judíos en las grandes “naciones culturales” europeas, y proponía una vía de emancipación particular: la de establecer un “Estado judío”, una idea completamente moderna y ajena a la tradición judía. De esta manera, los judíos podrían considerarse una nación “normal” ligada a un espacio territorial y una entidad política propia. Es así que comienzan los primeros viajes y asentamientos de judíos europeos askenazíes hacia Palestina, y los primeros conflictos con la población árabe [2].
Restaba resolver un aspecto de la identidad judía como “nación”: tener una lengua propia. Los sionistas descartan y combaten el uso del yiddish y las otras lenguas vernáculas de los judíos como el ladino o el árabe. Es entonces que promueven la resurrección del idioma hebreo, una lengua clásica que había dejado de tener hablantes nativos desde alrededor del siglo III a. C. El hebreo solo se preservaba desde hacía alrededor de 2200 años como una lengua que se usaba únicamente en contextos religiosos. Fue un lingüista de origen ruso, Eliezer Ben Yehuda, quien comenzó el intento de restablecer el hebreo como una lengua viva y a la vez actualizarlo al contexto de la vida moderna. De ese movimiento el hebreo, hoy la lengua oficial del Estado de Israel utilizada diariamente por 9 millones de personas, reapareció tras dos milenios. Por esta vía, el sionismo ha buscado fundar una nueva tradición opuesta a la experiencia histórica de los judíos: al judío paria, perseguido, débil, con su cultura desarraigada y diaspórica marginal, se le oponía el nuevo judío sionista, nacionalista, fuerte y dominante. Parte de la narrativa de la derecha sionista actual se completó con la idea de que Palestina, previo a la colonización, constituía un lugar semidesierto, algo muy lejos de la realidad. Como cuenta el historiador israelí Ilan Pappé, las ciudades israelíes actuales se levantan sobre los escombros de los antiguos poblados palestinos, de los que no quedan ni siquiera sus nombres. Incluso las corrientes sionistas de izquierda que existían en la Palestina bajo mandato británico, previo a 1948, chocaron con sus propios límites en la medida en que los intentos de convivencia entre árabes y judíos eran también desbaratados por la política de la potencia colonial que alternativamente se apoyaba en unos u otros para fomentar las divisiones, a pesar de las actividades de las pequeñas primeras organizaciones comunistas palestinas, binacionales y antisionistas, que incluían en su seno tanto árabes como judíos.
IV. Una lucha por la hegemonía entre los judíos: marxismo o sionismo
Volviendo al marxismo, este debió confrontar muy pronto con el movimiento sionista. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, sionismo y socialismo revolucionario se disputaban la hegemonía entre los judíos de Europa, llevando una holgada ventaja el segundo frente al primero, hasta el momento del Holocausto. Por poner un ejemplo, como cuenta el historiador Hernán Camarero en su libro A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en Argentina, 1920-1935 (2007), el Partido Comunista argentino en sus primeros años tenía un gran trabajo entre las comunidades obreras inmigrantes y publicaba periódicos en los distintos idiomas de esas comunidades nacionales. A pesar de no ser la colectividad migrante más grande con la que contaba la Argentina, es notorio que el periódico en lengua yiddish del PC era el que más tirada tenía, superando, por ejemplo, a la publicación en idioma italiano, Esto se daba por la enorme inserción de los comunistas entre el movimiento obrero judío de origen europeo oriental y el rol de vanguardia de este último en las luchas de la clase trabajadora local. Camarero cuenta en su libro cómo la comunidad obrera judía de izquierda, especialmente la comunista, combatía decididamente al sionismo como una ideología reaccionaria de conciliación de clases y opresora, incluso con enfrentamientos físicos, dada la relación de los sionistas con la burguesía, en general, y con los patrones judíos, en particular, a la vez que rechazaban la identificación religiosa y mantenían su identidad ligada al yiddish, en lugar de promocionar el hebreo como hacían los sionistas. Esta actitud cambiaría radicalmente a posteriori cuando el estalinismo, ya consolidado en el partido y siguiendo las orientaciones de Moscú, pasara a apoyar la creación del Estado de Israel en 1948.
Pero los marxistas, además, desarrollaron respuestas al problema judío que fueron más complejas que el enfoque de Kautsky y la Segunda Internacional. En general, los principales marxistas del ala izquierda de la Segunda Internacional ligados al Imperio ruso, como Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburg, compartieron la mayor parte del tiempo un rechazo a la idea de que los judíos constituyeran una nación en el sentido de comunidad territorial y lingüística, y se opusieron completamente al sionismo, que abrevaba muchísimo menos en la tradición hebrea que en la corriente dominante del pensamiento europeo. En Rusia, Lenin consideró a veces a los judíos como “la nación más oprimida y perseguida” del Imperio. Esto no hacía más que constatar la realidad de que Rusia oficialmente clasificaba a todos sus habitantes según sus diferentes natsionalnosti (“nacionalidades”) y, para el Estado ruso, los judíos eran una de ellas, como lo eran los armenios, los georgianos, los polacos, así como también la nacionalidad dominante, los russkiye. Tanto Lenin, como Trotsky y Rosa Luxemburg, combatieron el antisemitismo y los pogromos. Rosa Luxemburg, a diferencia de Lenin y Trotsky, se oponía en general a toda idea de autodeterminación nacional (salvo en el caso puntual de las naciones oprimidas en el Imperio otomano, por considerar la separación de estas como un requisito fundamental para el desarrollo capitalista en la zona). Sin embargo, consideraba a las naciones oprimidas como comunidades culturales que debían ser preservadas y defendidas, como planteó específicamente respecto a los polacos, pero en el caso de los judíos –proviniendo ella misma de un hogar judío asimilado y con un rechazo visceral a lo que consideraba la cultura atrasada de la aldea judía–, promovía la asimilación. Luxemburg consideraba la autodeterminación nacional impracticable en el marco del capitalismo porque este sistema tiende a subyugar a los pequeños Estados, pero pensaba que solo el socialismo permitiría el verdadero florecimiento de las comunidades nacionales como entidades culturales. Trotsky compartía el marco general del pensamiento de Lenin al respecto, aunque, como cuenta Mario Kessler, en la segunda mitad de la década de 1930 ante el avance del nazismo y del antisemitismo llegó a albergar la duda de si los judíos no podían llegar a constituirse como una nación. De todas maneras, claramente siguió rechazando como reaccionaria la salida sionista que consideraba que, en nombre del “derecho nacional”, podía avasallar los derechos de los palestinos y avanzar sobre sus tierras. Trotsky no llegó a vivir para ver el Estado de Israel, pero opinaba que el sionismo implicaba un agravamiento trágico del problema judío mediante los conflictos con los árabes y la alianza con las potencias capitalistas dominantes.
V. Israel: ¿solución del problema judío o parte del problema?
Finalmente, con la constitución del Estado israelí y la limpieza étnica [3] contra los palestinos, el “problema judío” que, a comienzos del siglo XX, a muchos les parecía estar cerca de resolverse con la incorporación a la militancia socialista y la lucha internacionalista por la revolución mundial por parte de grandes sectores de la comunidad judía, solo se agravó fatalmente y retrocedió enormes pasos con el fascismo, la guerra y el Holocausto. La fundación del Estado de Israel nunca tuvo como premisa una solución progresiva al problema judío. El sionismo constituyó un movimiento que se puede parangonar con la colonización europea de otros continentes (y que, de hecho, además, tuvo origen en Europa), que agravó el problema al crear un nacionalismo agresivo, entremezclado con los manejos de las grandes potencias a la salida de la guerra, mediante la expropiación de los palestinos, los habitantes que desde milenios han vivido ininterrumpidamente en esas tierras. Solo un Estado único palestino laico, obrero y socialista podrá garantizar la convivencia democrática entre árabes y judíos sin opresión nacional de ningún tipo, en el marco de una federación de repúblicas socialistas de Medio Oriente. Sería el único camino hacia una paz verdadera, sobre la base del pleno desarrollo nacional igualitario, así como también una enorme contribución para resolver el “problema judío” y terminar con el antisemitismo.
Una pequeña bibliografía marxista sobre el problema judío:
• Abraham Léon: Concepción materialista de la cuestión judía
• Isaac Deutscher: Los judíos no judíos
• Enzo Traverso: Los marxistas y la cuestión judía // El final de la modernidad judía
• Maxime Rodinson: ¿Pueblo judío o problema judío?
COMENTARIOS