Una de las primeras imágenes que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en la militancia por los derechos LGBT es la madrugada en el bar Stonewall de Nueva York: drag queens, gente joven con pantalones Oxford, torsos desnudos y besos en la boca. Pero a esa madrugada la precedieron días, años y décadas de hombres de corbata y mujeres de pollera y medias de nylon. Levantaron la voz en medio del silencio y se organizaron antes de que la calle se calentara con el movimiento por los derechos civiles, las marchas contra la guerra en Vietnam y la segunda ola feminista en Estados Unidos.
Una madrugada que empezó mucho antes
La Segunda Guerra Mundial transformó muchos aspectos de la vida cotidiana. ¿Qué tiene que ver la guerra con la sexualidad? Lo mismo que tiene que ver con la entrada masiva de las mujeres a la fuerza de trabajo y la movilización de miles de personas a las ciudades, lejos de sus familias y sus reglas.
Esas transformaciones no fueron las primeras. El historiador estadounidense John D’Emilio explica en su ensayo “Capitalismo e identidad gay” que, al dislocar la familia como unidad productiva/reproductiva, el capitalismo abrió posibilidades impensadas. El mercado “libre” de trabajo (la explotación asalariada) establecía las bases materiales para una vida independiente fuera de la familia. La transformación no se limitó a las relaciones entre personas del mismo sexo; la heterosexualidad también cambió: el matrimonio dejaba de ser una necesidad económica, la familia nuclear y la procreación dejaban de ser la base de la supervivencia.
La Segunda Guerra Mundial creó las condiciones para que se multiplicaran comunidades urbanas donde personas que deseaban a otras de su mismo género construyeran relaciones y ámbitos de socialización antes inexistentes (sobre todo para varones blancos, la guerra no hizo milagros). Sin embargo, al mismo tiempo, la sociedad de posguerra intentó volver a patrones previos, reforzando el matrimonio y la familia lo que resultó en un boom de casamientos y bebés (la generación baby boomer es el resultado de ese boom). En este contexto, la criminalización de la homosexualidad cobró mayor importancia como un complemento moral de la persecución política de los años 1950: el FBI perseguía activamente a las personas homosexuales, la Policía hacía redadas en sus bares y el Estado despedía a quien lo fuera abiertamente. Se consideraba a las personas homosexuales pervertidas e inestables y eso, según el Estado, las hacía permeables a ideas comunistas.
Se estableció una relación entre el miedo al comunismo y la hostilidad hacia la homosexualidad. Se llegó a hablar de la “amenaza lavanda”, un paralelismo con la “amenaza roja” que alimentó el macartismo y la persecución a cualquier persona que fuera señalada como comunista en los años de la Guerra Fría.
Antes de salir del clóset alguien dijo “esto es un clóset”
La convivencia de la libertad que ofrecían las condiciones materiales y la persecución estatal creó el clima para las primeras organizaciones de gays y lesbianas, como Mattachine Society y Daughters of Bilitis. Llevaban su nombre por una sociedad secreta de enmascarados del Medioevo la primera, y por un personaje que vivía junto a Sapho en la isla de Lesbos en Les Chansons de Bilitis del poeta Pierre Louÿs, la segunda.
Hablaban de homofilia (amor a los iguales) porque la homosexualidad todavía cargaba con un gran estigma: era un crimen y una enfermedad. El movimiento de liberación de los años 1970 señalará (con el diario del lunes) que esa generación cargaba con una excesiva preocupación por ser aceptados como iguales. Incluso, considerando críticas y rupturas, sería necio negar que algo del camino a Stonewall empezó a construirse en los pasos de Mattachine Society y Daughters of Bilitis.
Gran parte de su acción apuntaba a demostrar que las personas homosexuales no eran diferentes, como decían el poder judicial y la medicina. ¿Suena demasiado moderado? Quizás hoy sí, pero por esos años el sentimiento general hacia la homosexualidad era hostil, el Estado y una variedad de instituciones sostenían que no era deseable ni tolerable. En ese clima, las organizaciones “rompieron con las nociones aceptadas del comportamiento homoerótico y fueron pioneras en concebir a las personas homosexuales como una minoría oprimida”; así lo explica D’Emilio en su libro Sexual Politics, Sexual Communities: The Making of a Homosexual Minority in the United States. Educados en la militancia comunista y los círculos de izquierda, los líderes de Mattachine Society (luego el activismo homófilo en general) trabajaron para desterrar prejuicios e introducir la idea de que constituían una minoría discriminada a la que se le negaban derechos, como sucedía con las personas negras, y no esperaban menos que ser tratados como iguales.
Aunque sus publicaciones no circulaban masivamente, crearon un nuevo lenguaje para una generación política en formación. Revistas como Mattachine Review, The Ladder o ONE eran vehículo de reflexiones y permitieron a mucha gente acercarse a algún tipo de acción política. También fueron terreno de debates. A diferencia de la imagen inmutable y homogéneamente moderada, en el movimiento homófilo no existía una postura única sobre la represión estatal o la forma que debía tener la militancia, entre otros temas. La unidad de acción no borraba las diferencias. Del Martin, una de las fundadoras de Daughters of Bilitis, discutía abiertamente contra el machismo en 1959: “ninguna organización ha reconocido el hecho de que las lesbianas son mujeres y el siglo XX es la era de la emancipación de las mujeres. Las lesbianas no se conforman con ser miembros auxiliares u homosexuales de segunda clase”.
Antes de que se intensificaran las movilizaciones feministas, las discusiones ya permeaban las organizaciones. También se agudizaron los debates sobre la acción política. El despido de Frank Kameny de su puesto de investigador en astronomía en el servicio de mapas del Ejército estadounidense en 1957 motorizó el primer desafío a la discriminación por orientación sexual. Su caso llegó hasta la Corte Suprema y aunque no logró su reincorporación, fue una de las primeras veces que se desafiaron las leyes y gays y lesbianas hablaron públicamente contra la discriminación.
A pesar de esa primera derrota, Kameny también fundó una regional de Mattachine en Washington D.C. y, con ayuda de Barbara Gittings (propulsora de una militancia política y menos “educativa” en Daughters of Bilitis), inauguró la acción directa con los primeros piquetes de gays y lesbianas en la Casa Blanca en 1965, que luego se replicarán en otras ciudades. La amistad y sociedad política entre Kameny y Gittins fue muy fructífera. Juntos alentaron el debate en la Asociación de Psiquiatría para eliminar la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales (que finalmente sucedió en 1973).
Somos mucho más que dos
Cuando explotó Stonewall, el espíritu militante había contagiado también a las organizaciones homófilas. Aun sin saberlo, el movimiento de liberación sexual caminaba sobre los pasos de esa generación. John D’Emilio resume muy bien el momento y las condiciones en las que actuaron ambas generaciones, por eso nos permitimos una cita extensa de su libro Sexual Politics, Sexual Communities…:
La liberación gay pudo romper la barrera que impedía avanzar al movimiento al apelar a una base particular de origen reciente y más allá del alcance de la política de derechos civiles del activismo homófilo. Los hombres y mujeres que respondieron a la imagen de las drag queen rebelándose en Greenwich Village eran en gran parte jóvenes radicales. Activistas de la Nueva Izquierda o simpatizantes de la contracultura, que ya habían decidido que la sociedad estadounidense era corrupta y opresiva, y habían adoptado una postura de oposición hacia la autoridad. La amenaza de exclusión del Ejército o la pérdida de un puesto en una oficina pública significaba poco para ellos. Que los etiqueten como criminales o desviados era una medalla de honor que llevaban con orgullo. Cuando se levantó una bandera de Gay Power en la calle Christopher, estaban listos para marchar detrás de ella. La juventud radical podía actuar según el eslogan “Fuera del clóset y hacia las calles” porque no temían las consecuencias.
La historia es mucho más complicada y no se reduce a estos momentos, incluye otros episodios y debates. Los primeros años del movimiento de liberación dejaron su propio legado, con nombres que emulaban al Frente de Liberación Nacional de Vietnam y una intuición anticapitalista, aprendida de las alas izquierdas del feminismo y el movimiento negro. Esos años cortos e intensos fueron seguidos por un derrotero parecido al del movimiento feminista: de lo colectivo a lo individual, de la liberación a la “libre” elección, de la emancipación (que suponía la lucha por otra sociedad) a la ampliación de derechos en una sociedad desigual como techo de las aspiraciones. Muchos de los debates que atraviesan el feminismo encuentran similitudes en el movimiento LGBTQI+. Para ambos, es cierto que el capitalismo estableció las condiciones materiales para una vida que antes no era imaginable, pero es igual de cierto que “bajo el capitalismo, algunas personas pueden crear las vidas que quieren para sí mismas, pero la mayoría de la gente no puede hacerlo, incluso con nuevas libertades sexuales”. Esto último se lo respondió D’Emilio en una entrevista con Meagan Day en la revista Jacobin que le preguntó por qué hay que ser anticapitalista si consideramos las posibilidades que abrió.
Nos tomamos el atrevimiento de pensar en un agregado posible a esa respuesta, importante cuando ya vivimos demasiadas décadas bajo el sopor de la “igualdad”. Es una reflexión de la psicóloga y feminista Juliet Mitchell en Women: The Longest Revolution:
Si solo desarrollamos la conciencia feminista… lo que conseguiremos es no una conciencia política, sino el equivalente al chauvinismo nacional de las naciones del tercer mundo o el economicismo entre las organizaciones obreras; una mirada que se ve a sí misma, que solo ve el funcionamiento interno de un segmento; los intereses de ese segmento.
Esa advertencia a las feministas de los años 1970 adquiere una nueva relevancia cuando las democracias capitalistas nos alientan todo el tiempo a “vernos a nosotros mismos”, a ampliar derechos para nuestro “segmento”. Porque lo contrario, pelear contra la opresión implicaría poner todo en cuestión.
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