El que se nombra en el título es un debate clásico de la tradición marxista en general, gramsciana en particular y también en el “posmarxismo”. Esta sucesión en la enunciación es también cronológica solamente en parte. En la actualidad se pueden encontrar diversas posiciones, asociadas a esas lecturas, coexistiendo o debatiendo entre sí.
Este tema aparece también –aunque no abordado en términos de hegemonía por las posiciones mayoritarias– en las polémicas sobre si la izquierda debe ser movimientista y diversa o debe centrarse en el “pan con mantequilla”, como se puede ver en los debates que promueve el ala Jacobin de la DSA en EE. UU. Estigmatizada la primera posición como “wokista” y la segunda como “reduccionista de clase”, los términos de la controversia hablan tanto de la pobreza del nivel marxista existente en los ámbitos militantes y académicos de EE. UU. como de un problema estratégico: ¿cómo se vinculan los movimientos organizados en torno a identidades no centradas en la clase con el movimiento obrero? Esta última cuestión es, desde mi perspectiva, la que le otorga una gran importancia actual a la reflexión teórico-política sobre la hegemonía. Por esta razón, en este artículo intentaremos vincular ambos registros, el de la indagación sobre algunas cuestiones teóricas y el de la pregunta por la “forma actual” (retomamos aquí una expresión de Gramsci) que asume el problema de la hegemonía en el presente.
Algunas cuestiones históricas, teóricas y políticas
En la tradición marxista, el concepto de hegemonía indica que la lucha de clases no se puede reducir exclusivamente al antagonismo capital-trabajo, entendido este desde un punto de vista estrictamente económico. Esta problemática fue notada especialmente por el marxismo ruso, ante el desafío de pensar el rol del proletariado en una revolución que se definía inicialmente como “democrático-burguesa” en un país de aplastante mayoría campesina. La burguesía liberal era muy débil y el proletariado debía pensar cómo encabezar la revolución sin desconocer las reivindicaciones democráticas y las demandas sociales del campesinado. Si bien no fue el introductor del concepto al interior del marxismo ruso, Lenin fue quien más lo utilizó en términos políticos. Gramsci amplió la cuestión, para pensar los mecanismos de recomposición burguesa y las dificultades de una estrategia de revolución permanente ante formaciones estatales modificadas como respuesta a la crisis del parlamentarismo y la irrupción de las masas, luego de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa. Trotsky, por su parte, a través de un tratamiento asistemático del concepto, lo vinculó estrechamente con el desarrollo de la lucha de masas, la dualidad de poderes y la democracia directa. En todos los casos, fuera en Lenin, Gramsci o Trotsky, el problema de la hegemonía –con sus distintas variantes según cada planteo– siguió vinculado a la cuestión de una clase que tiene un rol en el mundo de la producción. Este rol le otorga una potencialidad, aunque no un destino, como agente capaz de encabezar la subversión del sistema capitalista. Como bien señalan Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista, la política de Frentes Populares con los sectores burgueses presentados como progresistas o antifascistas fue el inicio de una desvinculación entre la política marxista y el criterio de clase, presentando al comunismo como ala izquierda del campo democrático. Esta política ha sido uno de los legados más duraderos del estalinismo, compartido además por corrientes nacional-populistas latinoamericanas. Sin embargo, en el caso del Frente Popular de los años ‘30, se proponía una vuelta a la política menchevique de revolución por etapas, pero se mantenía una caracterización de los componentes de esa alianza en términos de clase. Los años “posmarxistas”, en los marcos de la ofensiva neoliberal, las dictaduras latinoamericanas y la restauración democrática, el retroceso del movimiento obrero tradicional, la autodisolución del PCI y la crisis del PCF y la caída de la URSS, implicaron un salto en el abandono del enfoque de clase en amplios sectores de las izquierdas. En este marco, surgieron y fueron paradigmáticas las elaboraciones de Laclau y Mouffe ya mencionadas, en las que la hegemonía aparece como articulación discursiva de diversas “posiciones de sujeto”, el clasismo como esencialismo y el horizonte de la revolución circunscripto a la llamada “revolución democrática”, en lo que se podría caracterizar como un etapismo de una sola etapa. Mientras crecía un enfoque aclasista de la hegemonía, como contracara de ello hubo una explosión de movimientos construidos de modo identitario en base a demandas puntuales, cuya progresividad no está en discusión. Pero estas demandas se presentaron de modo tal que en la mayoría de los casos constituyeron planteos desligados de cualquier tentativa de confrontación con y superación del capitalismo. Al mismo tiempo, cabe señalar la degradación (el término es descriptivo y no valorativo) de la política de Frentes Populares. Bajo las condiciones de la ofensiva neoliberal, su crisis posterior y el surgimiento del trumpismo como fenómeno internacional, han ido mutando cada vez más hacia políticas de apoyo al “mal menor”. Esto incluye alianzas de la centroizquierda con la derecha tradicional para enfrentar electoralmente a las nuevas extremas derechas (como el reciente caso de Brasil).
Hegemonía y relación de fuerzas
La necesidad de repensar estas cuestiones está vinculada también con la de restituir en el debate gramsciano la dimensión de clase. En su conocido estudio titulado El ritmo del pensamiento de Gramsci, Giuseppe Cospito señala que el autor de los Cuadernos de la cárcel superó la concepción bujariniana de la metáfora marxiana sobre estructura y superestructura, elaborando un discurso teórico organizado en torno a la cuestión de las relaciones de fuerzas (sociales, políticas y militares). Los análisis de relaciones de fuerzas implican también una superación de una concepción rígida de la relación entre economía y política. En su más reciente estudio sobre la cuestión de la hegemonía, Egemonia. Da Omero ai gender studies, Cospito radicaliza un poco el tratamiento de este tema, señalando que Gramsci se aleja del paradigma clasista (caracterizado como economicista).
Veo dos problemas de este tipo de análisis. Uno es la posible recaída en el anacronismo, por proyectar sobre los años ‘30 ciertas retóricas anticlasistas de las décadas recientes. El otro es que da por supuesto que clasismo es lo mismo que economicismo y que alejarse del clasismo es algo deseable y teóricamente productivo, pero tomando esta idea como más o menos autoevidente.
Sin embargo, las relaciones de fuerzas políticas no son independientes de las relaciones de fuerzas sociales, en las que las personas están agrupadas en clases y grupos, que a su vez están integrados en la política a través de organizaciones de masas “económico-corporativas” vinculadas al Estado. Las reflexiones de Gramsci sobre las relaciones de fuerzas pueden ser mejor entendidas si se vinculan con otras cuestiones centrales de la elaboración carcelaria. En primer lugar, con los temas del Estado integral (que implica la cuestión de la política de masas y la estatización sindical y de las organizaciones sociales en un sentido amplio). En segundo lugar, con el fordismo-americanismo (no porque hoy estemos en un capitalismo fordista igual que el de los años ‘30 sino por la política de racionalización de las costumbres en función de la reproducción del capital). Si podemos releer la cuestión de las relaciones de fuerzas en conexión con los conceptos de Estado integral y la mirada gramsciana sobre el desarrollo del capitalismo, la cuestión de la hegemonía resulta muy difícil de separar de la cuestión de clase. Creer que la hegemonía reside casi exclusivamente en las mediaciones discursivas, ideológicas o político-parlamentarias, sencillamente no responde a la realidad, en la que las relaciones de fuerzas son las que terminan definiendo los conflictos de intereses.
La (posible) forma actual de la hegemonía
El concepto gramsciano de “forma actual” permite pensar cómo cambian las configuraciones concretas de las categorías teórico-políticas y de los parámetros estratégicos. Así como, en su momento, el comunista sardo pensó la hegemonía como forma actual de la revolución permanente, cabe preguntarnos hoy cuál es la forma actual de la hegemonía. La razón es que esta categoría resulta fundamental para pensar el modo de construir una fuerza social y política capaz de superar el capitalismo por medios revolucionarios. Parecería que la principal característica de la “forma actual” de la hegemonía es su cambio en el modo de articular su dimensión interna (unidad de la clase) y externa (alianza con otros sectores oprimidos). Históricamente, el marxismo pensó la hegemonía como una política tendiente a establecer un liderazgo de la clase trabajadora dentro de una alianza obrera y popular, de modo tal que la unidad e identidad de la clase trabajadora se daba como un hecho lógica e históricamente anterior a la cuestión de la hegemonía. En la actualidad, la clase trabajadora está más extendida en términos absolutos y relativos, por comparación con cualquier momento del siglo XX, pero a la vez está más dividida, objetivamente, por el avance la precarización y pérdida de conquistas que antes tendían a homogeneizar sus condiciones de vida. A esto se suman ciertas divisiones subjetivas, por la mayor visibilidad en la esfera pública de movimientos organizados por otros principios de identificación (género, raza o pertenencia comunitaria, nacionalidad, etc.). Esta circunstancia implica que una política hegemónica es necesaria tanto para soldar la unidad de la clase trabajadora con otros sectores populares como para soldar su propia unidad interna, simultáneamente. Por esta razón, debates como los que se dan en la izquierda norteamericana entre “wokismo” y “pan con mantequilla” –más allá y a pesar de la energía gastada por unos y otros– indican una posición que se detiene en las puertas del problema principal que hay que abordar en términos teóricos, políticos y estratégicos. Aunque aún muy lejos de la constitución de una hegemonía alternativa a la dominación burguesa, la lucha de clases de los años recientes ha dado diversos ejemplos de convergencias entre sectores de la clase trabajadora y movimientos progresivos, que permiten pensar en la construcción de una política hegemónica, que contenga estas dos dimensiones que antes señalamos: la unidad interna de la clase trabajadora y la alianza entre esta y otros sectores oprimidos, organizados como movimientos por reclamos específicos. Enumeremos los principales casos que nos vienen a la mente: activistas de Black Lives Matter apoyando a los mineros, que previamente eran trumpistas y pasaron luego a apoyar el Black Lives Matter; los sindicatos de choferes, docentes y portuarios parando en repudio al asesinato de George Floyd. Las tentativas de unidad entre ferroviarios y trabajadores del transporte urbano parisino agrupados en la Intergares y la lucha de los Chalecos Amarillos. La alianza entre obreros petroleros y ecologistas en la huelga de Total Grandpuits en 2021. La unidad entre la extrema izquierda y el movimiento antirracista agrupado en el Comité Adama en Francia. El paro del 12/11/2019 en la revuelta chilena, en el que actuaron simultáneamente los jóvenes de las poblaciones y las organizaciones sindicales. Por otra parte, en la propia organización sindical de los trabajadores de la logística en Italia hay un fuerte componente de migrantes y por ende de demandas vinculadas a la cuestión antirracista. En el reciente caso peruano, la situación es diferente, por la escasa centralización del movimiento y el peso minoritario de la organización sindical en un país con altísimos niveles de informalidad laboral. En todas estas experiencias, coexisten la acción clasista y la “movimientista” en función de objetivos comunes, aunque en líneas generales son confluencias específicas en situaciones puntuales. En los procesos de revueltas que estamos viendo desde 2018, la clase trabajadora como tal suele actuar más o menos diluida dentro de dinámicas “populares” o “ciudadanas”. Por este motivo, estos ejemplos no indican una consumación de la “forma actual” de la hegemonía sino una simultaneidad de las luchas, que ofrece algunas pistas en esa dirección.
En este contexto, quizás sea inapropiado hablar de la “forma actual” de la hegemonía como si esta forma existiera como tal, sería más atinado hablar de posible forma actual, señalando que las condiciones históricas actuales de la lucha de clases marcan la imposibilidad de una hegemonía meramente discursiva, al mismo tiempo que plantean la dificultad de constituir hegemonías “clásicas”. De allí, la necesidad de combinar la lucha por la unidad interna de la clase obrera, con la búsqueda de la unidad “externa” de esta con las diversas formas de movimientos progresivos de otros sectores oprimidos o de sectores que forman parte de la clase, agrupados bajo otras formas de identificación.
La mediación político-ideológica
La reflexión anterior plantea la importancia de repensar la cuestión de la hegemonía vinculada con sus “bases materiales”, contra posiciones de tipo politicista o discursivista. Pero hemos visto que las condiciones para establecer dinámicas hegemónicas a partir del desarrollo de las luchas sociales son contradictorias. De allí que la reflexión sobre la mediación político-ideológica resulte necesaria. Este tema viene apareciendo también en ciertas perspectivas, algunas más asociadas directamente con la militancia de izquierda, otras pertenecientes a ámbitos académicos, pero con fuerte interés en las cuestiones políticas. Tomaremos algunos ejemplos, que de paso nos servirán para señalar que la relación de fuerzas sociales no es suficiente para construir una hegemonía, se requiere también una mediación política. En su libro Communisme et stratégie, Isabelle Garo retoma una serie de reflexiones clásicas sobre la problemática de la mediación, que van desde Aristóteles hasta Marx, pasando por Hegel. Señala Garo que la mediación y representación específicamente marxista radica en la construcción de una organización y cultura política capaz de ofrecer una alternativa que surja desde dentro de los procesos y movimientos de resistencia al capitalismo y no como una idea abstracta.
En este marco, Garo reivindica las posiciones de Gramsci sobre los problemas de la hegemonía, señalando la superficialidad de las lecturas en clave de “hegemonía cultural”. Como alternativa, Garo señala la necesidad de articular prácticas sociales, políticas y culturales como forma de construir una alternativa al capitalismo, con eje en la movilización y organización desde abajo.
En De la movilización a la revolución, Matías Maiello trabaja sobre la misma cuestión, marcando los límites de la “dicotomización” del campo político propuesta por el “populismo” laclausiano. Reconoce su operatividad, limitada al campo de la discusión política en condiciones de ejercicio más o menos normales (no necesariamente estables) del poder burgués, pero marcando su inutilidad cuando la polarización abarca sobre cuestiones “existenciales”. En ese contexto, recupera diversos aspectos del pensamiento de Trotsky (particularmente de la mecánica prevista en su Programa de Transición) para establecer una articulación entre la clase trabajadora y los demás sectores populares. Surge también aquí, aunque no exactamente en los mismos términos de Garo, la cuestión de las mediaciones.
Garo vincula esta reflexión a la imagen del comunismo como movimiento real, a la que hacían referencia Marx y Engels en La ideología alemana. En el caso del libro de Matías Maiello, se intenta pensar las condiciones de posibilidad de una dinámica que vaya de las luchas más elementales al cuestionamiento del capitalismo, a través de la experiencia de la lucha de clases. A tono con las reflexiones anteriores sobre la posible “forma actual” de la hegemonía, podemos pensar que la construcción de estas mediaciones político-ideológicas combina variadas formas de lucha, desde el desarrollo de corrientes clasistas y antiburocráticas en las organizaciones de masas hasta la intervención electoral con una política independiente de las distintas fracciones de la clase dominante, pasando por el debate teórico e ideológico, como condiciones previas de una política hegemónica, de la cual es puntal el partido político revolucionario.
Artículo publicado en el Boletín de la Asociación Gramsci Argentina N° 1 (Marzo 2023).
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