Desde que asumió la presidencia, Joe Biden profundizó un “cambio de paradigma” en la política económica que ya se había esbozado con medidas de emergencia durante 2020. En este artículo debatimos, a partir de lo que proponen autores como Susan Watkins en New Left Review, cuál es el alcance de este giro, qué lo explica, qué resultados pueden esperarse, y los talones de Aquiles que lo amenazan.
Después de haberse hundido 3,5 % en 2020, la economía norteamericana cuando asumió Joe Biden se encontraba en una senda de crecimiento muy pronunciado. En el último cuatrimestre de 2020, el crecimiento anualizado era de 4 %. Durante los primeros tres meses de 2021 el alza del PBI fue todavía mayor, llegando a 6,4 % anualizado (aunque este desempeño es ligeramente menor a lo que pronosticaban algunos análisis del mercado). El FMI proyecta un crecimiento económico de EE. UU. superior a 6 % para 2021.
En este contexto, después de que el Congreso aprobara dos paquetes de estímulo gigantescos en 2020 –que sumaron entre ambos 2,5 billones de dólares, equivalente a 21,5 % del PBI estadounidense– para impulsar la recuperación y escapar al fantasma de una depresión, no estaba para nada dicho que la nueva administración se propusiera lanzar nuevas medidas de estímulo. Sin embargo, esto fue exactamente lo que hizo Biden. En marzo el Congreso aprobó la American Rescue Plan Act of 2021, que inyectará USD 1,9 billones durante este año, destinados centralmente a: dar USD 1,400 a todas las personas que ganan menos de USD 75.000 al año; asegurar una asignación mensual por hijo; otorgar seguro médico de emergencia; garantizar un beneficio de desempleo semanal de USD 300, y dirigir USD 750.000 millones a vacunas y apoyo a estados y municipios.
Inmediatamente aprobado este paquete, el presidente anunció un nuevo proyecto de inversiones en infraestructura, el American Jobs Plan, previsto inicialmente en 2,25 billones de dólares, aunque en las últimas negociaciones con los republicanos para lograr su aprobación el Biden aceptó recortarlo hasta 1,7 billones de dólares. También anticipó el próximo anuncio de un Climate Plan y un American Families Plan de montos similares.
El paquete se completa con el Made in America Tax Plan, que incluye un aumento del impuesto a las utilidades corporativas hasta una alícuota de 28 %. Hay que advertir que lejos de un afán recaudatorio desmedido, con este aumento de la alícuota lo que pagan las empresas será 7 puntos menos que el 35 % sobre sus réditos que regía hasta 2017, cuando Trump redujo la alícuota a 21 %. Aunque el proyecto de Biden habla de terminar con “la carrera hacia el fondo” entre países por competir sacrificando impuestos, deja el gravamen sobre las empresas en niveles históricamente bajos.
En su primer discurso ante el Congreso el 28 de abril, Biden realizó gestos que buscan acentuar un cambio de rumbo en la política económica, cuando habló de terminar con la competencia entre países para bajar impuestos buscando así atraer inversiones. Dio también un guiño hacia los sindicatos cuando afirmó que “la clase media construyó al país, y los sindicatos construyeron a la clase media”.
Este activismo fiscal que se profundiza, aunque la economía ya muestre señales de recuperación, buscando reforzarla y evitar cualquier atisbo de recaída, abre varias cuestiones para el debate. La primera, es si estaríamos ante un cambio de paradigma en la economía política en la principal potencia imperialista. La segunda, es qué puede resultar de todo esto. ¿Fortalecerá el boom económico o antes que esto sobrevendrá el “recalentamiento” de la economía sobre el que advierten algunos críticos del estímulo “excesivo”, incluso entre las filas demócratas? ¿Evitará la economía repetir otra década de crecimiento anémico y degradación sin freno para buena parte de la clase trabajadora como la que siguió a la Gran Recesión de 2008-2010?
Imperialismo keynesiano
En estos términos define la política de Biden un reciente artículo de la revista Tempest [1]. Biden declaró sin ambages que EE. UU. está “en una competencia con China y otros países para ganar el siglo XXI”. Es decir, para evitar que China termine de emerger como contendiente serio que ponga en cuestión la dominación norteamericana. Pero como señalábamos desde que se conoció el resultado electoral que le otorgó el triunfo sobre Trump, evitar la amenaza de quedar absorbido por la agenda doméstica era una condición sine qua non para estos objetivos. El pronunciado giro en los lineamientos económicos hay que leerlo en función de esta necesidad de apaciguar el frente interno, encausando el descontento social, con miras a concentrar energías en la rivalidad con China y otros países “para ganar el siglo XXI”.
Susan Watkins apunta a esta misma conexión entre el “cambio de paradigma” de la política económica de Biden y su disputa con China [2]. El artículo analiza el programa de Biden a la luz de los lineamientos neoliberales que caracterizaron la economía política en los países imperialistas desde comienzos de los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
El punto de partida del análisis de Watkins, es precisar cómo se había transformado el funcionamiento del capitalismo durante la última década. De las generosas medidas tomadas por los Estados más ricos para salvar a los bancos y grandes empresas (una socialización de pérdidas a costa de los sectores trabajadores y el pueblo pobre para beneficiar en primer lugar a los mismos que durante años realizaron apuestas especulativas extremas con las que obtuvieron ganancias formidables) emergió una economía “adicta” a los estímulos monetarios. La llamada “flexibilización cuantitativa”, que se inició durante lo peor de la crisis como un novedoso experimento de inyectar dinero en gran escala a través de la compra de activos financieros, fue una medida inicialmente “transitoria” que se mantuvo durante años, de la mano de las tasas de interés nominales en cero. Esto último sentó las bases para una política de dinero regalado a los bancos y fondos de inversión que recreó las bases para un frenesí de la actividad financiera como el que había conducido a la crisis. Como sostiene Watkins, “un nuevo régimen de acumulación surgió de las soluciones a la crisis financiera: una forma de capitalismo globalizado, financiarizado, impulsado por la deuda y ahora monetizado de forma centralizada”. A partir de 2010, mientras continuó la política monetaria laxa, las medidas de mayor gasto público tomadas durante la emergencia fueron reemplazadas por una nueva búsqueda de reducir el gasto. En EE. UU. esta combinación dio lugar a una economía caracterizada por “mercados bursátiles en alza, respaldados por billones de dólares en QE [sigla de Quantitative Easing, flexibilización cuantitativa en inglés, N. de R.], y una recuperación anémica, con una inversión nacional débil”.
Watkins distingue el neoliberalismo como conjunto de políticas, de la ideología neoliberal. Con un intervencionismo estatal que tuvo su eje en una alquimia financiera que se proponía sostener la rueda de la acumulación, la autora afirma que las políticas de este tinte continuaron “sin inmutarse”. La ideología, en cambio “recibió una paliza”. La trayectoria divergente que siguió la crisis como resultado del salvataje a los ricos a costa del resto de la sociedad, que dio pie a la fórmula del “1 % contra el 99 %” recogida por toda una serie de movimientos desde Occupy Wall Street en 2011 en adelante, produjo efectos sociales adversos que siguieron impactando mucho tiempo después de que la recesión hubiera quedado atrás. Esto alimentó fenómenos políticos tanto hacia izquierda como a la derecha del “extremo centro” que había caracterizado la gobernanza neoliberal durante décadas. Los primeros se expresaron en EE. UU. en el peso adquirido en 2016 y 2020 por la precandidatura “socialista” de Bernie Sanders en la interna demócrata, y en Europa en el crecimiento de partidos neorreformistas en varios de los países más golpeados por la crisis. Por derecha, se puso de manifiesto en la “furia populista” que produjo el Brexit, puso en la presidencia a Donald Trump y permitió crecer a los partidos de extrema derecha en toda Europa. Observa Watkins que “las principales fuerzas populistas de derecha —ya fueran nacional-imperiales, católicas-conservadoras o carismáticas-autoritarias— y de izquierda —socialdemócratas o anarquistas-cosmopolitas— no eran anticapitalistas como tales, sino estridentemente antineoliberales”. Habría que agregar que la administración de Trump se separó más retórica que sustancialmente de los dictados neoliberales, ya que aunque impulsó una política más proteccionista y crítica de los tratados comerciales –que en el caso del NAFTA se limitó a renegociar–, redujo impuestos al capital al igual que lo hicieron otros presidentes republicanos como George W. Bush o Ronald Reagan.
Cuando golpeó la pandemia en 2020, “el primer reflejo de las autoridades a ambos lados del Atlántico fue la protección del capital”. A las inyecciones monetarias realizadas por los bancos centrales en los mercados de capitales, se sumó el hecho de que uno de los principales capítulos del CARES Act votado por el Congreso de EE. UU. en marzo de 2020 iba dirigido a asegurar la solvencia de las firmas y enfrentar el colapso bursátil. Sin embargo,
a diferencia de 2009, la generosidad monetaria estuvo respaldada por un gasto estatal sin precedentes basado en la deuda, una clara ruptura con las narices de austeridad, aunque declaradamente temporal, justificada por las circunstancias extraordinarias de la pandemia. La confianza generada por una década de impresión gratuita de dinero por parte del Banco Central apoyó la decisión.
La primera novedad planteada por Biden está dada por el hecho de proponerse continuar gastando aunque la economía se muestre encaminada en la recuperación, apoyado en esta misma confianza en que es posible gastar y emitir sin riesgo de un aumento en el costo de financiamiento. La segunda novedad, es un sesgo más “compensatorio” en el direccionamiento de dicho gasto. Con las transferencias directas a cada contribuyente, aumentará los ingresos del 20 % más pobre en un tercio en 2021, y el del 60% más pobre en más de una décima. Claro que se trata de pagos por única vez o temporarios, “que dejan inalterada la reproducción sistémica de la desigualdad”. Tomando los programas de conjunto, “la relación entre el gasto en capital y el dirigido al trabajo todavía se inclina fuertemente hacia las grandes empresas”. Para calibrar sobriamente la relación con las políticas anteriores, Watkins señala que los pagos sociales compensatorios y la inversión de capital “no están fuera del repertorio de políticas neoliberales”; al mismo tiempo, “la puja de la izquierda por un salario mínimo de USD 15”, que podría haber resultado sumamente revulsiva para las condiciones imperantes en las relaciones laborales, “fue cortésmente ignorada”. Agreguemos que en la negociación con los republicanos para aprobar el plan de infraestructura, podría reducirse el pretendido aumento de impuestos a las corporaciones, o al menos eso intenta todavía la oposición.
En síntesis, si la nueva administración apela al gasto fiscal en mayor escala y le da un nuevo sesgo, es para intentar recuperar la legitimidad del régimen, y así defender mejor los intereses de las grandes empresas y ganar aire para la disputa con China. No hay un quiebre con las promesas realizadas por Biden en 2019 de que los ricos no tenían nada que temer a una administración suya. Su objetivo, les decía entonces a algunos de sus aportantes de campaña más adinerados, era actuar en los márgenes (márgenes sobre los cuales “podemos tener desacuerdo” de donde se ubican, reconocía). Esa intervención “marginal” apuntaba a asegurar que “nada va a cambiar en lo fundamental” [3]. Watkins lo resume así:
La “Bidenomics” podría verse como un paso hacia la reconfiguración del régimen capitalista centralmente monetizado e impulsado por la deuda en una forma más compensatoria: una “nueva tercera vía”, impulsada tanto por el choque populista como, sobre todo, por la fricción competitiva con una China en ascenso.
Apelando a la idea de “nueva tercera vía”, Watkins relaciona el actual “cambio de paradigma”, con nuevas herramientas de política económica y mayores “compensaciones” que no alteran cualitativamente el andamiaje de la política económica, con la llamada Tercera Vía impulsada por Bill Clinton y Tony Blair durante la década de 1990, en EE. UU. y Gran Bretaña respectivamente. Así como
las duras políticas de lucha de clases del reaganismo y el thatcherismo dieron paso a versiones más suaves y apetitosas de lo mismo bajo Clinton y Blair (créditos fiscales, préstamos baratos, diversidad e inclusión), así bajo Biden, la monetización del Banco Central está suscribiendo una recompensa fiscal marginal por décadas de caída de los salarios reales y empeoramiento de las perspectivas laborales, preparando al país para una creciente competencia con China.
Talones de Aquiles
La apuesta de Biden se muestra mucho más ambiciosa en sus objetivos de lo que se preveía antes de asumir. También enfrena varios riesgos que podrían empantanarla. Aunque el Partido Demócrata cuenta con mayoría en ambas cámaras del Congreso, esto no asegura que pueda continuar con la aprobación de sus programas. La American Rescue Plan Act pudo ser aprobada sin apoyo de los Republicanos. Esto fue una muestra de fortaleza de la administración, que no dependió de negociar con la oposición. Pero, de cara a sus próximos proyectos legislativos, podría encontrar dificultades si no encolumna a todos los Demócratas. La estrategia en el American Jobs Plan ahora pasa por el contrario con alcanzar un acuerdo con los Republicanos, pero eso significó recortar la propuesta inicial en más de USD 500.000 millones. A pesar de los grandilocuentes objetivos declarados de modernizar la infraestructura para competir con China, el ya de por sí modesto plan de invertir por año unos pocos cientos de miles de millones de dólares (ya que el monto total se gastará en 8 años), que tendría un impacto insignificante en una economía cuya producción anual supera los USD 20 billones, queda todavía más raleado después de esta poda.
A futuro, se le pueden abrir frentes en su propio partido. Es que los cuestionamientos a la dirección de la política económica no provienen solo desde sectores afines al Partido Republicano, tradicional custodio de la contención del gasto público para bajar impuestos, o desde la prensa financiera más recalcitrante. También se alzaron voces contrarias como la de Lawrence Summers, economista vinculado a los Demócratas que jugó un papel clave en las reformas neoliberales de los años de Clinton y participó del equipo de asesores de Obama a comienzos de su presidencia. Se trata del mismo economista que durante buena parte de la última década advirtió sobre la perspectiva de un “estancamiento secular”, lo que era resultado de ciertos cambios estructurales de la economía estadounidense, pero también de la debilidad de las medidas tomadas durante la administración de Obama para estimular el crecimiento. Hoy transmite una opinión bastante diferente. Según expuso en un debate previo a la aprobación de la American Rescue Plan Act, a diferencia de 2009, cuando el “estímulo fue demasiado pequeño”, ya “en 2020, la situación era diferente: el estímulo fue del doble del tamaño que tenía la brecha de producción”, es decir, de la diferencia entre el nivel al que había caído el producto como consecuencia de la crisis y la proyección de tendencia previa. Si ya las medidas de 2020 habían sido excesivas para este economista, el primer paquete de Biden era en su opinión cuatro veces lo que podía requerirse este año [4]. Por eso habla de una amenaza de “recalentamiento”.
La de Summers está lejos de ser una voz solitaria. Si bien como resultado de más de una década de emisión monetaria sin consecuencias en materia de precios ni de tasas de interés se afianzó la noción de que el Estado norteamericano puede seguir endeudándose sin que esto se convierta en una carga gravosa, lo que con la llamada Teoría Monetaria Moderna quedó plasmado en una pretenciosa construcción conceptual que alcanzó notable popularidad, ya desde el año pasado se escuchan cada vez más las advertencias por los “peligrosos” niveles de emisión y endeudamiento.
Estos llamados de atención parecieron verse convalidados con el dato de inflación de abril, que escaló 0,8 y fue de 4,2 % anual. Estos niveles, que mirados desde la Argentina pueden parecer envidiables, fueron vistos como una confirmación del anunciado recalentamiento. Sin embargo, días antes, el reporte del empleo había mostrado todo lo contrario. La economía norteamericana había mostrado en abril una desaceleración en la recuperación del empleo que venía exhibiendo en meses anteriores, y el desempleo volvió a repuntar hasta 6,1 %, exhibiendo una situación de precariedad. Estas señales “mixtas” agregan incertidumbre a las proyecciones sobre la economía de este año, y dan pie tanto a quienes presionan por poner un freno a los estímulos como a quienes buscan acelerarlos.
Pero aunque los fundamentos de la economía no habiliten la pretensión de frenar los estímulos con la que disparan los críticos de los “excesos” del paquete de Biden, los “mercados” –es decir, los grandes empresarios, bancos y fondos de inversión que son beneficiados en parte por el gasto pero también resisten los aumentos de impuestos– pueden actuar “con los pies”, poniendo límites a los márgenes de acción del Tesoro para gastar. Una posible respuesta a la mayor inflación es una desvalorización de los bonos norteamericanos, como resultado de que sus tenedores proyecten que la Reserva Federal (Fed) pueda subir las tasas para enfrentar la inflación. Aunque la Fed demore esta medida, que hasta hoy su titular Jerome Powell no muestra intención de tomar –todo lo contrario– la devaluación de los bonos del Tesoro en el mercado ya se traduce un mayor costo de financiamiento del gasto público. La idea de gastar y endeudarse sin consecuencias a perpetuidad podría encontrar sus límites por ese lado.
Pero una cuestión todavía más ominosa para un capitalismo “centralmente monetizado” que como recuerda Watkins está “balanceado sobre montones de deudas, con la inestabilidad financiera un riesgo siempre presente”, es que se aceleren las condiciones en que este último riesgo pueda materializarse. El fin de las tasas de interés “cero”, dejaría “a los Estados y empresas con deuda denominada en dólares críticamente vulnerables a reversión de los flujos de capitales, con el riesgo de una concatenación de crisis de cuenta corriente y de tipo de cambio comparables a las de 1998”. La seguidilla de crisis que se iniciaron ese año continuó con una onda expansiva que tuvo al colapso de la Convertibilidad en la Argentina en 2001 como uno de sus episodios más estruendosos. Aunque estas puedan pegar más en los países “emergentes” que en el propio EE. UU., eso es algo que no está para nada asegurado, en un mundo que navega sobre un mar de deudas gigantesco como el actual.
Más allá de estos riesgos potenciales de escenarios críticos que produzcan un shock en la economía mundial y la del propio EE. UU., aún sin un escenario de ese tipo resulta improbable que se pueda sostener la combinación “virtuosa”, doblemente expansiva, de la política fiscal y monetaria que parece imaginar el equipo económico de Biden presidido por la Secretaria del Tesoro Yanet Yellen (quien comandó la Reserva Federal entre 2014 y 2018). Si la política fiscal expansiva empieza a ser contrarrestada por una política monetaria contractiva, aunque solo lo sea moderadamente, el objetivo de continuar con un boom económico que no repita en esta década la endeblez del crecimiento que siguió a la Gran Recesión, podría volverse más esquivo. Y con ello también podría volverse más complejo conjurar la lucha de clases –que ya con pequeñas muestras evidenció que no le dará respiro– o evitar que vuelva a expresarse con fuerza la “furia populista”.
El propósito de Biden de mostrar que es posible reciclar un “capitalismo progresista” puertas adentro para reforzar el dominio reaccionario del imperialismo norteamericano sobre los pueblos oprimidos de todo el mundo, enfrentando a los aspirantes a potencia hegemónica que se proponen disputarle su primacía, puede encontrar en todo esto su talón de Aquiles.
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