Apuntes sobre el bonapartismo judicial en América Latina. Algo de historia y un debate clásico entre Kelsen y Schmitt buscando entender la realidad de las gelatinosas democracias capitalistas de la región.
El affaire de los cuadernos de Centeno no solo pone sobre la mesa, bajo la forma de operación política, el amplio entramado de corrupción endémico del Estado capitalista, sino también una tendencia muy actual en América Latina: el creciente protagonismo del Poder Judicial al interior de los regímenes políticos.
Este fenómeno tiene su expresión paradigmática en el vecino Brasil en la operación Lava Jato, con su conductor Sergio Moro (inspirado en el Mani pulite italiano), y en todas las instancias judiciales, desde Corte Suprema hasta el Tribunal Superior Electoral. El Poder Judicial supo vetar sin fundamentos a Lula como ministro en 2015, colaboró con el golpe institucional a Dilma Rousseff, y actualmente mantiene preso a Lula en una causa muy floja de papeles y todo indica que será proscripto para las próximas elecciones.
Entre los caracteres más destacados de este tipo de accionar judicial están: a) el avasallamiento de derechos democráticos elementales, que si bien es la regla contra el pueblo trabajador, en este caso se utilizan para dirimir disputas interburguesas (mecanismos como la delación, prisiones sin condena, escuchas ilegales, etc.); b) aceitada articulación entre poder judicial, policía, servicios de inteligencia y medios masivos de comunicación; c) papel central de jueces y fiscales entrenados directamente en los “cursos” del Departamento de Estado norteamericano; d) abierto direccionamiento de las causas –más allá de quiénes aparezcan implicados en un primer momento- hacia determinados actores políticos y económicos–excluyendo siempre los negociados de empresas imperialistas.
Varias de estas características, en un contexto diferente, las podemos percibir hoy en Argentina.
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Tendencias bonapartistas y casta judicial
Actualmente el “arbitraje” judicial en general y los “golpes institucionales” en particular parecen querer emular de algún modo el papel de tutelaje político de los “partidos militares” que fueron característicos en la región. Podemos hablar de una especie de “bonapartismo judicial”. ¿En qué sentido?
Si abordamos la cuestión superficialmente en términos de “división de poderes”, las tendencias bonapartistas parecerían asociadas exclusivamente al Poder Ejecutivo. Sin embargo, no debemos perder de vista que la supuesta “ley eterna”, como ironizaba Marx, de la división de poderes forma parte de un sistema de engranajes dentro de las repúblicas burguesas para garantizar la eficacia de la dominación sobre las grandes mayorías. Y sobre todo, que la categoría de “bonapartismo” en el marxismo no refiere solo al gobierno sino también al régimen político.
León Trotsky señalaba que en su definición más general el bonapartismo busca elevarse por sobre los campos en lucha para preservar la propiedad capitalista e imponer el orden, y agregaba, “elimina la guerra civil, o se le sobrepone, o impide que vuelva a encenderse”. Ahora bien, el “bonapartismo judicial” que estamos intentando definir no refiere a un régimen bonapartista plenamente formado, sino al desarrollo de tendencias al bonapartismo más o menos inscriptas dentro de regímenes democrático-burgueses. Pero tampoco se trata de tendencias aisladas, sino de un período de incubación de regímenes más bonapartistas y crisis de la democracia capitalista.
En los últimos años, el “ciclo virtuoso” económico que sirvió de marco para los llamados gobiernos “posneoliberales” (de desvío o preventivos luego del ciclo de levantamientos de principios del siglo XXI) cambió de signo claramente. Se han estrechado las bases para la hegemonía burguesa –que como decía Gramsci “si es ético-política no puede no ser también económica”–, dando lugar al desarrollo de elementos de crisis orgánicas en varios países de la región. Se trata de un terreno fértil para la polarización social, como expresa el ejemplo de Brasil con el ascenso electoral del ex-militar de ultraderecha Jair Bolsonaro.
Este escenario de crisis motoriza una mayor presencia de tendencias bonapartistas. Dentro de ellas su expresión actual alrededor del poder judicial responde tanto al bajo nivel de lucha de clases que aún existe en la región como al peso que han adquirido las ilusiones en la democracia capitalista en las últimas décadas. Cabe recordar que el fenómeno de regímenes democrático-burgueses relativamente estabilizados en muchos países de la América Latina desde los años 80 del siglo pasado constituye una verdadera novedad histórica.
Entre Kelsen y Schmitt
En este escenario, el poder judicial asume la doble tarea de desarrollar las tendencias bonapartistas y presentarse, al mismo tiempo, como supuesto garante del “estado de derecho”. Una articulación difícil desde el propio discurso jurídico burgués. Hace poco menos de un siglo, dos de los principales juristas burgueses del siglo XX, el alemán Carl Schmitt y el austriaco Hans Kelsen cruzaron lanzas sobre este tema en la clásica polémica sobre quién debía ser “el guardián” de la Constitución.
El escenario de fondo del debate era paradigmático desde el punto de vista de la polarización social y política. Nos referimos a la crisis de la república de Weimar. Allá por 1931 el hundimiento de la coalición socialdemócrata en Alemania trajo la asunción del Canciller Heinrich Brüning quien gobernaba a través de reglamentos presidenciales. Schmitt, teórico del “estado de excepción”, que supo defender en su momento a Brüning, publicará aquel año El guardián de la Constitución, un alegato en favor del bonapartismo a través de la figura del presidente del Reich. Kelsen, teórico de la superioridad de “la norma fundante”, le saldrá al cruce con su trabajo “¿Quién debe ser el guardián de la Constitución?” donde sostiene que esta tarea debe recaer sobre un órgano jurisdiccional (Tribunal Constitucional).
Ambos autores por motivos diversos excluyen como posible “guardián de la constitución” al parlamento. Para Kelsen, aquel órgano jurisdiccional, situado por encima de los enfrentamientos políticos cada vez más agudos que amenazaban a la democracia burguesa, era el que podía garantizar la coherencia de la acción del parlamento y el Estado con la Constitución por sobre los intereses en disputa. Para Schmitt, el problema no era la polarización política sino la propia democracia y el parlamentarismo mismo con sus mayorías inestables que imposibilitaban la acción gubernamental. El presidente era quien podía garantizar la unidad del Estado, en tanto que él era quien decidía sobre el “estado de excepción”, sobre la suspensión de derechos constitucionales para garantizar el orden.
Entre los muchos argumentos, que sería imposible agotar en estas líneas, Kelsen le reprochaba a Schmitt que toda su interpretación de fortalecer los poderes del presidente como guardián de la constitución tenía más que ver con una dictadura, y no se equivocaba. Schmitt, por su parte, consideraba que el planteo de Kelsen podía derivar en un poder de los jueces que los transformase en árbitros políticos, y tampoco se equivocaba. Pero una de las diferencias fundamentales entre ambos enfoques, era que mientras Schmitt estaba pensando desde situaciones críticas para la dominación burguesa, Kelsen lo hacía bajo el presupuesto del funcionamiento más o menos “normal” de sus instituciones permitiendo contener en sus marcos los intereses de clase enfrentados.
Si tuviéramos que situar en aquellos términos el “bonapartismo judicial” que estamos analizando lo encontraríamos en algún inestable lugar intermedio entre la normatividad de Kelsen y la excepción de Schmitt. El modelo –tomando el caso brasilero– sería una casta judicial se propone como garante de la legalidad burguesa al mismo tiempo que la viola para conseguir sus fines. Un Poder Judicial que se propone, en nombre del “estado de derecho”, asumir buena parte de las tendencias bonapartistas del régimen necesarias para sobrellevar los elementos de crisis política y económica. Un intento de judicializar la cada vez más pronunciada lucha de intereses para contenerla dentro del orden burgués.
Excepción y norma en la periferia
Llegado este punto, es pertinente preguntarnos de dónde puede sacar su fuerza por estas latitudes, el poder judicial –o un sector del mismo– para llegar a cumplir un papel tan prominente dentro del régimen. Es un hecho que en la región, tuvo especial influencia el modelo norteamericano, más difuso, donde la amplia casta judicial se transforma en “guardián de la Constitución”, a diferencia del modelo kelseniano de un Tribunal Constitucional único. Sin embargo, para responder a nuestra pregunta es necesario introducirnos en el mapa de fuerzas sociales de la periferia capitalista.
Trotsky señalaba que: “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal”. Con este esquema analizaba las características “sui generis” del bonapartismo en la periferia. Los consideraba bonapartismos sui generis “de izquierda” cuando se apoyaban en el movimiento obrero regimentado para regatear con el imperialismo (Cárdenas en México o Perón en Argentina, por ejemplo). Mientras que el rol decisivo del imperialismo era un componente esencial en la constitución de bonapartismos de derecha contra los trabajadores, como los constantes golpes militares que atravesaron América Latina.
Ahora bien, a pesar de la generalización y relativa estabilización de regímenes democráticos burgueses en la región, aquella configuración de fuerzas de clase en el escenario nacional sigue traduciéndose, con mayores mediaciones según el caso, en “condiciones especiales de poder estatal”. El papel decisivo del capital extranjero es fundamental para entender la capacidad de arbitraje del Poder Judicial en una situación como la actual donde el imperialismo norteamericano ha retomado una agenda más agresiva hacía la región. Viendo el caso de Brasil, con el intento de remodelación del régimen político –de resultado aún incierto–, con el disciplinamiento de las llamadas “global players”, el avance sobre Petrobras, el ataque a los sectores de tecnología de punta, etc., no es aventurado decir, que un sector del imperialismo norteamericano busca constituir al bonapartismo judicial como una vía de injerencia para imponer sus intereses.
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Dicho esto, es importante resaltar el papel esencial de las fuerzas represivas en el bonapartismo judicial. No tanto de las fuerzas armadas (aunque militares brasileros no se privaron de presionar públicamente al poder judicial para que encarcele a Lula) sino de un entramado de fuerzas policiales y servicios de inteligencia. En el ejemplo de Brasil, la Policía Federal fue el principal brazo armado de la Lava Jato. Sin embargo, sería una idea equivocada pensar que el bonapartismo judicial reemplaza a los bonapartismos de derecha basados directamente en fuerzas militares y el aparato represivo en general. Estas alternativas, o incluso determinadas combinaciones de ambas, están indisolublemente ligadas al nivel de desarrollo de la lucha de clases, que en la actualidad todavía es relativamente bajo y no parece justificar variantes más radicales.
El bonapartismo de toga es una vía para fortalecer “por arriba” –intentando conjurar el desarrollo de la lucha de clases– los intereses capitalistas contra el pueblo trabajador, y dentro de las clases dominantes, del imperialismo norteamericano frente a determinados grupos capitalistas locales, así como también contra el avance de competidores (en especial, de China cuya inserción en la región dio un enorme saltó en la última década). Un arbitraje mucho más bonapartista que el imaginado por Kelsen a la hora de pensar el papel de su tribunal y con aspectos que se tocan con el “estado de excepción” que teorizara Schmitt. Una combinación “sui generis” especialmente funcional aquí donde el peso del capital extranjero es determinante.
Corrupción y democracia capitalista
El bonapartismo judicial no es plebiscitario a lo Schmitt pero intenta actuar coordinadamente con los grandes medios masivos de comunicación sobre la opinión pública para legitimar sus acciones con las grandes puestas en escena de los arrestos, las “filtraciones” selectivas, pero sobre todo a través de un componente “hegemónico” ligado a “la lucha contra la corrupción”. El arte de operaciones como la Lava Jato, donde se abre una caja de pandora en la que en principio aparece implicado gran parte del régimen, consiste en direccionar la legítima bronca de las masas con la corrupción capitalista hacia determinados actores del sistema político y económico [1].
Sin embargo, la corrupción es un elemento indispensable para el funcionamiento “normal” del Estado burgués y la democracia capitalista. Como señalaba Engels, hace casi 130 años:
La forma más elevada del Estado, la república democrática […] no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América un modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa.
Es decir, la corrupción es clave para llenar el hiato que existe entre el discurso oficial del Estado como representante del “interés general” y su realidad como “junta administradora de los negocios de la burguesía”.
Esta corrupción no necesariamente tiene que ser por definición “ilegal”. Por ejemplo, en EEUU una buena parte de la corrupción está legalizada a través del llamado lobbying, con el que las corporaciones ofrecen dinero a cambio de favores, tráfico de influencias, o acceso a determinadas esferas para hacer negocios. El financiamiento de las campañas electorales es esencialmente privado, y no hablamos de monedas, sino de campañas que de conjunto llegan a sumar algunos miles de millones de dólares. Desde luego, el modelo Aranguren de los CEO –en este caso la Shell– que pasan a controlar determinadas ramas de la administración pública para beneficiar a sus empresas es moneda corriente.
La ecuación entre corrupción legal e ilegal es particular según cada Estado. No casualmente en los países imperialistas con Estados y regímenes democrático-burgueses más sólidos, la corrupción tiende a legalizarse y regularse, sin excluir la otra por supuesto. En los países semicoloniales o con rasgos semicoloniales, la proporción suele ser inversa. La diferencia es que la coima en vez de depositarse en cuentas bancarias controladas legalmente se debe entregar en bolsos en moneda extranjera [2].
Guardianes de la constitución
Si bien en las democracias burguesas los trabajadores y el pueblo votan un gobierno cada cuatro años, seis o lo que disponga la ley, los capitalistas, como suele decirse, “votan todos los días”. La corrupción no es más que el mecanismo mediante el cual la burguesía impone cotidianamente el voto censitario que la ley no puede reconocer por cuestiones de decoro. En este terreno no hay diferencias sustanciales entre los gobiernos de los CEO o los “nacionales y populares”, es el método que presupone la gestión “normal” del Estado capitalista, y que no por ello los hace menos responsables por montar los negociados. Lo que muestra es que son los trabajadores, por ejemplo, los que tienen que controlar la obra pública, y más en general, que la erradicación de la corrupción estructural del capitalismo tiene que ver con terminar con este sistema de explotación y opresión.
Frente a esto, quienes en la izquierda se ilusionan con que la idea de “Lava Jato hasta el final” para terminar con la corrupción capitalista tendrán que seguir esperando por tiempo indefinido, mientras el bonapartismo judicial avanza en sus intentos de tutelar al régimen político y cercenar derechos democráticos elementales de las masas. Al contrario, los que luchamos por una democracia infinitamente superior a la más democrática de las repúblicas burguesas, una democracia de consejos de trabajadores, sabemos que esta perspectiva se juega también, palmo a palmo, en la batalla contra las tendencias bonapartistas y en defensa de cada derecho democrático que se pretenda liquidar, porque de lo que se trata, frente a todos los “guardianes de la constitución”, es de desarrollar el “poder constituyente” del pueblo trabajador.
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