En este artículo, André Barbieri, dirigente del Movimento Revolucionário de Trabalhadores (MRT) de Brasil y editor de Ideias de Esquerda aborda bajo la categoría de “bonapartismo judicial” un tema candente que afecta, entre otros, a varios países de América Latina como es el papel de “arbitraje” político del poder judicial. Pasando revista por varios países de la región centra su análisis en el caso brasilero, verdadero laboratorio al respecto, y analiza cómo interactúan hoy diferentes instituciones del régimen en un juego entre diferentes formas de “bonapartismo”.
Tras las acciones golpistas del 8 de enero, el Poder Judicial de Brasil parece haber alcanzado una especie de “apogeo” en su prestigio. El Supremo Tribunal Federal (STF), que junto con el ex juez Sérgio Moro y la operación Lava Jato había servido de primer violín en la arquitectura del golpe institucional de 2016, pasó a reubicarse como adversario de Bolsonaro dentro del régimen. Los magistrados que proscribieron ilegalmente a Lula en las elecciones de 2018, que lo encarcelaron y habilitaron la presidencia de Bolsonaro, cambiaron su forma de actuar: rescataron a Lula con el objetivo de relegitimar las dañadas instituciones del régimen.
Bajo las altamente cuestionables credenciales de “defensores de la democracia”, los ministros del STF, en particular Alexandre de Moraes, conquistaron con su forma particular de bonapartismo, una eufórica fiebre de aplausos de amplios sectores. Hay que reconocer que en Brasil, el Poder Judicial, que está compuesto por una casta de jueces y magistrados que no fue elegida por nadie, pasó a instrumentalizar el justo repudio de las masas a la extrema derecha para consolidar el derecho de hacer política desde lo alto de las cortes.
Buena parte de la izquierda no tuvo problemas en saludar los mecanismos autoritarios del Poder Judicial cuando puso su mira –coyunturalmente– contra el reaccionario bolsonarismo, que emergió bajo su protección. Sin ir más lejos, Valério Arcary, de Resistencia (corriente interna del PSOL), partido que forma parte del gobierno de Lula-Alckmin, escribió pocos días antes del 2º turno de las elecciones presidenciales que “Alexandre de Moraes se transformó en una referencia internacional por el gigantismo de su papel en el combate a las fake news”. Así también opinaba el periódico The New York Times que, al sacar lecciones brasileñas sobre el sistema judicial estadounidense, clasificó a Moraes como “uno de los árbitros más poderosos en cualquier democracia global”.
Dentro del sistema de engranajes de las repúblicas burguesas para garantizar la dominación de la clase dominante, la política del árbitro judicial (revestido de combate a la extrema derecha) se transformó en uno de los eslabones más eficaces.
Bonapartismo y sus modos en la periferia capitalista
Las tendencias bonapartistas suelen ser asociadas exclusivamente con el Poder Ejecutivo. Sin embargo, la clásica “división entre poderes” no puede ocultar la conexión interna de todo el aparato funcional del Estado. Esa compleja red unitaria del Estado distribuye sus tareas para garantizar mejor la estabilidad del dominio burgués e impedir que las masas participen de la política.
Marx eternizó en El 18 Brumario de Luis Bonaparte las medidas de fuerza del sobrino de Napoleón para imponerse ante los órganos legislativos salidos de la Revolución de 1848, apoyado en los sectores atrasados del campesinado. Marx, sin embargo, veía la degradación bonapartista del conjunto del régimen, anotando los golpes y contragolpes que se pegaban mutuamente Bonaparte y la Asamblea Legislativa, con la participación más o menos directa del Poder Judicial francés. Con la derrota de las jornadas de junio en París y de la Primavera de los Pueblos en el ámbito europeo, cada uno de los poderes que se había unificado para aplastar al nuevo proletariado parisino pasó a desarrollar sus divergencias, cada cual buscando elevarse como fiel de balanza al interior del nuevo régimen que finalmente decantaría el Segundo Imperio.
En el marxismo, la categoría de bonapartismo se refiere, por lo tanto, no solo a la figura presidencial (al Ejecutivo) sino a las demás instituciones del régimen. Trotsky, en su último artículo “Bonapartismo, fascismo y guerra”, trata el fenómeno bonapartista como la elevación del poder estatal por encima de la sociedad debido a la acentuación exacerbada de la lucha de clases, como un intento de la clase dominante de mantener el dominio sin apelar al recurso de la guerra civil. El trabajo de preservar la propiedad capitalista y su orden se distribuye entre las instituciones del régimen, atravesadas por el cortocircuito de la polarización social.
Sin embargo, el bonapartismo en los países de la periferia capitalista adquiere una dinámica distinta, aunque compartan ciertas características centrales. En países como los de Latinoamérica, el papel que desempeña el imperialismo es central en moldear la vida económica y política. En marzo de 1939, Trotsky analizaba el caso mexicano, subordinado a Inglaterra y a Estados Unidos, para explicar la fuerza de la injerencia imperialista sobre los países dominados:
En los países industrialmente atrasados, el capital extranjero desempeña un papel decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto genera condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado.
En esta aproximación, estos elementos le dan al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de una naturaleza particular, que según Trotsky implica la elevación de ese gobierno, por así decirlo, por encima de las clases.
Se trata de una característica similar a la que vimos en los países imperialistas, aunque aquí estemos hablando de países subordinados al imperialismo, y por lo tanto configurados de una manera distinta. En realidad, los gobiernos bonapartistas sui generis en países subordinados al imperialismo pueden actuar de distintas maneras. Sea transformándose en un instrumento del capital extranjero y sujetando al proletariado a las cadenas de una dictadura policial (es el caso de los bonapartismos sui generis de derecha, como las dictaduras militares que hubo en el Cono Sur), sea maniobrando con el proletariado y haciéndole concesiones, ganando así la posibilidad de cierto margen de maniobra en relación a los imperialistas extranjeros, sin atacar las bases fundantes de esa subordinación estatal (como Cárdenas en México o Perón en Argentina).
El conjunto del régimen político, en las formaciones socioeconómicas de capitalismo atrasado, dependiente o con rasgos semicoloniales, actúa bajo la presión extranjera. El Poder Judicial es una de las cajas de resonancia de esa presión. En América Latina, la vertiente del bonapartismo judicial (o de la toga), sustituyendo en alguna medida la actuación de los partidos militares latinoamericanos de las décadas de 1960 y 1970, viene siendo utilizada para dirimir disputas interburguesas y evitar los choques de clases. En Argentina, la causa judicial promovida por un ala del régimen burgués (macrismo) contra otra, encabezada por Cristina Kirchner, configuró un ejemplo de campaña cuyo carácter políticamente persecutorio no se apaga por las responsabilidades políticas del kirchenerismo en la propia administración de la corrupción del Estado capitalista.
En Perú, los tribunales participaron de la ofensiva de la extrema derecha fujimorista contra el gobierno de conciliación de clases de Pedro Castillo, encarcelándolo y facilitando el trabajo represivo del gobierno golpista de Dina Boluarte. En Brasil, en 2016, el STF y las cortes superiores trabajaron junto con la proimperialista operación Lava Jato de Sérgio Moro (que había sido entrenado por el Departamento de Estado de Estados Unidos), para promover la destitución parlamentaria (impeachment) de Dilma Rousseff y habilitar el golpe institucional que aceleró los ataques a los derechos económicos y democráticos más elementales de las masas. Junto a las amenazas del general Villas Bôas y de los militares, pavimentaron el camino de Bolsonaro a la presidencia.
La situación de la lucha de clases, como decíamos, le da esa particularidad al bonapartismo judicial de hoy. A diferencia del caso francés en el siglo XIX y de los procesos de revolución y contrarrevolución en Europa en el siglo XX, la lucha de clases aun no es un factor relevante en el escenario político brasileño (aunque tenga relevancia regional, como en el caso de Perú y en los años anteriores en Chile, Colombia y Ecuador). Pero las enormes dificultades de la burguesía para presentar una nueva empresa estable que sustituya a los fracasos latinoamericanos tras el fin del beneficioso ciclo de las materias primas en los años 2000, generan una polarización social que acelera la degradación de los desgastados mecanismos de las democracias capitalistas y anticipan choques de clases que la burguesía busca evitar.
Este es un fundamento central de la acción del bonapartismo judicial que atraviesa Brasil. Este tipo de bonapartismo constituye un conjunto cohesionado de arbitrariedades que adquiere dinámica propia y surge como fruto de la crisis de representatividad de los partidos políticos. La crisis orgánica que según Antonio Gramsci emana de la crisis de autoridad del Estado ante el fracaso de las grandes empresas de la clase dominante, como fue el caso de las ilusiones de crecimiento permanente del neoliberalismo, que se rompieron con la crisis de 2008. En ausencia de enfrentamientos abiertos entre revolución y contrarrevolución, el papel del Poder Judicial es contener las posibilidades de enfrentamientos entre clases, preservando el orden, pero aumentando simultáneamente sus poderes arbitrarios, que siempre se volverán contra los trabajadores.
La toga y el imperialismo
El Poder Judicial es tradicionalmente un importante vehículo de presión del imperialismo y del capital extranjero sobre la estructura económica relativamente más débil de los países atrasados y dependientes, como ocurre en América Latina. No es casualidad que el Partido Demócrata estadounidense y su principal medio de comunicación, The New York Times, hayan puesto tanto énfasis en Moraes. Ya hemos mencionado el papel del Poder Judicial peruano en la consecución del golpe parlamentario que fue respaldado por Joe Biden.
En Brasil, en 2016, el Poder Judicial fue la institución por excelencia –junto con la Operación Lava Jato– utilizada por el Partido Demócrata para hacer avanzar los intereses de las multinacionales imperialistas estadounidenses en los sectores de la energía y la construcción contra los llamados global players brasileños como Petrobras, Odebrecht, Camargo Corrêa, con negocios ultramar en África. Pero no es sólo en la economía que el imperialismo estadounidense instrumentaliza el bonapartismo judicial como medio de injerencia para imponer sus intereses. El reaccionario Bolsonaro es un aliado de primer orden para Donald Trump (rival de Joe Biden y probable contrincante de los demócratas en las elecciones presidenciales de 2024). Haciendo uso de la demagogia democrática (de los mismos promotores de golpes de Estado e intervenciones militares en todo el mundo), Biden (así como a la prensa dominante) utilizó a Moraes y al Poder Judicial brasileño para fortalecer la campaña de Lula. Las conferencias de Moraes a empresarios en Nueva York sobre la democracia brasileña no son pura casualidad. Tampoco el acercamiento de Lula a Biden, que llegó incluso a votar con Estados Unidos a favor de una resolución de la ONU sobre la guerra en Ucrania.
Los ataques económicos contra los trabajadores son de interés prioritario para el imperialismo, y la justicia brasileña ha mantenido en pie todas las principales contrarreformas del bolsonarismo y la derecha, a veces anticipándolas. Fue el caso de la nefasta reforma laboral, ya discutida en los tribunales antes de ser aprobada bajo el gobierno golpista de Temer en 2017, o la tercerización irrestricta, puerta de entrada a los escándalos de trabajo esclavo en el país. Un ejemplo paradigmático es la privatización del metro de Belo Horizonte. Un juez de primera instancia denegó los pedidos de suspensión de la subasta del metro, que fue comprado a un precio muy bajo por un empresario vinculado a casos de trabajo esclavo. Mientras tanto, el Tribunal Regional de Trabajo hostigó la huelga de los trabajadores del metro que luchaban contra la privatización, exigiendo la circulación del 100% de los trenes en horario pico, violando abiertamente el derecho de huelga. Este patrón se repite y denota el odio de los tribunales burgueses contra la lucha de la clase trabajadora.
Aún en este punto, para actuar a favor de los mandatos de Washington, el Poder Judicial brasileño se inspira en el modelo estadounidense. Está formado por una casta vitalicia y privilegiada, con tribunales superiores (como la Corte Suprema estadounidense) nombrados mediante negociaciones entre las fuerzas políticas predominantes e instituciones como el Senado, sin intervención del voto popular en el nombramiento de jueces y fiscales. Si este equilibrio de poderes se fundó originalmente en la oposición a la tiranía, frente al absolutismo monárquico (véase Montesquieu), lo cierto es que su papel histórico –en primer lugar en Estados Unidos– fue limitar al mínimo la incidencia de la soberanía popular en las democracias burguesas, basada precisamente en la defensa de la legalidad de la propiedad capitalista. Todo el sistema jurídico se basa en constituciones que a veces datan de hace dos o tres siglos (varias décadas en el mejor de los casos) en muchos de sus núcleos fundamentales, que sirven de sacralización del “poder constituido” y limitan todo “poder constituyente” del pueblo trabajador. Para el Poder Judicial, “¡hasta el hecho de que las masas sean dominadas, gobernadas, poseídas, debe ser reconocido y admitido como una concesión del cielo!”, como ironizaba Marx ante los togados prusianos.
Así, la estructura judicial es un vehículo para fortalecer “desde arriba” –en un intento de impedir el desarrollo de la lucha de clases– los intereses imperialistas contra el pueblo trabajador. Volviendo a la definición de Trotsky de bonapartismo a la luz del Poder Judicial, no es difícil descubrir que el STF, Alexandre de Moraes y los demás tribunales no tienen ninguna inclinación democrática. Constituyen un instrumento de presión del imperialismo, que actúa elevándose por encima del eje del campo de disputa interburguesa (ahora entre Lula y los bolsonaristas) para impedir el desencadenamiento de procesos políticos que podrían alimentar la lucha de clases y poner en peligro el orden capitalista. No hay nada más alejado de una posición socialista y anticapitalista que apoyarse en semejante institución. De ahí la necesidad de combatir el bonapartismo de la toga de forma independiente, con los métodos de la clase obrera, y no confiar en un poder que sirve fielmente a las órdenes del establishment capitalista.
Tres bonapartismos y su reordenamiento en Brasil
Hablamos, por tanto, de tendencias bonapartistas que atraviesan todas las instituciones del régimen, no sólo el Ejecutivo. El desarrollo de tendencias hacia el bonapartismo está más o menos inscrito dentro de los procesos de degradación de las democracias capitalistas en todo el mundo.
En Brasil, el bonapartismo judicial coexiste con otros dos tipos de bonapartismo. Uno está encabezado por Lula en la presidencia, y el otro por la extrema derecha bolsonarista, junto con los militares (que involucra no sólo a los rangos inferiores, sino a sectores de la cúpula). El bonapartismo hiperpresidencialista de Lula es apoyado por el “centrão”, una miríada de partidos regionales que de conjunto son una fuerza parlamentaria. Este “centrão”, con sus partidos fisiológicos, tradicionalmente se conectan con el gobierno de turno, lo que en Brasil se conoce como "presidencialismo de coalición", a partir de componendas parlamentarias que permiten la transacción de miles de millones de reales en trámites presupuestarios, cuya titularidad es compartida entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. La creciente fuerza del “centrão”, que encabezado por Arthur Lira fue un fiel aliado de Bolsonaro (hoy la presidencia de Lira en Diputados es apoyada por Lula) otorga un nuevo poder de presión al Poder Legislativo. El Poder Judicial y el “centrão” como fuerza decisiva en el Legislativo, trabajan en conjunto con Lula, disputando cada uno su porción de poder.
Esta combinación era distinta en el ciclo 2019-2022. Mientras Bolsonaro gobernaba, el hiperpresidencialismo del Ejecutivo (inextricablemente ligado a los militares) recibía el apoyo del “centrão”, y representaba un proyecto bonapartista que, en buena medida, mantenía abiertas disputas con el bonapartismo judicial. Esto no impidió que, en ocasiones, representantes de ambos se reunieran. Como hemos dicho, los enfrentamientos del poder judicial con Bolsonaro, bajo la batuta del Partido Demócrata estadounidense (que no podía aceptar la reelección de un aliado de Trump en la mayor economía de América Latina), dieron a los tribunales la falsa cobertura democrática que necesitaban para borrar las marcas de su actividad en 2015-16 y avanzar en sus métodos autoritarios con el barniz de la “defensa de la democracia”.
Con el triunfo de Lula, hubo un reacomodamiento en la relación entre los bonapartismos. Por un lado, el bonapartismo bolsonarista-militar dejó el nicho presidencial para concentrarse en la base de votantes de extrema derecha (la pequeña burguesía reaccionaria, los militares de rango medio y bajo, las alas burguesas del agronegocio, entre otros), en su mayoría los que apoyan medidas como las del 8 de enero, cuyo fracaso lo puso coyunturalmente en una posición defensiva. Los militares, que se debilitaron tras la debacle de ese evento, se encuentran en un proceso de reconfiguración interna, en el que los sectores "garantistas" de la cúpula ganan preeminencia en el reposicionamiento del Ejército, salvaguardando su impunidad y sus intereses en el gobierno de Lula-Alckmin. Mientras tanto, la estructura militar –especialmente los rangos inferiores, pero también los segmentos trumpistas de la cúpula– aún preserva su relación con el bonapartismo bolsonarista y recobrará fuerza con las concesiones lulistas y posibles problemas económicos.
Por otro lado, hubo un acercamiento entre el bonapartismo judicial y el hiperpresidencialista, que ensayan una construcción común impregnada de contradicciones. Lula, que también desarrolla métodos bonapartistas para intentar gobernar un país partido al medio, recibe por ahora la colaboración más o menos permanente del Poder Judicial para contener al bolsonarismo dentro de las fronteras de lo ya absorbido por las instituciones. Esta colaboración no oculta las disputas estratégicas que habrá entre el Ejecutivo y el Poder Judicial, algo de lo que no pudo escapar a Lula, detenido en 2018 por el combo STF-Lava Jato. Sabiendo que está en su mejor momento, Lula busca construir su autonomía frente a la toga para las disputas futuras. El gobierno Lula-Alckmin, elegido a través de un frente amplio que involucró el apoyo de diversos sectores burgueses, del capital financiero y de la derecha, y que cuenta con la integración directa de organizaciones de masas (centrales sindicales), da importante muestra de unificación del régimen político, y en esa medida combina sus métodos con el autoritarismo judicial.
Este reordenamiento de alianzas entre fuerzas bonapartistas tiene consecuencias. En Brasil, el Poder Judicial es parte de los poderes autoritarios que sostienen el orden capitalista y sus abusos, dentro del curso de degradación de la democracia burguesa brasileña. La novedad está en la alianza coyuntural entre los bonapartismos judicial e hiperpresidencial –que tienen sus propias disputas por la preeminencia en el régimen– para poner en jaque al bonapartismo bolsonarista-militar, ahora separado del poder pero fuerte como movimiento. Esta coalición circunstancial, altamente inestable, puede cambiar según la coyuntura económica y la lucha de clases, como vimos en 2015, cuando el Poder Judicial fue el mayor artífice del golpe institucional, disputando con el Ejecutivo su preeminencia. Si en 2018 vimos dirimirse disputas interburguesas a través de la manipulación judicial del proceso electoral, el encarcelamiento de Lula, prohibiéndole dar una entrevista, el “secuestro” de millones de votos de la población del noreste brasileño (donde Lula tiene mucha base social) y la connivencia con el chantaje militar, ahora vemos los signos cambiados: el uso de métodos bonapartistas para reimplantar una aparente identidad democrática en el régimen. Alexandre de Moraes es quien define qué son las "fake news", autorizó la vigilancia de los militares en el proceso electoral y hasta se arrogó el derecho de prohibir manifestaciones, algo que, si ahora se dirige coyunturalmente contra los bolsonaristas, se volverá sin dudas contra la clase trabajadora y la izquierda.
La oposición al bonapartismo bolsonarista-militar, sin embargo, no implica de ninguna manera que sus bases sean enfrentadas por el Poder Judicial. Así como Lula y otros petitas confraternizan con figuras del bolsonarismo para rehabilitar el régimen político a los ojos de las masas, el Poder Judicial preserva los principales pilares de apoyo de Bolsonaro. La policía, los militares de bajo y mediano rango, sectores de la cúpula, los terratenientes del agronegocio y los “garimpeiros” ilegales ligados a las madereras, empresarios defensores del trabajo esclavo, todos estos actores, indispensables para el proyecto bonapartista de Bolsonaro, son preservados por el bonapartismo judicial. Alexandre de Moraes llegó incluso a un acuerdo con el futuro presidente del Superior Tribunal Militar (STM) para juzgar a militares involucrados en los acontecimientos del 8 de enero, para dar a los altos mandos mayores certezas de impunidad con rostro “democrático”. ¿Quién dijo que el poderoso Moraes era la “salvación”?
Kelsen versus Schmitt, y la lucha de clases
¿Y a quién le cabe la tarea de estabilizar el orden capitalista? ¿Al bonapartismo judicial o al bonapartismo hiperpresidencialista? ¿O a ambos? Si nos mantenemos en el estricto terreno elegido por la burguesía, la garantía de la legalidad institucional en la república democrática está en manos del conjunto de sus instituciones. Dentro de la división de poderes, en momentos de crisis de la autoridad estatal y de debilitamiento de los vínculos entre representantes y representados, la disputa de cada poder por una mayor relevancia ante los demás se hace más o menos abierta, en sintonía con la degradación bonapartista de los regímenes democráticos.
Aunque las circunstancias del bonapartismo judicial en Brasil son muy particulares, el aumento de las tendencias autoritarias a través del Poder Judicial y las disputas dentro del régimen resuenan al viejo debate Kelsen-Schmitt de principios del siglo XX. La diferencia central era que el debate se refería a Alemania, la mayor potencia imperialista europea, y no a los países de capitalismo atrasado. Hemos rescatado algunos aspectos de este debate para echar luz sobre el problema específico latinoamericano. Matías Maiello retoma la discusión entre el jurista alemán Carl Schmitt y el jurista austríaco Hans Kelsen para interpretar el fenómeno latinoamericano. El escenario histórico del debate se situó durante la crisis de la República de Weimar en Alemania, cuando se hizo evidente que el compromiso constitucional de la burguesía, tras la derrota de la revolución alemana, era imposible frente a la nueva carrera militarista. El objeto de la contienda era afirmar positivamente quién debía ser el “guardián de la Constitución”, cuestión planteada por Schmitt en 1931, durante el gobierno de Heinrich Brüning, cuando los mecanismos normales de la democracia empezaron a fallar y se hizo más difícil contener los enfrentamientos entre revolución y contrarrevolución que se avecinaban.
Schmitt, el teórico del “estado de excepción” que tras el triunfo nazi se convertiría en adepto de Hitler, postulaba la defensa de la figura fuerte del Ejecutivo como guía excepcional del estado en tiempos de turbulencia. Su política consistía en que el enfrentamiento “amigo-enemigo” debía producirse en términos nacionales (en línea con las ambiciones alemanas de reordenamiento del equilibrio europeo tras la Primera Guerra Mundial), y que el orden terminaba cuando este enfrentamiento se producía en el plano interno, surgiendo la guerra civil como obstáculo a la soberanía estatal. En ese momento, se opuso a los enfrentamientos entre nazis y comunistas, aunque fue muy crítico con las organizaciones de masas del movimiento obrero, y buscó en el fortalecimiento de la figura del Ejecutivo la respuesta para obstaculizar la vía del conflicto civil. Kelsen, teórico de la superioridad de la “norma fundante”, polemizó contra Schmitt, en el marco de la misma defensa imposible de la Constitución de Weimar. Postuló que la defensa de la Constitución y del Estado debía recaer en un órgano jurisdiccional, y no en el Ejecutivo. Para Kelsen, este órgano jurisdiccional, el Tribunal Constitucional, situado por encima de los enfrentamientos políticos cada vez más agudos que amenazaban la democracia burguesa era el que podía garantizar la coherencia de las instituciones del Estado con la Constitución. La norma fundacional de la República de Weimar, en el planteamiento kelseniano, se bastaría a sí misma para su defensa, que en momentos de fricción interna debería un Tribunal Constitucional salvaguardar la legitimidad del derecho fundacional en el Estado.
En este debate, tanto Kelsen como Schmitt pretenden neutralizar el enconamiento entre clases, pero con un sesgo opuesto: el austriaco manejó la teoría de la normatividad, mientras que el alemán manejó la teoría de la excepción. Como liberal, Kelsen defendió una respuesta para una situación de emergencia basada en la Constitución de Weimar, censurando las posiciones de Schmitt. Aunque se opuso al excepcionalismo de Schmitt, podemos decir que la defensa de un tribunal que interpreta el derecho constitucional por encima de la política es una posición sustancialmente autoritaria. Como conservador antiliberal, Schmitt abogaba por que las decisiones de emergencia del soberano excluyesen a los “enemigos” causantes de la crisis política, una posición bonapartista por excelencia.
La teoría constitucionalista de Kelsen parece ejecutar las reparaciones jurídicas necesarias en el aparato de soberanía estatal para volver a conectar los fusibles de la degradada democracia burguesa (en este caso, Weimar) y evitar la guerra civil. Las paradojas del Estado, la validez o no de los poderes constituidos y constituyentes, quedaban subordinadas al sistema normativo jurídico-legal que las rubricaba o no. Schmitt reprochó al jurista austriaco el carácter abstracto de la respuesta, pues entendía que la ausencia de orden impedía la primacía de la constitución. Como dice Jiri Pribán, el contrapunto del jurista alemán identifica una estructura social que diferencia entre “amigo-enemigo” como código binario de lo político, clasificando la soberanía como un sistema de medidas operacionales de autodefensa del poder burgués frente a las amenazas de la lucha de clases.
Cada uno, por lo tanto, a su manera y en defensa del Estado burgués, se basaba en sistemas autorreferenciados que eliminaban la posibilidad de que la lucha obrera resolviera con sus propios métodos los problemas planteados por el choque de las fuerzas estatales.
Si intentamos situar el caso concreto del bonapartismo judicial latinoamericano en este debate clásico, que tuvo lugar en un país imperialista (por tanto, con todos los límites en la analogía), quizás el mejor lugar sería un punto medio entre Kelsen y Schmitt, pero revestido de la novedad del panorama de América Latina, sometida al imperialismo y frenada por los efectos de la crisis capitalista que estalló en 2008, la pandemia y la guerra en Ucrania. En nuestro caso brasileño, lo que parece emerger es una especie de tenencia compartida de la Constitución y de la soberanía republicana entre el Ejecutivo y el Judicial, entre el bonapartismo hiperpresidencialista (Lula) y el de la toga. En esto, cuentan con el apoyo de la mayoría del Congreso, como mencionamos antes. La ausencia del escenario convulsivo de los años 30 es una de las explicaciones de este nuevo fenómeno, y hay una lógica burguesa eficaz en este razonamiento compartido: excluir la lucha de clases como método contra la extrema derecha y preservar la iniciativa de los mecanismos estatales para impedir que se desencadene la autoactividad independiente de las masas.
Mientras Moraes y el Poder Judicial brasileño sean vistos como “salvadores de la democracia”, los trabajadores no utilizarán sus métodos históricos independientes para llevar adelante la lucha contra la degradación autoritaria del Estado brasileño, que se filtra por todos los poros. Esto se sintió severamente en 2016, y la dinámica de la lucha de clases sin dudas hace que el Estado se prepare para usar sus armas contra la vanguardia obrera y popular que se oponga a los ataques consolidados.
Frente a esto, los aplausos de la izquierda a la actuación de un órgano estatal tan autoritario como el Poder Judicial no puede hacer avanzar ni un ápice la lucha contra la extrema derecha. Cuanto mayor sea el poder y el prestigio del bonapartismo de toga, más vulnerable estará la clase trabajadora para afrontar los desafíos que le presenta el enemigo concentrado en el Estado. Los trabajadores seguirían siendo rehenes de un bonapartismo judicial mucho más autoritario que en las líneas de Kelsen, y con similitudes sustanciales con el excepcionalismo de Schmitt. Ni el Poder Ejecutivo ni el Poder Judicial capitalistas son un baluarte contra las tendencias a la degradación de su democracia. Sólo la fuerza independiente de los trabajadores puede hacer frente a esta tarea.
Autoorganización y la autonomía de lo político
La confianza en el Poder Judicial ha dotado a buena parte de la izquierda de una posición política semi-kelseniana respecto a la defensa del statu quo frente a las embestidas del bonapartismo bolsonarista. Cualquier tipo de poder arbitrario de los tribunales sobre la política, a través del manoseo de la primacía de las leyes establecidas, puede servir para legitimar los poderes constituidos. Esta posición corresponde a la defensa más o menos abierta del gobierno de Lula-Alckmin o de aspectos de él.
Superar esta postura, que lleva a favorecer los mecanismos bonapartistas judiciales, es una tarea central de una izquierda socialista y revolucionaria. Contra el mecanismo antidemocrático de la división de poderes en el Estado burgués, con sus checks and balances utilizados para preservar el orden de la explotación capitalista, Marx opuso la experiencia parisina de 1871: la abolición de las figuras presidenciales y del Senado, y la unificación de los poderes Ejecutivo y Legislativo en una cámara única, en la que se abolirían todos los privilegios materiales de los funcionarios burgueses, y cuyos funcionarios –como los del Poder Judicial– serían controlados en todos los aspectos por los electores. De la experiencia de la Comuna de París se deriva un programa democrático-radical para hacer frente a las fuerzas autoritarias de la burguesía.
Debemos defender la elección popular de los jueces, que sean revocables en cualquier momento y que cobren el mismo sueldo que una docente, suprimiendo sus partidas presupuestarias auxiliares (como el grotesco subsidio para la vivienda). Para terminar con la juerga de empresarios y políticos del orden, en este sistema capitalista intrínsecamente devastado por la corrupción, todos los juicios deberían ser celebrados por jurados populares, suprimiendo los “tribunales superiores”. Esta es la forma de cuestionar esta casta de "príncipes de la toga" que no responden a nada y viven como monarcas, en una estructura de Estado que ha pasado prácticamente incólume desde la dictadura; correspondió a los juristas llenar el ordenamiento del régimen erigido sobre los decretos de los militares en el período de 1964 a 1985. Para atacar a la casta de jueces y magistrados, con mil y un lazos con los militares, hay que plantear la abolición de todos los privilegios materiales de los militares de alto rango, como las pensiones vitalicias y los altos salarios, fin de los tribunales militares superiores y juicio por jurado popular, ligado a la abolición de la Ley de Amnistía, apertura de los archivos de la dictadura y juicio y castigo de todos los responsables civiles y militares de crímenes de Estado durante el régimen militar. Al revés de los acuerdos de Moraes con el STM, es necesario juzgar y castigar a todos los responsables militares de las actividades golpistas del 8 de enero, incluido el Alto Mando. Sin esto, cualquier exigencia de “no amnistía” se convertiría en una fantasía. Ninguna confianza en el Estado y sus instituciones, ya que tales medidas sólo pueden ser llevadas a cabo por la lucha de clases.
Esta perspectiva está incluida en la consigna democrático-radical de Asamblea Constituyente Libre y Soberana, impuesta por la lucha y la autoorganización, que pretende abrir una brecha entre los capitalistas y los intereses de las masas oprimidas. Pone en manos de estas masas la discusión de la solución de los problemas estructurales del país, en choque con el conjunto del régimen político, sin tutela alguna de los poderes constituidos. Dentro de este desafío al orden por parte de los poderes constituyentes, que deben superar también la estructura judicial, se puede hacer una experiencia que avance hacia la superación de la democracia burguesa por un gobierno obrero de ruptura con el capitalismo.
Precisamente para cuestionar toda la estructura de poder del régimen hace falta enfrentar los problemas de la economía. Enfrentar al Poder Judicial en los países atrasados y dependientes de la periferia capitalista implica una lucha inevitable con el imperialismo. Esta lucha antiimperialista –que incluye el repudio al apoyo de Lula al gobierno golpista de Dina Boluarte en Perú– debe ser parte del programa contra las reformas económicas que avanzó la derecha en los últimos años. Una izquierda socialista y revolucionaria debe levantar la derogación completa e inmediata de las reformas laboral y previsional, y no lanzar una cortina de humo sobre este problema central con la defensa del programa burgués de “reducción de las tasas de interés” como hace el PSOL, que es parte del gobierno Lula-Alckmin. Hay que lograr a través de la lucha un verdadero contragolpe de masas contra el Poder Judicial y abolir la legislación que permite la tercerización irrestricta aprobada por los ministros del STF: es necesario terminar con toda la precariedad laboral, reducir la jornada de trabajo a seis horas sin reducción salarial y distribuir las horas de trabajo disponibles entre todos los que pueden trabajar, para que todos tengan empleos dignos y derechos. Lula hace demagogia con los derechos laborales, especialmente los de las mujeres, mientras ya dijo que mantendrá la reforma laboral, no toca la tercerización, que afecta sobre todo a las mujeres negras, y pretende formalizar la uberización: todas puertas de entrada a formas de trabajo análogas a la esclavitud. Contra esto es necesario luchar por plenos derechos laborales para todos. Esto sólo puede hacerse atacando a los capitalistas.
Consideramos fundamental la construcción de esta perspectiva. Que en su dinámica sea capaz de articular las fuerzas materiales necesarias para construir una verdadera izquierda socialista y revolucionaria, enraizada en los trabajadores y la juventud, con fracciones independientes en los movimientos sociales, que pueda superar al PT por izquierda.
Cabe preguntarse: ¿y si la iniciativa y la autoactividad contra la degradación bonapartista del régimen surgen de las masas y no de la confianza en el Estado burgués? Esta idea debería servir de guía para pensar la autoorganización creativa de las masas con total independencia del poder judicial y del Estado. La propia concepción del socialismo en relación con el Estado de transición se opone por el vértice a la idea de que las masas pasivas no hacen política y deben depositar sus esperanzas en el Poder Judicial y su Estado (una concepción reformista, difundida primero por la socialdemocracia y luego por el estalinismo). Lenin decía que:
La burguesía sólo reconoce que un estado es fuerte cuando, haciendo uso de todo el poder del aparato gubernamental, consigue movilizar a las masas en el sentido deseado por los gobiernos burgueses. Nuestra concepción de la fuerza es diferente. Para nosotros lo que da su fuerza a un estado es la conciencia de las masas. El estado es fuerte cuando las masas saben todo, pueden juzgar sobre cualquier cosa y actúan siempre con perfecta conciencia.
La fuerza consciente de las masas se refiere a la clase obrera como clase productora, potencial portadora de nuevas relaciones sociales y civilizatorias subversivas para el capitalismo.
La autoorganización y la construcción de un partido socialista y revolucionario disponen de una reserva inagotable de energía propia, mucho mayor que la confianza en el Poder Judicial como “salvador” del país contra la extrema derecha. Es el único camino para concebir lo político no como integración al Estado y sus mecanismos burocráticos, sino como autonomización frente al Estado burgués. Sin esto, ¿cómo evitar la asimilación y pasivización de nuestras reivindicaciones dentro de lo permitido por el régimen? Lo político como proyecto de construcción de un nuevo orden socialista superior al capitalismo está en cada uno de los detalles de la lucha cotidiana. Es hora de probar este camino.
Traducción: Isabel Infanta
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