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Brasil: la hegemonía invertida o el reverso de la hegemonía

Danilo Paris

Brasil: la hegemonía invertida o el reverso de la hegemonía

Danilo Paris

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En este artículo, Danilo Paris, dirigente del Movimento Revolucionário de Trabalhadores (MRT) y analista político de Esquerda Diário de Brasil, retoma los debates en torno a la noción de “hegemonía invertida” del sociólogo Francisco de Oliveira para abordar las encrucijadas del escenario político brasileño actual.

El resultado de las elecciones brasileñas confirmó un rumbo hacia la derecha en el régimen político que no comienza ahora. Además de la importante votación a Bolsonaro, que incluso por debajo de Lula amplió su actuación de 2018 en 1,7 millones de votos, los resultados de la elección en las demás categorías también componen el cuadro de una mayor institucionalización de la ultraderecha. En el Senado, en la Cámara de Diputados y entre los gobernadores, destacando São Paulo, Río de Janeiro y Minas Gerais, los resultados fueron favorables a los candidatos bolsonaristas.

El panorama no es del todo favorable para la extrema derecha, porque Lula se presenta como candidato al ejecutivo. Y este resultado, evidentemente, tendrá su correspondencia en la situación política del próximo período. Si no fuera por su peso, sería difícil imaginar otra figura con semejante votación en el contexto general. Con el 48,4 % de los votos en la primera vuelta, Lula sigue siendo el favorito para la segunda, aunque el largo mes que falta para la segunda vuelta da tiempo a que se produzcan cambios en el panorama político.

Además de los poderes sometidos al voto, las elecciones afirmaron la consolidación del bonapartismo judicial, incluyendo sus acuerdos con los militares. Una expresión del fortalecimiento de dos fuerzas reaccionarias bonapartistas.

Los resultados fueron diferentes a las últimas encuestas, sobre todo en relación a los votos de Bolsonaro. Esta última oleada de votos se debió probablemente al electorado antipetista. Compuesto en particular por estratos medios, no están embanderados con el actual presidente, pero no tienen reparos en votar por él ante la amenaza de un regreso del PT. Además, pueden haber influido otros factores, entre ellos el llamado voto silencioso, la vergüenza o la negativa a responder las encuestas, aunque sin que pueda medirse en forma muy precisa su proporción.

Los estados con mayor discrepancia entre las encuestas y los resultados fueron los del sureste, especialmente São Paulo y Río de Janeiro. En las regiones con mayor número de electores del país, esta variación tuvo impacto en los resultados finales. Esto indica una importante reserva de antipartidismo en las regiones donde se produjeron las manifestaciones más “lava-jatistas” y pro-impeachment.

Además de esto, otros factores pueden haber jugado un papel en la preservación de los votos de Bolsonaro. La pandemia tuvo un efecto contradictorio. Si, por un lado, provocó un primer distanciamiento de un sector frente a su negacionismo, por otro, acercó a una capa del precariado, por haberse opuesto a la política de encierro. Este estrato, marcado por la informalidad, estaba expuesto a los efectos económicos de las restricciones a la circulación de personas y bienes. La política demagógica en torno a Auxílio Brasil (antigua Bolsa Família, formateada por Bolsonaro) fue parte central de su campaña para avanzar en este sector. Además, el hecho de que la administración de Bolsonaro se viera afectada por la pandemia y luego por la guerra en Ucrania puede haber llevado a parte de su electorado a atribuir los problemas del gobierno a estas adversidades.

Entre los estratos medios, especialmente los de 2 a 5 salarios mínimos, Bolsonaro mostró buenas reservas, liderando en este sector, según las encuestas, con el 43 % de las intenciones de voto. El politólogo brasileño André Singer afirma la existencia de una base que denomina “conservadurismo popular”, con características que podrían tener mayor permeabilidad a las ideologías conservadoras, lo que puede ser parte de la explicación de esta expresión electoral. Según él, este estrato está compuesto por sectores de la clase media baja, con fracciones de la clase trabajadora. Debido a la existencia de un enorme subproletariado, estos estratos temen perder lo poco que tienen.

Hay otros componentes estructurales que contribuyen a un mayor arraigo social de la extrema derecha. La descomposición de los partidos del llamado “centro-derecha”, como el PSDB que ha perdido toda su base histórica frente al bolsonarismo. Es notoria la victoria de Bolsonaro en el llamado “cinturón del agro” brasileño, un sector con creciente peso económico. La creciente influencia de los neopentecostales, que estuvieron en primera fila de la campaña, sin duda aportó, y mantuvo, una parte de sus votos. En regiones como Río de Janeiro, la territorialización de las milicias se presenta como uno de los factores que explican también la influencia de la extrema derecha en los cargos legislativos.

La alta intención de voto en las encuestas para Lula, y la subestimación de la de Bolsonaro, generaron una ilusión óptica en varios sectores. Parecía que el país se movía, mediante elecciones y sin obstáculos, hacia la izquierda. Esta expectativa se vio frustrada, generando perplejidad y desmoralización tras la publicación de los resultados el pasado domingo.

En realidad, aunque con diferentes modulaciones, la correlación de fuerzas en el país ha estado atravesada por una situación reaccionaria, y las elecciones confirmaron este cuadro general. Esto no significa que no haya habido momentos críticos en los últimos años que podrían haber sido un punto de inflexión. En estos momentos, el PT, las centrales sindicales y movimientos sociales que dirigían, fueron decisivos para contener y controlar la lucha de clases. Al final, la pasividad que el PT promovió durante todo el gobierno de Bolsonaro, y la conciliación con la derecha neoliberal, encabezada por Alckmin, fueron factores muy importantes para que la extrema derecha aumentara su fuerza.

Por todo lo expuesto, la crisis de hegemonía que existe en el país tiende a profundizarse. En un eventual nuevo gobierno de Bolsonaro, que sería trágico para sectores de masas, podrían producirse nuevas configuraciones en el régimen político, incluso nuevas inestabilidades. Tampoco habrá menos tensiones y un consenso estable ante la posibilidad, por ahora la más probable, de un tercer gobierno de Lula. Con una extrema derecha institucionalizada y fortalecida, la presidencia de Lula estaría rodeada de una situación de extrema inestabilidad.

El escenario de un posible nuevo gobierno de Lula

Con la advertencia de que la situación electoral sigue abierta, es importante reflexionar sobre las inmensas contradicciones que impregnan un posible tercer gobierno de Lula. Cada uno de sus mandatos tuvo sus contornos particulares. Las elecciones de 2002, marcadas por un mayor temor a la novedad que era Lula al frente del ejecutivo, y las de 2006, con un Lula que ya se jactaba de ser un gobierno que mantenía los pilares económicos heredados de Fernando Henrique Cardoso, son dos momentos de una morfología política que se alzó como la representación de los más pobres, y se mantuvo como un eficiente administrador del capitalismo brasileño. Aunque un momento no excluye características del anterior, el transcurso del gobierno de Lula conformó nuevas características hegemónicas, que fueron moldeando progresivamente las relaciones entre las clases sociales, y que finalmente culminaron en lo que comunmente se llama lulismo.

Es en el contexto de las elecciones que llevaron a Lula a su segundo mandato, que el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira ensayó un nuevo concepto para explicar esta nueva hegemonía que estaba surgiendo en la política brasileña. Tomando como referencia las elaboraciones de Gramsci, el sociólogo brasileño definió como “hegemonía invertida” la política que llevó al PT a ser reelegido en la presidencia.

El comunista sardo concebía la hegemonía como la dirección política y la búsqueda de la organización del consenso en el conjunto de la sociedad. Inspirado en las concepciones de Lenin, Gramsci amplió el concepto para pensar en las formas hegemónicas en los llamados Estados occidentales. Estas formas se dieron por una combinación de coerción y consenso, encontrándose en una relación de equilibrio en momentos de la “normalidad” de las democracias burguesas. En otras palabras, para ser dominante, una clase debe ser dirigente de las clases aliadas y la dominante de las clases contrarias.

Volviendo a las reflexiones de Francisco de Oliveira, según él, en ese otro Brasil –cuando Lula derrotó a su ahora aliado Geraldo Alckmin– había un conjunto de apariencias que proporcionaban la ilusión de que los dominados dominaban, cuando en realidad el gobierno dirigía un capitalismo ávido de explotación desenfrenada. A través de la Bolsa Familia y de la política de facilitación y ampliación del crédito, se produjo una sensación social de mejora gradual, mientras los grandes capitalistas seguían enriqueciéndose como nunca. Este fue el arte del lulismo, apoyado en el prestigio del origen popular de su principal liderazgo, la relación orgánica del PT con el movimiento de masas y el ciclo de crecimiento de la economía mundial, los dos primeros mandatos de Lula proporcionaron un capital político con reservas que se mantienen hasta hoy.

En las profundidades de ese país se extendió el trabajo precario, el hiperendeudamiento de las familias, el fortalecimiento del agronegocio y de las iglesias, la casta judicial y militar y el advenimiento de los llamados globalplayers. Este fue el contexto en el que Francisco de Oliveira mostró cómo la apariencia del consentimiento se transformaba en lo inverso. Parece que ya no eran los dominados los que consentían su propia explotación, sino los dominantes los que aceptan ser dirigidos políticamente por un partido y una dirección de otra clase, a condición de que la “dirección moral” nunca cuestione la forma de explotación capitalista. En síntesis, se trataba de una hegemonía neoliberal ejercida por un partido que se decía "de los trabajadores", por lo tanto una “hegemonía invertida”.

El Brasil de entonces ya no es el mismo, y las condiciones que permitieron esta “hegemonía invertida” son otras. Cuando los efectos de la crisis económica internacional se hicieron finalmente más fuertes en el país, las clases dominantes decidieron acabar con el mundo de las apariencias de conciliación de clases y formular nuevas representaciones políticas. Las condiciones objetivas que propiciaron el éxito del lulismo se habían agotado. La virtud se había convertido en defecto, y era necesaria una política económica de brutal austeridad y contrarreformas, sin la contrapartida de las concesiones, por pequeñas que fueran, que marcaron parte de los gobiernos del PT.

Así, la crisis capitalista exigía un nuevo condottiere para el capitalismo brasileño. Temer y Bolsonaro fueron dos expresiones de esta nueva política de clase. Esto último no era el plan inicial, entonces había predilección por Geraldo Alckmin, pero en las circunstancias que se dieron desempeñó, con relativo éxito, el papel esperado por las clases dirigentes. Relativo porque a pesar de implementar un paquete de ataques ultraconcentrados, no logró crear una nueva forma hegemónica de poder. Por el contrario, la operación Lava Jato, el golpe institucional y el gobierno de Bolsonaro han profundizado la crisis de dominación burguesa, que había estallado en las Jornadas de junio de 2013.

Como resultado de la crisis de hegemonía, se fortalecieron en el régimen político los poderes que nadie votó, que habían ganado posiciones durante los años de gobierno del PT. En ausencia de partidos orgánicos fuertes que pudieran encarnar las necesidades económicas del capitalismo en crisis, la casta militar y judicial ganaron fuerza. Cada uno a su manera, y mediante métodos bonapartistas, se convirtieron en actores con un peso creciente en las disputas políticas en la esfera pública. Dos formas autoritarias de buscar la resolución de la crisis de hegemonía reforzando el elemento de la fuerza, pero que siempre ha sido débil para ganar el consentimiento.

La forma, y las circunstancias, en que se configuró el gobierno de Bolsonaro añadieron más ingredientes a la inestabilidad de una crisis de dominación que siguió profundizándose. La necesidad de movilizar a su base social reaccionaria de forma más o menos permanente para las disputas en el seno del régimen fue un detonante de las crisis que se produjeron con gran intensidad en los últimos cuatro años. Bolsonaro necesitaba la inestabilidad para poder regatear y negociar ante los distintos poderes que se enfrentaron públicamente en varios episodios de la prolongada crisis política.

Hay suficientes razones para creer que un nuevo gobierno de Bolsonaro sería aún más inestable que el primero. Empezando por el desgaste que suele afectar a los segundos mandatos de todos los que son reelegidos. El recurso tradicional de remitir los problemas del país al gobierno anterior es una política que obviamente está perdiendo su efecto.

Además, el bolsonarismo es una forma política y social particular. La fuerza disruptiva que la llevó al poder no puede ser pasivizada por los recursos tradicionales de la democracia burguesa. Se trata de estratos sociales y fracciones de clase que necesitan la confrontación. Son la expresión más radicalizada del programa burgués de mayor explotación, sorteado por los valores reaccionarios que proporciona la moral que da cohesión a los sectores heterogéneos de su base social. Terratenientes, neopentecostales, policías, comerciantes minoristas, y militares se unen en torno a la agresividad de un liderazgo que promete no abandonar nunca a su rebaño, enfrentándose a todo y a todos, y por eso no puede buscar el consentimiento de los demás. En cierto modo, Bolsonaro fue el gobierno del “reverso de la hegemonía”, incapaz de consolidar composiciones y consentimientos de clase en sectores más amplios de la sociedad civil y del Estado, so pena de perder la base social que le dio apoyo y lo elevó al cargo de presidente.

Estas características han llevado a poderosas facciones del capitalismo brasileño a considerar que un segundo mandato de Bolsonaro podría ser el cruce del Rubicón hacia una peligrosa inestabilidad. La pandemia, el recrudecimiento de los conflictos internacionales, la tendencia al agravamiento de la crisis económica y el desencadenamiento de levantamientos y rebeliones en distintos países conformaron un tablero de ajedrez en el que un movimiento arriesgado podía ponerlo todo en peligro. Había que mantener antes que nada toda la obra económica y política del golpe institucional, es decir, la enorme reconfiguración jurídica, institucional y social, que promovió un volumen de retirada de derechos inédito desde la redemocratización. Un fusible de las clases subalternas y explotadas, ante el deshilachado del tejido social tensionado por un cuadro de miseria y sobre explotación generalizada, podría hacer volar por el aire todo lo que las clases dominantes necesitan conservar.

En esta tensión, era necesario buscar otra hegemonía. Ya no el lulismo, en su sentido original, que no encuentra las condiciones para ello, ni el bolsonarismo, que ni siquiera puede considerarse como tal. La alternativa, o la búsqueda de la misma, fue la de unificar los viejos polos del régimen de 1988 a través de la candidatura Lula-Alckmin y el Frente Amplio que la integra. Su amplitud, hay que decirlo, es producto de la urgente y necesaria búsqueda de nuevos experimentos hegemónicos que puedan conferir mayor estabilización a un régimen político que no deja de transformarse. Sin embargo, la funcionalidad de la llamada izquierda, que se ha embarcado en el Frente Amplio, ha sido fundamental para transmitir la imagen de la “unión de todos”, desde el capital financiero hasta el PT, llegando al PSOL-Rede.

En este marco, se inserta el apoyo de importantes y poderosas fracciones de la burguesía en apoyo a la candidatura Lula-Alckmin. Su momento de mayor resolución se vio el 11 de agosto, cuando sectores como la Fiesp (Federación de Industrias del Estado de São Paulo) y la Febraban (Federación Brasilera de Bancos) se pronunciaron más categóricamente en contra de Bolsonaro. Una semana antes de las elecciones, Lula cenó con 70 empresarios que reúnen, según la prensa, la mayoría del PBI de Brasil. Entre ellos se encontraban antiguos partidarios de Bolsonaro que, dadas las circunstancias, buscan reubicarse en el nuevo acuerdo político que ha comenzado a tomar formas más definidas.

El compromiso de que la candidatura Lula-Alckmin mantendría intacto el conjunto de reformas y privatizaciones aprobadas en los últimos años fue la contraseña final para que amplios sectores burgueses se embarcaran en el Frente Amplio. Como el legado de Bolsonaro es visto por amplios sectores sociales como pura destrucción, Lula podrá hacer un discurso de “reconstrucción nacional”, y para ello el pacto entre sectores antagónicos, incluye pedir grandes dosis de paciencia para los lentos cambios que deben tardar en producirse en su gestión. Entre las capas medias y el funcionariado, este discurso puede servir para contener un mayor descontento y cuestionamiento. Sin embargo, entre los sectores más pobres que ya se encuentran en una situación precaria, el margen de paciencia puede no ser muy elástico.

Bolsonaro es la variante política que buscó resolver la crisis de hegemonía a través del reaccionarismo y la polarización permanente. Debido a una situación de baja intensidad de la lucha de clases –producida también por la fuerte contención ejercida por las burocracias sindicales– una alternativa de este tipo es momentáneamente disfuncional para las fracciones mayoritarias de las clases dominantes. Lula-Alckmin es el otro polo de la búsqueda de la resolución del mismo problema, sin embargo, acentuó las características de la búsqueda del consenso, o sea, de la “reconciliación nacional”. Por eso se hace hincapié en su capacidad de diálogo, para que sea capaz de conciliar con los distintos sectores y encarrilar el país.

Eso no quiere decir que en un nuevo gobierno de Lula no habrá fricciones con un Congreso con presencia redoblada de la derecha, con el “bonapartismo judicial” que conserva un gran peso, etc. Al mismo tiempo, puede haber alguna luna de miel con las mayorías populares por el propio contraste con el escenario de tierra arrasada que deja Bolsonaro. Sin embargo, a diferencia de sus dos primeros mandatos, y sobre todo del segundo, Lula no podrá contar con los abundantes recursos que permiten buscar el consentimiento de los subalternos, con concesiones que, aunque limitadas, eran lo suficientemente fuertes como para garantizarle el apoyo y la aprobación histórica. En ese momento, aun manteniendo los pilares de la política macroeconómica neoliberal, logró infundir en su gobierno una marca de inclusión social, sustentada en la sensación de mejora de las condiciones de vida.

Por todo ello, a falta de un vuelco electoral, parece que Lula no podrá producir los mismos efectos de la “hegemonía invertida”. Es difícil, por no decir imposible, constituir otra hegemonía en un contexto económico adverso, y en un régimen político que en los últimos años se ha mostrado tan reacio al consentimiento y tan ávido de coerciones.


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Danilo Paris

Profesor de Sociología e integrante de Esquerda Diário Brasil.